miércoles, 24 de diciembre de 2014

CUENTO DE NAVIDAD - Charles Dickis

CUARTA ESTROFA

EL ULTIMO DE LOS ESPIRITUS


Martha, que era una pobre aprendiza en un taller de sombrerera, les contó la clase de trabajo que tenía que realizar, las muchas horas seguidas que debía trabajar y cómo estaba deseando tomarse un largo descanso en cama a la mañana siguiente, pues el día siguiente era festivo y lo pasaba en casa.

También les contó que había visto a una condesa y a un lord unos días antes, y que el lord «era de alto como Peter», ante lo cual Peter se subió los cuellos tanto que no se le podía ver la cabeza.

Todo este rato, las castañas y la jarra hacían ronda, y después escucharon una canción sobre un niño perdido en la nieve; la cantaba Tiny Tim con una vocecita quejumbrosa, y la cantó realmente muy bien.

No había nada de alta categoría en lo que hacían. No eran una familia distinguida; no iban bien vestidos; sus zapatos estaban lejos de ser impermeables; sus ropas eran escasas, y Peter podría haber conocido, y es muy probable que así fuera, el interior de una casa de empeños.

Pero estaban felices, agradecidos y satisfechos unos de otros, y contentos con el presente. Cuando empezaron a perderse de vista, todavía parecían más felices, con el brillante chisporroteo de la antorcha del espíritu que se marchaba, y hasta el último instante Scrooge no apartó de ellos sus
ojos, sobre todo de Tiny Tim.

En aquellos momentos comenzaba a oscurecer y nevaba intensamente. Scrooge y el espíritu se fueron por las calles; era maravilloso el resplandor de los fuegos rugientes en las cocinas, salones y toda clase de habitaciones.

Aquí, el revoloteo de las llamas dejaba ver los preparativos para una agradable cena, con platos calentándose junto a la lumbre y cortinas de color rojo oscuro a punto de ser corridas para aislar del frío y la oscuridad.

Allá, todos los niños de la casa salían corriendo en la nieve para recibir a sus hermanas casadas, hermanos, primos, tíos, tías... , y ser el primero en felicitarles. Aquí se reflejaban en las celosías las sombras de los invi-tados reuniéndose, y allá un grupo de chicas guapas, todas con capucha y botas de piel y parloteando a la vez, se dirigían a paso rápido hacia la casa de algún vecino donde, ¡ay del soltero que las viera entrar arreboladas -bien lo sabían ellas, astutas hechiceras!

Pero a juzgar por el número de personas que se encaminaban a reuniones amistosas, cualquiera diría que en las casas no habría nadie para dar la bienvenida; sin embargo, en todas se esperaba compañía y se avivaban las lumbres hasta la altura de media chimenea.

¡Cómo exultaba el fantasma! ¡Cómo henchía su desnudo pecho la respiración!
¡Cómo abría la palma de su mano libre y regaba a chorros generosos todo lo que quedaba a su alcance con inofensivo regocijo! El mismo farolero, que corría antes de puntear con motas de luz la calle lúgubte, iba arreglado para pasar la noche en alguna parte y, sin más compañía que la Navidad, se rió sonoramente cuando pasó el espíritu.

Y ahora, sin una sola palabra de advertencia del fantasma, se detuvieron en un hostil y desierto páramo, con monstruosas masas pétreas diseminadas como si fuera un cementetio de gigantes. El agua corría por todas panes -al menos así lo habría hecho si la helada no tuviera prisionera-, y sólo crecían musgos, tojos y densas matas de burda hierba.

Hacia el Oeste, el sol poniente había dejado una banda de rojo ardiente que iluminó la desolación durante unos instantes, como un ojo rencoroso, y se fue cerrando, cerrando cada vez más, hasta perderse en las espesas tinieblas de la noche más negra.

«¿Qué sitio es éste?», preguntó Scrooge.
«Un lugar donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas de la tierra», contestó el espíritu.

«Pero me conocen. ¡Mira!»
Se encendió una luz en una cabaña y ellos se aproximaron rápidamente. Atravesaron la pared de piedra y barro y encontraron una animada reunión en torno a una cálida lumbre.

Un hombre muy viejo y una mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos, y otra generación posterior, todos engalanados con sus ropas de fiesta. El viejo, con una voz que apenas sobrepasaba el ulular del viento en la yerma extensión, les cantaba un villancico que ya era muy antiguo cuando él había sido niño, y de vez en cuando todos le acompañaban a coro. Cuando los demás unían sus voces, la del viejo se volvía más alegre y potente, y cuando se callaban, él bajaba el tono.

El espíritu no se demoró allí; indicó a Scrooge que se sujetase al manto y, pasando sobre el páramo, se dirigió rápidamente...

¿adónde? ¡No al mar? Sí, al mar. Para espanto de Scrooge, al mirar hacia atrás vio al finalde la tierra firme una temible alineación de rocas; sus oídos quedaron ensordecidos por el retumbar del agua que se desmoronaba rugiendo y se estrellaba con furia contra las siniestras cavernas que había ido socavando, y con fiereza intentaba perforar la tierra.

A una legua aproximadamente de la costa se alzaba un faro solitario construido sobre un siniestro arrecife de hundidas rocas, azotadas y arañadas por el oleaje. En la base colgaban grandes aglomeraciones de algas y las aves marinas -se diría que nacían del viento, como las algas del agua- se elevaban y caían a su alrededor como las olas que peinaban.

Pero incluso aquí los dos hombres que atendían las señales habían encendido una lumbre que, a través del portillo abierto en los gruesos muros de piedra, arrojaba un rayo de luz sobre el mar tenebroso. Estrechando sus encallecidas manos por encima de la mesa basta donde estaban sentados, se desearon una Feliz Navidad con sus jarras de grog.

Uno de ellos, el más viejo, con un rostro marcado por la inclemencia del tiempo como el mascarón de proa de un viejo navío, entonó una canción tan vigorosa como una tempestad.

Una vez más, el fantasma se fue apresuradamente sobre el negro y agitado mar lejos, muy lejos; tan lejos de cualquier costa, como le dijo a Scrooge, que descendieron sobre un barco. Permanecieron al lado del timonel, del vigía de proa, de los oficiales de guardia, fantasmales y oscuras sombras en sus puestos, pero todos ellos tarareaban música navideña o tenían el pensamiento puesto en la Navidad, o hablaban a sus compañeros de alguna Navidad pasada con añoranza del hogar. Y todo hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o malo, había tenido una palabra más amable para los demás en ese día que en cualquier otro día del año; y había compattido en alguna medida el festejo; y había recordado a los seres queridos, y había sabido que ellos se acordaban de él.

Mientras escuchaba el aullido del viento y pensaba qué cosa tan grande es moverse a través de solitarias tinieblas sobre un abismo desconocido, cuyos secretos son tan profundos como la muerte, para Scrooge constituyó una gran sorpresa oír una sonora carcajada.

Y la sorpresa todavía fue mayor cuando reconoció que la había proferido su propio sobrino, y se encontró en una estancia cálida y resplandeciente, con el espíritu sonriendo a su lado y mirando al sobrino con aprobadora afabilidad.

«¿Ja, ja!», reía el sobrino de Scrooge. «¿Ja, ja, ja!» Si por una improbable casualidad el lector conociera a un hombre con una risa más feliz que la del sobrino de Scrooge, todo lo que puedo decir es que también a mí me gustaría conocerle. Preséntemelo y yo cultivaré su amistad.

Es una ley de la compensación justa, equitativa y saludable, que así como hay contagio en la enfermedad y las penas, nada en el mundo resulta más contagioso que la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge se reía sujetándose los costados, girando la cabeza y arrugando el rostro con las más extravagantes contorsiones, la sobrina de Scrooge -por matrimonio- reía con tantas ganas como él. Y el grupo de sus amigos no se quedaba atrás y todos se desterniIlaban.

«¿Ja, ja! ¿Ja, ja, ja, ja!» «¡Dijo que las Navidades eran tonterías, os lo juro!», exclamó el sobrino de Scrooge. «¡Y además se lo creía!» «Más vergüenza le debería dar, Fred!, dijo indignada la sobrina de Scrooge. Esas bendi-tas mujeres nunca hacen nada a medias. Se lo toman todo muy en serio.

Era muy atractiva, sumamente atractiva.

Tenía un rostro encantador, con hoyuelos en las mejillas y expresión de sorpresa; una boquita roja y suave que parecía estar hecha para ser besada -lo era, sin duda-; todo tipo de pequitas junto a su barbilla, que se mezclaban unas con otras al reírse; y el par de ojos más luminoso que se haya visto. Al mismo tiempo, era del tipo que se podría
describir como provocativa, ya me entienden, pero de una manera adecuada. ¡Ah, sí, perfectamente adecuada!

«Es un viejo tipo cómico», dijo el sobrino de Scrooge, «es la verdad; y no tan agradable como podría ser. Sin embargo, en su pecado lleva la propia penitencia, y no quiero decir nada contra él».

«Estoy segura de que es muy rico, Fred», apuntó la sobrina. «Al menos eso es lo que siempre me has dicho».

«¡Y eso que importa, querida!», dijo el sobrino.
«La riqueza no le sirve de nada. No hace con ella nada bueno. No la utiliza para su bienestar. Ni siquiera tiene la satisfacción de pensar. Ja, ja, ja, que algún día nosotros la disfrutaremos».
«Acaba con mi paciencia», observó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de la sobrina y todas las demás señoras expresaron igual opinión.

«Yo sí tengo paciencia», dijo el sobrino.
«Me da lástima; no puedo enfadarme con él.

El que sufre por sus manías es siempre él mismo. Le da por rechazarnos y no querer venir a cenar con nosotros. ¿Cuál es la consecuencia?

No tiene mucho que perder con una cena. »
«Yo pienso que se pierde una cena muy buena», interrumpi6 la sobrina. Todos asistieron, y eran jueces competentes puesto que acababan de cenar y, con el postre sobre la mesa, estaban apiñados junto al fuego, a la luz de la lámpara.

«¡Bueno! Me alegra mucho escucharos», dijo el sobrino de Scrooge, «porque no tengo mucha fe en estas jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices, Topper? »

Estaba claro que Topper le había echado el ojo a una de las hermanas de la sobrina, pues respondió que un soltero no era más que un pobre proscrito sin derecho a expresar una opinión sobre la materia.

Ante lo cual la hermana de la sobrina -la rellenita con la pañoleta de encaje, no la de las rosas- se ruborizó.

«Vamos, Fred, continúa», dijo la sobrina de Scrooge palmoteando. «¡Nunca termina lo que empieza a contar! ¡Qué hombre más absurdo!»

Al sobrino de Scrooge le dio otro ataque de risa y como era imposible evitar el contagio, aunque la hermana rellenita lo intentó de veras con vinagre aromático, su ejemplo fue seguido por unanimidad.

«Iba a decir », dijo el sobrino de Scrooge, «que la consecuencia de su displicencia hacia nosotros, y el no querer celebrar nada con nosotros es, pienso yo, que se pierde buenos ratos que no le harían ningún daño. Estoy seguro de que se pierde compañías más agradables que las que pueda encontrar en sus pensamientos, metido en esa oficina enmohecida o en su polvorienta vivienda.

Todos los años quiero darle la oportunidad, tanto se le gusta como si no, porque me da lástima.

Puede que reniegue de la Navidad hasta que se muera, pero siempre tendrá mejor opinión si ve que voy de buen humor, año tras años, para decirle ¿cómo estás, tío Scrooge? Aunque sólo sirviera para que se acordara de dejarlem cincuenta libras a ese pobre escribiente suyo, ya habría merecido la pena; y pienso que ayer le conmoví.

Ahora les tocaba reírse a los demás con la mención de haber conmovido a Scrooge. Pero el sobrino tenía muy buen carácter, no le importaba que se rieran -se iban a reír de cualquier modo- y les fomentó la diversión pasando la botella alegremente.

Tras el té, disfrutaron con un poco de música.

Era una familia aficionada a la música, y puedo asegurar que sabían lo que se traían entre manos cuando cantaban un solo, o a varias voces; sobre todo Topper, que podia gruñir como un auténtico bajo sin que se le hincharan las venas de la frente ni ponerse colorado.

La sobrina de Scrooge tocaba bien el arpa y, entre otras piezas, tocó una ligera tonada (insignificante, cualquiera podría aprender a silbarla en dos minutos) que había sido muy familiar para la niña que había recogido a Scrooge en el internado, como le había hecho recordar el Fantasma de la Navidad del Pasado.

Al sonar esa musiquilla, le volvieron a la mente todas las cosas que le había mostrado el fantasma; se fue enterneciendo cada vez más, y pienso que si años atrás hubiera escuchado esa música a menudo, tal vez habría cultivado con sus propias manos las cosas buenas de la vida para su propia felicidad, sin recurrir a la pala de enterrador que sepultó a Jacob Marley.

No se dedicaron a la música toda la velada. Después de un rato jugaron a las prendas. Es buena cosa volverse niños algunas veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando se hizo Niño el Fundador todopoderoso. ¡Un momen-to! Anteriormente hubo un juego a la gallina ciega. Por supuesto que lo hubo.

Y yo no me creo que Topper estuviese realmente a ciegas ni que tuviera ojos en las botas. Mi opinión es que todo lo habían tramado él y el sobrino de Scrooge, y el Fantasma de la Navidad del Presente lo sabía. Su manera de perseguir a aquella hermana rellenita, de la toca de encaje, era un ultraje a la credulidad del género humano. Daba topetazos a los hierros de la chimenea, derribaba sillas, se estrellaba contra el piano, se asfixiaba entre los cortinajes, pero a donde iba ella, él iba detrás.

Siempre sabía dónde estaba la hermana rellenita.
No quería agarrar a nadie más. Si alguien tropezaba contra él, como algunos hicieron, y se quedaba quieto, fingía que fallaba al procurar atraparle, de manera afrentosa para el humano entendimiento, y acto seguido se deslizaba en dirección a la hermana rellenita.

Ella gritó varias veces que era trampa, y con razón. Pero cuando al fin la atrapó, cuando pese a los sedosos rozamientos y rápidas ondulaciones de ella logró arrinconarla en una esquina sin escapatoria, entonces su conducta fue de lo más execrable.

Simulaba no saber que era ella; simulaba que era necesario tocar su peinado, y para cerciorarse bien de su identidad tanteó una determinada sortija en sus dedos y una determinada cadena en su cuello; ¡fue vil, monstruoso!

Sin duda ella le hizo saber su opinión cuando otro hacía de gallina ciega y ellos estaban juntos, muy confidenciales, detrás de los cortinajes.

La sobrina de Scrooge no estaba jugando, sino sentada cómodamente en un gran butacón, con los pies sobre un escabel, en un atopadizo rincón, y el fantasma y Scrooge estaban detrás de ella. Pero se incorporó al juego de prendas y obtuvo resultados admirables con todas las letras del alfabeto.

También lo hizo muy bien en el juego «Cómo, cuándo y dónde», y para secreto regocijo del sobrino de Scrooge, sacó mucha ventaja a sus hermanas, que también eran chicas sagaces, como Topper podría confirmar. Allí habría unas veinte personas, jóvenes y vie-jos, pero todos estaban jugando, y también jugaba Scrooge; olvidando por completo los
motivos por los que estaba allí y que los demás no podía oírle, algunas veces daba las respuestas en voz alta y casi siempre acertaba, pues la aguja más aguda, la mejor Whitechapel, y con el ojo bien abierto, no superaba en agudeza a Scrooge, aunque él se empeñaba en ser terco.

Al fantasma le agradó mucho verle con aquella actitud y le miró con tal benevolencia que Scrooge le suplicó como un niño que le permitiera quedarse hasta que los invitados se despidieran. El espíritu le dijo que no era posible.

«Van a empezar otro juego», dijo Scrooge.
«¡Sólo media hora, espíritu; sólo media!»
Era el juego llamado del «Sí y no»; el sobrino de Scrooge tenía que pensar en una cosa y los demás descubrir lo que era haciéndole preguntas que únicamente podía responder con un «sí» o un «no».

Del continuo bombardeo de preguntas a que fue sometido se deducía que había pensado en un animal, un animal vivo, un animal bastante desagradable, un animal salvaje, un animal que a veces rugía y gruñía, y otras veces hablaba, y vivía en Londres, y andaba por la caIle, y no se le exhibía al público, y nadie le llevaba atado, y no vivía en un zoológico, y nunca le mataron en un mercado, y no era un caballo, asno, vaca, toro, tigre, perro, cerdo, gato no oso.

Cada nueva pregunta provocaba en el sobrino un ataque de risa tan irrefrenable que le obligaba a levantarse del sofá y dar patadas al suelo. Finalmente, la hermana rellenita, que había caído en un ataque similar, exclamó:
«¡Ya lo tengo! ¡Ya sé lo que es, Fred!
¡Ya sé lo que es!» «¿Qué es?», gritó Fred.

«¡Es tu tío Scro-o-o-o-oge!»

Así era, ciertamente. Hubo un sentimiento general de admiración, aunque algunos objetaron que la respuesta a «¿Es un oso?» debió haber sido «Sí», puesto que la respuesta contraria era suficiente para desviar el pensamiento del señor Scrooge, suponiendo que alguna vez se les hubiera ocurrido pensar en él.

«Gracias a él hemos tenido un buen rato», dijo Fred, «y sería ingratitud no beber a su salud. Aquí tenemos preparadas copas de vino caliente y brindo por tío Scrooge».

«¡Bueno! ¡Por tío Scrooge!», repitieron todos.

«¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo para el viejo, sea lo que sea!», dijo el sobrino. «El no me lo aceptaría, pero da lo mismo. ¡Por tío Scrooge!

Tío Scrooge se había ido poniendo imperceptiblemente tan contento y animado que habría correspondido bebiendo a la salud de la inconsciente reunión, y les habría dado las gracias con palabras inaudibles si el fantasma le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena se esfumó con el hálito de las últimas palabras del sobrino, y él y el espíritu emprendieron nuevos viajes.

Vieron mucho, fueron muy lejos, visitaron muchos hogares, pero siempre con un desenlace feliz. El espíritu permaneció junto al le-cho de los enfermos y ellos se animaban; junto a los que estaban en tierra extraña y se sentían más cerca de la patria; junto a los hombres que luchaban, y les daba paciencia para alcanzar su mayor aspiración; junto a la pobreza y la convertía en riqueza. En hospicios, hospitales, cárceles, en todos los refugios de la miseria donde la pequeña y vana autoridad del hombre no había hecho cerrar las puertas para dejar al espíritu fuera, les dejó su bendición y a Scrooge el ejemplo.

Era una noche muy larga, si es que era solamente una noche, cosa que Scrooge dudaba puesto que las fiestas navideñas parecían haberse condensado en el período de tiempo que pasaron juntos.

También era extraño que mientras la forma externa de Scrooge no se había alterado, el fantasma había envejecido, había envejecido a ojos vista. Scrooge observó el cambio pero no habló de ello hasta que salieron de un festejo infantil de víspera de Reyes y al mirar al espíritu cuando salieron al exterior observó que se le había encanecido el cabello. «¿Es tan breve la vida de los espíritus?», preguntó.

«Mi vida en este globo es muy corta», respondió el fantasma. «Se termina esta noche».

«¡Esta noche!», exclamó Scrooge.
«A medianoche. ¡Escucha! Se acerca la hora».

En aquel momento las campanas del reloj daban las doce menos cuarto.

«Perdóname si me equivoco», dijo Scrooge mirando con inquietud el manto del espíritu, «pero estoy viendo algo raro que te asoma por el ropaje. ¡Es un pie o una garra!» «Por la carne que tiene encima, podría ser una garra», fue la respuesta, cargada de tristeza, del espíritu. «Mira esto».

De los pliegues del manto salieron dos niños; unos niños harapientos, abyectos, temibles, espantosos, miserables. Se arrodillaron a sus plantas y se colgaron del manto.

«¡Hombre! ¡Mira esto! ¡Mira, mira bien!», exclamó el fantasma. Eran un niño y una niña. Amarillos, flacos, mugrientos, malencarados, lobunos, pero también prosternados en su humildad. Donde la gracia de la juventud debió haberles perfilado los rasgos y retocado con sus más frescas tintas, una mano marchita y seca, como la de la vejez, les había atormentado, retorcido y hecho trizas. Donde podrían haberse entronizadom los ángeles, acechaban los demonios echando fuego por sus ojos amenazadores.

Monstruos tan horribles y temibles como aquellos no se han dado en ningún cambio, degradación o perversión de la humanidad a lo largo de toda la historia de la maravillosa Creación.

Aterrado, Scrooge se echó atrás. Intentó decir que eran unos niños agradables, pero su lengua se negó a pronunciar una mentira de tal magnitud.

«¿Son tuyos, espíritu?», fue todo lo que pudo decir.

«Son del hombre», dijo el espíritu mirándolos.
«Y se agarran a mí apelando contra sus progenitores. Este chico es la Ignorancia. Esta chica es la Necesidad. Guárdate de los dos y de todos los de su género, pero guárdate sobre todo de este chico porque en la frente lleva escrita la Condenación, a menos que se borre lo que lleva escrito. ¡Niégalo!», exclamó el espíritu señalando con la mano hacia la ciudad. «¡Difama a quienes te lo dicen! Admítelo para tus propósitos tendenciosos y empeóralo todavía más. ¡Y aguarda el final!» «¿No tienen refugio ni salvación?», gimió Scrooge.

«¿No están las cárceles?», dijo el espíritu devolviéndole por última vez sus propias palabras.
«¿No hay casas de misericordia?»
La campana dio las doce.

Scrooge miró a su alrededor y ya no vio al fantasma. Al cesar la vibración de la última campanada recordó la predicción del viejo Jacob Marley y, elevando la mirada, vio cómo se acercaba hacia él un fantasma solemne, envuelto en ropas y encapuchado, deslizándose como la niebla sobre el suelo.

CUARTA ESTROFA

EL ULTIMO DE LOS ESPIRITUS

El fantasma se aproximó despacio, solemne y silenciosamente. Cuando estuvo cerca, Scrooge cayó de rodillas porque hasta el mismo aire en que el espíritu se movía parecía emanar desolación y misterio.

Iba envuelto en un ropaje de profunda negrura que le ocultaba la cabeza, el rostro, las formas, y sólo dejaba a la vista una mano extendida, de no ser por ella, habría sido difícil vislumbrar su figura en la noche y diferenciarle de la oscuridad que le rodeaba.

Scrooge notó que era alto y majestuoso y que su presencia misteriosa le llenaba de grave temor. Nada más podía discernir pues el espíritu ni hablaba ni se movía.

«¿Me hallo en presencia del Fantasma de la Navidad del Futuro?» dijo.

El espíritu no respondió, pero señaló hacia delante con la mano.

«Has venido para mostrarme las imágenes de cosas que no han sucedido pero sucederán más adelante», prosiguió Scrooge. «¿Es así, espíritu?»

Los pliegues de la parte superior del ropaje se contrajeron por un instante, como si el espíritu hubiera inclinado la cabeza. Esa fue la única respuesta.

Aunque por entonces ya estaba muy habituado a la compañía espectral, Scrooge tenía tanto miedo a la silenciosa figura que sus piernas le temblaban y se dio cuenta de que apenas lograba mantenerse en pie cuando se dispuso a seguirle. El espíritu hizo una pausa, como si hubiera observado su condición y le concediera tiempo para recuperarse.

Para Scrooge fue peor. Un vago horror le hizo estremecerse al saber que unos ojos fantasmales estaban fijamente clavados en él mientras sus propios ojos, forzados all máximo, no podían ver más que una mano espectral y un bulto negro.

«¡Fantasma del Futuro!», exclamó, «te tengo más miedo a ti que a cualquiera de los espectros que he visto. Pero sé que tu intención es hacerme el bien y como tengo la esperanza de vivir para convertirme en una persona muy distinta de la que fui, estoy dispuesto para soportar tu compañía y hacerlo con el corazón agradecido. ¿No vas a hablarme?»

No hubo contestación. La mano señalaba hacia delante.
«¡Dirígeme! », dijo Scrooge. «¡Dirígeme!
Cae la noche y yo sé que el tiempo apremia.
¡Condúceme, espíritu! »

El fantasma se movió igual que se le había acercado. Scrooge le siguió a la sombra de su ropaje, que le sostenía -pensó- y le llevaba en volandas.

Casi no parecía que hubiesen entrado en la city, sino que la city parecía haber brotado por su cuenta para circundarles. Y allí estaban, en el mismo corazón de la city, en la Bolsa, entre los hombres de negocios que se apresuraban de aquí para allá, hacían tintinear las monedas en sus bolsillos, conversaban en grupos, miraban sus relojes, jugueteaban con sus grandes sellos de oro, tal como Scrooge les había visto hacer con mucha frecuencia.

El espíritu se detuvo al lado de un grupito de negociantes. Al observar que les estaba señalando con la mano, Scrooge avanzó para oír su conversación.

«No», decía un hombre muy gordo con una papada monstruosa, «no estoy muy enterado.
Lo único que sé es que está muerto».
«¿Cuándo murió?», preguntó otro.
«Anoche, creo. »
«¿De qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un tercero mientras sacaba una gran cantidad de rapé de una caja enorme. «Pensé que no se iba a morir nunca. » «Sabe Dios», dijo el primero dando un bostezo.

«¿Qué ha hecho con el dinero? » preguntó un caballero de rostro enrojecido y con una penduleante excrecencia en la punta de la nariz que temblequeaba como el moco de un pavo.

«No he oído nadas dijo el hombre de la gran papada bostezando de nuevo. «Tal vez lo ha dejado a su Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es todo lo que sé».

Esta gracia fue recibida con una carcajada general.
«Seguramente tendrá un funeral muy barato», dijo el mismo, «porque os aseguro que no conozco a nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos una partida de voluntaríos? »

«No me importa ir si va a haber un almuerzo», observó el caballero de la excrecencia en la nariz. «Pero si voy, hay que darme de comer.
»Más carcajadas.

«Bueno, después de todo, yo soy el más desinteresado», dijo el primer interlocutor, «pues nunca llevo guantes negros y nunca almuerzo. Pero yo me ofrezco a ir si va alguien más. Cuando me pongo a pensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo su amigo más íntimo pues solíamos detenernos a charlas cuando nos encontrábamos. ¡Adiós! »

Todos se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge los conocía y miró al espíritu pidiendo una explicación. El fantasma se deslizó hasta una calle. Señaló con los dedos a dos personas que se encontraban.

Scrooge volvió a prestar atención pensando que allí podría estar la explicación.

También conocía a esos dos hombres perfectamente.
Eran hombres de negocios muy ricos e importantes. Siempre había considerado esencial que le tuvieran en su estima desde un punto de vista mercantil, claro está, exclusivamente desde el punto de vista de los negocios.

«¿Cómo está Vd.?», dijo uno.
«¿Qué tal está Vd.?» respondió el otro.
«¡Bien!» dijo el primero. «Por fin le ha llegado la hora al viejo diablo, ¿eh?»
«Eso me han dicho», contestó el segundo.
«Hace frío ¿verdad?»
«Normal para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a patinar?»
«No, no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.»

Ni otra palabra más. Ese fue el encuentro, la conversación y la despedida. Al principio Scrooge estaba más bien sorprendido de que el espíritu concediera importancia a conversaciones tan triviales, en apariencia.

Pero tenía la seguridad de que en ellas se ocultaba algún propósito y se puso a considerar cuál sería.

Difícilmente podrían tener alguna relación con la muerte de Jacob, su antiguo socio, pues se había producido en el pasado y el campo de acción de este fantasma era el futuro. Tampoco lograba relacionarlas con alguien muy vinculado a él mismo.

Pero no le cabía duda de que, quienquiera que fuese el objeto de las conversaciones, éstas contenían una moraleja para su provecho; por eso resolvió atesorar cada palabra que escuchase y cada cosa que viese, y muy especialmente su propia imagen cuando apareciese. Tenía la esperanza de que encontraría en su conducta del futuro la clave que le faltaba para resolver fácilmente los acertijos.

Miró a su alrededor buscando su propia imagen pero en su esquina habitual estaba otro hombre, y aunque el reloj señalaba la hora en que él solía estar allí, no vio rastro de su persona entre las multitudes que cruzaban el porche. Sin embargo, no se sorprendió demasiado pues había tomado la resolución de cambiar de vida y pensaba y deseaba que esa resolución ya se empezaba a llevar a la práctica.

A su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fantasma con la mano extendida. Cuando cesó la pensativa búsqueda, Scrooge creyó adivinar, por el giro de la mano y su posición en relación a él, que los ojos invisibles le estaban mirando inquisitavamente. Esto le hizo estremecerse y notar intenso frío.

Salieron del ajetreado escenario para llega a una tenebrosa zona de la ciudad, donde nunca antes había penetrado Scrooge, aunque reconoció la localización y su mala reputación.

Los caminos eran tortuosos y angostos, la tiendas y las caws miserables, la gente medio desnuda, borracha, desaseada, repugnante.

Callejones y arcadas, como otros tantos pozos negros, vertían sus ofensivos olores, suciedad y vida sobre las calles despa-rramadas, y el barrio entero apestaba a crimen, a inmundicia y a miseria.

Muy en el interior de este antro de citas infames había un tenducho que sobresalía bajo el tejado de un cobertizo y allí se compraba metal, trapos viejos, botellas, huesos y grasientos despojos de carne. En el suelo del interior se apilaban llaves herrumbrosas, clavos, cadenas, bisagras, limas, básculas, pesos y chatarra de toda clase.

En aquellas montañas de trapos inmundos, montones de grasa putrefacta y sepulcros de huesos, se mantenían y ocultaban secretos que pocas personas habrían querido desvelar. Un bribón canoso, de unos setenta años, estaba sentado en medio de sus mercaderías junto a una estufa de carbón hecha de ladrillos viejos, se protegía del aire frío del exterior con una miscelánea de guiñapos sucios colgados de una cuerda a modo de cortina, y estaba fumando su pipa con todo el bienestar de un tranquilo retiro.

Scrooge y el fantasma llegaron junto al hombre en el momento en que se introducía subrepticiamente en la tienda una mujer con un pesado fardo. Apenas acababa de entrar cuando otra mujer, igualmente cargada, también se metió. Un hombre, vestido de negro descolorido, las siguió muy pronto y, al verlas; se sobresaltó tanto como ellas se habían sobresaltado al reconocerse.

Tras una corta pausa de turbada consternación, en la cual se había acercado a ellos el viejo de la pipa, los tres estallaron en una carcajada.

«¡Qué sea la asistenta la primera!» exclamó la que había entrado en primer lugar. «La segunda, la lavandera, y el empleado de la funeraria el tercero. ¡Viejo Joe, mira que es casualidad encontrarnos aquí los tres sin querer!»

«No hay mejor sitio para que os reunáis», dijo el viejo Joe sacando la pipa de la boca.

«Vamos al salón. Tú hace ya mucho tiempo que entras, ya lo sabes; y las otras dos no son extrañas. Esperad a que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo rechina! Creo que en este sitio no hay un metal más herrumbroso que esas bisagras; y estoy seguro de que no hay aquí huesos más viejos que los mios. ¿Ja, ja! Todos llevamos muy bien el oficio, nos entendemos bien. Vamos a la sala. Pasad a la sala.»

La sala consistía en el espacio que quedaba tras la cortina de trapos. El viejo atizó el fuego con una vieja varilla de alfombra de escalera, despabiló la humeante lámpara (ya era de noche) con la boquilla de su pipa y la volvió a meter en la boca. Mientras lo hacía, la mujer que había hablado antes arrojó su fardo al suelo y se sentó en un taburete con ostensible complacencia cruzando los codos en sus rodillas y mirando con abierto desafio a los otros dos.

«¿Qué pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber», dijo la mujer. «Todo el mundo tiene derecho a cuidar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!» «¡Esa es una gran verdad!» dijo la lavandera.

«El más que nadie.»
«Bueno, pues entonces no se quede ahí mirando como si tuviera miedo, mujer; ¿quién es el más precavido? Supongo que no vamos a andamos con miramientos.»

«¡Claro que no!», dijeron a la vez la señora Dilber y el hombre. «Esperemos que no.» «Entonces, ¡muy bien!», exclamó la mujer.

«Ya bastó. ¿A quién se perjudica con estas cuatro cosas? Supongo que al muerto no.» «Claro que no», dijo la señora Dilber riendo.

«Si quería quedarse con las cosas después de muerto, el viejo malvado y tacaño», prosiguió la mujer, «por qué no fue una persona normal y corriente en vida? Si lo hubiera sido, alguien se habría ocupado de él cuando estaba tocado de muerte en vez de estar ahí tirado, solo, dando las últimas boqueadas. »

«Esa es la mayor verdad que se haya dicho nunca», dijo la señora Dilber. «Fue un castigo de Dios.» «Lástima qué no haya sido un castigo un poco más abundante», replicó la mujer, «y os aseguro que lo hubiera sido si yo hubiera podido echar el guante a otras cosas. Abra el fardo, viejo Joe, y dígame cuánto vale. Hable claro. No me importa ser la primera ni que éstos lo vean. Antes de encontrarnos aquí ya sabíamos de sobra que nos estábamos socorriendo a nosotros mismos, creo yo. No es ningún pecado. Abra el fardo, Joe».

Pero la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir y el hombre de negro desteñido abrió la brecha el primero y exhibió su botín. No era muy copioso. Un par de sellos, una caja de lapiceros, unos gemelos de camisa y un alfiler de corbata sin gran valor.

Eso era todo. El viejo Joe examinó y valoró los objetos cuidadosamente y fue anotando con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a dar por cada uno; cuando vio que no había más, hizo la suma total.

«Esta es la cuenta», dijo Joe, «y no doy un céntimo más aunque me aspen. ¿Quién es el siguiente?»

La siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas pocas prendas de vestir, dos viejas cucharillas de plata, un par de pinzas para el azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta quedó expresada en la pared igual que la anterior.

«Siempre pago demasiado a las señoras. Es una debilidad que tengo y así es como me arruino», dijo el viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me discute por un penique más, me arrepentiré de ser tan generoso y rebajo media corona.»

«Y ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mujer.
Joe se puso de rodillas para abrirlo con más comodidad, y tras deshacer muchísimos nudos, arrastró un rollo grande y pesado de una cosa oscura.

«¿Qué diréis que es ésto? », dijoJoe. «¡Cortinas de cama!» ¡«Ay!», exclamó la mujer riendo y echándose hacia delante sobre sus brazos cruzados.

«¡Cortinajes de cama!» «No me irá a decir que las descolgó con anillas y todo mientras él estaba allí acostado» dijo Joe.

«Sí, lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no iba a hacerlo?» «Usted ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe, «y seguro que la hará. »

«Lo que sí es seguro, Joe, es que cuando alargo la mano a algo no lo voy a soltar por un hombre como era él, le doy mi palabra, respondió la mujer fríamente. «¡Cuidado!, que no se caiga el aceite en las mantas.»

«¿Eran de él?» preguntó Joe.
«¿De quién piensa usted, si no?» replicó la mujer.

«Me atrevo a decir que no va a coger frío sin ellas.»
«Supongo que no habrá muerto de algo contagioso, ¿verdad?», dijo el viejo Joe interrumpiendo el trabajo y mirando interrogativamente.

«No tema», respondió la mujer. «Yo no le tenía tanto apego como pata andar merodeando a su alrededor para quedarme con esas cosas si lo de él hubiera sido contagioso.

¡Ah! , puede sacarse los ojos mirando la camisa que no encontra.rá ni un agujero ni un hilo gastado. Es la mejor que él tenía y además es muy buena. De no ser por mi, la habrían desperdiciado». «¿A qué llama desperdiciar?» preguntó el viejo Joe.

«A ponérsela para enterrarlo, claro está», replicó la mujer con una risotada. «Alguien fue tonto como para hacerlo, pero yo se la volví a quitar. Si el percal no sirve para éso, no sirve para nada y al cadaver le sienta igual de bien; no podía estar más feo que con laotra».

Scrooge escuchaba este diálogo horrorizado.

Se habían sentado agrupados en torno al botín a la escasa luz de la lámpara del viejo, y Scrooge les contemplaba con un aborrecimiento y una repugnancia tales que no habrían sido mayores aunque hubiera tratado de demonios obscenos comerciando con el mismísimo cadaver.

«Ja, ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de franela con dinero y distribuyó en el suelo las diversas ganancias de cada uno.

«¡Así se acaba, ya ven! El espantaba a todos cuando estaba vivo para que nos aprovechásemos nosotros cuando estuviera muerto. ¡Ja, ja, ja!» «¡Espíritu!», dijo Scrooge temblando de pies a cabeza. «Ya lo veo, ya me doy cuenta.

El caso de este desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vida lleva ese camino hasta ahora.

¡Cielo santo! ¡¿Qué es eso?!»
Retrocedió aterrado pues la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama, una cama desnuda, sin cortinas, y en ella, bajo una sábana andrajosa yacía algo tapado que, aunque mudo, se anunciaba con espantoso lenguaje.

La habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para ver con detalle aunque Scrooge, obediciendo a un impulso secreto, miraba ansioso de saber qué clase de habitación era.

Del exterior venía una pálida luz que caía directamente sobre el lecho, y en éste yacía el cadaver de aquel hombre, despojado, desposeído, sin que le velaran, sin que le lloraran, sin que le atendieran.

Scrooge echó una ojeada al fantasma. Su mano invariable apuntaba a la cabeza. La cobertura estaba colocada con tal descuido que la más ligera elevación, el movimiento de un dedo de Scrooge, habría bastado para dejar el rostro al descubierto.

El lo pensó, sabía cuán fácil sería y estaba deseando hacerlo, pero para retirar el velo no tenía más capacidad que para alejar al espectro de su lado.

¡Oh muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tu altar y vístelo con esos pavores que sólo a ti obedecen porque este es tu reino!

Pero en tus terribles propósitos no podrás volver odioso un solo rasgo ni tocar un solo cabello de los rostros amados, honrados y reverenciados. Y no es porque la mano sea pesada y se desplome al soltarla, ni porque se hayan parado los pulsos y el corazón, sino porque ERA una mano abierta, generosa; fiel; porque era un corazón valiente, cálido y tierno; porque el pulso era un pulso de un hombre de verdad. ¡Golpea, sombra, golpea y verás cómo manan de la herida sus buenas obras para sembrar en el mundo vida inmortal!

Ninguna voz pronunció esas palabras al oído de Scrooge y sin embargo las escuchó cuando estaba mirando el lecho. Si este hombre se pudiera levantar ahora, pensó, ¿cuáles serían sus sentimientos? ¿La avaricia, el trato despiadado, la intención de acaparar?

¡A buen fin le habían llevado, en verdad!
Allí yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sin un hombre, mujer o niño que le dijera que había sido atento con él en esto o aquello, y que en memoria de una palabra amable sería amable con él.

Un gato arañaba la puerta y se escuchaba un sonido de ratas royendo bajo la chimenea. Scrooge no se atrevió a pensar qué buscaban en la habitación del muerto ni por qué estaban tan agitados a impacientes.

«¡Espíritu», dijo él, «este lugar es horrible.
Después de salir de aquí no olvidaré la lección, creéme. ¡Vámonos!»

Pero el fantasma siguió apuntando con un dedo inmovil a la cabeza.

«Te comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría si fuera capaz. Pero no tengo fuerzas, espíritu, no tengo valor.»

Otra vez pareció que le miraba. «Si hay en la ciudad alguna persona que sienta emoción por la muerte de este hombre», dijo Scrooge dolido, «muéstramela, espíritu, te lo suplico.»

El fantasma desplegó su oscuro manto durante unos instantes, como si fuera un ala, y al recogerlo dejó ver una estancia iluminada por la luz del día, donde estaba una madre con sus hijos.

Ella esperaba a alguien con ansiedad, pues iba de un lado a otro de la habitación, se asomaba a la ventana, miraba el reloj, intentaba -en vano- hacer labor con la aguja y apenas podía soportar las voces de los niños que jugaban.

Al fin, se escuchó la llamada tanto tiempo esperada. Ella se precipitó a abrir la puerta para recibir a su marido, un hombre cuyo rostro reflejaba preocupación y tristeza, aunqueera joven.

Ahora tenía una expresión extraña, una especie de intenso regocijo que le hacía sentirse avergonzado y que procuraba reprimir. Se sentó a cenar lo que ella había reservado cuidadosamente para él junto al fuego y, tras un largo silencio, ella le preguntó tímidamente qué noticias había; él pareció incómodo al buscar una respuesta.

«¿Son buenas o malas?», dijo ella para ayudarle.

«Malas», respondió él.

«No, Caroline. Todavía hay esperanza.»

«¡Sólo la hay si él se conmueve!», dijo ella espantada. «Si ha ocurrido tal milagro aún nos queda una esperanza.»

«Ha hecho algo más que conmoverse», dijo el marido.

«Se ha muerto.»

Si la cara es el espejo del alma, ella era criatura dulce y apacible pero al oírlo se sintió agradecida en lo más profundo de su corazón y así lo expresó con las manos entrelazadas.

Al instante, pidió perdón y lo lamentó, pero el primero fue el sentimiento que le salió del alma.

«Resultó bastante cierto lo que me dijo aquella mujer medio borracha, que te conté anoche, cuando intenté verle para conseguir un aplazamiento de una semana; yo pensé que era una excusa para no recibirme, pero entonces él no sólo estaba muy enfermo sino que se estaba muriendo.»

' «¿A quién se traspasará nuestra deuda?»

«No sé, pero antes de que eso ocurra ya tendremos el dinero, y aunque no lo tuviéramos sería muy mala suerte dar con un acreedor tan implacable. ¡Esta noche podremos dormir sin congoja, Caroline!»

Sí. Se les había quitado un peso de encima.

A los niños, enmudecidos y apiñados alrededor para oír algo que apenas comprendían, se les había iluminado la cara, y el hogar era más feliz gracias a la muerte de aquel hombre.

La única emoción que el fantasma pudo mostrar a Scrooge fue una emoción plancetera.

«Permíteme ver algo de cariño por un muerto», dijo Scrooge, «o jamás podré librarme, espíritu, de la siniestra cámara que acabamos de dejar.»

El fantasma le llevó por varias calles que ya conocía y mientras avanzaban Scrooge miraba de un lado a otro buscándose, pero no se le veía.

Entraron en la casa del pobre Bob Cratchit, el hogar que había visitado anteriormente, y encontraron a la madre y a los hijos sentados cerca del fuego.

Silenciosos. Muy silenciosos. Los ruidosos pequeños Cratchit estaban quietos como estatuas en un rincón, sentandos mirando a Peter que tenía un libro. La madre y las hijas estaban ocupadas en la costura, pero muy en silencio.

«Y él puso a un niño en medio de ellos».

Dónde había escuchado Scrooge aquellas palabras? No las había soñado. Tal vez las había leído el muchacho en voz alta cuando él y el espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué no prosiguió?

La madre dejó la labor sobre la mesa y se llevó la mano al rostro.

«Me duelen los ojos de colorear», dijo.

¿De colorear? ¡Ay, pobre Tiny Tim!

«Ahora ya están mejor», dijo la esposa de Cratchit.

«Me lloran con la luz de la vela y no quiero, por nada del mundo, que vuestro pa-dre los vea así cuando vuelva a casa. Ya debe ser casi la hora».

«Más bien pasa», respondió Peter cerrando el libro. «Pero creo que estas últimas tardes viene andando más despacio que de costumbre, madre.»

Se quedaron otra vez muy silenciosos. Finalmente,
con una voz firme, animada, que sólo se quebró una vez, ella dijo:

«Le recuerdo andando con... le recuerdo andando con Tiny Tim en sus hombros muy deprisa.»
«Y yo también», exclamó Peter. «Con frecuencia.»

«¡Y yo también!» dijo otro. Todos se acordaban.

«Pero él pesaba tan poco», prosiguió ella, atenta a la labor, «y su padre le amaba tanto que no era una molestia, ninguna molestia.

¡Y ahí esta vuestro padre en la puerta!»

Se precipitó a su encuentro y el pobre Bob, con su bufanda de lana -la necesitaba el buen hombre- entró en la casa. Ya tenía el té preparado en la chapa de la cocina y todos pro-curaron anticiparse a los demás para servirle.

Después, los dos jóvenes Cratchit se sentaron en sus rodillas y apoyaron en su rostro una pequeña mejilla como diciendo: «No te preocupes, padre. No estés triste.»

Bob estuvo muy animado con ellos y muy agradable con toda la familia. Contempló la labor que estaba sobre la mesa y alabó la habilidad y rapidez de la señora Cratchit y las chicas. Quedaría terminada mucho antes del domingo, les dijo.

«¡Domingo! Entonces, ¿fuiste hoy, Robert?», dijo su esposa.
«Sí, queridab, respondió Bob. «Me habría gustado que hubieras podido ir. Te habría tranquilizado ver lo verde que es ese sitio.

Pero ya lo verás con frecuencia. Le prometí que iría andando un domingo. ¡Mi hijito, mi niño pequeño!», lloró Bob. «¡Mi niñito!»

Se desmoronó de una vez. No podía evitarlo.

Tal vez hubiera podido si él y su hijo no hubiesen estado unidos tan estrechamente.

Salió de la habitación y subió al cuarto de arriba, que estaba alegremente iluminado y decorado con adornos navideños. Cerca del niño, había una silla y se notaba que alguien había estado allí poco antes. El pobre Bob se sentó, y después de meditar un momento se recuperó y besó aquella carita. Se sintió resignado con lo sucedido y volvió a bajar bastante animado.

Se agruparon junto al fuego y charlaron; las chicas y la madre continuaron trabajando.

Bob les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor Scrooge, al que apenas había visto una sola vez y sin embargo, al encontrárselo aquel día en la calle, se había dado cuenta de que Bob parecía un poco -«sólo un poco apagado, ¿verdad?»- y le preguntó qué le sucedía. «Se lo contés, dijo Bob, «porque es el caballero más amable que os podáis imaginar. «Lo lamento de todo corazón, señor Cratchit», dijo, «y lo lamento de todo corazón por su buena esposa. Por cierto, no se cómo podía saberlo.»

«¿Saber qué, cariño?»
«Pues eso, que tú eras una buena esposas, respondió Bob. «¡Todo el mundo lo sabe!», dijo Peter.

«¡Muy bien dicho, hijo mio! » exclamó Bob.
-Eso espero-. «Lo lamento de todo corazón»
-dijo él-, «por su buena esposa. Si de algo les puedo servir» -dijo él dándome su tarjeta-, «ahí es donde vivo. Le ruego que venga a verme, pero no se trata de lo que hubiera podido hacer por nosotros; era consolador por la manera tan afable de decirlo.

Realmente parecía como si hubiese conocido a nuestro Tiny Tim y sintiera nuestro dolor. »

«Tengo la seguridad de que es un alma bondadosa», dijo la señora Cratchit. «Estarías más segura, querida, si le hubieras visto y hablado con él. No me sorprendería, escucha bien lo que te digo, si él consiguiera para Peter una colocación mejor. »

«¿Has oído, Peter?», dijo la señora Cratchit.

«Y entonces», dijo una de las chicas, «Peter se asociará con otro y se establecerá por su cuenta. »

«¡Cállate ya! », replicó Peter gesticulando. «Es probable que ocurra un día de éstos», dijo Bob, «aunque para eso hay tiempo de sobra. Pero aunque nos separemos unos de otros, sea cuando sea, estoy seguro de que ninguno se olvidará de Tiny Tim, ¿verdad?, la primera separación de uno de nosostros».

«¡Jamás, padre! », exclamaron todos. «Y ahora yo sé, queridos míos», dijo Bob, «yo sé que cuando recordemos lo paciente y tranquilo que era, aunque era muy pequeño, un niño chiquitín, no reñiremos por naderías, olvidándonos así del pobre Tiny Tim».

«¡No, jamás, padre! », dijo el pobre Bob. «¡Estoy muy contento! »
La Sra. Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos jóvenes Cratchit le besaron, y Peter y él se estrecharon las manos. ¡Espíritu de Tiny Tim, tu infantil esencia procedía de Dios!

«Espectro», dijo Scrooge, «presiento que ha llegado el momento de separarnos. No se cómo, pero lo sé. Dime quién era el hómbre muerto que vimos».

El Fantasma de la Navidad del Futuro, igual que en anterior ocasión, le trasladó -aunque pensó que eran otros tiempos pues no pare-cía existir un orden en las últimas visiones, si bien todas se desarrollaban en el futuro- a los lugars frecuentados por los hombres de negocios, pero a él no se le vela por ninguna parte.

Además, el espíritu no se detenía sino que seguía directamente, como si se encaminara a una meta ahora deseada, hasta que Scrooge le rogó que se detuviera unos instantes.

«En este patios, dijo Scrooge, «que estamos atravesando rápidamente es donde tengo mi despacho y ahí he trabajado durante largo tiempo. Estoy viendo la casa. Déjame contemplar cómo estaré en el futuro».

El espíritu se detuvo pero la mano señalaba a otra parte.
«La casa está por allá», exclamó Scrooge.
«¿Por qué señalas a otro lado?»
El dedo inexorable no cambió.

Scrooge se precipitó hacia la ventana de su oficina y miró el interior. Seguía siendo una oficina, pero no la suya. Los muebles no eran los mismos y el personaje sentado no era él. El fantasma seguía señalando la misma dirección.

Scrooge se volvió a unir a él y, deseando saber por qué razón y a dónde iban, le acompañó hasta una verja. Antes de entrar se detuvo un momento para mirat a su alrededor.

Un cementerio parroquial. Así pues, aquí yacía bajo tierra el desdichado hombre cuyo nombre iba a conocer ahora. ¡El sitio merecía la pena! Emparedado entre edificios, cubierto de yerbajos -vegetación de la muerte, no de la vida-, demasiado atiborrado de enterramientos, inflado de voracidad satisfecha. ¡Bonito lugar!

El espíritu se detuvo entre las rumbas y señaló una. Scrooge avanzó hacia ella temblando. El fantasma estaba exactamente igual que antes, pero Scrooge tenía miedo de ver una nueva significación en su solemne forma.

«Antes de que siga acercándome a esa losa que señalass, dijo Scrooge, «respóndeme a una pregunta.

¿Son las imágenes de cosas que van a suceder o solamente imágenes de cosas que podrían suceder? » Pero el fantasma señalaba, con el dedo hacia abajo, la rumba que tenía delante.

«El rumbo de la vida de un hombre presagia cierto final que se producirá si el hombre persevera, dijo Scrooge. «Pero si se modifica el rumbo, el final cambiará. ¡Dime que eso es lo que me estás enseñando!»

El espíritu permaneció tan incomovible como siempre.

Tembloroso, Scrooge se arrastró hacia él y, siguiendo la indicación del dedo, leyó en la losa de la abandonada rumba su propio nombre, EBENEZER SCROOGE.

«¿Soy yo el hombre que yace en la cama?», gritó arrodillado.

El dedo le señaló a él y otra vez a la tumba.
«¡No, espíritu! ¡No, no, no!»
Allí continuaba el dedo.
«¡Espíritu!', gritó agarrándose con fuerza al manto, «¡escúchame! Ya no soy como antes.

Gracias a este encuentro ya no seré el mismo que antes. ¿Por qué me muestras todo esto si ya no hay esperanza para mí»

Por vez primera la mano pareció vacilar. « ¡Espíritu bueno! », continuó diciendo postrado en el suelo. «Tu benevolencia intercede en mi favor y me compadece. ¡Dime que todavía puedo modificar las imágenes que me has mostrado si cambio de vida! » La mano benéfica temblaba.

«Haré honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu a lo largo de todo el año. Viviré en el Pasado, el Presente y el Futuro; los espíritus de los tres me darán fuerza interior y no olvidaré sus enseñanzas.

¡Ay! ¡Dime que podré borrar la inscripción de esta losa»

En su agonía, se agarró a la mano espectral.

La mano trató de soltarse pero Scrooge la retuvo con fuerza implorante. El espíritu, aún con mayor fuerza, le rechazó.

Alzando sus manos en una postrer súplica para cambiar su destino, Scrooge vio una alteración en la capucha y túnica del fantasma, que se encogió, se desmoronó y se convirtió en la columna de una cama.

QUINTA ESTROFA

DESENLACE FINAL

¡Sí!, y la columna era suya, de su propia cama, y suya era la habitación. ¡Pero lo mejor de todo es que el tiempo que le quedaba por delante era su propio tiempo y podía enmendarse!

Mientras gateaba para salir de la cama, Scrooge repetía «Viviré en el Pasado, el Presente y el Futuro. Los tres espíritus del tiempo me ayudarán. ¡Oh, Jacob Marley! El Cielo y las Navidades sean loados! ¡Lo digo de rodillas,
viejo Jacob, de rodillas! »

Estaba tan alterado y tan acalorado con sus buenos propósitos que su quebrada voz apenas le salía. Durante un conflicto con el espíritu había sollozado violentamente y su rostro aún seguía humedecido por las lágrimas.

«¡No las han arrancado! », exclamó Scrooge acunando en los brazos una de las coronas de su cama, «¡no las han arrancado con anillas y todo. Están aquí; yo estoy aquí y se disiparán las sombras de las cosas que podrían haber sucedido. Sí, se desvanecerán, lo sé!»

Todo este tiempo tenía las manos ocupadas en hurgar sus ropas, volviéndolas al revés, poniendo lo de arriba para abajo, arrancándolas, poniéndoselas mal y haciendo con ellas toda clase de extravagancias.

«¡No sé qué hacer!., decía Scrooge llorando y riendo al mismo tiempo, y haciendo con sus calzas una perfecta representación de Laoconte.

«Me siento tan ligero como una pluma, tan feliz como un ángel, tan conrento como un colegial. Estoy tan embriagado como un borracho.

¡Feliz Navidad a todos, feliz Año Nuevo para el mundo entero! ¡Hola eh! ¡Yuupy!
¡Hola!»

Entró en el salón brincando y allí se quedó de pie, completamente enredado.

«¡Ahí está el bol de las gachas!», exclamó empezando nuevamente a brincar junto a la chimenea.

«¡La puerta por dónde entró el fantasma de Jacob Marley! ¡La esquina donde se sentó el fantasma de la Navidad del presente!

¡La ventana dónde vi a los espíritus errantes! ¡Todo es verdad, todo ha sucedido de verdad. Ja, ja, ja!»

Para un hombre que llevaba sin practicar durante largos años, era realmente una risa espléndida, una risa de lo más insigne. ¡La madre de una larga, larga descendencia de radiantes carcajadas!

«¡No sé en qué fecha estamos!», dijo. «No sé cuanto tiempo he estado con los espíritus.

No sé nada. Estoy como un niño. Qué más da. No me importa. Es mejor ser como un niño. ¡Hola! ¡Yuppy! ¡Hola eh!»

Su paroxismo fue moderado por los repiques de campanas de iglesia más fragorosos que había escuchado en toda su vida. ¡Tilín, talán, ding, dong, tilín, tolón! ¡Ah, glorioso, glorioso!

Corrió a la ventana, la abrió y asomó la cabeza.

Ni bruma, ni niebla; claro, despejado, alegre, estimulante, frío; frío como el sonido de una gaita que invita a la sangre a bailar.

Sol dorado, cielo azul, dulce aire fresco, alegres campanadas. ¡Ah, glorioso, glorioso! «¿Qué día es hoy?», gritó Scrooge a un chico que estaba abajo muy endomingado y que tal vez deambulaba por allí para fisgarle.

«¿Qué?», respondió el chico con el mayor asombro.
«Qué día es hoy, amiguito?», preguntó Scrooge.
«¡Hoy!», respondió el muchacho. «Bueno,

NAVIDAD.»

«¡Es el día de Navidad!», dijo Scrooge
hablando consigo mismo. «No me lo he perdido.
Los espíritus lo hicieron todo en una sola noche.

Pueden hacer lo que quieran. Naturalmente.
Claro que pueden. ¡Hola, amiguito!»

«Hola», replicó el chico.

«¿Conoces la pollería que está a dos calles, en la esquina?», inquirió Scrooge.
«Desearía haberla conocido», replicó el chaval.

«¡Qué chico mas inteligente!», dijo Scrooge.
«¡Un muchacho notable! ¿Sabes si han vendido el pavo caro que tenían allí colgado?

No digo el barato sino el pavo grande.» «¡Cuál?, ¿uno que es tan grande como yo?», dijo el muchacho.

«¡Qué encanto de chico!», dijo Scrooge.
«¡Da gusto hablar con él. Sí, caballerete!»
«Allí está colgado ahora», respondió el chico.

«¿De veras?», dijo Scrooge. «Vete a comprarlo.»

«¡Amos anda!», exclamó el muchacho.
«No, no», dijo Scrooge, «hablo en serio.

Vete y cómpralo y diles que lo traigan aquí, que yo les daré la dirección a la que deben llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un chelín.

¡Si vuelves con él en menos de cinco minutos te daré media corona! »

El chico salió disparado, como si hubiera tenido una mano firme apretando un gatillo.

«¡Se lo enviaré a la familia de Bob Cratchit!», musitó Scrooge, frotándose las manos y desternillándose de risa. «No sabrá quién se lo manda. Es de un tamaño doble que Tiny Tim.

¿Joe Miller nunca gastó una broma tan graciosa!» No estaba firme la mano con que escribió la dirección, pero la escribió como pudo y bajó para abrir la puerta de la calle antes de que llegara el hombre de la pollería. Cuando estaba esperando, la aldaba llamó su atención.

«¡La amaré mientras viva!», exclamó dándole palmaditas. «Apenas me había fijado en ella anteriormente. ¡Qué expresión tan honrada tiene en el rostro! ¡Es una aldaba maravillosa! ¡Aquí está el pavo! ¡Hola! ¡Yuupy! ¿Cómo está usted? ¡Felices fiestas!»

¡Aquello era un pavo! Aquel ave no podría haberse sostenido sobre sus patas; las habría reventado en un momento como si fuesen palillos de lacre.

«Oiga, es imposible cargar con esto hasta Camdem Town», dijo Scrooge. «Tendrá que ir en coche.»

La risa ahogada con que dijo eso, y la risa ahogada con que pagó el pavo, y la risa ahogada con que pagó el coche, y la risa ahogada con que recompensó al muchacho, solamente fue superada por la risa ahogada con que se sentó, sin aliento, otra vez en su bu-taca, y continuó riéndose ahogadamente hasta que lloró.

Afeitarse no era una tarea fácil porque su mano seguía muy temblorosa y para afeitarse es necesario prestar atención, incluso aunque no se esté bailando mientras uno se afeita.

Pero aunque se hubiera cortado la punta de la nariz, se habría puesto un esparadrapo y seguiría tan satisfecho.

Se vistió, «con sus mejores galas» y, por fin, salió a la calle, llena de gente a aquellas horas, tal como él había visto con el Fantasma del Presente. Caminando con las manos a la espalda, Scrooge miraba a todos con sonrisa embelesada.

Ofrecía un aspecto tan entrañable que tres o cuatro personas simpáticas le dijeron «¡Buenos días, señor! ¡Que tenga feliz Navidad!» Y Scrooge solía decir después que esos habían sido los sonidos más alegres que jamás había escuchado.

No había llegado lejos cuando vio venir hacia él el caballero solemne que, el día anterior, había entrado en su despacho diciendo:

«De Scrooge y Marley, creo». El corazón le latió con violencia al pensar cómo le miraría aquel viejo caballero cuando se cruzasen; pero también sabía cuál era el paso a dar, y lo dio.

«Estimado señor», dijo Scrooge acelerando el paso y asiendo al viejo caballero por ambas manos. «¿Cómo está Ud.? Espero que haya tenido éxito ayer. Fue muy amable por su parte.

¡Feliz Navidad, señor!»
«¿El señor Scrooge?»
«Sí», dijo Scrooge. «Ese es mi nombre y me temo que no le resulte grato. Permítame pedirle perdón. Y tenga usted la bondad de...». Scrooge le murmuró algo al oído.

«¡Dios mío!», exclamó el caballero como si se le hubiera cortado la respiración. «Mi estimado señor Scrooge, ¿lo dice en serio?» «Se lo ruego», dijo Scrooge. «Ni un ochavo menos. Le aseguro que van incluidos muchos atrasos. ¿Me hará Vd. este favor?»
«Mi estimado señor», dijo el otro estrechándole las manos. «¡No sé qué decir ante tal munifi...» «No diga nada, por favor, atajó Scrooge.

«Venga a verme. ¿Vendrá a visitarme?»
«¡Lo haré!», exclamó el caballero, y estaba claro que esa era su intención.
«Gracias», dijo Scrooge. «Muy agradecido.
Un millón de gracias. ¡Adiós!»

Estuvo en la iglesia, deambuló por las calles, contempló a la gente apresurándose de un lado para otro, dio palmaditas en la cabeza de los niños, se interesó por los mendigos, miró las cocinas de las casas, abajo, y las ventanas de arriba, y descubrió que todo le resultaba un placer. Nunca había imaginado que un paseo le pudiera reportar tanta felicidad.

Por la tarde, encaminó sus pasos hacia la casa de su sobrino.

Pasó por delante de la puerta una docena de veces antes de acumular el valor suficiente para subir y llamar. Peto tuvo el atranque y lo hizo.

«¿Está el señor en casa, guapa?», dijo Scrooge a la chica. «¡Guapa chica, en verdad!»

El fantasma se aproximó despacio, solemne y silenciosamente. Cuando estuvo cerca, Scrooge cayó de rodillas porque hasta el mismo aire en que el espíritu se movía parecía emanar desolación y misterio.

Iba envuelto en un ropaje de profunda negrura que le ocultaba la cabeza, el rostro, las formas, y sólo dejaba a la vista una mano extendida, de no ser por ella, habría sido difícil vislumbrar su figura en la noche y diferenciarle de la oscuridad que le rodeaba.

Scrooge notó que era alto y majestuoso y que su presencia misteriosa le llenaba de grave temor. Nada más podía discernir pues el espíritu ni hablaba ni se movía.

«¿Me hallo en presencia del Fantasma de la Navidad del Futuro?» dijo.

El espíritu no respondió, pero señaló hacia delante con la mano.

«Has venido para mostrarme las imágenes de cosas que no han sucedido pero sucederán más adelante», prosiguió Scrooge. «¿Es así, espíritu?»

Los pliegues de la parte superior del ropaje se contrajeron por un instante, como si el espíritu hubiera inclinado la cabeza. Esa fue la única respuesta.

Aunque por entonces ya estaba muy habituado a la compañía espectral, Scrooge tenía tanto miedo a la silenciosa figura que sus piernas le temblaban y se dio cuenta de que apenas lograba mantenerse en pie cuando se dispuso a seguirle. El espíritu hizo una pausa, como si hubiera observado su condición y le concediera tiempo para recuperarse.

Para Scrooge fue peor. Un vago horror le hizo estremecerse al saber que unos ojos fantasmales estaban fijamente clavados en él mientras sus propios ojos, forzados all máximo, no podían ver más que una mano espectral y un bulto negro.

«¡Fantasma del Futuro!», exclamó, «te tengo más miedo a ti que a cualquiera de los espectros que he visto. Pero sé que tu intención es hacerme el bien y como tengo la esperanza de vivir para convertirme en una persona muy distinta de la que fui, estoy dispuesto para soportar tu compañía y hacerlo con el corazón agradecido. ¿No vas a hablarme?»

No hubo contestación. La mano señalaba hacia delante.
«¡Dirígeme! », dijo Scrooge. «¡Dirígeme!
Cae la noche y yo sé que el tiempo apremia.
¡Condúceme, espíritu! »

El fantasma se movió igual que se le había acercado. Scrooge le siguió a la sombra de su ropaje, que le sostenía -pensó- y le llevaba en volandas.

Casi no parecía que hubiesen entrado en la city, sino que la city parecía haber brotado por su cuenta para circundarles. Y allí estaban, en el mismo corazón de la city, en la Bolsa, entre los hombres de negocios que se apresuraban de aquí para allá, hacían tintinear las monedas en sus bolsillos, conversaban en grupos, miraban sus relojes, jugueteaban con sus grandes sellos de oro, tal como Scrooge les había visto hacer con mucha frecuencia.

El espíritu se detuvo al lado de un grupito de negociantes. Al observar que les estaba señalando con la mano, Scrooge avanzó para oír su conversación.

«No», decía un hombre muy gordo con una papada monstruosa, «no estoy muy enterado.
Lo único que sé es que está muerto».
«¿Cuándo murió?», preguntó otro.
«Anoche, creo. »
«¿De qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un tercero mientras sacaba una gran cantidad de rapé de una caja enorme. «Pensé que no se iba a morir nunca. » «Sabe Dios», dijo el primero dando un bostezo.

«¿Qué ha hecho con el dinero? » preguntó un caballero de rostro enrojecido y con una penduleante excrecencia en la punta de la nariz que temblequeaba como el moco de un pavo.

«No he oído nadas dijo el hombre de la gran papada bostezando de nuevo. «Tal vez lo ha dejado a su Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es todo lo que sé».

Esta gracia fue recibida con una carcajada general.
«Seguramente tendrá un funeral muy barato», dijo el mismo, «porque os aseguro que no conozco a nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos una partida de voluntaríos? »

«No me importa ir si va a haber un almuerzo», observó el caballero de la excrecencia en la nariz. «Pero si voy, hay que darme de comer.
»Más carcajadas.

«Bueno, después de todo, yo soy el más desinteresado», dijo el primer interlocutor, «pues nunca llevo guantes negros y nunca almuerzo. Pero yo me ofrezco a ir si va alguien más. Cuando me pongo a pensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo su amigo más íntimo pues solíamos detenernos a charlas cuando nos encontrábamos. ¡Adiós! »

Todos se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge los conocía y miró al espíritu pidiendo una explicación. El fantasma se deslizó hasta una calle. Señaló con los dedos a dos personas que se encontraban.

Scrooge volvió a prestar atención pensando que allí podría estar la explicación.

También conocía a esos dos hombres perfectamente.
Eran hombres de negocios muy ricos e importantes. Siempre había considerado esencial que le tuvieran en su estima desde un punto de vista mercantil, claro está, exclusivamente desde el punto de vista de los negocios.

«¿Cómo está Vd.?», dijo uno.
«¿Qué tal está Vd.?» respondió el otro.
«¡Bien!» dijo el primero. «Por fin le ha llegado la hora al viejo diablo, ¿eh?»
«Eso me han dicho», contestó el segundo.
«Hace frío ¿verdad?»
«Normal para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a patinar?»
«No, no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.»

Ni otra palabra más. Ese fue el encuentro, la conversación y la despedida. Al principio Scrooge estaba más bien sorprendido de que el espíritu concediera importancia a conversaciones tan triviales, en apariencia.

Pero tenía la seguridad de que en ellas se ocultaba algún propósito y se puso a considerar cuál sería.

Difícilmente podrían tener alguna relación con la muerte de Jacob, su antiguo socio, pues se había producido en el pasado y el campo de acción de este fantasma era el futuro. Tampoco lograba relacionarlas con alguien muy vinculado a él mismo.

Pero no le cabía duda de que, quienquiera que fuese el objeto de las conversaciones, éstas contenían una moraleja para su provecho; por eso resolvió atesorar cada palabra que escuchase y cada cosa que viese, y muy especialmente su propia imagen cuando apareciese. Tenía la esperanza de que encontraría en su conducta del futuro la clave que le faltaba para resolver fácilmente los acertijos.

Miró a su alrededor buscando su propia imagen pero en su esquina habitual estaba otro hombre, y aunque el reloj señalaba la hora en que él solía estar allí, no vio rastro de su persona entre las multitudes que cruzaban el porche. Sin embargo, no se sorprendió demasiado pues había tomado la resolución de cambiar de vida y pensaba y deseaba que esa resolución ya se empezaba a llevar a la práctica.

A su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fantasma con la mano extendida. Cuando cesó la pensativa búsqueda, Scrooge creyó adivinar, por el giro de la mano y su posición en relación a él, que los ojos invisibles le estaban mirando inquisitavamente. Esto le hizo estremecerse y notar intenso frío.

Salieron del ajetreado escenario para llega a una tenebrosa zona de la ciudad, donde nunca antes había penetrado Scrooge, aunque reconoció la localización y su mala reputación.

Los caminos eran tortuosos y angostos, la tiendas y las caws miserables, la gente medio desnuda, borracha, desaseada, repugnante.

Callejones y arcadas, como otros tantos pozos negros, vertían sus ofensivos olores, suciedad y vida sobre las calles despa-rramadas, y el barrio entero apestaba a crimen, a inmundicia y a miseria.

Muy en el interior de este antro de citas infames había un tenducho que sobresalía bajo el tejado de un cobertizo y allí se compraba metal, trapos viejos, botellas, huesos y grasientos despojos de carne. En el suelo del interior se apilaban llaves herrumbrosas, clavos, cadenas, bisagras, limas, básculas, pesos y chatarra de toda clase.

En aquellas montañas de trapos inmundos, montones de grasa putrefacta y sepulcros de huesos, se mantenían y ocultaban secretos que pocas personas habrían querido desvelar. Un bribón canoso, de unos setenta años, estaba sentado en medio de sus mercaderías junto a una estufa de carbón hecha de ladrillos viejos, se protegía del aire frío del exterior con una miscelánea de guiñapos sucios colgados de una cuerda a modo de cortina, y estaba fumando su pipa con todo el bienestar de un tranquilo retiro.

Scrooge y el fantasma llegaron junto al hombre en el momento en que se introducía subrepticiamente en la tienda una mujer con un pesado fardo. Apenas acababa de entrar cuando otra mujer, igualmente cargada, también se metió. Un hombre, vestido de negro descolorido, las siguió muy pronto y, al verlas; se sobresaltó tanto como ellas se habían sobresaltado al reconocerse.

Tras una corta pausa de turbada consternación, en la cual se había acercado a ellos el viejo de la pipa, los tres estallaron en una carcajada.

«¡Qué sea la asistenta la primera!» exclamó la que había entrado en primer lugar. «La segunda, la lavandera, y el empleado de la funeraria el tercero. ¡Viejo Joe, mira que es casualidad encontrarnos aquí los tres sin querer!»

«No hay mejor sitio para que os reunáis», dijo el viejo Joe sacando la pipa de la boca.

«Vamos al salón. Tú hace ya mucho tiempo que entras, ya lo sabes; y las otras dos no son extrañas. Esperad a que cierre la puerta de la tienda. ¡Ah, cómo rechina! Creo que en este sitio no hay un metal más herrumbroso que esas bisagras; y estoy seguro de que no hay aquí huesos más viejos que los mios. ¿Ja, ja! Todos llevamos muy bien el oficio, nos entendemos bien. Vamos a la sala. Pasad a la sala.»

La sala consistía en el espacio que quedaba tras la cortina de trapos. El viejo atizó el fuego con una vieja varilla de alfombra de escalera, despabiló la humeante lámpara (ya era de noche) con la boquilla de su pipa y la volvió a meter en la boca. Mientras lo hacía, la mujer que había hablado antes arrojó su fardo al suelo y se sentó en un taburete con ostensible complacencia cruzando los codos en sus rodillas y mirando con abierto desafio a los otros dos.

«¿Qué pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber», dijo la mujer. «Todo el mundo tiene derecho a cuidar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!» «¡Esa es una gran verdad!» dijo la lavandera.

«El más que nadie.»
«Bueno, pues entonces no se quede ahí mirando como si tuviera miedo, mujer; ¿quién es el más precavido? Supongo que no vamos a andamos con miramientos.»

«¡Claro que no!», dijeron a la vez la señora Dilber y el hombre. «Esperemos que no.» «Entonces, ¡muy bien!», exclamó la mujer.

«Ya bastó. ¿A quién se perjudica con estas cuatro cosas? Supongo que al muerto no.» «Claro que no», dijo la señora Dilber riendo.

«Si quería quedarse con las cosas después de muerto, el viejo malvado y tacaño», prosiguió la mujer, «por qué no fue una persona normal y corriente en vida? Si lo hubiera sido, alguien se habría ocupado de él cuando estaba tocado de muerte en vez de estar ahí tirado, solo, dando las últimas boqueadas. »

«Esa es la mayor verdad que se haya dicho nunca», dijo la señora Dilber. «Fue un castigo de Dios.» «Lástima qué no haya sido un castigo un poco más abundante», replicó la mujer, «y os aseguro que lo hubiera sido si yo hubiera podido echar el guante a otras cosas. Abra el fardo, viejo Joe, y dígame cuánto vale. Hable claro. No me importa ser la primera ni que éstos lo vean. Antes de encontrarnos aquí ya sabíamos de sobra que nos estábamos socorriendo a nosotros mismos, creo yo. No es ningún pecado. Abra el fardo, Joe».

Pero la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir y el hombre de negro desteñido abrió la brecha el primero y exhibió su botín. No era muy copioso. Un par de sellos, una caja de lapiceros, unos gemelos de camisa y un alfiler de corbata sin gran valor.

Eso era todo. El viejo Joe examinó y valoró los objetos cuidadosamente y fue anotando con tiza en la pared las cantidades que estaba dispuesto a dar por cada uno; cuando vio que no había más, hizo la suma total.

«Esta es la cuenta», dijo Joe, «y no doy un céntimo más aunque me aspen. ¿Quién es el siguiente?»

La siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas pocas prendas de vestir, dos viejas cucharillas de plata, un par de pinzas para el azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta quedó expresada en la pared igual que la anterior.

«Siempre pago demasiado a las señoras. Es una debilidad que tengo y así es como me arruino», dijo el viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me discute por un penique más, me arrepentiré de ser tan generoso y rebajo media corona.»

«Y ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mujer.
Joe se puso de rodillas para abrirlo con más comodidad, y tras deshacer muchísimos nudos, arrastró un rollo grande y pesado de una cosa oscura.

«¿Qué diréis que es ésto? », dijoJoe. «¡Cortinas de cama!» ¡«Ay!», exclamó la mujer riendo y echándose hacia delante sobre sus brazos cruzados.

«¡Cortinajes de cama!» «No me irá a decir que las descolgó con anillas y todo mientras él estaba allí acostado» dijo Joe.

«Sí, lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no iba a hacerlo?» «Usted ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe, «y seguro que la hará. »

«Lo que sí es seguro, Joe, es que cuando alargo la mano a algo no lo voy a soltar por un hombre como era él, le doy mi palabra, respondió la mujer fríamente. «¡Cuidado!, que no se caiga el aceite en las mantas.»

«¿Eran de él?» preguntó Joe.
«¿De quién piensa usted, si no?» replicó la mujer.

«Me atrevo a decir que no va a coger frío sin ellas.»
«Supongo que no habrá muerto de algo contagioso, ¿verdad?», dijo el viejo Joe interrumpiendo el trabajo y mirando interrogativamente.

«No tema», respondió la mujer. «Yo no le tenía tanto apego como pata andar merodeando a su alrededor para quedarme con esas cosas si lo de él hubiera sido contagioso.

¡Ah! , puede sacarse los ojos mirando la camisa que no encontra.rá ni un agujero ni un hilo gastado. Es la mejor que él tenía y además es muy buena. De no ser por mi, la habrían desperdiciado». «¿A qué llama desperdiciar?» preguntó el viejo Joe.

«A ponérsela para enterrarlo, claro está», replicó la mujer con una risotada. «Alguien fue tonto como para hacerlo, pero yo se la volví a quitar. Si el percal no sirve para éso, no sirve para nada y al cadaver le sienta igual de bien; no podía estar más feo que con laotra».

Scrooge escuchaba este diálogo horrorizado.

Se habían sentado agrupados en torno al botín a la escasa luz de la lámpara del viejo, y Scrooge les contemplaba con un aborrecimiento y una repugnancia tales que no habrían sido mayores aunque hubiera tratado de demonios obscenos comerciando con el mismísimo cadaver.

«Ja, ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de franela con dinero y distribuyó en el suelo las diversas ganancias de cada uno.

«¡Así se acaba, ya ven! El espantaba a todos cuando estaba vivo para que nos aprovechásemos nosotros cuando estuviera muerto. ¡Ja, ja, ja!» «¡Espíritu!», dijo Scrooge temblando de pies a cabeza. «Ya lo veo, ya me doy cuenta.

El caso de este desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vida lleva ese camino hasta ahora.

¡Cielo santo! ¡¿Qué es eso?!»
Retrocedió aterrado pues la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama, una cama desnuda, sin cortinas, y en ella, bajo una sábana andrajosa yacía algo tapado que, aunque mudo, se anunciaba con espantoso lenguaje.

La habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para ver con detalle aunque Scrooge, obediciendo a un impulso secreto, miraba ansioso de saber qué clase de habitación era.

Del exterior venía una pálida luz que caía directamente sobre el lecho, y en éste yacía el cadaver de aquel hombre, despojado, desposeído, sin que le velaran, sin que le lloraran, sin que le atendieran.

Scrooge echó una ojeada al fantasma. Su mano invariable apuntaba a la cabeza. La cobertura estaba colocada con tal descuido que la más ligera elevación, el movimiento de un dedo de Scrooge, habría bastado para dejar el rostro al descubierto.

El lo pensó, sabía cuán fácil sería y estaba deseando hacerlo, pero para retirar el velo no tenía más capacidad que para alejar al espectro de su lado.

¡Oh muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tu altar y vístelo con esos pavores que sólo a ti obedecen porque este es tu reino!

Pero en tus terribles propósitos no podrás volver odioso un solo rasgo ni tocar un solo cabello de los rostros amados, honrados y reverenciados. Y no es porque la mano sea pesada y se desplome al soltarla, ni porque se hayan parado los pulsos y el corazón, sino porque ERA una mano abierta, generosa; fiel; porque era un corazón valiente, cálido y tierno; porque el pulso era un pulso de un hombre de verdad. ¡Golpea, sombra, golpea y verás cómo manan de la herida sus buenas obras para sembrar en el mundo vida inmortal!

Ninguna voz pronunció esas palabras al oído de Scrooge y sin embargo las escuchó cuando estaba mirando el lecho. Si este hombre se pudiera levantar ahora, pensó, ¿cuáles serían sus sentimientos? ¿La avaricia, el trato despiadado, la intención de acaparar?

¡A buen fin le habían llevado, en verdad!
Allí yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sin un hombre, mujer o niño que le dijera que había sido atento con él en esto o aquello, y que en memoria de una palabra amable sería amable con él.

Un gato arañaba la puerta y se escuchaba un sonido de ratas royendo bajo la chimenea. Scrooge no se atrevió a pensar qué buscaban en la habitación del muerto ni por qué estaban tan agitados a impacientes.

«¡Espíritu», dijo él, «este lugar es horrible.
Después de salir de aquí no olvidaré la lección, creéme. ¡Vámonos!»

Pero el fantasma siguió apuntando con un dedo inmovil a la cabeza.

«Te comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría si fuera capaz. Pero no tengo fuerzas, espíritu, no tengo valor.»

Otra vez pareció que le miraba. «Si hay en la ciudad alguna persona que sienta emoción por la muerte de este hombre», dijo Scrooge dolido, «muéstramela, espíritu, te lo suplico.»

El fantasma desplegó su oscuro manto durante unos instantes, como si fuera un ala, y al recogerlo dejó ver una estancia iluminada por la luz del día, donde estaba una madre con sus hijos.

Ella esperaba a alguien con ansiedad, pues iba de un lado a otro de la habitación, se asomaba a la ventana, miraba el reloj, intentaba -en vano- hacer labor con la aguja y apenas podía soportar las voces de los niños que jugaban.

Al fin, se escuchó la llamada tanto tiempo esperada. Ella se precipitó a abrir la puerta para recibir a su marido, un hombre cuyo rostro reflejaba preocupación y tristeza, aunqueera joven.

Ahora tenía una expresión extraña, una especie de intenso regocijo que le hacía sentirse avergonzado y que procuraba reprimir. Se sentó a cenar lo que ella había reservado cuidadosamente para él junto al fuego y, tras un largo silencio, ella le preguntó tímidamente qué noticias había; él pareció incómodo al buscar una respuesta.

«¿Son buenas o malas?», dijo ella para ayudarle.

«Malas», respondió él.

«No, Caroline. Todavía hay esperanza.»

«¡Sólo la hay si él se conmueve!», dijo ella espantada. «Si ha ocurrido tal milagro aún nos queda una esperanza.»

«Ha hecho algo más que conmoverse», dijo el marido.

«Se ha muerto.»

Si la cara es el espejo del alma, ella era criatura dulce y apacible pero al oírlo se sintió agradecida en lo más profundo de su corazón y así lo expresó con las manos entrelazadas.

Al instante, pidió perdón y lo lamentó, pero el primero fue el sentimiento que le salió del alma.

«Resultó bastante cierto lo que me dijo aquella mujer medio borracha, que te conté anoche, cuando intenté verle para conseguir un aplazamiento de una semana; yo pensé que era una excusa para no recibirme, pero entonces él no sólo estaba muy enfermo sino que se estaba muriendo.»

' «¿A quién se traspasará nuestra deuda?»

«No sé, pero antes de que eso ocurra ya tendremos el dinero, y aunque no lo tuviéramos sería muy mala suerte dar con un acreedor tan implacable. ¡Esta noche podremos dormir sin congoja, Caroline!»

Sí. Se les había quitado un peso de encima.

A los niños, enmudecidos y apiñados alrededor para oír algo que apenas comprendían, se les había iluminado la cara, y el hogar era más feliz gracias a la muerte de aquel hombre.

La única emoción que el fantasma pudo mostrar a Scrooge fue una emoción plancetera.

«Permíteme ver algo de cariño por un muerto», dijo Scrooge, «o jamás podré librarme, espíritu, de la siniestra cámara que acabamos de dejar.»

El fantasma le llevó por varias calles que ya conocía y mientras avanzaban Scrooge miraba de un lado a otro buscándose, pero no se le veía.

Entraron en la casa del pobre Bob Cratchit, el hogar que había visitado anteriormente, y encontraron a la madre y a los hijos sentados cerca del fuego.

Silenciosos. Muy silenciosos. Los ruidosos pequeños Cratchit estaban quietos como estatuas en un rincón, sentandos mirando a Peter que tenía un libro. La madre y las hijas estaban ocupadas en la costura, pero muy en silencio.

«Y él puso a un niño en medio de ellos».

Dónde había escuchado Scrooge aquellas palabras? No las había soñado. Tal vez las había leído el muchacho en voz alta cuando él y el espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué no prosiguió?

La madre dejó la labor sobre la mesa y se llevó la mano al rostro.

«Me duelen los ojos de colorear», dijo.

¿De colorear? ¡Ay, pobre Tiny Tim!

«Ahora ya están mejor», dijo la esposa de Cratchit.

«Me lloran con la luz de la vela y no quiero, por nada del mundo, que vuestro pa-dre los vea así cuando vuelva a casa. Ya debe ser casi la hora».

«Más bien pasa», respondió Peter cerrando el libro. «Pero creo que estas últimas tardes viene andando más despacio que de costumbre, madre.»

Se quedaron otra vez muy silenciosos. Finalmente,
con una voz firme, animada, que sólo se quebró una vez, ella dijo:

«Le recuerdo andando con... le recuerdo andando con Tiny Tim en sus hombros muy deprisa.»
«Y yo también», exclamó Peter. «Con frecuencia.»

«¡Y yo también!» dijo otro. Todos se acordaban.

«Pero él pesaba tan poco», prosiguió ella, atenta a la labor, «y su padre le amaba tanto que no era una molestia, ninguna molestia.

¡Y ahí esta vuestro padre en la puerta!»

Se precipitó a su encuentro y el pobre Bob, con su bufanda de lana -la necesitaba el buen hombre- entró en la casa. Ya tenía el té preparado en la chapa de la cocina y todos pro-curaron anticiparse a los demás para servirle.

Después, los dos jóvenes Cratchit se sentaron en sus rodillas y apoyaron en su rostro una pequeña mejilla como diciendo: «No te preocupes, padre. No estés triste.»

Bob estuvo muy animado con ellos y muy agradable con toda la familia. Contempló la labor que estaba sobre la mesa y alabó la habilidad y rapidez de la señora Cratchit y las chicas. Quedaría terminada mucho antes del domingo, les dijo.

«¡Domingo! Entonces, ¿fuiste hoy, Robert?», dijo su esposa.
«Sí, queridab, respondió Bob. «Me habría gustado que hubieras podido ir. Te habría tranquilizado ver lo verde que es ese sitio.

Pero ya lo verás con frecuencia. Le prometí que iría andando un domingo. ¡Mi hijito, mi niño pequeño!», lloró Bob. «¡Mi niñito!»

Se desmoronó de una vez. No podía evitarlo.

Tal vez hubiera podido si él y su hijo no hubiesen estado unidos tan estrechamente.

Salió de la habitación y subió al cuarto de arriba, que estaba alegremente iluminado y decorado con adornos navideños. Cerca del niño, había una silla y se notaba que alguien había estado allí poco antes. El pobre Bob se sentó, y después de meditar un momento se recuperó y besó aquella carita. Se sintió resignado con lo sucedido y volvió a bajar bastante animado.

Se agruparon junto al fuego y charlaron; las chicas y la madre continuaron trabajando.

Bob les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor Scrooge, al que apenas había visto una sola vez y sin embargo, al encontrárselo aquel día en la calle, se había dado cuenta de que Bob parecía un poco -«sólo un poco apagado, ¿verdad?»- y le preguntó qué le sucedía. «Se lo contés, dijo Bob, «porque es el caballero más amable que os podáis imaginar. «Lo lamento de todo corazón, señor Cratchit», dijo, «y lo lamento de todo corazón por su buena esposa. Por cierto, no se cómo podía saberlo.»

«¿Saber qué, cariño?»
«Pues eso, que tú eras una buena esposas, respondió Bob. «¡Todo el mundo lo sabe!», dijo Peter.

«¡Muy bien dicho, hijo mio! » exclamó Bob.
-Eso espero-. «Lo lamento de todo corazón»
-dijo él-, «por su buena esposa. Si de algo les puedo servir» -dijo él dándome su tarjeta-, «ahí es donde vivo. Le ruego que venga a verme, pero no se trata de lo que hubiera podido hacer por nosotros; era consolador por la manera tan afable de decirlo.

Realmente parecía como si hubiese conocido a nuestro Tiny Tim y sintiera nuestro dolor. »

«Tengo la seguridad de que es un alma bondadosa», dijo la señora Cratchit. «Estarías más segura, querida, si le hubieras visto y hablado con él. No me sorprendería, escucha bien lo que te digo, si él consiguiera para Peter una colocación mejor. »

«¿Has oído, Peter?», dijo la señora Cratchit.

«Y entonces», dijo una de las chicas, «Peter se asociará con otro y se establecerá por su cuenta. »

«¡Cállate ya! », replicó Peter gesticulando. «Es probable que ocurra un día de éstos», dijo Bob, «aunque para eso hay tiempo de sobra. Pero aunque nos separemos unos de otros, sea cuando sea, estoy seguro de que ninguno se olvidará de Tiny Tim, ¿verdad?, la primera separación de uno de nosostros».

«¡Jamás, padre! », exclamaron todos. «Y ahora yo sé, queridos míos», dijo Bob, «yo sé que cuando recordemos lo paciente y tranquilo que era, aunque era muy pequeño, un niño chiquitín, no reñiremos por naderías, olvidándonos así del pobre Tiny Tim».

«¡No, jamás, padre! », dijo el pobre Bob. «¡Estoy muy contento! »
La Sra. Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos jóvenes Cratchit le besaron, y Peter y él se estrecharon las manos. ¡Espíritu de Tiny Tim, tu infantil esencia procedía de Dios!

«Espectro», dijo Scrooge, «presiento que ha llegado el momento de separarnos. No se cómo, pero lo sé. Dime quién era el hómbre muerto que vimos».

El Fantasma de la Navidad del Futuro, igual que en anterior ocasión, le trasladó -aunque pensó que eran otros tiempos pues no pare-cía existir un orden en las últimas visiones, si bien todas se desarrollaban en el futuro- a los lugars frecuentados por los hombres de negocios, pero a él no se le vela por ninguna parte.

Además, el espíritu no se detenía sino que seguía directamente, como si se encaminara a una meta ahora deseada, hasta que Scrooge le rogó que se detuviera unos instantes.

«En este patios, dijo Scrooge, «que estamos atravesando rápidamente es donde tengo mi despacho y ahí he trabajado durante largo tiempo. Estoy viendo la casa. Déjame contemplar cómo estaré en el futuro».

El espíritu se detuvo pero la mano señalaba a otra parte.
«La casa está por allá», exclamó Scrooge.
«¿Por qué señalas a otro lado?»
El dedo inexorable no cambió.

Scrooge se precipitó hacia la ventana de su oficina y miró el interior. Seguía siendo una oficina, pero no la suya. Los muebles no eran los mismos y el personaje sentado no era él. El fantasma seguía señalando la misma dirección.

Scrooge se volvió a unir a él y, deseando saber por qué razón y a dónde iban, le acompañó hasta una verja. Antes de entrar se detuvo un momento para mirat a su alrededor.

Un cementerio parroquial. Así pues, aquí yacía bajo tierra el desdichado hombre cuyo nombre iba a conocer ahora. ¡El sitio merecía la pena! Emparedado entre edificios, cubierto de yerbajos -vegetación de la muerte, no de la vida-, demasiado atiborrado de enterramientos, inflado de voracidad satisfecha. ¡Bonito lugar!

El espíritu se detuvo entre las rumbas y señaló una. Scrooge avanzó hacia ella temblando. El fantasma estaba exactamente igual que antes, pero Scrooge tenía miedo de ver una nueva significación en su solemne forma.

«Antes de que siga acercándome a esa losa que señalass, dijo Scrooge, «respóndeme a una pregunta.

¿Son las imágenes de cosas que van a suceder o solamente imágenes de cosas que podrían suceder? » Pero el fantasma señalaba, con el dedo hacia abajo, la rumba que tenía delante.

«El rumbo de la vida de un hombre presagia cierto final que se producirá si el hombre persevera, dijo Scrooge. «Pero si se modifica el rumbo, el final cambiará. ¡Dime que eso es lo que me estás enseñando!»

El espíritu permaneció tan incomovible como siempre.

Tembloroso, Scrooge se arrastró hacia él y, siguiendo la indicación del dedo, leyó en la losa de la abandonada rumba su propio nombre, EBENEZER SCROOGE.

«¿Soy yo el hombre que yace en la cama?», gritó arrodillado.

El dedo le señaló a él y otra vez a la tumba.
«¡No, espíritu! ¡No, no, no!»
Allí continuaba el dedo.
«¡Espíritu!', gritó agarrándose con fuerza al manto, «¡escúchame! Ya no soy como antes.

Gracias a este encuentro ya no seré el mismo que antes. ¿Por qué me muestras todo esto si ya no hay esperanza para mí»

Por vez primera la mano pareció vacilar. « ¡Espíritu bueno! », continuó diciendo postrado en el suelo. «Tu benevolencia intercede en mi favor y me compadece. ¡Dime que todavía puedo modificar las imágenes que me has mostrado si cambio de vida! » La mano benéfica temblaba.

«Haré honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu a lo largo de todo el año. Viviré en el Pasado, el Presente y el Futuro; los espíritus de los tres me darán fuerza interior y no olvidaré sus enseñanzas.

¡Ay! ¡Dime que podré borrar la inscripción de esta losa»

En su agonía, se agarró a la mano espectral.

La mano trató de soltarse pero Scrooge la retuvo con fuerza implorante. El espíritu, aún con mayor fuerza, le rechazó.

Alzando sus manos en una postrer súplica para cambiar su destino, Scrooge vio una alteración en la capucha y túnica del fantasma, que se encogió, se desmoronó y se convirtió en la columna de una cama.
QUINTA ESTROFA

DESENLACE FINAL

¡Sí!, y la columna era suya, de su propia cama, y suya era la habitación. ¡Pero lo mejor de todo es que el tiempo que le quedaba por delante era su propio tiempo y podía enmendarse!

Mientras gateaba para salir de la cama, Scrooge repetía «Viviré en el Pasado, el Presente y el Futuro. Los tres espíritus del tiempo me ayudarán. ¡Oh, Jacob Marley! El Cielo y las Navidades sean loados! ¡Lo digo de rodillas,
viejo Jacob, de rodillas! »

Estaba tan alterado y tan acalorado con sus buenos propósitos que su quebrada voz apenas le salía. Durante un conflicto con el espíritu había sollozado violentamente y su rostro aún seguía humedecido por las lágrimas.

«¡No las han arrancado! », exclamó Scrooge acunando en los brazos una de las coronas de su cama, «¡no las han arrancado con anillas y todo. Están aquí; yo estoy aquí y se disiparán las sombras de las cosas que podrían haber sucedido. Sí, se desvanecerán, lo sé!»

Todo este tiempo tenía las manos ocupadas en hurgar sus ropas, volviéndolas al revés, poniendo lo de arriba para abajo, arrancándolas, poniéndoselas mal y haciendo con ellas toda clase de extravagancias.

«¡No sé qué hacer!., decía Scrooge llorando y riendo al mismo tiempo, y haciendo con sus calzas una perfecta representación de Laoconte.

«Me siento tan ligero como una pluma, tan feliz como un ángel, tan conrento como un colegial. Estoy tan embriagado como un borracho.

¡Feliz Navidad a todos, feliz Año Nuevo para el mundo entero! ¡Hola eh! ¡Yuupy!
¡Hola!»

Entró en el salón brincando y allí se quedó de pie, completamente enredado.

«¡Ahí está el bol de las gachas!», exclamó empezando nuevamente a brincar junto a la chimenea.

«¡La puerta por dónde entró el fantasma de Jacob Marley! ¡La esquina donde se sentó el fantasma de la Navidad del presente!

¡La ventana dónde vi a los espíritus errantes! ¡Todo es verdad, todo ha sucedido de verdad. Ja, ja, ja!»

Para un hombre que llevaba sin practicar durante largos años, era realmente una risa espléndida, una risa de lo más insigne. ¡La madre de una larga, larga descendencia de radiantes carcajadas!

«¡No sé en qué fecha estamos!», dijo. «No sé cuanto tiempo he estado con los espíritus.

No sé nada. Estoy como un niño. Qué más da. No me importa. Es mejor ser como un niño. ¡Hola! ¡Yuppy! ¡Hola eh!»

Su paroxismo fue moderado por los repiques de campanas de iglesia más fragorosos que había escuchado en toda su vida. ¡Tilín, talán, ding, dong, tilín, tolón! ¡Ah, glorioso, glorioso!

Corrió a la ventana, la abrió y asomó la cabeza.

Ni bruma, ni niebla; claro, despejado, alegre, estimulante, frío; frío como el sonido de una gaita que invita a la sangre a bailar.

Sol dorado, cielo azul, dulce aire fresco, alegres campanadas. ¡Ah, glorioso, glorioso! «¿Qué día es hoy?», gritó Scrooge a un chico que estaba abajo muy endomingado y que tal vez deambulaba por allí para fisgarle.

«¿Qué?», respondió el chico con el mayor asombro.
«Qué día es hoy, amiguito?», preguntó Scrooge.
«¡Hoy!», respondió el muchacho. «Bueno,

NAVIDAD.»

«¡Es el día de Navidad!», dijo Scrooge
hablando consigo mismo. «No me lo he perdido.
Los espíritus lo hicieron todo en una sola noche.

Pueden hacer lo que quieran. Naturalmente.
Claro que pueden. ¡Hola, amiguito!»

«Hola», replicó el chico.

«¿Conoces la pollería que está a dos calles, en la esquina?», inquirió Scrooge.
«Desearía haberla conocido», replicó el chaval.

«¡Qué chico mas inteligente!», dijo Scrooge.
«¡Un muchacho notable! ¿Sabes si han vendido el pavo caro que tenían allí colgado?

No digo el barato sino el pavo grande.» «¡Cuál?, ¿uno que es tan grande como yo?», dijo el muchacho.

«¡Qué encanto de chico!», dijo Scrooge.
«¡Da gusto hablar con él. Sí, caballerete!»
«Allí está colgado ahora», respondió el chico.

«¿De veras?», dijo Scrooge. «Vete a comprarlo.»

«¡Amos anda!», exclamó el muchacho.
«No, no», dijo Scrooge, «hablo en serio.

Vete y cómpralo y diles que lo traigan aquí, que yo les daré la dirección a la que deben llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un chelín.

¡Si vuelves con él en menos de cinco minutos te daré media corona! »

El chico salió disparado, como si hubiera tenido una mano firme apretando un gatillo.

«¡Se lo enviaré a la familia de Bob Cratchit!», musitó Scrooge, frotándose las manos y desternillándose de risa. «No sabrá quién se lo manda. Es de un tamaño doble que Tiny Tim.

¿Joe Miller nunca gastó una broma tan graciosa!» No estaba firme la mano con que escribió la dirección, pero la escribió como pudo y bajó para abrir la puerta de la calle antes de que llegara el hombre de la pollería. Cuando estaba esperando, la aldaba llamó su atención.

«¡La amaré mientras viva!», exclamó dándole palmaditas. «Apenas me había fijado en ella anteriormente. ¡Qué expresión tan honrada tiene en el rostro! ¡Es una aldaba maravillosa! ¡Aquí está el pavo! ¡Hola! ¡Yuupy! ¿Cómo está usted? ¡Felices fiestas!»

¡Aquello era un pavo! Aquel ave no podría haberse sostenido sobre sus patas; las habría reventado en un momento como si fuesen palillos de lacre.

«Oiga, es imposible cargar con esto hasta Camdem Town», dijo Scrooge. «Tendrá que ir en coche.»

La risa ahogada con que dijo eso, y la risa ahogada con que pagó el pavo, y la risa ahogada con que pagó el coche, y la risa ahogada con que recompensó al muchacho, solamente fue superada por la risa ahogada con que se sentó, sin aliento, otra vez en su bu-taca, y continuó riéndose ahogadamente hasta que lloró.

Afeitarse no era una tarea fácil porque su mano seguía muy temblorosa y para afeitarse es necesario prestar atención, incluso aunque no se esté bailando mientras uno se afeita.

Pero aunque se hubiera cortado la punta de la nariz, se habría puesto un esparadrapo y seguiría tan satisfecho.

Se vistió, «con sus mejores galas» y, por fin, salió a la calle, llena de gente a aquellas horas, tal como él había visto con el Fantasma del Presente. Caminando con las manos a la espalda, Scrooge miraba a todos con sonrisa embelesada.

Ofrecía un aspecto tan entrañable que tres o cuatro personas simpáticas le dijeron «¡Buenos días, señor! ¡Que tenga feliz Navidad!» Y Scrooge solía decir después que esos habían sido los sonidos más alegres que jamás había escuchado.

No había llegado lejos cuando vio venir hacia él el caballero solemne que, el día anterior, había entrado en su despacho diciendo:

«De Scrooge y Marley, creo». El corazón le latió con violencia al pensar cómo le miraría aquel viejo caballero cuando se cruzasen; pero también sabía cuál era el paso a dar, y lo dio.

«Estimado señor», dijo Scrooge acelerando el paso y asiendo al viejo caballero por ambas manos. «¿Cómo está Ud.? Espero que haya tenido éxito ayer. Fue muy amable por su parte.

¡Feliz Navidad, señor!»
«¿El señor Scrooge?»
«Sí», dijo Scrooge. «Ese es mi nombre y me temo que no le resulte grato. Permítame pedirle perdón. Y tenga usted la bondad de...». Scrooge le murmuró algo al oído.

«¡Dios mío!», exclamó el caballero como si se le hubiera cortado la respiración. «Mi estimado señor Scrooge, ¿lo dice en serio?» «Se lo ruego», dijo Scrooge. «Ni un ochavo menos. Le aseguro que van incluidos muchos atrasos. ¿Me hará Vd. este favor?»
«Mi estimado señor», dijo el otro estrechándole las manos. «¡No sé qué decir ante tal munifi...» «No diga nada, por favor, atajó Scrooge.

«Venga a verme. ¿Vendrá a visitarme?»
«¡Lo haré!», exclamó el caballero, y estaba claro que esa era su intención.
«Gracias», dijo Scrooge. «Muy agradecido.
Un millón de gracias. ¡Adiós!»

Estuvo en la iglesia, deambuló por las calles, contempló a la gente apresurándose de un lado para otro, dio palmaditas en la cabeza de los niños, se interesó por los mendigos, miró las cocinas de las casas, abajo, y las ventanas de arriba, y descubrió que todo le resultaba un placer. Nunca había imaginado que un paseo le pudiera reportar tanta felicidad.

Por la tarde, encaminó sus pasos hacia la casa de su sobrino.

Pasó por delante de la puerta una docena de veces antes de acumular el valor suficiente para subir y llamar. Peto tuvo el atranque y lo hizo.
«¿Está el señor en casa, guapa?», dijo Scrooge a la chica. «¡Guapa chica, en verdad!»

«Sí, señor» «¿Dónde está, cariño? », dijo Scrooge.
«Está en el comedor, señor, con la señora. Le acompañaré arriba, por favor. »
«Gracias. Ya me conoce», dijo Scrooge con la mano puesta en la manilla del comedor.
«Voy a entrar, guapa». Abrió la puerta suavemente y asomó la cara.

Ellos estaban revisando la mesa (magníficamente puesta), pues estas parejas jóvenes siempre se ponen nerviosos con cosas así y les gusta que todo esté como es debido. «¡Fred!, dijo Scrooge.

«¡Ay, Señor, qué susto se llevó la sobrina política! Scrooge había olvidado que estaba sentada en el rincón, con el escabel, si no, por nada del mundo lo habría hecho. » «¡Válgame Dios! ¿Quién es? », exclamó Fred.

«Soy yo. Tu tío Scrooge. He venido a cenar.
¿Puedo quedarme, Fred? »

¡Que si podía! Fue una suerte que no se le cayera el brazo con las sacudidas. En cinco minutos se sentía como en su casa. Nada podía ser más entrañable. La sobrina era igual que la había visto. Y Topper, cuando llegó. Y ¡Maravillosa reunión, maravillosos juegos, maravillosa concordia, ma-ra-vi-llo-sa felicidad!

Pero a la mañana seguiente llegó temprano a la oficina. ¡Si pudiera ser el primero y sorprender a Bob Cratchit llegando con retraso!
En ello había puesto todo su empeño.

¡Y lo consiguió; sí, lo consiguió! En el reloj dieron las nueve. Bob sin aparecer. Dieron las nueve y cuarto. Bob sin aparecer. Llegó con diciocho minutos y medio de retraso. Scrooge se sentó con la puerta abierta para verle entrar en la Cisterna.

Antes de abrir la puerta ya se había quitado el sombrero y también la bufanda; en un santiamén ya estaba en su taburete, trabajando intensamente con el lapicero como si intentara dar marcha atrás al tiempo.

«¡Hola! », gruñó Scrooge, fingiendo lo mejor que supo su voz habitual. «¿Qué significa esto de llegar a estas horas? »«Lo siento mucho, señor», dijo Bob. «Me he retrasado» «¿Se ha retrasado?», repitió Scrooge. «Sí. Eso creo. Haga el favor de venir».

«Es la única vez en todo el año, señor», se excusó Bob saliendo de la Cisterna. «No se volverá a repetir. Ayer tuvimos un poco de fiesta, señor». «Pues le diré una cosa, amigo mio», dijo Scrooge, «no voy a continuar consintiendo cosas como ésta. Y por consiguiente», prosiguió, saltando de su asiento y aplicando a Bob tal empujón en el chaleco que le hizo retroceder tambaleándose hasta la Cisterna otra vez, «y por consiguiente ¡estoy a punto de subirle el sueldo! » Bob temblaba y se acercó un poco más a la vara de medir. Por un instante, tuvo la idea de pegar a Scrooge con ella, sujetarle y pedir ayuda a la gente del patio y ponerle una camisa de fuera.

«¡ se pueda decir lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y así, como dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos, a cada uno de nosostros!Feliz Navidad, Bob! » dijo Scrooge con inconfundible acento de sinceridad, al tiempo que le daba palmadas en la espalda.

«¡La más Feliz Navidad, Bob, mi buen compañero, que yo le haya deseado en muchos años! Le aumento el sueldo y me propongo auxiliar a su necesitada familia; ¡trataremos sus asuntos esta misma tarde ante un bol navideño de «obispo» humeante , Bob! ¡Atice las estufas y compre otro cubo de carbón antes de ponerse a escribir ni el punto de una «i», Bob Cratchit!»

Scrooge cumplió más de lo prometido. Lo hizo todo y muchísimo más; fue un segundo padre para Tiny Tim, que no murió. Se convirtió en el amigo, amo y hombre más bueno que se conoció en la vieja y buena ciudad o en cualquier otra buena ciudad, pueblo o parroquia del bueno y viejo mundo.

Algunas personas se reían al ver el cambio, pero él las dejaba reírse sin prestarles atención pues era lo bastante sabio para darse cuenta de que nada bueno sucede en este globo sin que determinadas personas se harten de reír al principio; sabía que tales personas siempre estarían ciegas y consideraba el malicioso brillo y arrugas de sus ojos como una enfermedad cualquiera, con manifestaciones me-nos atractivas. Su propio corazón reía y coneso le bastaba.

No volvió a tener trato con aparecidos, pero en adelante vivió bajo el Principio de Abstinencia
Total y siempre se dijo de él que sabía mantener el espíritu de la Navidad como nadie.
¡Ojalá

FIN 

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