León Tolstoi |
Jilin
era el nombre de un joven oficial que se hallaba de servicio en el
Cáucaso. Una mañana recibió una carta de su madre, en la que
decía:
"Hijo
querido: estoy demasiado vieja y anhelo volver a verte antes de que
sea tarde. ¡Ven a despedirte de mí, te lo ruego! He encontrado una
novia para ti, bonita, hacendosa y con buena dote. Si llegas a
quererla, puedes casarte y permanecer aquí para siempre. Si no te
agrada, regresarás a tu regimiento cuando yo muera."
"Mi
madre es anciana y quizás no tenga otra oportunidad de verla",
reflexionó Jilin. "Sí, debo ir. Y si me gusta la novia,
bueno..., a lo mejor me caso con ella."
Sin
meditarlo mucho, solicitó permiso del coronel, se despidió de sus
soldados y se dispuso a partir.
En
esa época los rusos luchaban contra los tártaros, en el Cáucaso, y
el que se aventuraba a transitar por los caminos corría el grave
riesgo de morir en sus manos o ser llevado prisionero a las montañas.
Por
ser verano, Jilin y los soldados encargados de escoltarlo se pusieron
en marcha al amanecer. Un coche en el que se transportaba el equipaje
era parte de la escolta, pero Jilin prefirió no ocuparlo y viajar a
caballo.
Avanzaban
despacio y al mediodía recién habían recorrido la mitad del
camino. Atravesaban la desierta estepa, entre nubes de polvo y un sol
abrasador.
"Si
continúo al paso de la escolta no llegaré nunca", reflexionó
Jilin. "Es mejor que me adelante".
Como
si adivinara sus pensamientos, se le aproximó el oficial Kostilyn,
que también venía a caballo y andaba armado.
—Vámonos
solos, Jilin —propuso—. Yo no soporto más.
Este
calor es sofocante y tengo hambre.
Kostilyn
era un hombre alto, rubicundo y muy fornido.
—¿Tu
fusil está cargado? —preguntó Jilin.
—Por
cierto.
Jilin
no lo meditó más y dejaron atrás a la escolta, bajo la promesa de
que ellos no se separarían en ningún momento. Apurando los
caballos, ambos oficiales prosiguieron el camino.
Cruzaron
la estepa y llegaron a un desfiladero.
—Conviene
que subamos a la montaña y echemos una mirada hacia el otro lado
—dijo Jilin.
—No,
no perdamos el tiempo —replicó su compañero.
—Es
mejor cerciorarnos de que no nos espera alguna sorpresa desagradable.
Si quieres quédate aquí. Yo volveré en seguida.
Jilin
se alejó subiendo por el lado izquierdo de la montaña. Su caballo
era un gran corredor, de fina raza, y lo condujo a la cumbre como si
volara.
Desde
allí, Jilin divisó una columna de aproximadamente treinta tártaros
montados que avanzaban. Torció riendas e hizo volver a su
cabalgadura como un celaje. Pero los enemigos lo habían descubierto
y se lanzaron tras él, esgrimiendo sus fusiles. Al llegar al pie de
la montaña, Jilin gritó:
—¡Kostilyn,
tenemos que defendernos!
Desgraciadamente,
en vez de obedecer a su compañero, lo único que Kostilyn hizo, en
cuanto vio aparecer a los tártaros, fue emprender una carrera
desesperada. Entonces Jilin tuvo que admitir que la situación era
más que difícil.
Kostilyn
había huido con el fusil, y él no tenía más que su sable.
"Debo
escapar cómo sea", pensó, espoleando a su caballo. Pero no le
fue posible, porque seis tártaros venían hacia él, cortándole el
paso. Uno de ellos, un hombre corpulento de barba pelirroja, montado
en un caballo gris, avanzó a su encuentro con un fusil en la mano,
dando gritos amenazantes.
"Si
me pillan, me encerrarán en un calabozo y me azotarán sin piedad",
se dijo Jilin. "¡No puedo rendirme vivo!" Él era mucho
menos corpulento que su adversario; sin embargo, su audacia y su
valor eran grandes y, desenvainando el sable, se lanzó contra el
tártaro.
Lamentablemente
estaba cercado y le dispararon por la espalda. Varios tiros hirieron
al caballo mortalmente y uno alcanzó a Jilin en una pierna. El
caballo se desplomó, y cuando él trató de incorporarse, lo tomaron
por los brazos, doblándoselos hacia atrás, y lo golpearon en la
cabeza con las culatas de los fusiles. Tambaleó y vio todo borroso.
Como
en una pesadilla sintió que lo arrastraban, que le quitaban las
botas, el dinero, el reloj.
También
tuvo la imagen imprecisa de su caballo agitándose inútilmente, con
una herida de la que salían borbotones de sangre. Un hombre se
acercó para sacarle la silla y el caballo tembló aún.
Entonces,
con un movimiento rápido, el tártaro desenvainó el puñal y lo
degolló. Se oyó un relincho gutural, semejante a un alarido, y el
animal tuvo un último estremecimiento. La sangre formaba una gran
mancha oscura sobre la tierra.
Después,
amarraron los brazos de Jilin a su espalda y lo acomodaron en la
grupa del caballo del gigante de la barba roja, atándolo a su
cintura. Así emprendieron el penoso camino hacia las montañas.
Durante
varias horas cabalgaron sin que Jilin lograra ver algo más que la
nuca afeitada del jinete al que permanecía atado, y su grueso cuello
surcado de venas. Habría querido conocer el camino que seguían,
pero le era totalmente imposible mirar hacia los lados. Sólo sabía
que habían vadeado un río y que avanzaban por un desfiladero. Al
ponerse el sol cruzaron otro río y subieron por una montaña
escarpada y pedregosa.
Jilin
percibió el olor a humo de las fogatas, escuchó ladrar a los
perros, y comprendió que estaban llegando a una aldea.
En
efecto, muy pronto los tártaros detuvieron sus cabalgaduras y
desmontaron. De inmediato varios chiquillos se agruparon en torno a
Jilin, riendo, gritando, tirándole piedras.
Un
tártaro los apartó y luego de bajar al prisionero del caballo hizo
venir a un hombre de pómulos salientes, que llevaba una camisa rota
y el pecho descubierto; era un obrero habitante del Nogai, que se
desempeñaba como sirviente.
Este
hombre obedeció la orden que le daban y salió, volviendo al poco
rato con unos grilletes. Recién entonces desataron a Jilin y, luego
de ponerle los grilletes en los tobillos, lo llevaron a una
caballeriza. Lo empujaron hacia el interior, y lo encerraron con
llave.
Jilin
cayó de espaldas y, pasados algunos minutos, buscó a tientas en la
oscuridad un lugar donde tenderse.
En
esa época del año las noches eran más cortas, y Jilin pasó toda
aquélla sin dormir.
Por
una ranura en la pared se filtraba un rayo de luz y Jilin comprendió
que principiaba un nuevo amanecer. Se levantó y observó hacia
afuera por aquel agujero.
Vio
entonces el sendero que bajaba desde la montaña: había una cabaña
a la derecha y un perro negro estaba echado a la entrada, mientras
una cabra y sus crías rondaban por el lugar. Pasados unos momentos,
vio a una joven tártara acompañada de un niño pequeño
aproximándose a la cabaña.
La
muchacha, que usaba amplios pantalones y calzaba botas, se balanceaba
graciosamente, equilibrando un cántaro de agua sobre la cabeza
cubierta con un caftán. Después que ella entró, salió por la
misma puerta el tártaro de la barba roja. Usaba babuchas, un alto
gorro de piel y un puñal de plata al cinto.
Cruzó
algunas palabras con el trabajador, quien llegó hasta él, y en
seguida se marchó. Unos segundos más tarde pasaron dos muchachos
que conducían sus caballos al abrevadero y, repentinamente,
aparecieron algunos chiquillos, sin más ropas que unas camisas
cortas. Corrieron hacia la caballeriza y empezaron a jugar metiendo
pajitas y pedacitos de hojas secas por el orificio por donde Jilin
miraba.
—¡Necesito
que venga alguien! —gritó él, y los niños escaparon asustados.
Sus piernas desnudas fue lo último que divisó. "Sí, necesito
que venga alguien", repitió para sí. "Tengo sed... ¡Mucha
sed!"
Como
si hubieran escuchado su pensamiento, la puerta se abrió, y entró
el tártaro de la barba roja en compañía de un hombre moreno, de
brillantes ojos negros, que sonreía. Éste vestía un blusón azul
íntegramente bordado, babuchas de cuero rojo bordadas con plata,
sobre las que llevaba otras de cuero más grueso, tenía un imponente
puñal también de plata en su cinturón y un gran gorro de piel
blanca.
El
de la barba roja rezongó algo entre dientes y observó a Jilin con
una mirada de lobo. El moreno, en cambio, se aproximó y se acomodó
en cuclillas a su lado, palmoteándole un hombro. Sus movimientos
eran decididos y rapidísimos, igual que si estuvieran impulsados por
un resorte.
—Ruso
bueno —dijo, mostrando sus hermosos dientes, y añadió otras
frases incomprensibles.
—Agua...,
quiero agua... —rogó Jilin.
—Sí,
ruso bueno —repitió el tártaro.
El
prisionero intentó explicarse por señas, hasta que logró darse a
entender. Riendo, el moreno fue hasta la puerta y llamó:
—¡Dinka!
¡Dinka!
Muy
pronto llegó una niña de trece a catorce años que, por el
parecido, debía ser su hija. Sus ojos eran igualmente oscuros y
relucientes, y era muy hermosa. Llevaba un collar de monedas rusas, y
una cinta entretejida con placas de metal y un rublo de plata colgaba
de su larga trenza negra. Escuchó lo que le decía su padre y salió
rápidamente.
Demoró
apenas unos minutos en volver con una jarra de metal llena de agua.
Se la pasó a Jilin y también se encuclilló frente a él. Mientras
éste bebía, ella lo observaba, cautelosa, sin hacer un solo
movimiento. Pero cuando él trató de devolverle la jarra, saltó
hacia atrás como una cabra salvaje, en un instintivo impulso de
defensa.
El
padre estalló en ruidosas carcajadas y, sin dejar de reír, le
ordenó algo que la hizo recoger la jarra y salir. Al regresar de
nuevo, traía una bandeja redonda de madera, sobre la que venía un
pan sin levadura. La niña se puso otra vez en cuclillas, con la
mirada fija en Jilin.
Un
rato después de que los tártaros y la jovencita se marcharon,
apareció el sirviente.
—Vamos,
amo —dijo—. ¡Vamos!
Jilin
lo siguió. Los grilletes que trababan sus tobillos lo hacían
cojear. Al otro lado de la puerta surgió la pequeña aldea tártara,
con su iglesia y su torre, y las pocas casas que la rodeaban. De una
de ellas salió el tártaro moreno e indicó que llevaran a Jilin.
La
casa era muy confortable por dentro. Sobre la pared del fondo se
adosaban cojines multicolores, y las de los costados estaban
cubiertas de lujosos tapices, encima de los que colgaban colecciones
de sables con vainas de plata, pistolas y fusiles. En una alfombra de
fieltro, reclinados en cómodos almohadones, se hallaban el hombre de
la barba roja y tres invitados más.
El
tártaro moreno hizo que Jilin se sentara fuera de la alfombra y fue
a ocupar su puesto junto a los demás. El sirviente se sentó cerca
de su amo y lo contempló boquiabierto mientras comía.
Cuando
todos terminaron de comer, una mujer retiró los restos del banquete
y trajo un recipiente y una jarra con agua para que los hombres se
lavaran las manos cubiertas de grasa.
Ellos
lo hicieron y se encuclillaron a leer unas oraciones. Luego hablaron
cosas que, una vez más, Jilin no entendía. Pero repentinamente uno
de los invitados se volvió hacia él, y mostrándole al hombre de
barba roja, le dijo en perfecto ruso:
—Kasi–Mohamed
te tomó prisionero y te ha vendido a Abdul–Murat. Él es tu dueño
ahora.
Siguiendo
su costumbre, el tártaro moreno lanzó una risotada:
—Ruso
bueno. Bueno soldado ruso.
Jilin
permaneció en silencio, y el que hacía de intérprete agregó:
—Debes
escribir una carta a tu familia, pidiendo el dinero del rescate. Son
las órdenes de Abdul–Murat.
Recuperarás
tu libertad cuando consigas ese dinero.
—¿Y
puedes decirme cuánto se me exige? —preguntó Jilin.
Los
tártaros intercambiaron algunas opiniones.
—Tres
mil monedas —comunicó el que hablaba ruso.
—¡Imposible!
¡Yo no puedo pagar eso! —exclamó Jilin.
—¿Y
cuánto ofreces?
—Quinientos
rublos —dijo Jilin, pensando muy bien lo que decía.
La
traducción de su respuesta hizo que Abdul–Murat se levantara de un
salto y que todos alzaran la voz, gesticulando exaltados. Cuando se
calmaron, el intérprete habló:
—Tu
dueño considera que quinientos rublos es muy poco. Él ha pagado
doscientos por ti a Kasi–Mohamed. Por menos de tres mil no serás
libre, y si no escribes esa carta te azotarán.
Jilin
pensó que demostrar temor frente a los tártaros sería
contraproducente, así es que se puso de pie y gritó:
—Dile
a tu amo que sus amenazas no me asustan. ¡Jamás me han atemorizado
los tártaros, y tampoco lo conseguirán en esta ocasión! ¡Malditos
perros!
El
intérprete cumplió con su obligación de traducir, y cuando los
otros lo escucharon, volvieron a opinar atropelladamente, hasta que
Adbul los hizo callar, y se aproximó a Jilin.
—Valiente
ruso —dijo en su idioma, y habló algo más con el traductor.
—Dale
por lo menos mil rublos —aconsejó éste.
—Lo
único que puedo ofrecer son quinientos —manifestó Jilin con
firmeza.
Los
tártaros volvieron a discutir, y Abdul–Murat le dio una orden al
sirviente, quien salió corriendo.
Luego
todos callaron durante algunos minutos, hasta que el empleado
reapareció. Al hacerlo no venía solo. Lo acompañaba un hombre
corpulento, descalzo, vestido con harapos y con los tobillos
engrillados.
"¡Es
Kostilyn!", se dijo Jilin, reconociéndolo. Efectivamente, era
Kostilyn. También lo habían capturado. Pero, según relató el
intérprete, estaba próximo a recobrar la libertad, ya que había
escrito a su casa para que le enviaran cinco mil monedas.
—Posiblemente
mi compañero es rico —alegó Jilin—. Yo no, y no voy a pedir más
de quinientos rublos. Pueden matarme si les parece, aunque no ganarán
nada al hacerlo.
Los
tártaros reflexionaron un rato, y súbitamente Abdul–Murat abrió
un cofre del que sacó una pluma, papel y tinta, indicándole a Jilin
que aceptaba el trato, que escribiera.
—Lo
haré con la condición de que nos quiten los grilletes, nos den ropa
decente y nos alimenten bien —puntualizó Jilin.
Abdul
rió una vez más al enterarse de estas exigencias, y aseguró que
los calzarían y vestirían como si fueran a casarse, y que la comida
que recibirían sería digna de príncipes. Se disculpó, sí, de no
poder quitarles los grilletes salvo en la noche, por temor de que
escaparan. Palmoteando el hombro de Jilin, aseguró, en ruso:
—Tú
ser bueno. Yo ser bueno.
"Me
escaparé", pensó Jilin, mientras escribía la carta, y puso
una dirección falsa, para que jamás su madre la recibiera.
Los
dos prisioneros fueron conducidos a una caballeriza. Les entregaron
casacas y botas usadas de soldado, y les llevaron agua y pan. Al
llegar la noche les quitaron los grilletes.
Por
más de un mes vivieron en esas condiciones. Kostilyn se consumía de
impaciencia y pena, y escribió nuevamente a su casa, suplicando que
le enviaran el dinero. Jilin, en cambio, no esperaba nada.
"Mi
pobre madre vivía de lo que yo le enviaba. ¿De dónde habría
sacado ella quinientos rublos?", se decía. "¡Con la ayuda
de Dios conseguiré escaparme!"
Debido
a que tenía gran habilidad para los trabajos manuales, decidió
confeccionar cestos de mimbre y muñequitos de greda, mientras
imaginaba diferentes formas de huir. En una ocasión hizo un muñeco
al que vistió con un blusón tártaro, y lo dejó sobre un tejado.
Las
niñas que iban a buscar agua, entre las que se hallaba Dinka, la
hija de Abdul–Murat, lo vieron y dejaron sus cántaros en el suelo,
riendo alegremente. Jilin se lo ofreció, pero ellas no se atrevieron
a tomarlo. Sólo cuando él regresó a la caballeriza, Dinka se
devolvió, cogió rápidamente el juguete y se alejó corriendo.
A
la mañana siguiente, Jilin la observó salir, meciendo el muñeco
entre sus brazos. Lo había adornado con cintas de colores y le
cantaba una canción de cuna. Desgraciadamente, al poco rato apareció
la madre, que se lo arrebató y tiró lejos, rompiéndolo en mil
pedazos. Entonces Jilin modeló otro muñeco, mucho más bonito, y se
lo regaló a Dinka.
Fue
después de este regalo cuando ella vino con un jarrito, y se sentó
al lado de Jilin, sonriendo. Él creyó que le traía agua, la misma
agua de siempre, pero apenas la probó se dio cuenta de que era
leche. Desde esa vez, Dinka le llevó leche diariamente, y en ciertas
ocasiones un queso.
En
una oportunidad en que Abdul-Murat mandó degollar un carnero, la
niña escondió un trozo de carne para Jilin. Todas estas cosas se
las dejaba y en seguida se marchaba corriendo.
Una
noche llovió a cántaros y se desbordaron todos los riachuelos.
Grandes piedras eran arrastradas por la corriente, mientras los
truenos retumbaban y los relámpagos iluminaban los montes. Al cesar
la tormenta, la aldea quedó surcada por arroyos.
Entonces
Jilin le rogó a Abdul que le diera un cuchillo y, utilizando un eje,
una rueda y tablas, construyó una pequeña máquina. Luego, con
algunos retazos de telas que le dieron las niñas, vistió un muñeco
y una muñeca como si hubieran sido realmente un hombre y una mujer;
los amarró a ambos costados de la rueda y colocó la máquina en un
arroyo.
Impulsada
por la corriente la rueda empezó a girar, haciendo que los muñecos
saltaran al mismo ritmo. Todos los habitantes de la aldea acudieron
al lugar y se mostraron admirados y felices.
A
raíz de esto, Abdul llamó a Jilin y le mostró un reloj que no
caminaba.
—Yo
te lo arreglaré —ofreció Jilin. Abrió el reloj con el cuchillo
y, con increíble destreza, no demoró en componerlo y dejarlo como
si estuviera nuevo.
Así,
el ruso tomó fama de ser un artesano muy experto, y llegó gente de
otras aldeas trayéndole relojes, fusiles y otros objetos para que
los compusiera. Contento, Abdul–Murat puso a su disposición gran
variedad de herramientas.
Una
vez que el amo se enfermó, hizo traer a Jilin para que lo sanara.
Éste, sin saber nada de medicina, lo examinó y, confiando en que
sanaría solo, le dio a beber una mezcla de agua con arena, diciendo
algunas palabras imaginariamente mágicas frente a la jarra que
contenía el brebaje.
Afortunadamente,
Abdul-Murat se mejoró.
Rápidamente
Jilin comenzó a entender el lenguaje de los tártaros, muchos de los
cuales llegaron a estimarlo, y lo llamaban "Iván..., Iván".
Sólo
algunos lo miraban todavía de reojo, entre ellos el hombre de la
barba roja, que no disimulaba su antipatía. También, entre los
habitantes había un viejo que vivía al pie de la montaña y venía
a rezar a la mezquita. Se apoyaba en un cayado, llevaba la cabeza
envuelta en una toalla, como turbante, tenía la barba muy blanca, la
nariz ganchuda y el rostro como la greda roja, íntegramente surcado
de arrugas. La expresión de sus ojos era cruel y, apenas divisaba a
Jilin, torcía la cabeza y gruñía.
Una
tarde, Jilin fue a inspeccionar el lugar donde habitaba este viejo.
Al terminar un sendero, descubrió el jardín cuidadosamente cercado,
y se encaramó sobre la tapia para ver mejor. Entre duraznos y
cerezos, había una pequeña cabaña de techo plano, y enjambres de
abejas revoloteaban zumbando en torno a varias colmenas.
Arrodillado
junto a una de ellas se encontraba el viejo. Jilin lo observó, pero
de pronto, para acomodarse mejor sobre la tapia, hizo un ruido con
los grilletes. De inmediato el viejo volvió la cabeza y, sin pérdida
de tiempo, sacó la pistola que llevaba consigo y disparó. Jilin
alcanzó a esconderse al otro lado del cerco.
Sin
embargo, el incidente no terminó allí. El viejo se presentó a
reclamar ante Abdul–Murat, quien lo enfrentó a Jilin.
—¿Con
qué intención fuiste a la casa de este anciano? —averigüó
Abdul.
—Me
interesaba ver cómo vivía —respondió Jilin—. No pretendía
hacerle ningún daño.
El
amo tradujo estas palabras al viejo y éste se encolerizó aún más.
Después de que se marchó, Jilin preguntó quién era, y Abdul–Murat
contestó:
—Un
hombre muy importante. El primero entre los valientes. Ha dado muerte
a muchos rusos, y en otros tiempos fue inmensamente rico. Tuvo ocho
hijos, y los rusos mataron a siete de ellos. El que sobrevivió se
entregó al enemigo, y el anciano lo imitó. Durante tres meses fue
prisionero, hasta que encontró a su hijo.
—¿Logró
encontrarlo?
—Sí.
Entonces lo mató, y se las arregló para escapar. Desde ese día ya
no quiso combatir más, y se fue a La Meca a orar; por eso lleva
turbante.
Cambió
la guerra por la oración. Pero como odia a los rusos, me exige que
te mate, cosa que yo no puedo hacer. Yo he pagado por ti, y además
te tengo cariño, no podría matarte. Tampoco te devolvería la
libertad si no hubiera prometido hacerlo.
—Sorpresivamente
se puso a reír, y agregó en ruso—: Tú bueno, Iván, y yo Abdul,
bueno también.
Los
días siguieron pasando. Jilin dividía su tiempo entre las labores
de artesano y paseos por los alrededores. Sólo cuando llegaba la
noche, y la gente se hallaba reunida en sus casas, él se dedicaba a
cavar un hoyo en la caballeriza.
Así
logró hacer una cavidad por debajo del muro, lo suficientemente
grande como para pasar por ella, y pensó que debía conocer bien la
comarca. De este modo sabría adónde dirigir sus pasos. Con este
fin, escogió un día en que Abdul–Murat partió lejos de la aldea,
y se encaminó en dirección a la montaña; pretendía observarlo
todo desde la cumbre. Sin embargo, no había caminado mucho cuando
escuchó la voz del hijo del amo:
—¡Detente,
Iván! ¡Mi padre ha ordenado que no salgas de aquí!
—No
iré muy lejos —respondió Jilin—. Necesito unas hierbas para los
enfermos, y creo que las hallaré en esta montaña. Acompáñame, y
te haré un arco y flechas.
El
chiquillo accedió y siguieron avanzando juntos.
Aunque
la montaña no parecía tan escarpada, los grilletes dificultaban el
paso de Jilin, y casi arrastrándose consiguió llegar arriba. Al
hacerlo, respiró profundo, se sentó, y observó cuanto le rodeaba,
tratando de alargar la vista: al sur había un despeñadero muy
hondo, y al otro lado una aldea; en seguida se alzaba otra montaña
prácticamente intransitable, y no muy lejos, otra; en medio de ambas
surgía un bosque, y luego cadenas de montes nevados que parecían de
azúcar. Por todos lados se levantaban cerros, y en medio de éstos,
valles poblados.
"Ellos
son dueños de toda la región", pensó.
Entonces
miró hacia lo que suponía era territorio ruso y distinguió en
medio de los montes una columna de humo que flotaba encima de un
amplio valle. Comprendió que justamente allí tenía que encontrarse
la fortaleza, y supo, con certeza absoluta, adónde debía dirigir
sus pasos al escapar.
Había
llegado la hora de la fuga y estaba decidido a hacerlo esa noche. Una
noche sin luna, rodeada de una oscuridad densa. Lamentablemente, poco
después de ponerse el sol volvieron Abdul–Murat y los demás
hombres, y no venían alegres. En vez de ganado traían un cadáver
atado a la silla de un caballo.
Era
el hermano menor de Kasi–Mohamed, el de la barba roja, y la gente,
en su mayoría muy exaltada, se reunió para darle sepultura.
Apareció
el almuédano, el viejo musulmán que convocaba a orar, y los viejos
se enrollaron toallas como turbantes alrededor de sus cabezas, y se
encuclillaron junto al muerto. El almuédano permanecía delante del
grupo y todos mantuvieron las cabezas inclinadas, en total silencio,
hasta que él dijo:
—¡Alá!
El
resto coreó, entonces:
—¡Alá!
—y luego regresaron al silencio. Sólo se escuchaba un suave
murmullo de hojas.
El
hermano del hombre de la barba roja fue enterrado en una tumba cavada
en un subterráneo. Lo bajaron muy lentamente a la fosa y lo dejaron
allí, con las manos cruzadas sobre el vientre, sentado y solo. Luego
lo taparon con tierra, y encima colocaron una piedra.
Al
amanecer, Kasi–Mohamed degolló una yegua y la descuartizó, y
reunió en su casa a todos los hombres de la aldea. Por espacio de
tres días completos bebieron cerveza y comieron carne, honrando al
difunto, y al cuarto día ensillaron los caballos y se marcharon, con
Kasi–Mohamed a la cabeza. Sólo Abdul–Murat permaneció en la
aldea.
"La
luna está en creciente, y las noches todavía son oscuras",
meditó Jilin, y tomó una determinación: "Sí, hay que escapar
hoy mismo". Se lo comunicó a Kostilyn.
—No,
es imposible huir sin conocer el camino —objetó éste.
—Te
equivocas. Yo lo conozco.
—Pero
jamás llegaremos en una noche...
—Nos
detendremos en el bosque. He guardado unos cuantos panes y no
pasaremos hambre. Entiende, Kostilyn, que fueron rusos los que
mataron al hermano de Kasi–Mohamed, y los tártaros están llenos
de odio. Lo único que quieren es matarnos.
—De
acuerdo. Me has convencido —dijo Kostilyn, después de reflexionar
unos momentos.
Luego
de agrandar más la cavidad, para que Kostilyn pudiera pasar por
ella, los dos prisioneros aguardaron a que reinara un absoluto
silencio.
Jilin
atravesó, entonces, por el hoyo y salió al exterior. Kostilyn lo
siguió, pero al llegar afuera tropezó, y produjo un ruido que
alertó a Uliashin, el perro guardián. Uliashin era muy bravo y se
precipitó hacia la caballeriza, lanzando amenazadores ladridos.
Afortunadamente,
Jilin había tenido la precaución de darle de comer, y en ese
instante le silbó y le arrojó un pan. El perro lo reconoció, dejó
de ladrar y movió la cola en señal de amistad, restregando el
hocico en las piernas de Jilin.
El
silencio volvió. Únicamente se escuchaba el balido de rebaños
distantes, y el rumor del agua de los arroyos que corrían entre las
piedras. Las estrellas y la luna nueva iluminaban tenuemente los
valles alfombrados por la nieve.
Jilin
y Kostilyn se pusieron en camino. Después de atravesar un corral
llegaron a un río que vadearon y luego avanzaron por el valle,
guiándose por las estrellas. Les resultaba fácil caminar sin los
grilletes que les quitaban por las noches. Sin embargo, las viejas
botas que calzaban eran sumamente incómodas. Jilin optó por
despojarse de ellas y prosiguió el viaje con los pies desnudos,
saltando por las piedras, siempre pendiente de las estrellas.
—No
vayas tan rápido, que estas malditas botas son una tortura —se
quejó Kostilyn.
—Quítatelas,
yo voy mejor así —le aconsejó Jilin.
El
otro lo imitó y siguió andando descalzo. Pero se hirió mucho más
los pies y continuó retrasando la marcha.
—Esas
heridas cicatrizarán —opinó Jilin—, en cambio, si los tararos
nos pillan perderemos la vida.
Recorrieron
varios kilómetros antes de descubrir que se habían equivocado de
camino y que tenían que retroceder hacia la izquierda para encontrar
el bosque.
—¡Déjame
tomar aliento! —suplicó Kostilyn, mostrando sus pies
ensangrentados.
—¡No
te detengas! —gritó su compañero, y fue más de prisa, casi
corriendo.
Cuando
por fin llegaron al bosque y se internaron en él, la situación se
hizo aún más difícil. Las ramas de los árboles les desgarraban la
ropa y las espinas de los arbustos los rasguñaban como garras
afiladas. De pronto, oyeron el ruido de los cascos de un caballo y se
detuvieron alelados. El ruido se acalló entonces y volvió a oírse
apenas reanudaron la marcha. Así, el fenómeno se repitió:
caminaban y el caballo se dejaba oír; se detenían, y se hacía el
silencio.
Tratando
de ver algo entre las sombras, Jilin divisó, en un instante, un
animal que parecía caballo, sobre el que cabalgaba una extraña
figura.
—¡Qué
animal tan raro! —exclamó. Éste pareció escucharlo, porque se
precipitó igual que un huracán hacia el interior del bosque. Al
verlo, Kostilyn se desmayó, e inesperadamente Jilin se puso a reír—.
El monstruo que nos ha asustado no es más que un ciervo, y él
también ha sentido miedo de nosotros.
Comenzaba
a amanecer cuando terminaron de atravesar el bosque y llegaron a un
camino. Kostilyn se dejó caer aniquilado.
—Mis
pies se niegan a caminar murmuró. En vano Jilin trató de
convencerlo. Ningún argumento podía animar a ese hombre. Además,
una neblina intensa empezó a descender, cubriendo los cerros.
Súbitamente
percibieron el sonido de los cascos de un caballo que venía en
dirección a ellos, y éste sí era un caballo de verdad; escuchaban
chocar sus herraduras contra las piedras. Jilin se tendió a oír las
vibraciones de la tierra.
—Sí,
viene un jinete —confirmó.
Se
arrastraron a un costado del camino y se escondieron entre unos
arbustos. Pronto apareció, entre la bruma, un tártaro a caballo que
pasó junto a ellos sin percatarse de que lo observaban.
—¡Gracias
a Dios ya se alejó! —susurró Jilin, y una vez más se empeñó en
que su amigo caminara. Fue imposible. Aquel soldado grande y fornido
no era más que un guiñapo. Lo remeció y Kostilyn lanzó un grito
agudo de dolor.
—¡Déjame,
me estás haciendo daño!
Jilin
tuvo miedo. El tártaro aún se encontraba muy cerca, y probablemente
había escuchado. "¿Qué haré?", se preguntó. "Yo
todavía soy capaz de correr, pero no puedo abandonar a un
compañero..."
Subió
a Kostilyn en su espalda, sujetándolo por las piernas, y volvió al
camino. Él también tenía los pies llenos de heridas, y aquella
carga resultaba horriblemente pesada. No obstante, siguió andando,
hasta que oyó cabalgar a alguien detrás de ellos.
Otra
vez se ocultaron, con la certeza de que el tártaro los buscaba. Y,
en efecto, después de lanzar varios improperios, el jinete disparó,
afortunadamente sin dar en el blanco. Luego volvió a alejarse
echando maldiciones.
—¡Ese
perro ha ido en busca de otros para perseguirnos! ¡Estamos perdidos!
—aseveró Jilin—. Necesitamos avanzar por lo menos cinco
kilómetros más.
—Ándate
solo —musitó Kostilyn—. No arriesgues más tu vida por mí...
—¡No,
no se debe abandonar a un compañero!
Nuevamente
acomodó a Kostilyn sobre su espalda y recorrió cerca de dos
kilómetros. La neblina empezó a disiparse cuando llegaron cerca de
un arroyo. Jilin se detuvo. Se hallaba exhausto.
Se
inclinaron para beber un poco de agua, y en ese momento oyeron el
galope de los caballos y las voces de los tártaros. Jilin intentó
arrastrar a su amigo a un escondite, aunque íntimamente sabía que
era inútil.
Lo
demás ocurrió rápidamente. Los tártaros azuzaron a unos perros, y
percibieron crujidos en la maleza. De inmediato vieron a un perro que
fue directamente hacia ellos y se puso a ladrar. Los hombres no
demoraron. Se precipitaron sobre los dos fugitivos, y después de
atarlos, los instalaron sobre los caballos.
Amarrados
como bultos encima de las cabalgaduras, deshicieron el camino andado,
hasta que salió a encontrarlos Abdul–Murat con dos hombres. El amo
ya no sonreía, y ni siquiera les dirigió la palabra. Ya era de día
cuando entraron en la aldea.
Dejaron
a los prisioneros atados en la calle, mientras los niños les tiraban
piedras y los hombres se reunían en círculo a deliberar. Algunos
opinaban que lo mejor era llevarlos muy lejos, y abandonarlos entre
los cerros.
—¡No!
—gritó el viejo que vivía al pie de la montaña—. ¡Hay que
matarlos ahora mismo!
—Eso
no me conviene —afirmó Abdul–Murat—. Yo pagué por ellos, y
voy a cobrar el rescate.
—¡No
recibirás ese rescate, y cada día te ocasionarán más problemas!
—rebatió el anciano—. ¿Y acaso no sabes que es un pecado
alimentar a los rusos? ¡Mátalos, y asunto concluido!
Cuando
el grupo se dispersó, el amo se aproximó a Jilin con aire severo, y
lo conminó:
—Te
doy quince días para que llegue el rescate. Si no llega, te haré
azotar, y si tratas de huir morirás peor que un perro. Ahora escribe
una nueva carta y asegúrate de que te envíen el dinero.
Ambos
prisioneros tuvieron que escribir a sus casas. En seguida les
colocaron los grilletes y los condujeron hasta un foso que había a
cierta distancia de la mezquita. En el interior de aquel foso los
dejaron.
Habitar
en el fondo de ese hoyo no podía ser más insufrible. No fue
permitido que los prisioneros se despojaran de los grilletes por la
noche, y tampoco se les autorizó para salir a la luz del día en
ningún momento. Les arrojaban panes sin cocer y les bajaban jarras
de agua.
La
atmósfera era húmeda, asfixiante, pestilente. Kostilyn no tardó en
enfermar y, en los ratos en que no dormía, no hacía más que
quejarse. Jilin reconocía que era prácticamente imposible escapar y
estaba muy desanimado.
En
una ocasión en que se sentía muy triste y evocaba los tiempos en
que era un hombre libre, le cayeron encima dos tortas y un atado de
cerezas.
Arriba,
en la boca del foso, se encontraba Dinka. Lo miró unos instantes,
sonrió, y se marchó rápidamente. "¡Ella podría ayudarme!",
pensó Jilin. Cavó un poco en el suelo, y juntó barro con el que
comenzó a hacer muñecos y otras figuras.
Pero
sus esperanzas de que la niña volviera al día siguiente se vieron
defraudadas. Oyó, en cambio, voces que discutían acaloradamente.
Sin duda celebraban una reunión junto a la mezquita, y el tema debía
ser el destino de los prisioneros.
Jilin
debió aguardar cierto tiempo antes de que Dinka reapareciera. Surgió
de repente, arriba, encuclillada, con la cabeza tan inclinada hacia
el foso, que su collar se balanceaba dentro de éste.
De
una manga sacó dos quesos pequeños que dejó caer hacia Jilin. Sin
embargo, no sonreía, y sus ojos fulguraban como estrellas. Él
recogió los quesos y la observó.
—Te
hice unos juguetes —dijo—, y lanzó algunas de las figuritas
hacia lo alto. Pero ella no las recibió. Volvió la cabeza, y sólo
habló al cabo de un largo silencio:
—Van
a matarte, Iván.
—¿Quién?
—Mi
padre. Es una orden de los viejos. ¡Tengo mucha pena por ti!
—Si
tienes pena por mí..., si quieres evitar mi muerte..., consígueme
una vara larga...
—¿Una
vara?
—Sí,
un palo por el que yo pueda trepar.
La
niña agitó la cabeza en un gesto negativo:
—¡Me
pides algo imposible, Iván! ¡Todos me verían!
—¡Por
favor, Dinka, inténtalo!
Dinka
se fue, angustiada, y Jilin permaneció, pese a todo, mirando una y
otra vez hacia arriba, esperando. En esta espera vio salir las
estrellas, y oyó la voz que invocaba a Alá en los anocheceres, el
almuédano llamando a la oración. El sueño comenzaba a invadirlo y
se incorporó bruscamente al sentir que le caían pedazos de barro y
piedrecillas en la cabeza. Entonces vio que una vara de madera muy
larga bajaba por el boquete del foso. Se abrazó a ella, comprobando
que era resistente, y una inmensa alegría lo colmó. Una vez más
los ojos de Dinka resplandecían.
—No
hay más que dos hombres en la aldea, Iván —dijo—, todos los
demás se han ido.
Jilin
escuchó a la niña y se aproximó a Kostilyn.
—¡Vamos,
compañero, esta vez lo conseguiremos!
El
otro prisionero no lo dejó continuar. Se hallaba absolutamente
incapacitado para dar un solo paso, y había llegado la hora de
despedirse. Así lo hicieron, y Jilin comenzó a trepar por el palo.
Resbaló
dos veces, y subió de nuevo, hasta que alcanzó el borde del foso, y
Dinka lo cogió con fuerzas del cuello de la camisa. Los dos se
largaron a reír en ese momento, con una mezcla de inquietud y
alegría.
Mientras
la niña fue a esconder la vara, Jilin trató de abrir el candado de
los grilletes con una piedra afilada. Pero era un candado
extremadamente resistente. Al llegar de nuevo, Dinka le arrebató la
piedra de las manos.
—¡Déjame,
yo lo haré —ofreció. Por desgracia, sus brazos eran delgados, sus
manos pequeñas y finas y carecía de fuerza. Al poco rato soltó la
piedra y estalló en lágrimas.
Jilin
observó hacia el lado izquierdo de la montaña. La luna comenzaba a
subir y el cielo se iluminaba. –Tengo que cruzar el valle y llegar
al bosque antes de que la luna lo alumbre todo–, pensó. Aunque
fuera trabado con los grilletes, arrastrando los pies, debía ponerse
en marcha.
—Adiós,
Dinka. ¡Jamás te olvidaré! —exclamó, emocionado. Ella buscó en
los bolsillos de él y guardó allí algunos panecillos. Después lo
abrazó, y al separarse se puso a llorar desconsoladamente, al mismo
tiempo que salía corriendo.
Cuando
la niña se perdió en la oscuridad, Jilin todavía escuchó el
sonido de campanillas que producía el collar de monedas. Después
que aquel campanilleo se acalló, se persignó y empezó a caminar lo
más rápido que le permitían los grilletes.
Al
vadear el río la luna ya había iluminado el otro lado del monte, y
una zona del valle se volvía clara. Se esforzó por ir más aprisa;
sin embargo, al penetrar en el bosque vio que la luna se elevaba
sobre las montañas, y que su luz ya lo envolvía todo. Se
distinguían perfectamente los contornos de los árboles y los cerros
se erguían como gigantes silenciosos.
Gracias
a Dios no se había encontrado con nadie en su camino y se sentó a
descansar un momento. Comió un pan y reanudó la marcha. Pero luego
de avanzar unos dos kilómetros más, experimentó un fuerte dolor en
las piernas. "Tengo que seguir", pensó. "Hasta que se
agote la última reserva de mis fuerzas".
De
pronto la luna empezó a desdibujarse y fue reemplazada por una
luminosidad que anunciaba la proximidad del amanecer. Jilin
continuaba andando cada vez más lentamente. "Sólo unos pasos
más", se decía, "y me ocultaré entre los árboles a
descansar". Pero al caminar esos pasos, ocurrió algo
inesperado: de golpe se encontró al final del bosque y, al salir de
éste, enfrentó un nuevo día.
Entonces
vio las columnas de humo y a los hombres alrededor de las hogueras y,
sin dar crédito a sus ojos, distinguió los relucientes fusiles de
los cosacos y de los soldados rusos, y la fortaleza.
Sintió
que la alegría lo ahogaba, y en ese preciso instante descubrió a
tres tártaros en un cerro, a su izquierda. Antes de que reaccionara
y retrocediera hacia el bosque, los tártaros, a su vez, lo vieron y
bajaron el cerro.
—¡Hermanos!
¡Sálvenme! ¡Hermanos! — suplicó Jilin en un alarido.
Los
rusos lo escucharon, y varios cosacos partieron al galope a cortar el
paso a los enemigos, mientras Jilin corría, a pesar de los
grilletes, persignándose y gritando:
—¡Hermanos!
¡Hermanos...!
Mas
de quince eran los cosacos y los tártaros tuvieron que retroceder.
Jilin se aproximó a los suyos, sosteniéndose apenas sobre sus pies
engrillados, y todos lo rodearon, haciéndole mil preguntas. Él
lloraba y reía simultáneamente, repitiendo:
—¡Hermanos!
¡Mis hermanos!
Los
soldados y los oficiales lo reconocieron. Le quitaron los grilletes y
lo llevaron a la fortaleza, donde lo vistieron, comió y bebió
vodka.
Todos
estaban felices de volver a verlo, y Jilin tuvo que relatar varias
veces su historia. Terminó diciendo, mientras los demás celebraban
su regreso:
—Pensaba
casarme al llegar a mi casa, pero mi destino era otro. Me quedaré
sirviendo en el Cáucaso.
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