domingo, 22 de febrero de 2015

MARTÍN RIVAS - Alberto Blest Gana - Cap 3

3


Martín Rivas había abandonado la casa de sus padres en momentos de dolor y de luto para él y su familia. Con la muerte de su padre no le quedaban en la tierra más personas queridas que doña Catalina Salazar, su madre, y Matilde, su única hermana.

El y estas dos mujeres había velado durante quince días a la cabecera de don José, moribundo. En aquellos supremos instantes, en que el dolor parece estrechar los lazos que unen a las personas de una misma familia, los tres habían tenido igual valor y sostenídose mutuamente por una energía fingida, con la que cada cual disfrazaba su angustia a los otros dos.

Un día don José conoció que su fin se acercaba y llamó a su mujer y a sus dos hijos.

-Este es mi testamento -les dijo, mostrándoles el que había hecho extender el día anterior-, y aquí hay una carta que Martín llevará en persona a don Dámaso Encina, que vive en Santiago.

Luego, tomando una mano a su hijo:
-De ti va a depender en adelante -le dijo la suerte de tu madre y de tu hermana: ve a Santiago y estudia con empeño. Dios premiará tu constancia y tu trabajo. Ocho días después de la muerte de don José, la separación de Martín renovó el dolor de la familia, en la que el llanto resignado había sucedido a la desesperación.

Martín tomó pasaje en la cubierta del vapor y llegó a Valparaíso, animado del deseo del estudio. Nada de lo que vio en aquel puerto ni en la capital llamó su atención. Sólo pensaba en su madre y en su hermana, y le parecía oír en el aire las últimas y sencillas palabras de su padre.

De altivo carácter y concentrada imaginación, Martín había vivido, hasta entonces, aislado por su pobreza y separado de su familia, en casa de un viejo tío que residía en Coquimbo, donde el joven había hecho sus estudios mediante la protección de aquel pariente.

Los únicos días de felicidad eran los que las vacaciones le permitían pasar al lado de su familia. En ese aislamiento, todos sus afectos se habían concentrado en ésta, y al llegar a Santiago juró regresar de abogado a Copiapó y cambiar la suerte de los que cifraban en él sus esperanzas.

-Dios premiará mi constancia y mi trabajo decía, repitiéndose las palabras llenas de fe con que su padre se había despedido. Con tales ideas arreglaba Martín su modesto equipaje en las piezas de los altos de la hermosa casa de don Dámaso Encina.

A las cuatro de la tarde de ese mismo día, el primogénito de don Dámaso golpeaba a una puerta de las piezas de Leonor. El joven iba vestido con una levita azul abrochada sobre un pantalón claro que caía sobre un par de botas de charol, en cuyos tacones se veían dos espuelitas doradas.

En su mano izquierda tenía una huasca con puño de marfil y en la derecha, un enorme cigarro habano, consumido a medias. Golpeó, como dijimos, a la puerta, y oyó la voz de su hermana que preguntaba: -¿Quién es? -¿Puedo entrar? -preguntó Agustín, entreabriendo la puerta. No esperó la contestación y entró en la pieza con aire de elegancia suma.

Leonor se peinaba delante de un espejo, y volvió su rostro con una sonrisa hacia su hermano.
-¡Ah! -exclamo- ¡ya vienes con tu cigarro! -No me obligues a botarlo, hermanita dijo el elegante-, es un imperial de a doscientos pesos el mil.
-Podías haberlo concluido antes de venir a verme.
-Así lo quise hacer, y me fui a conversar con mamá; pero ésta me despidió, so pretexto de que el humo la sofocaba.
-¿Has andado a caballo? -preguntó Leonor.
-Sí, y en pago de tu complacencia para dejarme mi cigarro, te contaré algo que te agradará.
-¿Qué cosa? -Anduve con Clemente Valencia.
-¿Y qué más? -Me habló de ti con entusiasmo.
Leonor hizo con los labios una ligera señal de desprecio.
-Vamos -exclamó Agustín-, no seas hipócrita.
Clemente no te desagrada. -Como muchos otros.
-Tal vez; pero hay pocos como él. -¿Por qué? -Porque tiene trescientos mil pesos.
-Sí; pero no es buen mozo.
-Nadie es feo con capital, hermanita.
Leonor se sonrió; mas, habría sido imposible decir si fue de la máxima de su hermano o de satisfacción por el arte con que había arreglado una parte de sus cabellos.
-En estos tiempos, hijita -continuó el elegante, reclinándose en una poltrona-, la plata es la mejor recomendación.
-O la belleza -replicó Leonor. -Es decir, que te gusta más Emilio Mendoza porque es buen mozo: fi, ma belle! -Yo no digo tal cosa.
-Vamos, ábreme tu corazón; ya sabes que te adoro.
-Te lo abriría en vano: no amo a nadie.
-Estás intratable. Hablaremos de otra cosa.
¿Sabes que tenemos un alojado? -Así he sabido: un jovencito de Copiapó: ¿qué tal es?
-Pobrísimo -dijo Agustín, con un gesto de desprecio. -Quiero decir de figura.
-No le he visto; será algún provinciano rubicundo y tostado por el sol.
En ese momento Leonor había concluido de peinarse y se volvió hacia su hermano.
-Estás charmante -le dijo Agustín, que, aunque no había aprendido muy bien el francés en su viaje a Europa, usaba una profusión de galicismos y palabras sueltas de aquel idioma para hacer creer que lo conocía perfectamente.
-Pero tengo que vestirme -replicó Leonor.
-Es decir, que me despides: bueno, me voy.
Un baiser, ma chérie -añadió, acercándose a la niña y besándola en la frente.
Luego, al tiempo de tomar la puerta, volvióse de nuevo hacia Leonor-: De modo que desprecias a ese pobre Clemente.
-¿Y qué hacerle? contestó con fingida tristeza la niña.
-Mira, trescientos mil pesos, no te olvides.

Podrías irte a París y volver aquí a ser la reina de la moda. Yo te doy ma parole d'honneur que harías de Clemente cire et pabile dijo, queriendo afrancesar una expresión vulgar con que pintamos al individuo obediente, sobre todo en amores.

Leonor, que conocía el francés mejor que su hermano, se rió a carcajadas de la fatuidad con que Agustín había dicho su disparate al cerrar la puerta. y se entregó de nuevo a su tocador.

Los dos jóvenes que Agustín había nombrado se distinguían entre los más asiduos pretendientes de la hija de don Dámaso Encina; pero la voz de la chismografía social no designaba hasta entonces cuál de los dos se hubiera conquistado la preferencia de Leonor.

Como hemos visto. Los títulos con que cada uno de ellos se presentaba en la arena de la galantería eran diversos. Clemente Valencia era un joven de veintiocho años, de figura ordinaria, a pesar del lujo que ostentaba en su traje, gracias a los trescientos mil pesos que tanto recomendaba Agustín a su hermana.

Por aquel tiempo, es decir, en 1850, los solteros elegantes no habían adoptado aún la moda de presentarse en la Alameda en coupés o caleches como acontece en el día. Contentábanse, los que aspiraban al título de leones, con un cabriolé más o menos elegante, que hacían tirar por postillones a la Daumont en los días del Dieciocho y grandes festivales.

Clemente Valencia había encargado uno a Europa, que le servía de pedestal para mostrar al vulgo su grandeza pecuniaria, que llamaba la atención de las niñas y despertaba la crítica de los viejos, los que miran con desprecio todo gasto superfluo, desde algún sofá predilecto, donde forman sus diarios corrillos en el paseo de las Delicias.

Mas Clemente se cuidaba muy poco de aquella crítica y lograba su objeto de llamar la atención de las mujeres, que, al contrario de aquellos respetables varones, rara vez consideran como inútiles los gastos de ostentación. Así es que el joven capitalista era recibido en todas partes con el acatamiento que se debe al dinero, el ídolo del día.
Las madres le ofrecían la mejor poltrona en sus salones; las hijas le mostraban gustosas el hermoso esmalte de sus dientes y tenían para él ciertas miradas lánguidas, patrimonio de los elegidos; al paso que los padres le consultaban con deferencia sus negocios y tomaban su voto en consideración, como el de un hombre que en caso necesario puede prestar su fianza para una especulación importante.
Emilio Mendoza, el segundo galán nombrado por Agustín Encina en la conversación que precede, brillaba por la belleza que faltaba a Clemente y carecía de lo que a éste servía de pasaporte en los más aristocráticos salones de la capital.

Era buen mozo y pobre. Empero, esta pobreza no le impedía presentarse con elegancia entre los leones, bien que sus recursos no le permitían el uso del cabriolé en que su rival paseaba en la Alameda su satisfecho individuo.

Emilio pertenecía a una de esas familias que han descubierto en la política una lucrativa especulación y, plegándose desde temprano a los gobiernos, había gozado siempre de buenos sueldos en varios empleos públicos. En aquella época ocupaba un puesto con tres mil pesos de sueldo, mediante lo cual podía ostentar, en su camisa, joyas y bordados de valor que apenas eclipsaba su poderoso adversario.
Ambos, además de su amor por la hija de don Dámaso, eran impulsados por la misma ambición. Clemente Valencia quería aumentar su caudal con la herencia probable de Leonor y Emilio Mendoza sabía que, casándose con ella, además de la herencia que vendría más tarde, la protección de don Dámaso le sería de inmensa utilidad en su carrera política. Entre estos dos jóvenes había, por consiguiente, dos puntos importantes de rivalidad: conquistar el corazón de la niña y ganarse las simpatías del padre.

Lo primero y lo segundo eran dos graves escollos que presentaban seria resistencia por la índole de Leonor y el carácter de don Dámaso. Este fluctuaba entre el ministerio y la oposición a merced de los consejos de los amigos y de los editoriales de la prensa de ambos partidos; y Leonor, según la opinión general, tenía tan alta idea de su belleza, que no encontraba ningún hombre digno de su corazón ni de su mano.

Mientras que don Dámaso, preocupado del deseo de ser senador, se inclinaba del lado en que creía ver el triunfo, su hija daba y quitaba a cada uno de ellos las esperanzas con que en la noche anterior se habían mecido al dormirse. Así es que Clemente Valencia, opositor por relaciones de familia más bien que por convicciones, de las cuales carecía, encontraba a don Dámaso enteramente convertido a las ideas conservadoras, al día siguiente de haberse despedido de acuerdo con él sobre las faltas del Gobierno y la necesidad de atacarlo.

Así también hallaba la sonrisa en los labios de Leonor, cuando se acercaba a ella, casi persuadido de que Emilio Mendoza había triunfado en su corazón. Igual cosa acontecía a su rival, que trabajaba para hacer divisar a don Dámaso el sillón de senador únicamente en la ciega adhesión a la autoridad, y sufría los desdenes de la hija cuando ya se creía seguro de su amor.


Tales eran los encontrados intereses que se disputaban la victoria en casa de don Dámaso Encina.

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