CUARTA
ESTROFA
EL
ULTIMO DE LOS ESPIRITUS
Martha,
que era una pobre aprendiza en un taller de sombrerera, les contó la
clase de trabajo que tenía que realizar, las muchas horas seguidas
que debía trabajar y cómo estaba deseando tomarse un largo descanso
en cama a la mañana siguiente, pues el día siguiente era festivo y
lo pasaba en casa.
También
les contó que había visto a una condesa y a un lord unos días
antes, y que el lord «era de alto como Peter», ante lo cual Peter
se subió los cuellos tanto que no se le podía ver la cabeza.
Todo
este rato, las castañas y la jarra hacían ronda, y después
escucharon una canción sobre un niño perdido en la nieve; la
cantaba Tiny Tim con una vocecita quejumbrosa, y la cantó realmente
muy bien.
No
había nada de alta categoría en lo que hacían. No eran una familia
distinguida; no iban bien vestidos; sus zapatos estaban lejos de ser
impermeables; sus ropas eran escasas, y Peter podría haber conocido,
y es muy probable que así fuera, el interior de una casa de empeños.
Pero
estaban felices, agradecidos y satisfechos unos de otros, y contentos
con el presente. Cuando empezaron a perderse de vista, todavía
parecían más felices, con el brillante chisporroteo de la antorcha
del espíritu que se marchaba, y hasta el último instante Scrooge no
apartó de ellos sus
ojos,
sobre todo de Tiny Tim.
En
aquellos momentos comenzaba a oscurecer y nevaba intensamente.
Scrooge y el espíritu se fueron por las calles; era maravilloso el
resplandor de los fuegos rugientes en las cocinas, salones y toda
clase de habitaciones.
Aquí,
el revoloteo de las llamas dejaba ver los preparativos para una
agradable cena, con platos calentándose junto a la lumbre y cortinas
de color rojo oscuro a punto de ser corridas para aislar del frío y
la oscuridad.
Allá,
todos los niños de la casa salían corriendo en la nieve para
recibir a sus hermanas casadas, hermanos, primos, tíos, tías... , y
ser el primero en felicitarles. Aquí se reflejaban en las celosías
las sombras de los invi-tados reuniéndose, y allá un grupo de
chicas guapas, todas con capucha y botas de piel y parloteando a la
vez, se dirigían a paso rápido hacia la casa de algún vecino
donde, ¡ay del soltero que las viera entrar arreboladas -bien lo
sabían ellas, astutas hechiceras!
Pero
a juzgar por el número de personas que se encaminaban a reuniones
amistosas, cualquiera diría que en las casas no habría nadie para
dar la bienvenida; sin embargo, en todas se esperaba compañía y se
avivaban las lumbres hasta la altura de media chimenea.
¡Cómo
exultaba el fantasma! ¡Cómo henchía su desnudo pecho la
respiración!
¡Cómo
abría la palma de su mano libre y regaba a chorros generosos todo lo
que quedaba a su alcance con inofensivo regocijo! El mismo farolero,
que corría antes de puntear con motas de luz la calle lúgubte, iba
arreglado para pasar la noche en alguna parte y, sin más compañía
que la Navidad, se rió sonoramente cuando pasó el espíritu.
Y
ahora, sin una sola palabra de advertencia del fantasma, se
detuvieron en un hostil y desierto páramo, con monstruosas masas
pétreas diseminadas como si fuera un cementetio de gigantes. El agua
corría por todas panes -al menos así lo habría hecho si la helada
no tuviera prisionera-, y sólo crecían musgos, tojos y densas matas
de burda hierba.
Hacia
el Oeste, el sol poniente había dejado una banda de rojo ardiente
que iluminó la desolación durante unos instantes, como un ojo
rencoroso, y se fue cerrando, cerrando cada vez más, hasta perderse
en las espesas tinieblas de la noche más negra.
«¿Qué
sitio es éste?», preguntó Scrooge.
«Un
lugar donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas de la
tierra», contestó el espíritu.
«Pero
me conocen. ¡Mira!»
Se
encendió una luz en una cabaña y ellos se aproximaron rápidamente.
Atravesaron la pared de piedra y barro y encontraron una animada
reunión en torno a una cálida lumbre.
Un
hombre muy viejo y una mujer, con sus hijos y los hijos de sus hijos,
y otra generación posterior, todos engalanados con sus ropas de
fiesta. El viejo, con una voz que apenas sobrepasaba el ulular del
viento en la yerma extensión, les cantaba un villancico que ya era
muy antiguo cuando él había sido niño, y de vez en cuando todos le
acompañaban a coro. Cuando los demás unían sus voces, la del viejo
se volvía más alegre y potente, y cuando se callaban, él bajaba el
tono.
El
espíritu no se demoró allí; indicó a Scrooge que se sujetase al
manto y, pasando sobre el páramo, se dirigió rápidamente...
¿adónde?
¡No al mar? Sí, al mar. Para espanto de Scrooge, al mirar hacia
atrás vio al finalde la tierra firme una temible alineación de
rocas; sus oídos quedaron ensordecidos por el retumbar del agua que
se desmoronaba rugiendo y se estrellaba con furia contra las
siniestras cavernas que había ido socavando, y con fiereza intentaba
perforar la tierra.
A
una legua aproximadamente de la costa se alzaba un faro solitario
construido sobre un siniestro arrecife de hundidas rocas, azotadas y
arañadas por el oleaje. En la base colgaban grandes aglomeraciones
de algas y las aves marinas -se diría que nacían del viento, como
las algas del agua- se elevaban y caían a su alrededor como las olas
que peinaban.
Pero
incluso aquí los dos hombres que atendían las señales habían
encendido una lumbre que, a través del portillo abierto en los
gruesos muros de piedra, arrojaba un rayo de luz sobre el mar
tenebroso. Estrechando sus encallecidas manos por encima de la mesa
basta donde estaban sentados, se desearon una Feliz Navidad con sus
jarras de grog.
Uno
de ellos, el más viejo, con un rostro marcado por la inclemencia del
tiempo como el mascarón de proa de un viejo navío, entonó una
canción tan vigorosa como una tempestad.
Una
vez más, el fantasma se fue apresuradamente sobre el negro y agitado
mar lejos, muy lejos; tan lejos de cualquier costa, como le dijo a
Scrooge, que descendieron sobre un barco. Permanecieron al lado del
timonel, del vigía de proa, de los oficiales de guardia, fantasmales
y oscuras sombras en sus puestos, pero todos ellos tarareaban música
navideña o tenían el pensamiento puesto en la Navidad, o hablaban a
sus compañeros de alguna Navidad pasada con añoranza del hogar. Y
todo hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o malo, había tenido
una palabra más amable para los demás en ese día que en cualquier
otro día del año; y había compattido en alguna medida el festejo;
y había recordado a los seres queridos, y había sabido que ellos se
acordaban de él.
Mientras
escuchaba el aullido del viento y pensaba qué cosa tan grande es
moverse a través de solitarias tinieblas sobre un abismo
desconocido, cuyos secretos son tan profundos como la muerte, para
Scrooge constituyó una gran sorpresa oír una sonora carcajada.
Y
la sorpresa todavía fue mayor cuando reconoció que la había
proferido su propio sobrino, y se encontró en una estancia cálida y
resplandeciente, con el espíritu sonriendo a su lado y mirando al
sobrino con aprobadora afabilidad.
«¿Ja,
ja!», reía el sobrino de Scrooge. «¿Ja, ja, ja!» Si por una
improbable casualidad el lector conociera a un hombre con una risa
más feliz que la del sobrino de Scrooge, todo lo que puedo decir es
que también a mí me gustaría conocerle. Preséntemelo y yo
cultivaré su amistad.
Es
una ley de la compensación justa, equitativa y saludable, que así
como hay contagio en la enfermedad y las penas, nada en el mundo
resulta más contagioso que la risa y el buen humor. Cuando el
sobrino de Scrooge se reía sujetándose los costados, girando la
cabeza y arrugando el rostro con las más extravagantes contorsiones,
la sobrina de Scrooge -por matrimonio- reía con tantas ganas como
él. Y el grupo de sus amigos no se quedaba atrás y todos se
desterniIlaban.
«¿Ja,
ja! ¿Ja, ja, ja, ja!» «¡Dijo que las Navidades eran tonterías,
os lo juro!», exclamó el sobrino de Scrooge. «¡Y además se lo
creía!» «Más vergüenza le debería dar, Fred!, dijo indignada la
sobrina de Scrooge. Esas bendi-tas mujeres nunca hacen nada a medias.
Se lo toman todo muy en serio.
Era
muy atractiva, sumamente atractiva.
Tenía
un rostro encantador, con hoyuelos en las mejillas y expresión de
sorpresa; una boquita roja y suave que parecía estar hecha para ser
besada -lo era, sin duda-; todo tipo de pequitas junto a su barbilla,
que se mezclaban unas con otras al reírse; y el par de ojos más
luminoso que se haya visto. Al mismo tiempo, era del tipo que se
podría
describir
como provocativa, ya me entienden, pero de una manera adecuada. ¡Ah,
sí, perfectamente adecuada!
«Es
un viejo tipo cómico», dijo el sobrino de Scrooge, «es la verdad;
y no tan agradable como podría ser. Sin embargo, en su pecado lleva
la propia penitencia, y no quiero decir nada contra él».
«Estoy
segura de que es muy rico, Fred», apuntó la sobrina. «Al menos eso
es lo que siempre me has dicho».
«¡Y
eso que importa, querida!», dijo el sobrino.
«La
riqueza no le sirve de nada. No hace con ella nada bueno. No la
utiliza para su bienestar. Ni siquiera tiene la satisfacción de
pensar. Ja, ja, ja, que algún día nosotros la disfrutaremos».
«Acaba
con mi paciencia», observó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de
la sobrina y todas las demás señoras expresaron igual opinión.
«Yo
sí tengo paciencia», dijo el sobrino.
«Me
da lástima; no puedo enfadarme con él.
El
que sufre por sus manías es siempre él mismo. Le da por rechazarnos
y no querer venir a cenar con nosotros. ¿Cuál es la consecuencia?
No
tiene mucho que perder con una cena. »
«Yo
pienso que se pierde una cena muy buena», interrumpi6 la sobrina.
Todos asistieron, y eran jueces competentes puesto que acababan de
cenar y, con el postre sobre la mesa, estaban apiñados junto al
fuego, a la luz de la lámpara.
«¡Bueno!
Me alegra mucho escucharos», dijo el sobrino de Scrooge, «porque no
tengo mucha fe en estas jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices,
Topper? »
Estaba
claro que Topper le había echado el ojo a una de las hermanas de la
sobrina, pues respondió que un soltero no era más que un pobre
proscrito sin derecho a expresar una opinión sobre la materia.
Ante
lo cual la hermana de la sobrina -la rellenita con la pañoleta de
encaje, no la de las rosas- se ruborizó.
«Vamos,
Fred, continúa», dijo la sobrina de Scrooge palmoteando. «¡Nunca
termina lo que empieza a contar! ¡Qué hombre más absurdo!»
Al
sobrino de Scrooge le dio otro ataque de risa y como era imposible
evitar el contagio, aunque la hermana rellenita lo intentó de veras
con vinagre aromático, su ejemplo fue seguido por unanimidad.
«Iba
a decir », dijo el sobrino de Scrooge, «que la consecuencia de su
displicencia hacia nosotros, y el no querer celebrar nada con
nosotros es, pienso yo, que se pierde buenos ratos que no le harían
ningún daño. Estoy seguro de que se pierde compañías más
agradables que las que pueda encontrar en sus pensamientos, metido en
esa oficina enmohecida o en su polvorienta vivienda.
Todos
los años quiero darle la oportunidad, tanto se le gusta como si no,
porque me da lástima.
Puede
que reniegue de la Navidad hasta que se muera, pero siempre tendrá
mejor opinión si ve que voy de buen humor, año tras años, para
decirle ¿cómo estás, tío Scrooge? Aunque sólo sirviera para que
se acordara de dejarlem cincuenta libras a ese pobre escribiente
suyo, ya habría merecido la pena; y pienso que ayer le conmoví.
Ahora
les tocaba reírse a los demás con la mención de haber conmovido a
Scrooge. Pero el sobrino tenía muy buen carácter, no le importaba
que se rieran -se iban a reír de cualquier modo- y les fomentó la
diversión pasando la botella alegremente.
Tras
el té, disfrutaron con un poco de música.
Era
una familia aficionada a la música, y puedo asegurar que sabían lo
que se traían entre manos cuando cantaban un solo, o a varias voces;
sobre todo Topper, que podia gruñir como un auténtico bajo sin que
se le hincharan las venas de la frente ni ponerse colorado.
La
sobrina de Scrooge tocaba bien el arpa y, entre otras piezas, tocó
una ligera tonada (insignificante, cualquiera podría aprender a
silbarla en dos minutos) que había sido muy familiar para la niña
que había recogido a Scrooge en el internado, como le había hecho
recordar el Fantasma de la Navidad del Pasado.
Al
sonar esa musiquilla, le volvieron a la mente todas las cosas que le
había mostrado el fantasma; se fue enterneciendo cada vez más, y
pienso que si años atrás hubiera escuchado esa música a menudo,
tal vez habría cultivado con sus propias manos las cosas buenas de
la vida para su propia felicidad, sin recurrir a la pala de
enterrador que sepultó a Jacob Marley.
No
se dedicaron a la música toda la velada. Después de un rato jugaron
a las prendas. Es buena cosa volverse niños algunas veces, y nunca
mejor que en Navidad, cuando se hizo Niño el Fundador todopoderoso.
¡Un momen-to! Anteriormente hubo un juego a la gallina ciega. Por
supuesto que lo hubo.
Y
yo no me creo que Topper estuviese realmente a ciegas ni que tuviera
ojos en las botas. Mi opinión es que todo lo habían tramado él y
el sobrino de Scrooge, y el Fantasma de la Navidad del Presente lo
sabía. Su manera de perseguir a aquella hermana rellenita, de la
toca de encaje, era un ultraje a la credulidad del género humano.
Daba topetazos a los hierros de la chimenea, derribaba sillas, se
estrellaba contra el piano, se asfixiaba entre los cortinajes, pero a
donde iba ella, él iba detrás.
Siempre
sabía dónde estaba la hermana rellenita.
No
quería agarrar a nadie más. Si alguien tropezaba contra él, como
algunos hicieron, y se quedaba quieto, fingía que fallaba al
procurar atraparle, de manera afrentosa para el humano entendimiento,
y acto seguido se deslizaba en dirección a la hermana rellenita.
Ella
gritó varias veces que era trampa, y con razón. Pero cuando al fin
la atrapó, cuando pese a los sedosos rozamientos y rápidas
ondulaciones de ella logró arrinconarla en una esquina sin
escapatoria, entonces su conducta fue de lo más execrable.
Simulaba
no saber que era ella; simulaba que era necesario tocar su peinado, y
para cerciorarse bien de su identidad tanteó una determinada sortija
en sus dedos y una determinada cadena en su cuello; ¡fue vil,
monstruoso!
Sin
duda ella le hizo saber su opinión cuando otro hacía de gallina
ciega y ellos estaban juntos, muy confidenciales, detrás de los
cortinajes.
La
sobrina de Scrooge no estaba jugando, sino sentada cómodamente en un
gran butacón, con los pies sobre un escabel, en un atopadizo rincón,
y el fantasma y Scrooge estaban detrás de ella. Pero se incorporó
al juego de prendas y obtuvo resultados admirables con todas las
letras del alfabeto.
También
lo hizo muy bien en el juego «Cómo, cuándo y dónde», y para
secreto regocijo del sobrino de Scrooge, sacó mucha ventaja a sus
hermanas, que también eran chicas sagaces, como Topper podría
confirmar. Allí habría unas veinte personas, jóvenes y vie-jos,
pero todos estaban jugando, y también jugaba Scrooge; olvidando por
completo los
motivos
por los que estaba allí y que los demás no podía oírle, algunas
veces daba las respuestas en voz alta y casi siempre acertaba, pues
la aguja más aguda, la mejor Whitechapel, y con el ojo bien abierto,
no superaba en agudeza a Scrooge, aunque él se empeñaba en ser
terco.
Al
fantasma le agradó mucho verle con aquella actitud y le miró con
tal benevolencia que Scrooge le suplicó como un niño que le
permitiera quedarse hasta que los invitados se despidieran. El
espíritu le dijo que no era posible.
«Van
a empezar otro juego», dijo Scrooge.
«¡Sólo
media hora, espíritu; sólo media!»
Era
el juego llamado del «Sí y no»; el sobrino de Scrooge tenía que
pensar en una cosa y los demás descubrir lo que era haciéndole
preguntas que únicamente podía responder con un «sí» o un «no».
Del
continuo bombardeo de preguntas a que fue sometido se deducía que
había pensado en un animal, un animal vivo, un animal bastante
desagradable, un animal salvaje, un animal que a veces rugía y
gruñía, y otras veces hablaba, y vivía en Londres, y andaba por la
caIle, y no se le exhibía al público, y nadie le llevaba atado, y
no vivía en un zoológico, y nunca le mataron en un mercado, y no
era un caballo, asno, vaca, toro, tigre, perro, cerdo, gato no oso.
Cada
nueva pregunta provocaba en el sobrino un ataque de risa tan
irrefrenable que le obligaba a levantarse del sofá y dar patadas al
suelo. Finalmente, la hermana rellenita, que había caído en un
ataque similar, exclamó:
«¡Ya
lo tengo! ¡Ya sé lo que es, Fred!
¡Ya
sé lo que es!» «¿Qué es?», gritó Fred.
«¡Es
tu tío Scro-o-o-o-oge!»
Así
era, ciertamente. Hubo un sentimiento general de admiración, aunque
algunos objetaron que la respuesta a «¿Es un oso?» debió haber
sido «Sí», puesto que la respuesta contraria era suficiente para
desviar el pensamiento del señor Scrooge, suponiendo que alguna vez
se les hubiera ocurrido pensar en él.
«Gracias
a él hemos tenido un buen rato», dijo Fred, «y sería ingratitud
no beber a su salud. Aquí tenemos preparadas copas de vino caliente
y brindo por tío Scrooge».
«¡Bueno!
¡Por tío Scrooge!», repitieron todos.
«¡Feliz
Navidad y próspero Año Nuevo para el viejo, sea lo que sea!», dijo
el sobrino. «El no me lo aceptaría, pero da lo mismo. ¡Por tío
Scrooge!
Tío
Scrooge se había ido poniendo imperceptiblemente tan contento y
animado que habría correspondido bebiendo a la salud de la
inconsciente reunión, y les habría dado las gracias con palabras
inaudibles si el fantasma le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena
se esfumó con el hálito de las últimas palabras del sobrino, y él
y el espíritu emprendieron nuevos viajes.
Vieron
mucho, fueron muy lejos, visitaron muchos hogares, pero siempre con
un desenlace feliz. El espíritu permaneció junto al le-cho de los
enfermos y ellos se animaban; junto a los que estaban en tierra
extraña y se sentían más cerca de la patria; junto a los hombres
que luchaban, y les daba paciencia para alcanzar su mayor aspiración;
junto a la pobreza y la convertía en riqueza. En hospicios,
hospitales, cárceles, en todos los refugios de la miseria donde la
pequeña y vana autoridad del hombre no había hecho cerrar las
puertas para dejar al espíritu fuera, les dejó su bendición y a
Scrooge el ejemplo.
Era
una noche muy larga, si es que era solamente una noche, cosa que
Scrooge dudaba puesto que las fiestas navideñas parecían haberse
condensado en el período de tiempo que pasaron juntos.
También
era extraño que mientras la forma externa de Scrooge no se había
alterado, el fantasma había envejecido, había envejecido a ojos
vista. Scrooge observó el cambio pero no habló de ello hasta que
salieron de un festejo infantil de víspera de Reyes y al mirar al
espíritu cuando salieron al exterior observó que se le había
encanecido el cabello. «¿Es tan breve la vida de los espíritus?»,
preguntó.
«Mi
vida en este globo es muy corta», respondió el fantasma. «Se
termina esta noche».
«¡Esta
noche!», exclamó Scrooge.
«A
medianoche. ¡Escucha! Se acerca la hora».
En
aquel momento las campanas del reloj daban las doce menos cuarto.
«Perdóname
si me equivoco», dijo Scrooge mirando con inquietud el manto del
espíritu, «pero estoy viendo algo raro que te asoma por el ropaje.
¡Es un pie o una garra!» «Por la carne que tiene encima, podría
ser una garra», fue la respuesta, cargada de tristeza, del espíritu.
«Mira esto».
De
los pliegues del manto salieron dos niños; unos niños harapientos,
abyectos, temibles, espantosos, miserables. Se arrodillaron a sus
plantas y se colgaron del manto.
«¡Hombre!
¡Mira esto! ¡Mira, mira bien!», exclamó el fantasma. Eran un niño
y una niña. Amarillos, flacos, mugrientos, malencarados, lobunos,
pero también prosternados en su humildad. Donde la gracia de la
juventud debió haberles perfilado los rasgos y retocado con sus más
frescas tintas, una mano marchita y seca, como la de la vejez, les
había atormentado, retorcido y hecho trizas. Donde podrían haberse
entronizadom los ángeles, acechaban los demonios echando fuego por
sus ojos amenazadores.
Monstruos
tan horribles y temibles como aquellos no se han dado en ningún
cambio, degradación o perversión de la humanidad a lo largo de toda
la historia de la maravillosa Creación.
Aterrado,
Scrooge se echó atrás. Intentó decir que eran unos niños
agradables, pero su lengua se negó a pronunciar una mentira de tal
magnitud.
«¿Son
tuyos, espíritu?», fue todo lo que pudo decir.
«Son
del hombre», dijo el espíritu mirándolos.
«Y
se agarran a mí apelando contra sus progenitores. Este chico es la
Ignorancia. Esta chica es la Necesidad. Guárdate de los dos y de
todos los de su género, pero guárdate sobre todo de este chico
porque en la frente lleva escrita la Condenación, a menos que se
borre lo que lleva escrito. ¡Niégalo!», exclamó el espíritu
señalando con la mano hacia la ciudad. «¡Difama a quienes te lo
dicen! Admítelo para tus propósitos tendenciosos y empeóralo
todavía más. ¡Y aguarda el final!» «¿No tienen refugio ni
salvación?», gimió Scrooge.
«¿No
están las cárceles?», dijo el espíritu devolviéndole por última
vez sus propias palabras.
«¿No
hay casas de misericordia?»
La
campana dio las doce.
Scrooge
miró a su alrededor y ya no vio al fantasma. Al cesar la vibración
de la última campanada recordó la predicción del viejo Jacob
Marley y, elevando la mirada, vio cómo se acercaba hacia él un
fantasma solemne, envuelto en ropas y encapuchado, deslizándose como
la niebla sobre el suelo.
CUARTA
ESTROFA
EL
ULTIMO DE LOS ESPIRITUS
El
fantasma se aproximó despacio, solemne y silenciosamente. Cuando
estuvo cerca, Scrooge cayó de rodillas porque hasta el mismo aire en
que el espíritu se movía parecía emanar desolación y misterio.
Iba
envuelto en un ropaje de profunda negrura que le ocultaba la cabeza,
el rostro, las formas, y sólo dejaba a la vista una mano extendida,
de no ser por ella, habría sido difícil vislumbrar su figura en la
noche y diferenciarle de la oscuridad que le rodeaba.
Scrooge
notó que era alto y majestuoso y que su presencia misteriosa le
llenaba de grave temor. Nada más podía discernir pues el espíritu
ni hablaba ni se movía.
«¿Me
hallo en presencia del Fantasma de la Navidad del Futuro?» dijo.
El
espíritu no respondió, pero señaló hacia delante con la mano.
«Has
venido para mostrarme las imágenes de cosas que no han sucedido pero
sucederán más adelante», prosiguió Scrooge. «¿Es así,
espíritu?»
Los
pliegues de la parte superior del ropaje se contrajeron por un
instante, como si el espíritu hubiera inclinado la cabeza. Esa fue
la única respuesta.
Aunque
por entonces ya estaba muy habituado a la compañía espectral,
Scrooge tenía tanto miedo a la silenciosa figura que sus piernas le
temblaban y se dio cuenta de que apenas lograba mantenerse en pie
cuando se dispuso a seguirle. El espíritu hizo una pausa, como si
hubiera observado su condición y le concediera tiempo para
recuperarse.
Para
Scrooge fue peor. Un vago horror le hizo estremecerse al saber que
unos ojos fantasmales estaban fijamente clavados en él mientras sus
propios ojos, forzados all máximo, no podían ver más que una mano
espectral y un bulto negro.
«¡Fantasma
del Futuro!», exclamó, «te tengo más miedo a ti que a cualquiera
de los espectros que he visto. Pero sé que tu intención es hacerme
el bien y como tengo la esperanza de vivir para convertirme en una
persona muy distinta de la que fui, estoy dispuesto para soportar tu
compañía y hacerlo con el corazón agradecido. ¿No vas a
hablarme?»
No
hubo contestación. La mano señalaba hacia delante.
«¡Dirígeme!
», dijo Scrooge. «¡Dirígeme!
Cae
la noche y yo sé que el tiempo apremia.
¡Condúceme,
espíritu! »
El
fantasma se movió igual que se le había acercado. Scrooge le siguió
a la sombra de su ropaje, que le sostenía -pensó- y le llevaba en
volandas.
Casi
no parecía que hubiesen entrado en la city, sino que la city parecía
haber brotado por su cuenta para circundarles. Y allí estaban, en el
mismo corazón de la city, en la Bolsa, entre los hombres de negocios
que se apresuraban de aquí para allá, hacían tintinear las monedas
en sus bolsillos, conversaban en grupos, miraban sus relojes,
jugueteaban con sus grandes sellos de oro, tal como Scrooge les había
visto hacer con mucha frecuencia.
El
espíritu se detuvo al lado de un grupito de negociantes. Al observar
que les estaba señalando con la mano, Scrooge avanzó para oír su
conversación.
«No»,
decía un hombre muy gordo con una papada monstruosa, «no estoy muy
enterado.
Lo
único que sé es que está muerto».
«¿Cuándo
murió?», preguntó otro.
«Anoche,
creo. »
«¿De
qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un tercero mientras sacaba una
gran cantidad de rapé de una caja enorme. «Pensé que no se iba a
morir nunca. » «Sabe Dios», dijo el primero dando un bostezo.
«¿Qué
ha hecho con el dinero? » preguntó un caballero de rostro
enrojecido y con una penduleante excrecencia en la punta de la nariz
que temblequeaba como el moco de un pavo.
«No
he oído nadas dijo el hombre de la gran papada bostezando de nuevo.
«Tal vez lo ha dejado a su Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es
todo lo que sé».
Esta
gracia fue recibida con una carcajada general.
«Seguramente
tendrá un funeral muy barato», dijo el mismo, «porque os aseguro
que no conozco a nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos una
partida de voluntaríos? »
«No
me importa ir si va a haber un almuerzo», observó el caballero de
la excrecencia en la nariz. «Pero si voy, hay que darme de comer.
»Más
carcajadas.
«Bueno,
después de todo, yo soy el más desinteresado», dijo el primer
interlocutor, «pues nunca llevo guantes negros y nunca almuerzo.
Pero yo me ofrezco a ir si va alguien más. Cuando me pongo a
pensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo su amigo más íntimo
pues solíamos detenernos a charlas cuando nos encontrábamos.
¡Adiós! »
Todos
se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge los conocía
y miró al espíritu pidiendo una explicación. El fantasma se
deslizó hasta una calle. Señaló con los dedos a dos personas que
se encontraban.
Scrooge
volvió a prestar atención pensando que allí podría estar la
explicación.
También
conocía a esos dos hombres perfectamente.
Eran
hombres de negocios muy ricos e importantes. Siempre había
considerado esencial que le tuvieran en su estima desde un punto de
vista mercantil, claro está, exclusivamente desde el punto de vista
de los negocios.
«¿Cómo
está Vd.?», dijo uno.
«¿Qué
tal está Vd.?» respondió el otro.
«¡Bien!»
dijo el primero. «Por fin le ha llegado la hora al viejo diablo,
¿eh?»
«Eso
me han dicho», contestó el segundo.
«Hace
frío ¿verdad?»
«Normal
para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a patinar?»
«No,
no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.»
Ni
otra palabra más. Ese fue el encuentro, la conversación y la
despedida. Al principio Scrooge estaba más bien sorprendido de que
el espíritu concediera importancia a conversaciones tan triviales,
en apariencia.
Pero
tenía la seguridad de que en ellas se ocultaba algún propósito y
se puso a considerar cuál sería.
Difícilmente
podrían tener alguna relación con la muerte de Jacob, su antiguo
socio, pues se había producido en el pasado y el campo de acción de
este fantasma era el futuro. Tampoco lograba relacionarlas con
alguien muy vinculado a él mismo.
Pero
no le cabía duda de que, quienquiera que fuese el objeto de las
conversaciones, éstas contenían una moraleja para su provecho; por
eso resolvió atesorar cada palabra que escuchase y cada cosa que
viese, y muy especialmente su propia imagen cuando apareciese. Tenía
la esperanza de que encontraría en su conducta del futuro la clave
que le faltaba para resolver fácilmente los acertijos.
Miró
a su alrededor buscando su propia imagen pero en su esquina habitual
estaba otro hombre, y aunque el reloj señalaba la hora en que él
solía estar allí, no vio rastro de su persona entre las multitudes
que cruzaban el porche. Sin embargo, no se sorprendió demasiado pues
había tomado la resolución de cambiar de vida y pensaba y deseaba
que esa resolución ya se empezaba a llevar a la práctica.
A
su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fantasma con la mano
extendida. Cuando cesó la pensativa búsqueda, Scrooge creyó
adivinar, por el giro de la mano y su posición en relación a él,
que los ojos invisibles le estaban mirando inquisitavamente. Esto le
hizo estremecerse y notar intenso frío.
Salieron
del ajetreado escenario para llega a una tenebrosa zona de la ciudad,
donde nunca antes había penetrado Scrooge, aunque reconoció la
localización y su mala reputación.
Los
caminos eran tortuosos y angostos, la tiendas y las caws miserables,
la gente medio desnuda, borracha, desaseada, repugnante.
Callejones
y arcadas, como otros tantos pozos negros, vertían sus ofensivos
olores, suciedad y vida sobre las calles despa-rramadas, y el barrio
entero apestaba a crimen, a inmundicia y a miseria.
Muy
en el interior de este antro de citas infames había un tenducho que
sobresalía bajo el tejado de un cobertizo y allí se compraba metal,
trapos viejos, botellas, huesos y grasientos despojos de carne. En el
suelo del interior se apilaban llaves herrumbrosas, clavos, cadenas,
bisagras, limas, básculas, pesos y chatarra de toda clase.
En
aquellas montañas de trapos inmundos, montones de grasa putrefacta y
sepulcros de huesos, se mantenían y ocultaban secretos que pocas
personas habrían querido desvelar. Un bribón canoso, de unos
setenta años, estaba sentado en medio de sus mercaderías junto a
una estufa de carbón hecha de ladrillos viejos, se protegía del
aire frío del exterior con una miscelánea de guiñapos sucios
colgados de una cuerda a modo de cortina, y estaba fumando su pipa
con todo el bienestar de un tranquilo retiro.
Scrooge
y el fantasma llegaron junto al hombre en el momento en que se
introducía subrepticiamente en la tienda una mujer con un pesado
fardo. Apenas acababa de entrar cuando otra mujer, igualmente
cargada, también se metió. Un hombre, vestido de negro descolorido,
las siguió muy pronto y, al verlas; se sobresaltó tanto como ellas
se habían sobresaltado al reconocerse.
Tras
una corta pausa de turbada consternación, en la cual se había
acercado a ellos el viejo de la pipa, los tres estallaron en una
carcajada.
«¡Qué
sea la asistenta la primera!» exclamó la que había entrado en
primer lugar. «La segunda, la lavandera, y el empleado de la
funeraria el tercero. ¡Viejo Joe, mira que es casualidad
encontrarnos aquí los tres sin querer!»
«No
hay mejor sitio para que os reunáis», dijo el viejo Joe sacando la
pipa de la boca.
«Vamos
al salón. Tú hace ya mucho tiempo que entras, ya lo sabes; y las
otras dos no son extrañas. Esperad a que cierre la puerta de la
tienda. ¡Ah, cómo rechina! Creo que en este sitio no hay un metal
más herrumbroso que esas bisagras; y estoy seguro de que no hay aquí
huesos más viejos que los mios. ¿Ja, ja! Todos llevamos muy bien el
oficio, nos entendemos bien. Vamos a la sala. Pasad a la sala.»
La
sala consistía en el espacio que quedaba tras la cortina de trapos.
El viejo atizó el fuego con una vieja varilla de alfombra de
escalera, despabiló la humeante lámpara (ya era de noche) con la
boquilla de su pipa y la volvió a meter en la boca. Mientras lo
hacía, la mujer que había hablado antes arrojó su fardo al suelo y
se sentó en un taburete con ostensible complacencia cruzando los
codos en sus rodillas y mirando con abierto desafio a los otros dos.
«¿Qué
pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber», dijo la mujer. «Todo el
mundo tiene derecho a cuidar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!»
«¡Esa es una gran verdad!» dijo la lavandera.
«El
más que nadie.»
«Bueno,
pues entonces no se quede ahí mirando como si tuviera miedo, mujer;
¿quién es el más precavido? Supongo que no vamos a andamos con
miramientos.»
«¡Claro
que no!», dijeron a la vez la señora Dilber y el hombre. «Esperemos
que no.» «Entonces, ¡muy bien!», exclamó la mujer.
«Ya
bastó. ¿A quién se perjudica con estas cuatro cosas? Supongo que
al muerto no.» «Claro que no», dijo la señora Dilber riendo.
«Si
quería quedarse con las cosas después de muerto, el viejo malvado y
tacaño», prosiguió la mujer, «por qué no fue una persona normal
y corriente en vida? Si lo hubiera sido, alguien se habría ocupado
de él cuando estaba tocado de muerte en vez de estar ahí tirado,
solo, dando las últimas boqueadas. »
«Esa
es la mayor verdad que se haya dicho nunca», dijo la señora Dilber.
«Fue un castigo de Dios.» «Lástima qué no haya sido un castigo
un poco más abundante», replicó la mujer, «y os aseguro que lo
hubiera sido si yo hubiera podido echar el guante a otras cosas. Abra
el fardo, viejo Joe, y dígame cuánto vale. Hable claro. No me
importa ser la primera ni que éstos lo vean. Antes de encontrarnos
aquí ya sabíamos de sobra que nos estábamos socorriendo a nosotros
mismos, creo yo. No es ningún pecado. Abra el fardo, Joe».
Pero
la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir y el hombre de negro
desteñido abrió la brecha el primero y exhibió su botín. No era
muy copioso. Un par de sellos, una caja de lapiceros, unos gemelos de
camisa y un alfiler de corbata sin gran valor.
Eso
era todo. El viejo Joe examinó y valoró los objetos cuidadosamente
y fue anotando con tiza en la pared las cantidades que estaba
dispuesto a dar por cada uno; cuando vio que no había más, hizo la
suma total.
«Esta
es la cuenta», dijo Joe, «y no doy un céntimo más aunque me
aspen. ¿Quién es el siguiente?»
La
siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas pocas
prendas de vestir, dos viejas cucharillas de plata, un par de pinzas
para el azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta quedó expresada en
la pared igual que la anterior.
«Siempre
pago demasiado a las señoras. Es una debilidad que tengo y así es
como me arruino», dijo el viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me
discute por un penique más, me arrepentiré de ser tan generoso y
rebajo media corona.»
«Y
ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mujer.
Joe
se puso de rodillas para abrirlo con más comodidad, y tras deshacer
muchísimos nudos, arrastró un rollo grande y pesado de una cosa
oscura.
«¿Qué
diréis que es ésto? », dijoJoe. «¡Cortinas de cama!» ¡«Ay!»,
exclamó la mujer riendo y echándose hacia delante sobre sus brazos
cruzados.
«¡Cortinajes
de cama!» «No me irá a decir que las descolgó con anillas y todo
mientras él estaba allí acostado» dijo Joe.
«Sí,
lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no iba a hacerlo?» «Usted
ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe, «y seguro que la hará. »
«Lo
que sí es seguro, Joe, es que cuando alargo la mano a algo no lo voy
a soltar por un hombre como era él, le doy mi palabra, respondió la
mujer fríamente. «¡Cuidado!, que no se caiga el aceite en las
mantas.»
«¿Eran
de él?» preguntó Joe.
«¿De
quién piensa usted, si no?» replicó la mujer.
«Me
atrevo a decir que no va a coger frío sin ellas.»
«Supongo
que no habrá muerto de algo contagioso, ¿verdad?», dijo el viejo
Joe interrumpiendo el trabajo y mirando interrogativamente.
«No
tema», respondió la mujer. «Yo no le tenía tanto apego como pata
andar merodeando a su alrededor para quedarme con esas cosas si lo de
él hubiera sido contagioso.
¡Ah!
, puede sacarse los ojos mirando la camisa que no encontra.rá ni un
agujero ni un hilo gastado. Es la mejor que él tenía y además es
muy buena. De no ser por mi, la habrían desperdiciado». «¿A qué
llama desperdiciar?» preguntó el viejo Joe.
«A
ponérsela para enterrarlo, claro está», replicó la mujer con una
risotada. «Alguien fue tonto como para hacerlo, pero yo se la volví
a quitar. Si el percal no sirve para éso, no sirve para nada y al
cadaver le sienta igual de bien; no podía estar más feo que con
laotra».
Scrooge
escuchaba este diálogo horrorizado.
Se
habían sentado agrupados en torno al botín a la escasa luz de la
lámpara del viejo, y Scrooge les contemplaba con un aborrecimiento y
una repugnancia tales que no habrían sido mayores aunque hubiera
tratado de demonios obscenos comerciando con el mismísimo cadaver.
«Ja,
ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de
franela con dinero y distribuyó en el suelo las diversas ganancias
de cada uno.
«¡Así
se acaba, ya ven! El espantaba a todos cuando estaba vivo para que
nos aprovechásemos nosotros cuando estuviera muerto. ¡Ja, ja, ja!»
«¡Espíritu!», dijo Scrooge temblando de pies a cabeza. «Ya lo
veo, ya me doy cuenta.
El
caso de este desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vida lleva
ese camino hasta ahora.
¡Cielo
santo! ¡¿Qué es eso?!»
Retrocedió
aterrado pues la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama,
una cama desnuda, sin cortinas, y en ella, bajo una sábana andrajosa
yacía algo tapado que, aunque mudo, se anunciaba con espantoso
lenguaje.
La
habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para ver con detalle
aunque Scrooge, obediciendo a un impulso secreto, miraba ansioso de
saber qué clase de habitación era.
Del
exterior venía una pálida luz que caía directamente sobre el
lecho, y en éste yacía el cadaver de aquel hombre, despojado,
desposeído, sin que le velaran, sin que le lloraran, sin que le
atendieran.
Scrooge
echó una ojeada al fantasma. Su mano invariable apuntaba a la
cabeza. La cobertura estaba colocada con tal descuido que la más
ligera elevación, el movimiento de un dedo de Scrooge, habría
bastado para dejar el rostro al descubierto.
El
lo pensó, sabía cuán fácil sería y estaba deseando hacerlo, pero
para retirar el velo no tenía más capacidad que para alejar al
espectro de su lado.
¡Oh
muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tu altar y vístelo
con esos pavores que sólo a ti obedecen porque este es tu reino!
Pero
en tus terribles propósitos no podrás volver odioso un solo rasgo
ni tocar un solo cabello de los rostros amados, honrados y
reverenciados. Y no es porque la mano sea pesada y se desplome al
soltarla, ni porque se hayan parado los pulsos y el corazón, sino
porque ERA una mano abierta, generosa; fiel; porque era un corazón
valiente, cálido y tierno; porque el pulso era un pulso de un hombre
de verdad. ¡Golpea, sombra, golpea y verás cómo manan de la herida
sus buenas obras para sembrar en el mundo vida inmortal!
Ninguna
voz pronunció esas palabras al oído de Scrooge y sin embargo las
escuchó cuando estaba mirando el lecho. Si este hombre se pudiera
levantar ahora, pensó, ¿cuáles serían sus sentimientos? ¿La
avaricia, el trato despiadado, la intención de acaparar?
¡A
buen fin le habían llevado, en verdad!
Allí
yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sin un hombre, mujer o
niño que le dijera que había sido atento con él en esto o aquello,
y que en memoria de una palabra amable sería amable con él.
Un
gato arañaba la puerta y se escuchaba un sonido de ratas royendo
bajo la chimenea. Scrooge no se atrevió a pensar qué buscaban en la
habitación del muerto ni por qué estaban tan agitados a
impacientes.
«¡Espíritu»,
dijo él, «este lugar es horrible.
Después
de salir de aquí no olvidaré la lección, creéme. ¡Vámonos!»
Pero
el fantasma siguió apuntando con un dedo inmovil a la cabeza.
«Te
comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría si fuera capaz. Pero no
tengo fuerzas, espíritu, no tengo valor.»
Otra
vez pareció que le miraba. «Si hay en la ciudad alguna persona que
sienta emoción por la muerte de este hombre», dijo Scrooge dolido,
«muéstramela, espíritu, te lo suplico.»
El
fantasma desplegó su oscuro manto durante unos instantes, como si
fuera un ala, y al recogerlo dejó ver una estancia iluminada por la
luz del día, donde estaba una madre con sus hijos.
Ella
esperaba a alguien con ansiedad, pues iba de un lado a otro de la
habitación, se asomaba a la ventana, miraba el reloj, intentaba -en
vano- hacer labor con la aguja y apenas podía soportar las voces de
los niños que jugaban.
Al
fin, se escuchó la llamada tanto tiempo esperada. Ella se precipitó
a abrir la puerta para recibir a su marido, un hombre cuyo rostro
reflejaba preocupación y tristeza, aunqueera joven.
Ahora
tenía una expresión extraña, una especie de intenso regocijo que
le hacía sentirse avergonzado y que procuraba reprimir. Se sentó a
cenar lo que ella había reservado cuidadosamente para él junto al
fuego y, tras un largo silencio, ella le preguntó tímidamente qué
noticias había; él pareció incómodo al buscar una respuesta.
«¿Son
buenas o malas?», dijo ella para ayudarle.
«Malas»,
respondió él.
«No,
Caroline. Todavía hay esperanza.»
«¡Sólo
la hay si él se conmueve!», dijo ella espantada. «Si ha ocurrido
tal milagro aún nos queda una esperanza.»
«Ha
hecho algo más que conmoverse», dijo el marido.
«Se
ha muerto.»
Si
la cara es el espejo del alma, ella era criatura dulce y apacible
pero al oírlo se sintió agradecida en lo más profundo de su
corazón y así lo expresó con las manos entrelazadas.
Al
instante, pidió perdón y lo lamentó, pero el primero fue el
sentimiento que le salió del alma.
«Resultó
bastante cierto lo que me dijo aquella mujer medio borracha, que te
conté anoche, cuando intenté verle para conseguir un aplazamiento
de una semana; yo pensé que era una excusa para no recibirme, pero
entonces él no sólo estaba muy enfermo sino que se estaba
muriendo.»
'
«¿A quién se traspasará nuestra deuda?»
«No
sé, pero antes de que eso ocurra ya tendremos el dinero, y aunque no
lo tuviéramos sería muy mala suerte dar con un acreedor tan
implacable. ¡Esta noche podremos dormir sin congoja, Caroline!»
Sí.
Se les había quitado un peso de encima.
A
los niños, enmudecidos y apiñados alrededor para oír algo que
apenas comprendían, se les había iluminado la cara, y el hogar era
más feliz gracias a la muerte de aquel hombre.
La
única emoción que el fantasma pudo mostrar a Scrooge fue una
emoción plancetera.
«Permíteme
ver algo de cariño por un muerto», dijo Scrooge, «o jamás podré
librarme, espíritu, de la siniestra cámara que acabamos de dejar.»
El
fantasma le llevó por varias calles que ya conocía y mientras
avanzaban Scrooge miraba de un lado a otro buscándose, pero no se le
veía.
Entraron
en la casa del pobre Bob Cratchit, el hogar que había visitado
anteriormente, y encontraron a la madre y a los hijos sentados cerca
del fuego.
Silenciosos.
Muy silenciosos. Los ruidosos pequeños Cratchit estaban quietos como
estatuas en un rincón, sentandos mirando a Peter que tenía un
libro. La madre y las hijas estaban ocupadas en la costura, pero muy
en silencio.
«Y
él puso a un niño en medio de ellos».
Dónde
había escuchado Scrooge aquellas palabras? No las había soñado.
Tal vez las había leído el muchacho en voz alta cuando él y el
espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué no prosiguió?
La
madre dejó la labor sobre la mesa y se llevó la mano al rostro.
«Me
duelen los ojos de colorear», dijo.
¿De
colorear? ¡Ay, pobre Tiny Tim!
«Ahora
ya están mejor», dijo la esposa de Cratchit.
«Me
lloran con la luz de la vela y no quiero, por nada del mundo, que
vuestro pa-dre los vea así cuando vuelva a casa. Ya debe ser casi la
hora».
«Más
bien pasa», respondió Peter cerrando el libro. «Pero creo que
estas últimas tardes viene andando más despacio que de costumbre,
madre.»
Se
quedaron otra vez muy silenciosos. Finalmente,
con
una voz firme, animada, que sólo se quebró una vez, ella dijo:
«Le
recuerdo andando con... le recuerdo andando con Tiny Tim en sus
hombros muy deprisa.»
«Y
yo también», exclamó Peter. «Con frecuencia.»
«¡Y
yo también!» dijo otro. Todos se acordaban.
«Pero
él pesaba tan poco», prosiguió ella, atenta a la labor, «y su
padre le amaba tanto que no era una molestia, ninguna molestia.
¡Y
ahí esta vuestro padre en la puerta!»
Se
precipitó a su encuentro y el pobre Bob, con su bufanda de lana -la
necesitaba el buen hombre- entró en la casa. Ya tenía el té
preparado en la chapa de la cocina y todos pro-curaron anticiparse a
los demás para servirle.
Después,
los dos jóvenes Cratchit se sentaron en sus rodillas y apoyaron en
su rostro una pequeña mejilla como diciendo: «No te preocupes,
padre. No estés triste.»
Bob
estuvo muy animado con ellos y muy agradable con toda la familia.
Contempló la labor que estaba sobre la mesa y alabó la habilidad y
rapidez de la señora Cratchit y las chicas. Quedaría terminada
mucho antes del domingo, les dijo.
«¡Domingo!
Entonces, ¿fuiste hoy, Robert?», dijo su esposa.
«Sí,
queridab, respondió Bob. «Me habría gustado que hubieras podido
ir. Te habría tranquilizado ver lo verde que es ese sitio.
Pero
ya lo verás con frecuencia. Le prometí que iría andando un
domingo. ¡Mi hijito, mi niño pequeño!», lloró Bob. «¡Mi
niñito!»
Se
desmoronó de una vez. No podía evitarlo.
Tal
vez hubiera podido si él y su hijo no hubiesen estado unidos tan
estrechamente.
Salió
de la habitación y subió al cuarto de arriba, que estaba
alegremente iluminado y decorado con adornos navideños. Cerca del
niño, había una silla y se notaba que alguien había estado allí
poco antes. El pobre Bob se sentó, y después de meditar un momento
se recuperó y besó aquella carita. Se sintió resignado con lo
sucedido y volvió a bajar bastante animado.
Se
agruparon junto al fuego y charlaron; las chicas y la madre
continuaron trabajando.
Bob
les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor
Scrooge, al que apenas había visto una sola vez y sin embargo, al
encontrárselo aquel día en la calle, se había dado cuenta de que
Bob parecía un poco -«sólo un poco apagado, ¿verdad?»- y le
preguntó qué le sucedía. «Se lo contés, dijo Bob, «porque es el
caballero más amable que os podáis imaginar. «Lo lamento de todo
corazón, señor Cratchit», dijo, «y lo lamento de todo corazón
por su buena esposa. Por cierto, no se cómo podía saberlo.»
«¿Saber
qué, cariño?»
«Pues
eso, que tú eras una buena esposas, respondió Bob. «¡Todo el
mundo lo sabe!», dijo Peter.
«¡Muy
bien dicho, hijo mio! » exclamó Bob.
-Eso
espero-. «Lo lamento de todo corazón»
-dijo
él-, «por su buena esposa. Si de algo les puedo servir» -dijo él
dándome su tarjeta-, «ahí es donde vivo. Le ruego que venga a
verme, pero no se trata de lo que hubiera podido hacer por nosotros;
era consolador por la manera tan afable de decirlo.
Realmente
parecía como si hubiese conocido a nuestro Tiny Tim y sintiera
nuestro dolor. »
«Tengo
la seguridad de que es un alma bondadosa», dijo la señora Cratchit.
«Estarías más segura, querida, si le hubieras visto y hablado con
él. No me sorprendería, escucha bien lo que te digo, si él
consiguiera para Peter una colocación mejor. »
«¿Has
oído, Peter?», dijo la señora Cratchit.
«Y
entonces», dijo una de las chicas, «Peter se asociará con otro y
se establecerá por su cuenta. »
«¡Cállate
ya! », replicó Peter gesticulando. «Es probable que ocurra un día
de éstos», dijo Bob, «aunque para eso hay tiempo de sobra. Pero
aunque nos separemos unos de otros, sea cuando sea, estoy seguro de
que ninguno se olvidará de Tiny Tim, ¿verdad?, la primera
separación de uno de nosostros».
«¡Jamás,
padre! », exclamaron todos. «Y ahora yo sé, queridos míos», dijo
Bob, «yo sé que cuando recordemos lo paciente y tranquilo que era,
aunque era muy pequeño, un niño chiquitín, no reñiremos por
naderías, olvidándonos así del pobre Tiny Tim».
«¡No,
jamás, padre! », dijo el pobre Bob. «¡Estoy muy contento! »
La
Sra. Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos jóvenes
Cratchit le besaron, y Peter y él se estrecharon las manos.
¡Espíritu de Tiny Tim, tu infantil esencia procedía de Dios!
«Espectro»,
dijo Scrooge, «presiento que ha llegado el momento de separarnos. No
se cómo, pero lo sé. Dime quién era el hómbre muerto que vimos».
El
Fantasma de la Navidad del Futuro, igual que en anterior ocasión, le
trasladó -aunque pensó que eran otros tiempos pues no pare-cía
existir un orden en las últimas visiones, si bien todas se
desarrollaban en el futuro- a los lugars frecuentados por los hombres
de negocios, pero a él no se le vela por ninguna parte.
Además,
el espíritu no se detenía sino que seguía directamente, como si se
encaminara a una meta ahora deseada, hasta que Scrooge le rogó que
se detuviera unos instantes.
«En
este patios, dijo Scrooge, «que estamos atravesando rápidamente es
donde tengo mi despacho y ahí he trabajado durante largo tiempo.
Estoy viendo la casa. Déjame contemplar cómo estaré en el futuro».
El
espíritu se detuvo pero la mano señalaba a otra parte.
«La
casa está por allá», exclamó Scrooge.
«¿Por
qué señalas a otro lado?»
El
dedo inexorable no cambió.
Scrooge
se precipitó hacia la ventana de su oficina y miró el interior.
Seguía siendo una oficina, pero no la suya. Los muebles no eran los
mismos y el personaje sentado no era él. El fantasma seguía
señalando la misma dirección.
Scrooge
se volvió a unir a él y, deseando saber por qué razón y a dónde
iban, le acompañó hasta una verja. Antes de entrar se detuvo un
momento para mirat a su alrededor.
Un
cementerio parroquial. Así pues, aquí yacía bajo tierra el
desdichado hombre cuyo nombre iba a conocer ahora. ¡El sitio merecía
la pena! Emparedado entre edificios, cubierto de yerbajos -vegetación
de la muerte, no de la vida-, demasiado atiborrado de enterramientos,
inflado de voracidad satisfecha. ¡Bonito lugar!
El
espíritu se detuvo entre las rumbas y señaló una. Scrooge avanzó
hacia ella temblando. El fantasma estaba exactamente igual que antes,
pero Scrooge tenía miedo de ver una nueva significación en su
solemne forma.
«Antes
de que siga acercándome a esa losa que señalass, dijo Scrooge,
«respóndeme a una pregunta.
¿Son
las imágenes de cosas que van a suceder o solamente imágenes de
cosas que podrían suceder? » Pero el fantasma señalaba, con el
dedo hacia abajo, la rumba que tenía delante.
«El
rumbo de la vida de un hombre presagia cierto final que se producirá
si el hombre persevera, dijo Scrooge. «Pero si se modifica el rumbo,
el final cambiará. ¡Dime que eso es lo que me estás enseñando!»
El
espíritu permaneció tan incomovible como siempre.
Tembloroso,
Scrooge se arrastró hacia él y, siguiendo la indicación del dedo,
leyó en la losa de la abandonada rumba su propio nombre, EBENEZER
SCROOGE.
«¿Soy
yo el hombre que yace en la cama?», gritó arrodillado.
El
dedo le señaló a él y otra vez a la tumba.
«¡No,
espíritu! ¡No, no, no!»
Allí
continuaba el dedo.
«¡Espíritu!',
gritó agarrándose con fuerza al manto, «¡escúchame! Ya no soy
como antes.
Gracias
a este encuentro ya no seré el mismo que antes. ¿Por qué me
muestras todo esto si ya no hay esperanza para mí»
Por
vez primera la mano pareció vacilar. « ¡Espíritu bueno! »,
continuó diciendo postrado en el suelo. «Tu benevolencia intercede
en mi favor y me compadece. ¡Dime que todavía puedo modificar las
imágenes que me has mostrado si cambio de vida! » La mano benéfica
temblaba.
«Haré
honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu
a lo largo de todo el año. Viviré en el Pasado, el Presente y el
Futuro; los espíritus de los tres me darán fuerza interior y no
olvidaré sus enseñanzas.
¡Ay!
¡Dime que podré borrar la inscripción de esta losa»
En
su agonía, se agarró a la mano espectral.
La
mano trató de soltarse pero Scrooge la retuvo con fuerza implorante.
El espíritu, aún con mayor fuerza, le rechazó.
Alzando
sus manos en una postrer súplica para cambiar su destino, Scrooge
vio una alteración en la capucha y túnica del fantasma, que se
encogió, se desmoronó y se convirtió en la columna de una cama.
QUINTA
ESTROFA
DESENLACE
FINAL
¡Sí!,
y la columna era suya, de su propia cama, y suya era la habitación.
¡Pero lo mejor de todo es que el tiempo que le quedaba por delante
era su propio tiempo y podía enmendarse!
Mientras
gateaba para salir de la cama, Scrooge repetía «Viviré en el
Pasado, el Presente y el Futuro. Los tres espíritus del tiempo me
ayudarán. ¡Oh, Jacob Marley! El Cielo y las Navidades sean loados!
¡Lo digo de rodillas,
viejo
Jacob, de rodillas! »
Estaba
tan alterado y tan acalorado con sus buenos propósitos que su
quebrada voz apenas le salía. Durante un conflicto con el espíritu
había sollozado violentamente y su rostro aún seguía humedecido
por las lágrimas.
«¡No
las han arrancado! », exclamó Scrooge acunando en los brazos una de
las coronas de su cama, «¡no las han arrancado con anillas y todo.
Están aquí; yo estoy aquí y se disiparán las sombras de las cosas
que podrían haber sucedido. Sí, se desvanecerán, lo sé!»
Todo
este tiempo tenía las manos ocupadas en hurgar sus ropas,
volviéndolas al revés, poniendo lo de arriba para abajo,
arrancándolas, poniéndoselas mal y haciendo con ellas toda clase de
extravagancias.
«¡No
sé qué hacer!., decía Scrooge llorando y riendo al mismo tiempo, y
haciendo con sus calzas una perfecta representación de Laoconte.
«Me
siento tan ligero como una pluma, tan feliz como un ángel, tan
conrento como un colegial. Estoy tan embriagado como un borracho.
¡Feliz
Navidad a todos, feliz Año Nuevo para el mundo entero! ¡Hola eh!
¡Yuupy!
¡Hola!»
Entró
en el salón brincando y allí se quedó de pie, completamente
enredado.
«¡Ahí
está el bol de las gachas!», exclamó empezando nuevamente a
brincar junto a la chimenea.
«¡La
puerta por dónde entró el fantasma de Jacob Marley! ¡La esquina
donde se sentó el fantasma de la Navidad del presente!
¡La
ventana dónde vi a los espíritus errantes! ¡Todo es verdad, todo
ha sucedido de verdad. Ja, ja, ja!»
Para
un hombre que llevaba sin practicar durante largos años, era
realmente una risa espléndida, una risa de lo más insigne. ¡La
madre de una larga, larga descendencia de radiantes carcajadas!
«¡No
sé en qué fecha estamos!», dijo. «No sé cuanto tiempo he estado
con los espíritus.
No
sé nada. Estoy como un niño. Qué más da. No me importa. Es mejor
ser como un niño. ¡Hola! ¡Yuppy! ¡Hola eh!»
Su
paroxismo fue moderado por los repiques de campanas de iglesia más
fragorosos que había escuchado en toda su vida. ¡Tilín, talán,
ding, dong, tilín, tolón! ¡Ah, glorioso, glorioso!
Corrió
a la ventana, la abrió y asomó la cabeza.
Ni
bruma, ni niebla; claro, despejado, alegre, estimulante, frío; frío
como el sonido de una gaita que invita a la sangre a bailar.
Sol
dorado, cielo azul, dulce aire fresco, alegres campanadas. ¡Ah,
glorioso, glorioso! «¿Qué día es hoy?», gritó Scrooge a un
chico que estaba abajo muy endomingado y que tal vez deambulaba por
allí para fisgarle.
«¿Qué?»,
respondió el chico con el mayor asombro.
«Qué
día es hoy, amiguito?», preguntó Scrooge.
«¡Hoy!»,
respondió el muchacho. «Bueno,
NAVIDAD.»
«¡Es
el día de Navidad!», dijo Scrooge
hablando
consigo mismo. «No me lo he perdido.
Los
espíritus lo hicieron todo en una sola noche.
Pueden
hacer lo que quieran. Naturalmente.
Claro
que pueden. ¡Hola, amiguito!»
«Hola»,
replicó el chico.
«¿Conoces
la pollería que está a dos calles, en la esquina?», inquirió
Scrooge.
«Desearía
haberla conocido», replicó el chaval.
«¡Qué
chico mas inteligente!», dijo Scrooge.
«¡Un
muchacho notable! ¿Sabes si han vendido el pavo caro que tenían
allí colgado?
No
digo el barato sino el pavo grande.» «¡Cuál?, ¿uno que es tan
grande como yo?», dijo el muchacho.
«¡Qué
encanto de chico!», dijo Scrooge.
«¡Da
gusto hablar con él. Sí, caballerete!»
«Allí
está colgado ahora», respondió el chico.
«¿De
veras?», dijo Scrooge. «Vete a comprarlo.»
«¡Amos
anda!», exclamó el muchacho.
«No,
no», dijo Scrooge, «hablo en serio.
Vete
y cómpralo y diles que lo traigan aquí, que yo les daré la
dirección a la que deben llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un
chelín.
¡Si
vuelves con él en menos de cinco minutos te daré media corona! »
El
chico salió disparado, como si hubiera tenido una mano firme
apretando un gatillo.
«¡Se
lo enviaré a la familia de Bob Cratchit!», musitó Scrooge,
frotándose las manos y desternillándose de risa. «No sabrá quién
se lo manda. Es de un tamaño doble que Tiny Tim.
¿Joe
Miller nunca gastó una broma tan graciosa!» No estaba firme la mano
con que escribió la dirección, pero la escribió como pudo y bajó
para abrir la puerta de la calle antes de que llegara el hombre de la
pollería. Cuando estaba esperando, la aldaba llamó su atención.
«¡La
amaré mientras viva!», exclamó dándole palmaditas. «Apenas me
había fijado en ella anteriormente. ¡Qué expresión tan honrada
tiene en el rostro! ¡Es una aldaba maravillosa! ¡Aquí está el
pavo! ¡Hola! ¡Yuupy! ¿Cómo está usted? ¡Felices fiestas!»
¡Aquello
era un pavo! Aquel ave no podría haberse sostenido sobre sus patas;
las habría reventado en un momento como si fuesen palillos de lacre.
«Oiga,
es imposible cargar con esto hasta Camdem Town», dijo Scrooge.
«Tendrá que ir en coche.»
La
risa ahogada con que dijo eso, y la risa ahogada con que pagó el
pavo, y la risa ahogada con que pagó el coche, y la risa ahogada con
que recompensó al muchacho, solamente fue superada por la risa
ahogada con que se sentó, sin aliento, otra vez en su bu-taca, y
continuó riéndose ahogadamente hasta que lloró.
Afeitarse
no era una tarea fácil porque su mano seguía muy temblorosa y para
afeitarse es necesario prestar atención, incluso aunque no se esté
bailando mientras uno se afeita.
Pero
aunque se hubiera cortado la punta de la nariz, se habría puesto un
esparadrapo y seguiría tan satisfecho.
Se
vistió, «con sus mejores galas» y, por fin, salió a la calle,
llena de gente a aquellas horas, tal como él había visto con el
Fantasma del Presente. Caminando con las manos a la espalda, Scrooge
miraba a todos con sonrisa embelesada.
Ofrecía
un aspecto tan entrañable que tres o cuatro personas simpáticas le
dijeron «¡Buenos días, señor! ¡Que tenga feliz Navidad!» Y
Scrooge solía decir después que esos habían sido los sonidos más
alegres que jamás había escuchado.
No
había llegado lejos cuando vio venir hacia él el caballero solemne
que, el día anterior, había entrado en su despacho diciendo:
«De
Scrooge y Marley, creo». El corazón le latió con violencia al
pensar cómo le miraría aquel viejo caballero cuando se cruzasen;
pero también sabía cuál era el paso a dar, y lo dio.
«Estimado
señor», dijo Scrooge acelerando el paso y asiendo al viejo
caballero por ambas manos. «¿Cómo está Ud.? Espero que haya
tenido éxito ayer. Fue muy amable por su parte.
¡Feliz
Navidad, señor!»
«¿El
señor Scrooge?»
«Sí»,
dijo Scrooge. «Ese es mi nombre y me temo que no le resulte grato.
Permítame pedirle perdón. Y tenga usted la bondad de...». Scrooge
le murmuró algo al oído.
«¡Dios
mío!», exclamó el caballero como si se le hubiera cortado la
respiración. «Mi estimado señor Scrooge, ¿lo dice en serio?» «Se
lo ruego», dijo Scrooge. «Ni un ochavo menos. Le aseguro que van
incluidos muchos atrasos. ¿Me hará Vd. este favor?»
«Mi
estimado señor», dijo el otro estrechándole las manos. «¡No sé
qué decir ante tal munifi...» «No diga nada, por favor, atajó
Scrooge.
«Venga
a verme. ¿Vendrá a visitarme?»
«¡Lo
haré!», exclamó el caballero, y estaba claro que esa era su
intención.
«Gracias»,
dijo Scrooge. «Muy agradecido.
Un
millón de gracias. ¡Adiós!»
Estuvo
en la iglesia, deambuló por las calles, contempló a la gente
apresurándose de un lado para otro, dio palmaditas en la cabeza de
los niños, se interesó por los mendigos, miró las cocinas de las
casas, abajo, y las ventanas de arriba, y descubrió que todo le
resultaba un placer. Nunca había imaginado que un paseo le pudiera
reportar tanta felicidad.
Por
la tarde, encaminó sus pasos hacia la casa de su sobrino.
Pasó
por delante de la puerta una docena de veces antes de acumular el
valor suficiente para subir y llamar. Peto tuvo el atranque y lo
hizo.
«¿Está
el señor en casa, guapa?», dijo Scrooge a la chica. «¡Guapa
chica, en verdad!»
El
fantasma se aproximó despacio, solemne y silenciosamente. Cuando
estuvo cerca, Scrooge cayó de rodillas porque hasta el mismo aire en
que el espíritu se movía parecía emanar desolación y misterio.
Iba
envuelto en un ropaje de profunda negrura que le ocultaba la cabeza,
el rostro, las formas, y sólo dejaba a la vista una mano extendida,
de no ser por ella, habría sido difícil vislumbrar su figura en la
noche y diferenciarle de la oscuridad que le rodeaba.
Scrooge
notó que era alto y majestuoso y que su presencia misteriosa le
llenaba de grave temor. Nada más podía discernir pues el espíritu
ni hablaba ni se movía.
«¿Me
hallo en presencia del Fantasma de la Navidad del Futuro?» dijo.
El
espíritu no respondió, pero señaló hacia delante con la mano.
«Has
venido para mostrarme las imágenes de cosas que no han sucedido pero
sucederán más adelante», prosiguió Scrooge. «¿Es así,
espíritu?»
Los
pliegues de la parte superior del ropaje se contrajeron por un
instante, como si el espíritu hubiera inclinado la cabeza. Esa fue
la única respuesta.
Aunque
por entonces ya estaba muy habituado a la compañía espectral,
Scrooge tenía tanto miedo a la silenciosa figura que sus piernas le
temblaban y se dio cuenta de que apenas lograba mantenerse en pie
cuando se dispuso a seguirle. El espíritu hizo una pausa, como si
hubiera observado su condición y le concediera tiempo para
recuperarse.
Para
Scrooge fue peor. Un vago horror le hizo estremecerse al saber que
unos ojos fantasmales estaban fijamente clavados en él mientras sus
propios ojos, forzados all máximo, no podían ver más que una mano
espectral y un bulto negro.
«¡Fantasma
del Futuro!», exclamó, «te tengo más miedo a ti que a cualquiera
de los espectros que he visto. Pero sé que tu intención es hacerme
el bien y como tengo la esperanza de vivir para convertirme en una
persona muy distinta de la que fui, estoy dispuesto para soportar tu
compañía y hacerlo con el corazón agradecido. ¿No vas a
hablarme?»
No
hubo contestación. La mano señalaba hacia delante.
«¡Dirígeme!
», dijo Scrooge. «¡Dirígeme!
Cae
la noche y yo sé que el tiempo apremia.
¡Condúceme,
espíritu! »
El
fantasma se movió igual que se le había acercado. Scrooge le siguió
a la sombra de su ropaje, que le sostenía -pensó- y le llevaba en
volandas.
Casi
no parecía que hubiesen entrado en la city, sino que la city parecía
haber brotado por su cuenta para circundarles. Y allí estaban, en el
mismo corazón de la city, en la Bolsa, entre los hombres de negocios
que se apresuraban de aquí para allá, hacían tintinear las monedas
en sus bolsillos, conversaban en grupos, miraban sus relojes,
jugueteaban con sus grandes sellos de oro, tal como Scrooge les había
visto hacer con mucha frecuencia.
El
espíritu se detuvo al lado de un grupito de negociantes. Al observar
que les estaba señalando con la mano, Scrooge avanzó para oír su
conversación.
«No»,
decía un hombre muy gordo con una papada monstruosa, «no estoy muy
enterado.
Lo
único que sé es que está muerto».
«¿Cuándo
murió?», preguntó otro.
«Anoche,
creo. »
«¿De
qué?, ¿que le pasaba?» «preguntó un tercero mientras sacaba una
gran cantidad de rapé de una caja enorme. «Pensé que no se iba a
morir nunca. » «Sabe Dios», dijo el primero dando un bostezo.
«¿Qué
ha hecho con el dinero? » preguntó un caballero de rostro
enrojecido y con una penduleante excrecencia en la punta de la nariz
que temblequeaba como el moco de un pavo.
«No
he oído nadas dijo el hombre de la gran papada bostezando de nuevo.
«Tal vez lo ha dejado a su Compañía. A mí no me lo ha dejado. Es
todo lo que sé».
Esta
gracia fue recibida con una carcajada general.
«Seguramente
tendrá un funeral muy barato», dijo el mismo, «porque os aseguro
que no conozco a nadie que vaya a ir. ¿Y si organizásemos una
partida de voluntaríos? »
«No
me importa ir si va a haber un almuerzo», observó el caballero de
la excrecencia en la nariz. «Pero si voy, hay que darme de comer.
»Más
carcajadas.
«Bueno,
después de todo, yo soy el más desinteresado», dijo el primer
interlocutor, «pues nunca llevo guantes negros y nunca almuerzo.
Pero yo me ofrezco a ir si va alguien más. Cuando me pongo a
pensarlo, no estoy seguro de que no fuese yo su amigo más íntimo
pues solíamos detenernos a charlas cuando nos encontrábamos.
¡Adiós! »
Todos
se dispersaron y se mezclaron con otros grupos. Scrooge los conocía
y miró al espíritu pidiendo una explicación. El fantasma se
deslizó hasta una calle. Señaló con los dedos a dos personas que
se encontraban.
Scrooge
volvió a prestar atención pensando que allí podría estar la
explicación.
También
conocía a esos dos hombres perfectamente.
Eran
hombres de negocios muy ricos e importantes. Siempre había
considerado esencial que le tuvieran en su estima desde un punto de
vista mercantil, claro está, exclusivamente desde el punto de vista
de los negocios.
«¿Cómo
está Vd.?», dijo uno.
«¿Qué
tal está Vd.?» respondió el otro.
«¡Bien!»
dijo el primero. «Por fin le ha llegado la hora al viejo diablo,
¿eh?»
«Eso
me han dicho», contestó el segundo.
«Hace
frío ¿verdad?»
«Normal
para Navidad. ¿Querrá Vd. venir a patinar?»
«No,
no. Tengo cosas que hacer. Buenos días.»
Ni
otra palabra más. Ese fue el encuentro, la conversación y la
despedida. Al principio Scrooge estaba más bien sorprendido de que
el espíritu concediera importancia a conversaciones tan triviales,
en apariencia.
Pero
tenía la seguridad de que en ellas se ocultaba algún propósito y
se puso a considerar cuál sería.
Difícilmente
podrían tener alguna relación con la muerte de Jacob, su antiguo
socio, pues se había producido en el pasado y el campo de acción de
este fantasma era el futuro. Tampoco lograba relacionarlas con
alguien muy vinculado a él mismo.
Pero
no le cabía duda de que, quienquiera que fuese el objeto de las
conversaciones, éstas contenían una moraleja para su provecho; por
eso resolvió atesorar cada palabra que escuchase y cada cosa que
viese, y muy especialmente su propia imagen cuando apareciese. Tenía
la esperanza de que encontraría en su conducta del futuro la clave
que le faltaba para resolver fácilmente los acertijos.
Miró
a su alrededor buscando su propia imagen pero en su esquina habitual
estaba otro hombre, y aunque el reloj señalaba la hora en que él
solía estar allí, no vio rastro de su persona entre las multitudes
que cruzaban el porche. Sin embargo, no se sorprendió demasiado pues
había tomado la resolución de cambiar de vida y pensaba y deseaba
que esa resolución ya se empezaba a llevar a la práctica.
A
su lado, silencioso y oscurecido, estaba el fantasma con la mano
extendida. Cuando cesó la pensativa búsqueda, Scrooge creyó
adivinar, por el giro de la mano y su posición en relación a él,
que los ojos invisibles le estaban mirando inquisitavamente. Esto le
hizo estremecerse y notar intenso frío.
Salieron
del ajetreado escenario para llega a una tenebrosa zona de la ciudad,
donde nunca antes había penetrado Scrooge, aunque reconoció la
localización y su mala reputación.
Los
caminos eran tortuosos y angostos, la tiendas y las caws miserables,
la gente medio desnuda, borracha, desaseada, repugnante.
Callejones
y arcadas, como otros tantos pozos negros, vertían sus ofensivos
olores, suciedad y vida sobre las calles despa-rramadas, y el barrio
entero apestaba a crimen, a inmundicia y a miseria.
Muy
en el interior de este antro de citas infames había un tenducho que
sobresalía bajo el tejado de un cobertizo y allí se compraba metal,
trapos viejos, botellas, huesos y grasientos despojos de carne. En el
suelo del interior se apilaban llaves herrumbrosas, clavos, cadenas,
bisagras, limas, básculas, pesos y chatarra de toda clase.
En
aquellas montañas de trapos inmundos, montones de grasa putrefacta y
sepulcros de huesos, se mantenían y ocultaban secretos que pocas
personas habrían querido desvelar. Un bribón canoso, de unos
setenta años, estaba sentado en medio de sus mercaderías junto a
una estufa de carbón hecha de ladrillos viejos, se protegía del
aire frío del exterior con una miscelánea de guiñapos sucios
colgados de una cuerda a modo de cortina, y estaba fumando su pipa
con todo el bienestar de un tranquilo retiro.
Scrooge
y el fantasma llegaron junto al hombre en el momento en que se
introducía subrepticiamente en la tienda una mujer con un pesado
fardo. Apenas acababa de entrar cuando otra mujer, igualmente
cargada, también se metió. Un hombre, vestido de negro descolorido,
las siguió muy pronto y, al verlas; se sobresaltó tanto como ellas
se habían sobresaltado al reconocerse.
Tras
una corta pausa de turbada consternación, en la cual se había
acercado a ellos el viejo de la pipa, los tres estallaron en una
carcajada.
«¡Qué
sea la asistenta la primera!» exclamó la que había entrado en
primer lugar. «La segunda, la lavandera, y el empleado de la
funeraria el tercero. ¡Viejo Joe, mira que es casualidad
encontrarnos aquí los tres sin querer!»
«No
hay mejor sitio para que os reunáis», dijo el viejo Joe sacando la
pipa de la boca.
«Vamos
al salón. Tú hace ya mucho tiempo que entras, ya lo sabes; y las
otras dos no son extrañas. Esperad a que cierre la puerta de la
tienda. ¡Ah, cómo rechina! Creo que en este sitio no hay un metal
más herrumbroso que esas bisagras; y estoy seguro de que no hay aquí
huesos más viejos que los mios. ¿Ja, ja! Todos llevamos muy bien el
oficio, nos entendemos bien. Vamos a la sala. Pasad a la sala.»
La
sala consistía en el espacio que quedaba tras la cortina de trapos.
El viejo atizó el fuego con una vieja varilla de alfombra de
escalera, despabiló la humeante lámpara (ya era de noche) con la
boquilla de su pipa y la volvió a meter en la boca. Mientras lo
hacía, la mujer que había hablado antes arrojó su fardo al suelo y
se sentó en un taburete con ostensible complacencia cruzando los
codos en sus rodillas y mirando con abierto desafio a los otros dos.
«¿Qué
pasa, a ver? ¿qué pasa señora Dilber», dijo la mujer. «Todo el
mundo tiene derecho a cuidar de lo suyo. ¡El siempre lo hizo!»
«¡Esa es una gran verdad!» dijo la lavandera.
«El
más que nadie.»
«Bueno,
pues entonces no se quede ahí mirando como si tuviera miedo, mujer;
¿quién es el más precavido? Supongo que no vamos a andamos con
miramientos.»
«¡Claro
que no!», dijeron a la vez la señora Dilber y el hombre. «Esperemos
que no.» «Entonces, ¡muy bien!», exclamó la mujer.
«Ya
bastó. ¿A quién se perjudica con estas cuatro cosas? Supongo que
al muerto no.» «Claro que no», dijo la señora Dilber riendo.
«Si
quería quedarse con las cosas después de muerto, el viejo malvado y
tacaño», prosiguió la mujer, «por qué no fue una persona normal
y corriente en vida? Si lo hubiera sido, alguien se habría ocupado
de él cuando estaba tocado de muerte en vez de estar ahí tirado,
solo, dando las últimas boqueadas. »
«Esa
es la mayor verdad que se haya dicho nunca», dijo la señora Dilber.
«Fue un castigo de Dios.» «Lástima qué no haya sido un castigo
un poco más abundante», replicó la mujer, «y os aseguro que lo
hubiera sido si yo hubiera podido echar el guante a otras cosas. Abra
el fardo, viejo Joe, y dígame cuánto vale. Hable claro. No me
importa ser la primera ni que éstos lo vean. Antes de encontrarnos
aquí ya sabíamos de sobra que nos estábamos socorriendo a nosotros
mismos, creo yo. No es ningún pecado. Abra el fardo, Joe».
Pero
la cortesía de sus amigos no lo iba a permitir y el hombre de negro
desteñido abrió la brecha el primero y exhibió su botín. No era
muy copioso. Un par de sellos, una caja de lapiceros, unos gemelos de
camisa y un alfiler de corbata sin gran valor.
Eso
era todo. El viejo Joe examinó y valoró los objetos cuidadosamente
y fue anotando con tiza en la pared las cantidades que estaba
dispuesto a dar por cada uno; cuando vio que no había más, hizo la
suma total.
«Esta
es la cuenta», dijo Joe, «y no doy un céntimo más aunque me
aspen. ¿Quién es el siguiente?»
La
siguiente fue la señora Dilber. Sábanas y toallas, unas pocas
prendas de vestir, dos viejas cucharillas de plata, un par de pinzas
para el azúcar y unas cuantas botas. Su cuenta quedó expresada en
la pared igual que la anterior.
«Siempre
pago demasiado a las señoras. Es una debilidad que tengo y así es
como me arruino», dijo el viejo Joe. «Esta es la cuenta, y si me
discute por un penique más, me arrepentiré de ser tan generoso y
rebajo media corona.»
«Y
ahora abra mí fardo, Joe, dijo la primera mujer.
Joe
se puso de rodillas para abrirlo con más comodidad, y tras deshacer
muchísimos nudos, arrastró un rollo grande y pesado de una cosa
oscura.
«¿Qué
diréis que es ésto? », dijoJoe. «¡Cortinas de cama!» ¡«Ay!»,
exclamó la mujer riendo y echándose hacia delante sobre sus brazos
cruzados.
«¡Cortinajes
de cama!» «No me irá a decir que las descolgó con anillas y todo
mientras él estaba allí acostado» dijo Joe.
«Sí,
lo hice», replicó la mujer. «¿Por qué no iba a hacerlo?» «Usted
ha nacido para hacer fortuna», dijo Joe, «y seguro que la hará. »
«Lo
que sí es seguro, Joe, es que cuando alargo la mano a algo no lo voy
a soltar por un hombre como era él, le doy mi palabra, respondió la
mujer fríamente. «¡Cuidado!, que no se caiga el aceite en las
mantas.»
«¿Eran
de él?» preguntó Joe.
«¿De
quién piensa usted, si no?» replicó la mujer.
«Me
atrevo a decir que no va a coger frío sin ellas.»
«Supongo
que no habrá muerto de algo contagioso, ¿verdad?», dijo el viejo
Joe interrumpiendo el trabajo y mirando interrogativamente.
«No
tema», respondió la mujer. «Yo no le tenía tanto apego como pata
andar merodeando a su alrededor para quedarme con esas cosas si lo de
él hubiera sido contagioso.
¡Ah!
, puede sacarse los ojos mirando la camisa que no encontra.rá ni un
agujero ni un hilo gastado. Es la mejor que él tenía y además es
muy buena. De no ser por mi, la habrían desperdiciado». «¿A qué
llama desperdiciar?» preguntó el viejo Joe.
«A
ponérsela para enterrarlo, claro está», replicó la mujer con una
risotada. «Alguien fue tonto como para hacerlo, pero yo se la volví
a quitar. Si el percal no sirve para éso, no sirve para nada y al
cadaver le sienta igual de bien; no podía estar más feo que con
laotra».
Scrooge
escuchaba este diálogo horrorizado.
Se
habían sentado agrupados en torno al botín a la escasa luz de la
lámpara del viejo, y Scrooge les contemplaba con un aborrecimiento y
una repugnancia tales que no habrían sido mayores aunque hubiera
tratado de demonios obscenos comerciando con el mismísimo cadaver.
«Ja,
ja», rió la misma mujer cuando el viejo Joe sacó una bolsa de
franela con dinero y distribuyó en el suelo las diversas ganancias
de cada uno.
«¡Así
se acaba, ya ven! El espantaba a todos cuando estaba vivo para que
nos aprovechásemos nosotros cuando estuviera muerto. ¡Ja, ja, ja!»
«¡Espíritu!», dijo Scrooge temblando de pies a cabeza. «Ya lo
veo, ya me doy cuenta.
El
caso de este desgraciado podría haber sido mi caso. Mi vida lleva
ese camino hasta ahora.
¡Cielo
santo! ¡¿Qué es eso?!»
Retrocedió
aterrado pues la escena había cambiado y ahora casi tocaba una cama,
una cama desnuda, sin cortinas, y en ella, bajo una sábana andrajosa
yacía algo tapado que, aunque mudo, se anunciaba con espantoso
lenguaje.
La
habitación estaba muy oscura, demasiado oscura para ver con detalle
aunque Scrooge, obediciendo a un impulso secreto, miraba ansioso de
saber qué clase de habitación era.
Del
exterior venía una pálida luz que caía directamente sobre el
lecho, y en éste yacía el cadaver de aquel hombre, despojado,
desposeído, sin que le velaran, sin que le lloraran, sin que le
atendieran.
Scrooge
echó una ojeada al fantasma. Su mano invariable apuntaba a la
cabeza. La cobertura estaba colocada con tal descuido que la más
ligera elevación, el movimiento de un dedo de Scrooge, habría
bastado para dejar el rostro al descubierto.
El
lo pensó, sabía cuán fácil sería y estaba deseando hacerlo, pero
para retirar el velo no tenía más capacidad que para alejar al
espectro de su lado.
¡Oh
muerte fría, fría, rígida y atroz, eleva aquí tu altar y vístelo
con esos pavores que sólo a ti obedecen porque este es tu reino!
Pero
en tus terribles propósitos no podrás volver odioso un solo rasgo
ni tocar un solo cabello de los rostros amados, honrados y
reverenciados. Y no es porque la mano sea pesada y se desplome al
soltarla, ni porque se hayan parado los pulsos y el corazón, sino
porque ERA una mano abierta, generosa; fiel; porque era un corazón
valiente, cálido y tierno; porque el pulso era un pulso de un hombre
de verdad. ¡Golpea, sombra, golpea y verás cómo manan de la herida
sus buenas obras para sembrar en el mundo vida inmortal!
Ninguna
voz pronunció esas palabras al oído de Scrooge y sin embargo las
escuchó cuando estaba mirando el lecho. Si este hombre se pudiera
levantar ahora, pensó, ¿cuáles serían sus sentimientos? ¿La
avaricia, el trato despiadado, la intención de acaparar?
¡A
buen fin le habían llevado, en verdad!
Allí
yacía el cadáver, en la oscura casa vacía, sin un hombre, mujer o
niño que le dijera que había sido atento con él en esto o aquello,
y que en memoria de una palabra amable sería amable con él.
Un
gato arañaba la puerta y se escuchaba un sonido de ratas royendo
bajo la chimenea. Scrooge no se atrevió a pensar qué buscaban en la
habitación del muerto ni por qué estaban tan agitados a
impacientes.
«¡Espíritu»,
dijo él, «este lugar es horrible.
Después
de salir de aquí no olvidaré la lección, creéme. ¡Vámonos!»
Pero
el fantasma siguió apuntando con un dedo inmovil a la cabeza.
«Te
comprendo», dijo Scrooge, «y lo haría si fuera capaz. Pero no
tengo fuerzas, espíritu, no tengo valor.»
Otra
vez pareció que le miraba. «Si hay en la ciudad alguna persona que
sienta emoción por la muerte de este hombre», dijo Scrooge dolido,
«muéstramela, espíritu, te lo suplico.»
El
fantasma desplegó su oscuro manto durante unos instantes, como si
fuera un ala, y al recogerlo dejó ver una estancia iluminada por la
luz del día, donde estaba una madre con sus hijos.
Ella
esperaba a alguien con ansiedad, pues iba de un lado a otro de la
habitación, se asomaba a la ventana, miraba el reloj, intentaba -en
vano- hacer labor con la aguja y apenas podía soportar las voces de
los niños que jugaban.
Al
fin, se escuchó la llamada tanto tiempo esperada. Ella se precipitó
a abrir la puerta para recibir a su marido, un hombre cuyo rostro
reflejaba preocupación y tristeza, aunqueera joven.
Ahora
tenía una expresión extraña, una especie de intenso regocijo que
le hacía sentirse avergonzado y que procuraba reprimir. Se sentó a
cenar lo que ella había reservado cuidadosamente para él junto al
fuego y, tras un largo silencio, ella le preguntó tímidamente qué
noticias había; él pareció incómodo al buscar una respuesta.
«¿Son
buenas o malas?», dijo ella para ayudarle.
«Malas»,
respondió él.
«No,
Caroline. Todavía hay esperanza.»
«¡Sólo
la hay si él se conmueve!», dijo ella espantada. «Si ha ocurrido
tal milagro aún nos queda una esperanza.»
«Ha
hecho algo más que conmoverse», dijo el marido.
«Se
ha muerto.»
Si
la cara es el espejo del alma, ella era criatura dulce y apacible
pero al oírlo se sintió agradecida en lo más profundo de su
corazón y así lo expresó con las manos entrelazadas.
Al
instante, pidió perdón y lo lamentó, pero el primero fue el
sentimiento que le salió del alma.
«Resultó
bastante cierto lo que me dijo aquella mujer medio borracha, que te
conté anoche, cuando intenté verle para conseguir un aplazamiento
de una semana; yo pensé que era una excusa para no recibirme, pero
entonces él no sólo estaba muy enfermo sino que se estaba
muriendo.»
'
«¿A quién se traspasará nuestra deuda?»
«No
sé, pero antes de que eso ocurra ya tendremos el dinero, y aunque no
lo tuviéramos sería muy mala suerte dar con un acreedor tan
implacable. ¡Esta noche podremos dormir sin congoja, Caroline!»
Sí.
Se les había quitado un peso de encima.
A
los niños, enmudecidos y apiñados alrededor para oír algo que
apenas comprendían, se les había iluminado la cara, y el hogar era
más feliz gracias a la muerte de aquel hombre.
La
única emoción que el fantasma pudo mostrar a Scrooge fue una
emoción plancetera.
«Permíteme
ver algo de cariño por un muerto», dijo Scrooge, «o jamás podré
librarme, espíritu, de la siniestra cámara que acabamos de dejar.»
El
fantasma le llevó por varias calles que ya conocía y mientras
avanzaban Scrooge miraba de un lado a otro buscándose, pero no se le
veía.
Entraron
en la casa del pobre Bob Cratchit, el hogar que había visitado
anteriormente, y encontraron a la madre y a los hijos sentados cerca
del fuego.
Silenciosos.
Muy silenciosos. Los ruidosos pequeños Cratchit estaban quietos como
estatuas en un rincón, sentandos mirando a Peter que tenía un
libro. La madre y las hijas estaban ocupadas en la costura, pero muy
en silencio.
«Y
él puso a un niño en medio de ellos».
Dónde
había escuchado Scrooge aquellas palabras? No las había soñado.
Tal vez las había leído el muchacho en voz alta cuando él y el
espíritu cruzaban el umbral. ¿Por qué no prosiguió?
La
madre dejó la labor sobre la mesa y se llevó la mano al rostro.
«Me
duelen los ojos de colorear», dijo.
¿De
colorear? ¡Ay, pobre Tiny Tim!
«Ahora
ya están mejor», dijo la esposa de Cratchit.
«Me
lloran con la luz de la vela y no quiero, por nada del mundo, que
vuestro pa-dre los vea así cuando vuelva a casa. Ya debe ser casi la
hora».
«Más
bien pasa», respondió Peter cerrando el libro. «Pero creo que
estas últimas tardes viene andando más despacio que de costumbre,
madre.»
Se
quedaron otra vez muy silenciosos. Finalmente,
con
una voz firme, animada, que sólo se quebró una vez, ella dijo:
«Le
recuerdo andando con... le recuerdo andando con Tiny Tim en sus
hombros muy deprisa.»
«Y
yo también», exclamó Peter. «Con frecuencia.»
«¡Y
yo también!» dijo otro. Todos se acordaban.
«Pero
él pesaba tan poco», prosiguió ella, atenta a la labor, «y su
padre le amaba tanto que no era una molestia, ninguna molestia.
¡Y
ahí esta vuestro padre en la puerta!»
Se
precipitó a su encuentro y el pobre Bob, con su bufanda de lana -la
necesitaba el buen hombre- entró en la casa. Ya tenía el té
preparado en la chapa de la cocina y todos pro-curaron anticiparse a
los demás para servirle.
Después,
los dos jóvenes Cratchit se sentaron en sus rodillas y apoyaron en
su rostro una pequeña mejilla como diciendo: «No te preocupes,
padre. No estés triste.»
Bob
estuvo muy animado con ellos y muy agradable con toda la familia.
Contempló la labor que estaba sobre la mesa y alabó la habilidad y
rapidez de la señora Cratchit y las chicas. Quedaría terminada
mucho antes del domingo, les dijo.
«¡Domingo!
Entonces, ¿fuiste hoy, Robert?», dijo su esposa.
«Sí,
queridab, respondió Bob. «Me habría gustado que hubieras podido
ir. Te habría tranquilizado ver lo verde que es ese sitio.
Pero
ya lo verás con frecuencia. Le prometí que iría andando un
domingo. ¡Mi hijito, mi niño pequeño!», lloró Bob. «¡Mi
niñito!»
Se
desmoronó de una vez. No podía evitarlo.
Tal
vez hubiera podido si él y su hijo no hubiesen estado unidos tan
estrechamente.
Salió
de la habitación y subió al cuarto de arriba, que estaba
alegremente iluminado y decorado con adornos navideños. Cerca del
niño, había una silla y se notaba que alguien había estado allí
poco antes. El pobre Bob se sentó, y después de meditar un momento
se recuperó y besó aquella carita. Se sintió resignado con lo
sucedido y volvió a bajar bastante animado.
Se
agruparon junto al fuego y charlaron; las chicas y la madre
continuaron trabajando.
Bob
les habló de la extraordinaria amabilidad del sobrino del señor
Scrooge, al que apenas había visto una sola vez y sin embargo, al
encontrárselo aquel día en la calle, se había dado cuenta de que
Bob parecía un poco -«sólo un poco apagado, ¿verdad?»- y le
preguntó qué le sucedía. «Se lo contés, dijo Bob, «porque es el
caballero más amable que os podáis imaginar. «Lo lamento de todo
corazón, señor Cratchit», dijo, «y lo lamento de todo corazón
por su buena esposa. Por cierto, no se cómo podía saberlo.»
«¿Saber
qué, cariño?»
«Pues
eso, que tú eras una buena esposas, respondió Bob. «¡Todo el
mundo lo sabe!», dijo Peter.
«¡Muy
bien dicho, hijo mio! » exclamó Bob.
-Eso
espero-. «Lo lamento de todo corazón»
-dijo
él-, «por su buena esposa. Si de algo les puedo servir» -dijo él
dándome su tarjeta-, «ahí es donde vivo. Le ruego que venga a
verme, pero no se trata de lo que hubiera podido hacer por nosotros;
era consolador por la manera tan afable de decirlo.
Realmente
parecía como si hubiese conocido a nuestro Tiny Tim y sintiera
nuestro dolor. »
«Tengo
la seguridad de que es un alma bondadosa», dijo la señora Cratchit.
«Estarías más segura, querida, si le hubieras visto y hablado con
él. No me sorprendería, escucha bien lo que te digo, si él
consiguiera para Peter una colocación mejor. »
«¿Has
oído, Peter?», dijo la señora Cratchit.
«Y
entonces», dijo una de las chicas, «Peter se asociará con otro y
se establecerá por su cuenta. »
«¡Cállate
ya! », replicó Peter gesticulando. «Es probable que ocurra un día
de éstos», dijo Bob, «aunque para eso hay tiempo de sobra. Pero
aunque nos separemos unos de otros, sea cuando sea, estoy seguro de
que ninguno se olvidará de Tiny Tim, ¿verdad?, la primera
separación de uno de nosostros».
«¡Jamás,
padre! », exclamaron todos. «Y ahora yo sé, queridos míos», dijo
Bob, «yo sé que cuando recordemos lo paciente y tranquilo que era,
aunque era muy pequeño, un niño chiquitín, no reñiremos por
naderías, olvidándonos así del pobre Tiny Tim».
«¡No,
jamás, padre! », dijo el pobre Bob. «¡Estoy muy contento! »
La
Sra. Cratchit le besó, sus hijas le besaron, los dos jóvenes
Cratchit le besaron, y Peter y él se estrecharon las manos.
¡Espíritu de Tiny Tim, tu infantil esencia procedía de Dios!
«Espectro»,
dijo Scrooge, «presiento que ha llegado el momento de separarnos. No
se cómo, pero lo sé. Dime quién era el hómbre muerto que vimos».
El
Fantasma de la Navidad del Futuro, igual que en anterior ocasión, le
trasladó -aunque pensó que eran otros tiempos pues no pare-cía
existir un orden en las últimas visiones, si bien todas se
desarrollaban en el futuro- a los lugars frecuentados por los hombres
de negocios, pero a él no se le vela por ninguna parte.
Además,
el espíritu no se detenía sino que seguía directamente, como si se
encaminara a una meta ahora deseada, hasta que Scrooge le rogó que
se detuviera unos instantes.
«En
este patios, dijo Scrooge, «que estamos atravesando rápidamente es
donde tengo mi despacho y ahí he trabajado durante largo tiempo.
Estoy viendo la casa. Déjame contemplar cómo estaré en el futuro».
El
espíritu se detuvo pero la mano señalaba a otra parte.
«La
casa está por allá», exclamó Scrooge.
«¿Por
qué señalas a otro lado?»
El
dedo inexorable no cambió.
Scrooge
se precipitó hacia la ventana de su oficina y miró el interior.
Seguía siendo una oficina, pero no la suya. Los muebles no eran los
mismos y el personaje sentado no era él. El fantasma seguía
señalando la misma dirección.
Scrooge
se volvió a unir a él y, deseando saber por qué razón y a dónde
iban, le acompañó hasta una verja. Antes de entrar se detuvo un
momento para mirat a su alrededor.
Un
cementerio parroquial. Así pues, aquí yacía bajo tierra el
desdichado hombre cuyo nombre iba a conocer ahora. ¡El sitio merecía
la pena! Emparedado entre edificios, cubierto de yerbajos -vegetación
de la muerte, no de la vida-, demasiado atiborrado de enterramientos,
inflado de voracidad satisfecha. ¡Bonito lugar!
El
espíritu se detuvo entre las rumbas y señaló una. Scrooge avanzó
hacia ella temblando. El fantasma estaba exactamente igual que antes,
pero Scrooge tenía miedo de ver una nueva significación en su
solemne forma.
«Antes
de que siga acercándome a esa losa que señalass, dijo Scrooge,
«respóndeme a una pregunta.
¿Son
las imágenes de cosas que van a suceder o solamente imágenes de
cosas que podrían suceder? » Pero el fantasma señalaba, con el
dedo hacia abajo, la rumba que tenía delante.
«El
rumbo de la vida de un hombre presagia cierto final que se producirá
si el hombre persevera, dijo Scrooge. «Pero si se modifica el rumbo,
el final cambiará. ¡Dime que eso es lo que me estás enseñando!»
El
espíritu permaneció tan incomovible como siempre.
Tembloroso,
Scrooge se arrastró hacia él y, siguiendo la indicación del dedo,
leyó en la losa de la abandonada rumba su propio nombre, EBENEZER
SCROOGE.
«¿Soy
yo el hombre que yace en la cama?», gritó arrodillado.
El
dedo le señaló a él y otra vez a la tumba.
«¡No,
espíritu! ¡No, no, no!»
Allí
continuaba el dedo.
«¡Espíritu!',
gritó agarrándose con fuerza al manto, «¡escúchame! Ya no soy
como antes.
Gracias
a este encuentro ya no seré el mismo que antes. ¿Por qué me
muestras todo esto si ya no hay esperanza para mí»
Por
vez primera la mano pareció vacilar. « ¡Espíritu bueno! »,
continuó diciendo postrado en el suelo. «Tu benevolencia intercede
en mi favor y me compadece. ¡Dime que todavía puedo modificar las
imágenes que me has mostrado si cambio de vida! » La mano benéfica
temblaba.
«Haré
honor a la Navidad en mi corazón y procuraré mantener su espíritu
a lo largo de todo el año. Viviré en el Pasado, el Presente y el
Futuro; los espíritus de los tres me darán fuerza interior y no
olvidaré sus enseñanzas.
¡Ay!
¡Dime que podré borrar la inscripción de esta losa»
En
su agonía, se agarró a la mano espectral.
La
mano trató de soltarse pero Scrooge la retuvo con fuerza implorante.
El espíritu, aún con mayor fuerza, le rechazó.
Alzando
sus manos en una postrer súplica para cambiar su destino, Scrooge
vio una alteración en la capucha y túnica del fantasma, que se
encogió, se desmoronó y se convirtió en la columna de una cama.
QUINTA
ESTROFA
DESENLACE
FINAL
¡Sí!,
y la columna era suya, de su propia cama, y suya era la habitación.
¡Pero lo mejor de todo es que el tiempo que le quedaba por delante
era su propio tiempo y podía enmendarse!
Mientras
gateaba para salir de la cama, Scrooge repetía «Viviré en el
Pasado, el Presente y el Futuro. Los tres espíritus del tiempo me
ayudarán. ¡Oh, Jacob Marley! El Cielo y las Navidades sean loados!
¡Lo digo de rodillas,
viejo
Jacob, de rodillas! »
Estaba
tan alterado y tan acalorado con sus buenos propósitos que su
quebrada voz apenas le salía. Durante un conflicto con el espíritu
había sollozado violentamente y su rostro aún seguía humedecido
por las lágrimas.
«¡No
las han arrancado! », exclamó Scrooge acunando en los brazos una de
las coronas de su cama, «¡no las han arrancado con anillas y todo.
Están aquí; yo estoy aquí y se disiparán las sombras de las cosas
que podrían haber sucedido. Sí, se desvanecerán, lo sé!»
Todo
este tiempo tenía las manos ocupadas en hurgar sus ropas,
volviéndolas al revés, poniendo lo de arriba para abajo,
arrancándolas, poniéndoselas mal y haciendo con ellas toda clase de
extravagancias.
«¡No
sé qué hacer!., decía Scrooge llorando y riendo al mismo tiempo, y
haciendo con sus calzas una perfecta representación de Laoconte.
«Me
siento tan ligero como una pluma, tan feliz como un ángel, tan
conrento como un colegial. Estoy tan embriagado como un borracho.
¡Feliz
Navidad a todos, feliz Año Nuevo para el mundo entero! ¡Hola eh!
¡Yuupy!
¡Hola!»
Entró
en el salón brincando y allí se quedó de pie, completamente
enredado.
«¡Ahí
está el bol de las gachas!», exclamó empezando nuevamente a
brincar junto a la chimenea.
«¡La
puerta por dónde entró el fantasma de Jacob Marley! ¡La esquina
donde se sentó el fantasma de la Navidad del presente!
¡La
ventana dónde vi a los espíritus errantes! ¡Todo es verdad, todo
ha sucedido de verdad. Ja, ja, ja!»
Para
un hombre que llevaba sin practicar durante largos años, era
realmente una risa espléndida, una risa de lo más insigne. ¡La
madre de una larga, larga descendencia de radiantes carcajadas!
«¡No
sé en qué fecha estamos!», dijo. «No sé cuanto tiempo he estado
con los espíritus.
No
sé nada. Estoy como un niño. Qué más da. No me importa. Es mejor
ser como un niño. ¡Hola! ¡Yuppy! ¡Hola eh!»
Su
paroxismo fue moderado por los repiques de campanas de iglesia más
fragorosos que había escuchado en toda su vida. ¡Tilín, talán,
ding, dong, tilín, tolón! ¡Ah, glorioso, glorioso!
Corrió
a la ventana, la abrió y asomó la cabeza.
Ni
bruma, ni niebla; claro, despejado, alegre, estimulante, frío; frío
como el sonido de una gaita que invita a la sangre a bailar.
Sol
dorado, cielo azul, dulce aire fresco, alegres campanadas. ¡Ah,
glorioso, glorioso! «¿Qué día es hoy?», gritó Scrooge a un
chico que estaba abajo muy endomingado y que tal vez deambulaba por
allí para fisgarle.
«¿Qué?»,
respondió el chico con el mayor asombro.
«Qué
día es hoy, amiguito?», preguntó Scrooge.
«¡Hoy!»,
respondió el muchacho. «Bueno,
NAVIDAD.»
«¡Es
el día de Navidad!», dijo Scrooge
hablando
consigo mismo. «No me lo he perdido.
Los
espíritus lo hicieron todo en una sola noche.
Pueden
hacer lo que quieran. Naturalmente.
Claro
que pueden. ¡Hola, amiguito!»
«Hola»,
replicó el chico.
«¿Conoces
la pollería que está a dos calles, en la esquina?», inquirió
Scrooge.
«Desearía
haberla conocido», replicó el chaval.
«¡Qué
chico mas inteligente!», dijo Scrooge.
«¡Un
muchacho notable! ¿Sabes si han vendido el pavo caro que tenían
allí colgado?
No
digo el barato sino el pavo grande.» «¡Cuál?, ¿uno que es tan
grande como yo?», dijo el muchacho.
«¡Qué
encanto de chico!», dijo Scrooge.
«¡Da
gusto hablar con él. Sí, caballerete!»
«Allí
está colgado ahora», respondió el chico.
«¿De
veras?», dijo Scrooge. «Vete a comprarlo.»
«¡Amos
anda!», exclamó el muchacho.
«No,
no», dijo Scrooge, «hablo en serio.
Vete
y cómpralo y diles que lo traigan aquí, que yo les daré la
dirección a la que deben llevarlo. Vuelve con el mozo y te daré un
chelín.
¡Si
vuelves con él en menos de cinco minutos te daré media corona! »
El
chico salió disparado, como si hubiera tenido una mano firme
apretando un gatillo.
«¡Se
lo enviaré a la familia de Bob Cratchit!», musitó Scrooge,
frotándose las manos y desternillándose de risa. «No sabrá quién
se lo manda. Es de un tamaño doble que Tiny Tim.
¿Joe
Miller nunca gastó una broma tan graciosa!» No estaba firme la mano
con que escribió la dirección, pero la escribió como pudo y bajó
para abrir la puerta de la calle antes de que llegara el hombre de la
pollería. Cuando estaba esperando, la aldaba llamó su atención.
«¡La
amaré mientras viva!», exclamó dándole palmaditas. «Apenas me
había fijado en ella anteriormente. ¡Qué expresión tan honrada
tiene en el rostro! ¡Es una aldaba maravillosa! ¡Aquí está el
pavo! ¡Hola! ¡Yuupy! ¿Cómo está usted? ¡Felices fiestas!»
¡Aquello
era un pavo! Aquel ave no podría haberse sostenido sobre sus patas;
las habría reventado en un momento como si fuesen palillos de lacre.
«Oiga,
es imposible cargar con esto hasta Camdem Town», dijo Scrooge.
«Tendrá que ir en coche.»
La
risa ahogada con que dijo eso, y la risa ahogada con que pagó el
pavo, y la risa ahogada con que pagó el coche, y la risa ahogada con
que recompensó al muchacho, solamente fue superada por la risa
ahogada con que se sentó, sin aliento, otra vez en su bu-taca, y
continuó riéndose ahogadamente hasta que lloró.
Afeitarse
no era una tarea fácil porque su mano seguía muy temblorosa y para
afeitarse es necesario prestar atención, incluso aunque no se esté
bailando mientras uno se afeita.
Pero
aunque se hubiera cortado la punta de la nariz, se habría puesto un
esparadrapo y seguiría tan satisfecho.
Se
vistió, «con sus mejores galas» y, por fin, salió a la calle,
llena de gente a aquellas horas, tal como él había visto con el
Fantasma del Presente. Caminando con las manos a la espalda, Scrooge
miraba a todos con sonrisa embelesada.
Ofrecía
un aspecto tan entrañable que tres o cuatro personas simpáticas le
dijeron «¡Buenos días, señor! ¡Que tenga feliz Navidad!» Y
Scrooge solía decir después que esos habían sido los sonidos más
alegres que jamás había escuchado.
No
había llegado lejos cuando vio venir hacia él el caballero solemne
que, el día anterior, había entrado en su despacho diciendo:
«De
Scrooge y Marley, creo». El corazón le latió con violencia al
pensar cómo le miraría aquel viejo caballero cuando se cruzasen;
pero también sabía cuál era el paso a dar, y lo dio.
«Estimado
señor», dijo Scrooge acelerando el paso y asiendo al viejo
caballero por ambas manos. «¿Cómo está Ud.? Espero que haya
tenido éxito ayer. Fue muy amable por su parte.
¡Feliz
Navidad, señor!»
«¿El
señor Scrooge?»
«Sí»,
dijo Scrooge. «Ese es mi nombre y me temo que no le resulte grato.
Permítame pedirle perdón. Y tenga usted la bondad de...». Scrooge
le murmuró algo al oído.
«¡Dios
mío!», exclamó el caballero como si se le hubiera cortado la
respiración. «Mi estimado señor Scrooge, ¿lo dice en serio?» «Se
lo ruego», dijo Scrooge. «Ni un ochavo menos. Le aseguro que van
incluidos muchos atrasos. ¿Me hará Vd. este favor?»
«Mi
estimado señor», dijo el otro estrechándole las manos. «¡No sé
qué decir ante tal munifi...» «No diga nada, por favor, atajó
Scrooge.
«Venga
a verme. ¿Vendrá a visitarme?»
«¡Lo
haré!», exclamó el caballero, y estaba claro que esa era su
intención.
«Gracias»,
dijo Scrooge. «Muy agradecido.
Un
millón de gracias. ¡Adiós!»
Estuvo
en la iglesia, deambuló por las calles, contempló a la gente
apresurándose de un lado para otro, dio palmaditas en la cabeza de
los niños, se interesó por los mendigos, miró las cocinas de las
casas, abajo, y las ventanas de arriba, y descubrió que todo le
resultaba un placer. Nunca había imaginado que un paseo le pudiera
reportar tanta felicidad.
Por
la tarde, encaminó sus pasos hacia la casa de su sobrino.
Pasó
por delante de la puerta una docena de veces antes de acumular el
valor suficiente para subir y llamar. Peto tuvo el atranque y lo
hizo.
«¿Está
el señor en casa, guapa?», dijo Scrooge a la chica. «¡Guapa
chica, en verdad!»
«Sí,
señor» «¿Dónde está, cariño? », dijo Scrooge.
«Está
en el comedor, señor, con la señora. Le acompañaré arriba, por
favor. »
«Gracias.
Ya me conoce», dijo Scrooge con la mano puesta en la manilla del
comedor.
«Voy
a entrar, guapa». Abrió la puerta suavemente y asomó la cara.
Ellos
estaban revisando la mesa (magníficamente puesta), pues estas
parejas jóvenes siempre se ponen nerviosos con cosas así y les
gusta que todo esté como es debido. «¡Fred!, dijo Scrooge.
«¡Ay,
Señor, qué susto se llevó la sobrina política! Scrooge había
olvidado que estaba sentada en el rincón, con el escabel, si no, por
nada del mundo lo habría hecho. » «¡Válgame Dios! ¿Quién es?
», exclamó Fred.
«Soy
yo. Tu tío Scrooge. He venido a cenar.
¿Puedo
quedarme, Fred? »
¡Que
si podía! Fue una suerte que no se le cayera el brazo con las
sacudidas. En cinco minutos se sentía como en su casa. Nada podía
ser más entrañable. La sobrina era igual que la había visto. Y
Topper, cuando llegó. Y ¡Maravillosa reunión, maravillosos juegos,
maravillosa concordia, ma-ra-vi-llo-sa felicidad!
Pero
a la mañana seguiente llegó temprano a la oficina. ¡Si pudiera ser
el primero y sorprender a Bob Cratchit llegando con retraso!
En
ello había puesto todo su empeño.
¡Y
lo consiguió; sí, lo consiguió! En el reloj dieron las nueve. Bob
sin aparecer. Dieron las nueve y cuarto. Bob sin aparecer. Llegó con
diciocho minutos y medio de retraso. Scrooge
se
sentó con la puerta abierta para verle entrar en la Cisterna.
Antes
de abrir la puerta ya se había quitado el sombrero y también la
bufanda; en un santiamén ya estaba en su taburete, trabajando
intensamente con el lapicero como si intentara dar marcha atrás al
tiempo.
«¡Hola!
», gruñó Scrooge, fingiendo lo mejor que supo su voz habitual.
«¿Qué significa esto de llegar a estas horas? »«Lo siento mucho,
señor», dijo Bob. «Me he retrasado» «¿Se ha retrasado?»,
repitió Scrooge. «Sí. Eso creo. Haga el favor de venir».
«Es
la única vez en todo el año, señor», se excusó Bob saliendo de
la Cisterna. «No se volverá a repetir. Ayer tuvimos un poco de
fiesta,
señor». «Pues le diré una cosa, amigo mio», dijo Scrooge, «no
voy a continuar consintiendo cosas como ésta. Y por consiguiente»,
prosiguió, saltando de su asiento y aplicando a Bob tal empujón en
el chaleco que le hizo retroceder tambaleándose hasta la Cisterna
otra vez, «y por consiguiente ¡estoy a punto de subirle el sueldo!
» Bob temblaba y se acercó un poco más a la vara de medir. Por un
instante, tuvo la idea de pegar a Scrooge con ella, sujetarle y pedir
ayuda a la gente del patio y ponerle una camisa de fuera.
«¡
se pueda decir lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y así, como
dijo Tiny Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos, a cada uno de
nosostros!Feliz Navidad, Bob! » dijo Scrooge con inconfundible
acento de sinceridad, al tiempo que le daba palmadas en la espalda.
«¡La
más Feliz Navidad, Bob, mi buen compañero, que yo le haya deseado
en muchos años! Le aumento el sueldo y me propongo auxiliar a su
necesitada familia; ¡trataremos sus asuntos esta misma tarde ante un
bol navideño de «obispo» humeante , Bob! ¡Atice las estufas y
compre otro cubo de carbón antes de ponerse a escribir ni el punto
de una «i», Bob Cratchit!»
Scrooge
cumplió más de lo prometido. Lo hizo todo y muchísimo más; fue un
segundo padre para Tiny Tim, que no murió. Se convirtió en el
amigo, amo y hombre más bueno que se conoció en la vieja y buena
ciudad o en cualquier otra buena ciudad, pueblo o parroquia del bueno
y viejo mundo.
Algunas
personas se reían al ver el cambio, pero él las dejaba reírse sin
prestarles atención pues era lo bastante sabio para darse cuenta de
que nada bueno sucede en este globo sin que determinadas personas se
harten de reír al principio; sabía que tales personas siempre
estarían ciegas y consideraba el malicioso brillo y arrugas de sus
ojos como una enfermedad cualquiera, con manifestaciones me-nos
atractivas. Su propio corazón reía y coneso le bastaba.
No
volvió a tener trato con aparecidos, pero en adelante vivió bajo el
Principio de Abstinencia
Total
y siempre se dijo de él que sabía mantener el espíritu de la
Navidad como nadie.
¡Ojalá
FIN
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