ANTOINE DE SAINT – EXUPÉRY
A Leon Werth:
Pido
perdón a los niños por haber dedicado este
libro a una persona
mayor. Tengo una seria excusa:
esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío.
esta persona mayor es el mejor amigo que tengo en el mundo. Tengo otra excusa: esta persona mayor es capaz de entenderlo todo, hasta los libros para niños. Tengo una tercera excusa: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío.
Verdaderamente
necesita consuelo. Si todas esas excusas no bastasen, bien puedo
dedicar este libro al niño que una vez fue esta persona mayor.
Todos
los mayores han sido primero niños. (Pero pocos lo recuerdan).
Corrijo, pues, mi dedicatoria:
A
LEON WERTH CUANDO ERA NIÑO
I
Cuando
yo tenía seis años vi en un libro sobre la selva virgen que se
titulaba "Historias vividas", una magnífica lámina.
Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera.
En
el libro se afirmaba: "La serpiente boa se traga su presa
entera, sin masticarla. Luego ya no puede moverse y duerme durante
los seis meses que dura su digestión".
Reflexioné
mucho en ese momento sobre las aventuras de la jungla y a mi vez
logré trazar con un lápiz de colores mi primer dibujo. Mi dibujo
número 1 era de esta manera:
Enseñé
mi obra de arte a las personas mayores y les pregunté si mi dibujo
les daba miedo.
—¿por
qué habría de asustar un sombrero?— me respondieron.
Mi
dibujo no representaba un sombrero. Representaba una serpiente boa
que digiere un elefante.
Dibujé
entonces el interior de la serpiente boa a fin de que las personas
mayores pudieran comprender.
Siempre
estas personas tienen necesidad de explicaciones. Mi dibujo número 2
era así:
Las
personas mayores me aconsejaron abandonar el dibujo de serpientes
boas, ya fueran abiertas o cerradas, y poner más interés en la
geografía, la historia, el cálculo y la gramática.
De
estan manera a la edad de seis años abandoné una magnífica carrera
de pintor. Había quedado desilusionado por el fracaso de mis dibujos
número 1 y número 2.
Las
personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy
aburrido para los niños tener que darles una y otra vez
explicaciones.
Tuve,
pues, que elegir otro oficio y aprendía pilotear aviones. He volado
un poco por todo el mundo y la geografía, en efecto, me ha servido
de mucho; al primer vistazo podía distinguir perfectamente la China
de Arizona.
Esto
es muy útil, sobre todo si se pierde uno durante la noche.
A lo largo de mi vida he tenido multitud de contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con personas mayores y las he conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi opinión sobre ellas.
Cuando
me he encontrado con alguien que me parecía un poco lúcido, lo he
sometido a la experiencia de mi dibujo número 1 que he conservado
siempre.
Quería
saber si verdaderamente era un ser comprensivo. E invariablemente me
contestaban siempre: "Es un sombrero". Me abstenía de
hablarles de la serpiente boa, de la selva virgen y de las estrellas.
Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del golf, de
política y de corbatas.
Y
mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un hombre tan
razonable.
II
Viví
así, solo, nadie con quien poder hablar verdaderamente, hasta cuando
hace seis años tuve una avería en el desierto de Sahara.
Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil.
Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una reparación difícil.
Era
para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía agua de
beber para ocho días.
La
primera noche me dormí sobre la arena, a unas mil millas de
distancia del lugar habitado más próximo. Estaba más aislado que
un náufrago en una balsa en medio del océano.
Imagínense, pues, mi sorpresa cuando al amanecer me despertó una extraña vocecita que decía:
Imagínense, pues, mi sorpresa cuando al amanecer me despertó una extraña vocecita que decía:
— ¡Por
favor... píntame un cordero!
—¿Eh?
—¡Píntame
un cordero!
Me
puse en pie de un salto como herido por el rayo.
Me
froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a un extraordinario
muchachito que me miraba gravemente.
Ahí
tienen el mejor retrato que más tarde logré hacer de él, aunque mi
dibujo, ciertamente es menos encantador que el modelo. Pero no es mía
la culpa.
Las
personas mayores me desanimaron de mi carrera de pintor a la edad de
seis años y no había aprendido a dibujar otra cosa que boas
cerradas y boas abiertas.
Miré,
pues, aquella aparición con los ojos redondos de admiración. No hay
que olvidar que me encontraba a unas mil millas de distancia del
lugar habitado más próximo. Y ahora bien, el muchachito no me
parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de hambre, de sed o de
miedo.
No
tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en el desierto,
a mil millas de distancia del lugar habitado más próximo.
Cuando
logré, por fin, articular palabra, le dije:
- Pero… ¿qué haces tú por aquí?
Y
él respondió entonces, suavemente, como algo muy importante:
—¡Por
favor… píntame un cordero!
Cuando
el misterio es demasiado impresionante, es imposible desobedecer. Por
absurdo que aquello me pareciera, a mil millas de distancia de todo
lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de mi bolsillo una hoja
de papel y una pluma fuente.
Recordé
que yo había estudiado especialmente geografía, historia, cálculo
y gramática y le dije al muchachito (ya un poco malhumorado), que no
sabía dibujar.
—¡No
importa —me respondió—, píntame un cordero!
Como
nunca había dibujado un cordero, rehice para él uno de los dos
únicos dibujos que yo era capaz de realizar: el de la serpiente boa
cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al hombrecito:
- ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante ocupa mucho sitio. En mi tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero. Píntame un cordero.
Dibujé
un cordero. Lo miró atentamente y dijo:
—¡No!
Este está ya muy enfermo. Haz otro.
Volví
a dibujar.
Mi
amigo sonrió dulcemente, con indulgencia.
—¿Ves?
Esto no es un cordero, es un carnero. Tiene Cuernos…
Rehice
nuevamente mi dibujo: fue rechazado igual que los anteriores.
—Este
es demasiado viejo. Quiero un cordero que viva mucho tiempo.
Falto
ya de paciencia y deseoso de comenzar a desmontar el motor,
garrapateé rápidamente este dibujo, se lo enseñé, y le agregué:
—Esta
es la caja. El cordero que quieres está adentro. Con gran sorpresa
mía el rostro de mi
joven
juez se iluminó:
—¡Así
es como yo lo quería! ¿Crees que sea necesario mucha hierba para
este cordero?
—¿Por
qué?
—Porque
en mi tierra es todo tan pequeño…
Se
inclinó hacia el dibujo y exclamó:
—¡Bueno,
no tan pequeño…! Está dormido…
III
Me
costó mucho tiempo comprender de dónde venía. El principito, que
me hacía muchas preguntas, jamás parecía oír las mías. Fueron
palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco me revelaron todo.
Así,
cuando distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré mi avión,
por tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me preguntó:
—¿Qué
cosa es esa? —Eso no es una cosa. Eso vuela. Es un avión, mi
avión.
Me
sentía orgulloso al decirle que volaba. El entonces gritó:
—¡Cómo!
¿Has caído del cielo? —Sí —le dije modestamente. —¡Ah, que
curioso!
Y
el principito lanzó una graciosa carcajada que me irritó mucho. Me
gusta que mis desgracias se tomen en serio. Y añadió:
—Entonces
¿tú también vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?
Divisé
una luz en el misterio de su presencia y le pregunté bruscamente:
—¿Tu
vienes, pues, de otro planeta?
Pero
no me respondió; movía lentamente la cabeza mirando detenidamente
mi avión.
—Es
cierto, que, encima de eso, no puedes venir de muy lejos…
Y
se hundió en un ensueño durante largo tiempo.
Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la contemplación de su tesoro.
Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la contemplación de su tesoro.
Imagínense
cómo me intrigó esta semiconfidencia sobre los otros planetas. Me
esforcé, pues, en saber algo más:
—¿De
dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está "tu casa"? ¿Dónde
quieres llevarte mi cordero?
Después
de meditar silenciosamente me respondió:
—Lo
bueno de la caja que me has dado es que por la noche le servirá de
casa. —Sin duda. Y si eres bueno te daré también una cuerda y una
estaca para atarlo durante el día.
Esta
proposición pareció chocar al principito.
—¿Atarlo?
¡Qué idea más rara! —Si no lo atas, se irá quién sabe dónde y
se perderá…
—¿Y
dónde quieres que vaya? —No sé, a cualquier parte. Derecho camino
adelante…
Entonces
el principito señaló con gravedad:
—¡No
importa, es tan pequeña mi tierra!
Y
agregó, quizás, con un poco de melancolía:
—Derecho,
camino adelante… no se puede ir muy lejos.
IV
De
esta manera supe una segunda cosa muy importante: su planeta de
origen era apenas más grande que una casa.
Esto
no podía asombrarme mucho. Sabía muy bien que aparte de los grandes
planetas como la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a los cuales se les
ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tanN pequeños a
veces, que es difícil distinguirlos aun con la ayuda del telescopio.
Cuando un astrónomo descubre uno de estos planetas, le da por nombre
un número. Le llama, por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo
poderosas razones para creer que el planeta del cual venía el
principito era el asteroide B 612. Este asteroide ha sido visto sólo
una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo turco.
Este
astrónomo hizo una gran demostración de su descubrimiento en un
congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le creyó a causa
de su manera de vestir. Las personas mayores son así.
Felizmente
para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a
su pueblo, bajo pena de muerte, el vestido a la europea. Entonces el
astrónomo volvió a dar cuenta de su descubrimiento en 1920 y como
lucía un traje muy elegante, todo el mundo aceptó su demostración.
Si
les he contado de todos estos detalles sobre el asteroide B 612 y
hasta les he confiado su número, es por consideración a las
personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les
habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del
mismo. Nunca se les ocurre preguntar:
"¿Qué
tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar
mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene?
¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?"
Solamente
con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas
mayores: "He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con
geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás
llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He
visto una casa que vale cien mil pesos".
Entonces exclaman
entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa es!"
De
tal manera, si les decimos: "La prueba de que el principito ha
existido está en que era un muchachito encantador, que reía y
quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe",
las personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que somos
unos niños. Pero si les decimos: "el planeta de donde venía el
principito era el asteroide B 612", quedarán convencidas y no
se preocuparán de hacer más preguntas. Son así. No hay por qué
guardarles rencor.
Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.
Los niños deben ser muy indulgentes con las personas mayores.
Pero
nosotros, que sabemos comprender la vida, nos burlamos tranquilamente
de los números. A mí me habría gustado más comenzar esta historia
a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado decir:
"Era
una vez un principito que habitaba un planeta apenas más grande que
él y que tenía necesidad de un amigo…" Para aquellos que
comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.
Porque
no me gusta que mi libro sea tomado a la ligera. Siento tanta pena al
contar estos recuerdos. Hace ya seis años que mi amigo se fue con su
cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin de no
olvidarlo.
Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores.
Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo. Y yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores.
¡Es
muy duro, a mi edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando en toda la
vida no se ha hecho otra tentativa que la de una boa abierta y una
boa cerrada a la edad de seis años! Ciertamente que yo trataré de
hacer retratos lo más parecido posibles, pero no estoy muy seguro de
lograrlo.
Uno
saldrá bien y otro no tiene parecido alguno. En las proporciones me
equivoco también un poco. Aquí el principito es demasiado grande y
allá es demasiado pequeño.
Dudo también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy importantes.
Dudo también sobre el color de su traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y otras mal. Es posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy importantes.
Pero
habrá que perdonármelo ya que mi amigo no me daba nunca muchas
explicaciones. Me creía semejante a sí mismo y yo,
desgraciadamente, no sé ver un cordero a través de una caja. Es
posible que yo sea un poco como las personas mayores.
He
debido envejecer.
V
Cada
día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y
sobre el viaje. Esto venía suavemente al azar de las reflexiones. De
esta manera tuve conocimiento al tercer día, del drama de los
baobabs.
Fue
también gracias al cordero y como preocupado por una profunda duda,
cuando el principito me preguntó:
—¿Es
verdad que los corderos se comen los arbustos?
—Sí,
es cierto.
—¡Ah,
qué contesto estoy!
No
comprendí por qué era tan importante para él que los corderos se
comieran los arbustos. Pero el principito añadió:
—Entonces
se comen también los Baobabs.
Le
hice comprender al principito que los baobabs no son arbustos, sino
árboles tan grandes como iglesias y que incluso si llevase consigo
todo un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría acabar con un
solo baobab.
Esta
idea del rebaño de elefantes hizo reír al principito.
—Habría
que poner los elefantes unos sobre otros…
Y
luego añadió juiciosamente:
—Los
baobabs, antes de crecer, son muy pequeñitos.
—Es
cierto. Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman los baobabs?
Me
contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si hablara de una
evidencia. Me fue necesario un gran esfuerzo de inteligencia para
comprender por mí mismo este problema.
En
efecto, en el planeta del principito había, como en todos los
planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas
semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas, hierbas
malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la
tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de
despertarse.
Entonces
se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una
encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o
de rosal, se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se trata
de una mala hierba, es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto
uno ha sabido reconocerla. En el planeta del principito había
semillas terribles… como las semillas del baobab.
El
suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab no se
arranca a tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde;
cubre todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta
es demasiado pequeño y los baobabs son numerosos, lo hacen estallar.
"Es
una cuestión de disciplina, me decía más tarde el principito.
Cuando por la mañana uno termina de arreglarse, hay que hacer
cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse
regularmente a arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los
rosales, a los cuales se parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un
trabajo muy fastidioso pero muy fácil".
Y
un día me aconsejó que me dedicara a realizar un hermoso dibujo,
que hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. "Si
alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho.
A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó
A veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó
Siguiendo
las indicaciones del principito, dibujé dicho planeta. Aunque no me
gusta el papel de moralista, el peligro de los baobabs es tan
desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a perderse
en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción
y exclamar:
"¡Niños,
atención a los baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a mis
amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya tiempo sin
saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este
dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy
posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros
dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs.
La
respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he
logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento
de urgencia.
VI
¡Ah,
principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida
melancólica! Durante mucho tiempo tu única distracción fue la
suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto
día, cuando me dijiste:
—Me
gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…
—Tendremos
que esperar…
—¿Esperar
qué?
—Que
el sol se ponga.
Pareciste
muy sorprendido primero, y después te reíste de ti mismo. Y me
dijiste:
—Siempre
me creo que estoy en mi tierra.
En
efecto, como todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados
Unidos, en Francia se está poniendo el sol. Sería suficiente poder
trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la puesta del
sol,pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En cambio,
sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos
para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas…
—¡Un
día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!
Y
un poco más tarde añadiste:
—¿Sabes?
Cuando uno está verdaderamente triste le gusta ver las puestas de
sol.
—El
día que la viste cuarenta y tres veces estabas muy triste ¿verdad?
Pero
el principito no respondió.
VII
Al
quinto día y también en relación con el cordero, me fue revelado
este otro secreto de la vida del principito. Me preguntó bruscamente
y sin preámbulo, como resultado de un problema largamente meditado
en silencio:
—Si
un cordero se come los arbustos, se comerá también las flores ¿no?
—Un
cordero se come todo lo que encuentra.
—¿Y
también las flores que tienen espinas?
—Sí;
también las flores que tienen espinas.
—Entonces,
¿para qué le sirven las espinas?
Confieso
que no lo sabía. Estaba yo muy ocupado tratando de destornillar un
perno demasiado apretado del motor; la avería comenzaba a parecerme
cosa grave y la circunstancia de que se estuviera agotando mi
provisión de agua, me hacía temer lo peor.
—¿Para
qué sirven las espinas?
El
principito no permitía nunca que se dejara sin respuesta una
pregunta formulada por él. Irritado
por
la resistencia que me oponía el perno, le respondí lo primero que
se me ocurrió:
—Las
espinas no sirven para nada; son pura maldad de las flores.
—¡Oh!
Y
después de un silencio, me dijo con una especie de rencor:
—¡No
te creo! Las flores son débiles. Son ingenuas. Se defienden como
pueden. Se creen terribles
con sus espinas…
No
le respondí nada; en aquel momento me estaba diciendo a mí mismo:
"Si este perno me resiste
un poco más, lo haré saltar de un martillazo". El principito
me interrumpió de nuevo mis pensamientos:
—¿Tú
crees que las flores…?
—¡No,
no creo nada! Te he respondido cualquier cosa para que te calles.
Tengo que ocuparme de
cosas serias.
Me
miró estupefacto.
—¡De
cosas serias!
Me
miraba con mi martillo en la mano, los dedos llenos de grasa e
inclinado sobre algo que le parecía
muy feo.
—¡Hablas
como las personas mayores!
Me
avergonzó un poco. Pero él, implacable, añadió:
—¡Lo
confundes todo…todo lo mezclas…!
Estaba
verdaderamente irritado; sacudía la cabeza, agitando al viento sus
cabellos dorados.
—Conozco
un planeta donde vive un señor muy colorado, que nunca ha olido una
flor, ni ha mirado
una estrella y que jamás ha querido a nadie. En toda su vida no ha
hecho más que sumas. Y todo
el
día se lo pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio,
yo soy un hombre serio!"… Al parecer
esto
le llena de orgullo. Pero eso no es un hombre, ¡es un hongo!
—¿Un
qué?
—Un
hongo.
El
principito estaba pálido de cólera.
—Hace
millones de años que las flores tiene espinas y hace también
millones de años que los corderos,
a pesar de las espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa
seria averiguar por qué las flores
pierden el tiempo fabricando unas espinas que no les sirven para
nada? ¿Es que no es importante la
guerra de los corderos y las flores?
¿No es esto más serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si yo sé de una flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en mi planeta; si yo sé que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto no es importante?
¿No es esto más serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si yo sé de una flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en mi planeta; si yo sé que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de ello, ¿es que esto no es importante?
El principito enrojeció y después continuó:
—Si
alguien ama a una flor de la que sólo existe un ejemplar en millones
y millones de estrellas, basta
que las mire para ser dichoso.
Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si de pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es importante!
Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" ¡Pero si el cordero se la come, para él es como si de pronto todas las estrellas se apagaran! ¡Y esto no es importante!
No pudo decir más y estalló bruscamente en sollozos.
La noche había caído. Yo había soltado las herramientas y ya no importaban nada el martillo, el perno, la sed y la muerte. ¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un principito a quien consolar! Lo tomé en mis brazos y lo mecí diciéndole: "la flor que tú quieres no corre peligro… te dibujaré un bozal para tu cordero y una armadura para la flor…te…". No sabía qué decirle, cómo consolarle y hacer que tuviera nuevamente confianza en mí; me sentía torpe. ¡Es tan misterioso el país de las lágrimas!
VIII
Aprendí
bien pronto a conocer mejor esta flor.
Siempre había habido en el planeta del principito flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían.
Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor.
El principito observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde.
Siempre había habido en el planeta del principito flores muy simples adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían.
Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de quién sabe dónde, y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor.
El principito observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde.
Elegía
con cuidado sus colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a
uno sus pétalos. No quería salir ya
ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su
belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella
flor! Su misteriosa preparación duraba días y días. Hasta que una
mañana, precisamente al salir el
sol se mostró espléndida.
La
flor, que había trabajado con tanta precisión, dijo bostezando:
—¡Ah,
perdóname… apenas acabo de despertarme… estoy toda despeinada…!
El principito no pudo contener su admiración:
—¡Qué hermosa eres!
—¿Verdad?
—respondió dulcemente la flor—. He nacido al mismo tiempo que el
sol. El principito adivinó
exactamente que ella no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan
conmovedora!
—Me
parece que ya es hora de desayunar — añadió la flor —; si
tuvieras la bondad de pensar un poco
en mí...
Y el principito, muy confuso, habiendo ido a buscar una regadera la roció abundantemente con agua fresca.
Y
así, ella lo había atormentado con su vanidad un poco sombría. Un
día, por ejemplo, hablando de
sus cuatro espinas, dijo al principito:
—¡Ya
pueden venir los tigres, con sus garras!
—No
hay tigres en mi planeta —observó el principito— y, además, los
tigres no comen hierba.
—Yo
nos soy una hierba —respondió dulcemente la flor.
—Perdóname...
—No
temo a los tigres, pero tengo miedo a las corrientes de aire. ¿No
tendrás un biombo?
"Miedo
a las corrientes de aire no es una suerte para una planta —pensó
el principito—. Esta flor
—Por
la noche me cubrirás con un fanal… hace mucho frío en tu tierra.
No se está muy a gusto; allá
de donde yo vengo…
La flor se interrumpió; había llegado allí en forma de semilla y no era posible que conociera otros mundos. Humillada por haberse dejado sorprender inventando una mentira tan ingenua, tosió dos o tres veces para atraerse la simpatía del principito.
—¿Y
el biombo?
—Iba
a buscarlo, pero como no dejabas de hablarme…
Insistió
en su tos para darle al menos remordimientos.
De
esta manera el principito, a pesar de la buena voluntad de su amor,
había llegado a dudar de ella.
Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
Había tomado en serio palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
"Yo
no debía hacerle caso —me confesó un día el principito— nunca
hay que hacer caso a las flores,
basta con mirarlas y olerlas. Mi flor embalsamaba el planeta, pero yo
no sabía gozar con eso…
Aquella
historia de garra y tigres que tanto me molestó, hubiera debido
enternecerme".
Y me contó todavía:
“¡No
supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por
sus palabras. ¡La flor perfumaba
e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar
la ternura que ocultaban sus pobres
astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado
joven para saber amarla".
IX
Creo
que el principito aprovechó la migración de una bandada de pájaros
silvestres para su evasión.
La mañana de la partida, puso en orden el planeta.
Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy útiles para calentar el desayuno todas las mañanas.
La mañana de la partida, puso en orden el planeta.
Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy útiles para calentar el desayuno todas las mañanas.
Tenía, además, un volcán extinguido. Deshollinó también el volcán extinguido, pues, como él decía,
nunca
se sabe lo que puede ocurrir. Si los volcanes están bien
deshollinados, arden sus erupciones, lenta
y regularmente. Las erupciones volcánicas son como el fuego de
nuestras chimeneas.
Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes; los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.
Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los volcanes; los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos disgustos.
El principito arrancó también con un poco de melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía que
no
iba a volver nunca. Pero todos aquellos trabajos le parecieron
aquella mañana extremadamente dulces.
Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso a ponerla al
abrigo del fanal, sintió ganas de llorar.
—Adiós
—le dijo a la flor. Esta no respondió.
—Adiós
—repitió el principito.
La
flor tosió, pero no porque estuviera resfriada.
—He
sido una tonta —le dijo al fin la flor—. Perdóname. Procura ser
feliz.
Se
sorprendió por la ausencia de reproches y quedó desconcertado, con
el fanal en el aire, no comprendiendo
esta tranquila mansedumbre.
—Sí,
yo te quiero —le dijo la flor—, ha sido culpa mía que tú no lo
sepas; pero eso no tiene importancia.
Y tú has sido tan tonto como yo.
Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no lo quiero.
Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no lo quiero.
—Pero
el viento...
—No
estoy tan resfriada como para... El aire fresco de la noche me hará
bien. Soy una flor.
—Y
los animales...
—Será
necesario que soporte dos o tres orugas, si quiero conocer las
mariposas; creo que son muy
hermosas. Si no ¿quién vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos.
En cuanto a las fieras, no las temo:
yo tengo mis garras.
Y
le mostraba ingenuamente sus cuatro espinas. Luego añadió:
—Y
no prolongues más tu despedida. Puesto que has decidido partir, vete
de una vez.
La
flor no quería que la viese llorar: era tan orgullosa...
X
Se
encontraba en la región de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y
330. Para ocuparse en algo
e instruirse al mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono muy sencillo y, sin embargo, majestuoso.
—¡Ah,
—exclamó el rey al divisar al principito—, aquí tenemos un
súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo
es posible que me reconozca si nunca me ha visto?"
Ignoraba
que para los reyes el mundo está muy simplificado. Todos los hombres
son súbditos.
—Aproxímate
para que te vea mejor —le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser
por fin el rey de alguien.
El principito buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado
totalmente por el magnífico manto
de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado,
bostezó.
—La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey —le dijo el monarca—. Te lo prohibo.
—No
he podido evitarlo —respondió el principito muy confuso—, he
hecho un viaje muy largo y apenas
he dormido...
—Entonces
—le dijo el rey— te ordeno que bosteces. Hace años que no veo
bostezar a nadie.
Los
bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo
ordeno!
—Me
da vergüenza... ya no tengo ganas... —dijo el principito
enrojeciendo.
—¡Hum,
hum! —respondió el rey—. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que
bosteces y que no bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara —decía frecuentemente—, si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía".
—¿Puedo sentarme? —preguntó tímidamente el principito.
—Te
ordeno sentarte —le respondió el rey—, recogiendo
majestuosamente un faldón de su manto de armiño.
El
principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que no
se explicaba sobre quién podría
reinar aquel rey.
—Señor
—le dijo—, perdóneme si le pregunto...
—Te
ordeno que me preguntes —se apresuró a decir el rey.
—Señor.
. . ¿sobre qué ejerce su poder?
—Sobre
todo —contestó el rey con gran ingenuidad.
—¿Sobre
todo?
El
rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas y
las estrellas.
—¿Sobre
todo eso? —volvió a preguntar el principito.
—Sobre
todo eso. . . —respondió el rey.
No
era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.
—¿Y
las estrellas le obedecen?
—¡Naturalmente!
—le dijo el rey—. Y obedecen en seguida, pues yo no tolero la
indisciplina.
Un
poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara de
un poder de tal naturaleza, hubiese
podido asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta
y dos, a cien, o incluso a doscientas
puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su silla. Y como se
sentía un poco triste al recordar
su pequeño planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al
rey:
—Me
gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al sol
que se ponga...
—Si
yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como una
mariposa, o de escribir una
tragedia,
o de transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden
recibida ¿de quién sería la
culpa,
mía o de él?
—La
culpa sería de usted —le dijo el principito con firmeza.
—Exactamente.
Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede dar —continuó
el rey. La autoridad
se apoya antes que nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se
tire al mar, el pueblo hará la
revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes
son razonables.
—¿Entonces
mi puesta de sol? —recordó el principito, que jamás olvidaba su
pregunta una vez
que
la había formulado.
—Tendrás
tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi ciencia
gobernante, esperaré que
las
condiciones sean favorables.
—¿Y
cuándo será eso?
—¡Ejem,
ejem! —le respondió el rey, consultando previamente un enorme
calendario—, ¡ejem, ejem!
será hacia... hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás
cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco.
—Ya
no tengo nada que hacer aquí —le dijo al rey—. Me voy.
—No
partas —le respondió el rey que se sentía muy orgulloso de tener
un súbdito—, no te vayas y
te hago ministro.
—¿Ministro
de qué?
—¡De...
de justicia!
—¡Pero
si aquí no hay nadie a quien juzgar!
—Eso
no se sabe —le dijo el rey—. Nunca he recorrido todo mi reino.
Estoy muy viejo y el caminar
me cansa. Y como no hay sitio para una carroza...
—¡Oh!
Pero yo ya he visto. . . —dijo el principito que se inclinó para
echar una ojeada al otro lado
del
planeta—. Allá abajo no hay nadie tampoco. .
—Te
juzgarás a ti mismo —le respondió el rey—. Es
lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
—Yo
puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo necesidad de
vivir aquí.
—¡Ejem,
ejem! Creo —dijo el rey— que en alguna parte del planeta vive una
rata vieja; yo la oigo
por
la noche. Tu podrás juzgar a esta rata vieja.
La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una.
La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya que no hay más que una.
—A
mí no me gusta condenar a muerte a nadie —dijo el principito—.
Creo que me voy a marchar.
—No
—dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no quiso disgustar al viejo monarca, dijo:
—Si
Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría dar una
orden razonable.
Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son favorables...
—¡Te
nombro mi embajador! —se apresuró a gritar el rey. Tenía un
aspecto de gran autoridad.
"Las
personas mayores son muy extrañas", se decía el principito
para sí mismo durante el viaje.
XI
El
segundo planeta estaba habitado por un vanidoso:
Para
los vanidosos todos los demás hombres son admiradores.
—¡Buenos
días! —dijo el principito—. ¡Qué sombrero tan raro tiene!
—Es
para saludar a los que me aclaman —respondió el vanidoso.
Desgraciadamente nunca pasa nadie
por aquí.
—¿Ah,
sí? —preguntó sin comprender el principito.
—Golpea
tus manos una contra otra —le aconsejó el vanidoso.
El principito aplaudió y el vanidoso le saludó modestamente levantando el sombrero.
"Esto
parece más divertido que la visita al rey", se dijo para sí el
principito, que continuó aplaudiendo
mientras el vanidoso volvía a saludarle quitándose el sombrero.
A los cinco minutos el principito se cansó con la monotonía de aquel juego.
—¿Qué
hay que hacer para que el sombrero se caiga? —preguntó el
principito.
Pero
el vanidoso no le oyó. Los vanidosos sólo oyen las alabanzas.
—¿Tú
me admiras mucho, verdad? —preguntó el vanidoso al principito.
—¿Qué
significa admirar?
—Admirar
significa reconocer que yo soy el hombre más bello, el mejor
vestido, el más rico y el más
inteligente del planeta.
—¡Si tú estás solo en tu planeta!
—¡Hazme
ese favor, admírame de todas maneras!
—¡Bueno!
Te admiro —dijo el principito encogiéndose de hombros—, pero
¿para qué te sirve?
Y
el principito se marchó.
"Decididamente,
las personas mayores son muy extrañas", se decía para sí el
principito durante
su
viaje.
XII
El
tercer planeta estaba habitado por un bebedor. Fue una visita muy
corta, pues hundió al principito
en una gran melancolía.
—¿Qué haces ahí? —preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio ante un sinnúmero de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.
—¡Bebo!
—respondió el bebedor con tono lúgubre.
—¿Por
qué bebes? —volvió a preguntar el principito.
—Para
olvidar.
—¿Para
olvidar qué? —inquirió el principito ya compadecido.
—Para
olvidar que siento vergüenza —confesó el bebedor bajando la
cabeza.
—¿Vergüenza
de qué? —se informó el principito deseoso de ayudarle.
—¡Vergüenza
de beber! —concluyó el bebedor, que se encerró nueva y
definitivamente en el silencio.
Y
el principito, perplejo, se marchó.
"No
hay la menor duda de que las personas mayores son muy extrañas",
seguía diciéndose para
sí
el principito durante su viaje.
XIII
El
cuarto planeta estaba ocupado por un hombre de negocios. Este hombre
estaba tan abstraído que
ni siquiera levantó la cabeza a la llegada del principito.
—¡Buenos
días! —le dijo éste—. Su cigarro se ha apagado.
—Tres
y dos cinco. Cinco y siete doce. Doce y tres quince. ¡Buenos días!
Quince y siete
veintidós.
Veintidós y seis veintiocho. No tengo tiempo de encenderlo.
Veintiocho y tres treinta y uno. ¡Uf!
Esto
suma quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos
treinta y uno.
—¿Quinientos
millones de qué?
—¿Eh?
¿Estás ahí todavía? Quinientos millones de... ya no sé... ¡He
trabajado tanto! ¡Yo soy un
hombre
serio y no me entretengo en tonterías! Dos y cinco siete...
—¿Quinientos
millones de qué? —volvió a preguntar el principito, que nunca en
su vida había
renunciado
a una pregunta una vez que la había formulado.
El
hombre de negocios levantó la cabeza:
—Desde
hace cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo me han
molestado tres veces.
La primera, hace veintidós años, fue por un abejorro que había
caído aquí de Dios sabe dónde.
Hacía
un ruido insoportable y me hizo cometer cuatro errores en una suma.
La segunda vez por una
crisis
de reumatismo, hace once años. Yo no hago ningún ejercicio, pues no
tengo tiempo de callejear.
Soy
un hombre serio. Y la tercera vez... ¡la tercera vez es ésta!
Decía, pues, quinientos un millones...
—¿Millones
de qué?
El
hombre de negocios comprendió que no tenía ninguna esperanza de que
lo dejaran en paz.
—Millones
de esas pequeñas cosas que algunas veces se ven en el cielo.
—¿Moscas?15
—¡No,
cositas que brillan!
—¿Abejas?
—No.
Unas cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Yo soy
un hombre serio y no
tengo
tiempo de desvariar!
—¡Ah!
¿Estrellas?
—Eso
es. Estrellas.
—¿Y
qué haces tú con quinientos millones de estrellas?
—Quinientos
un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno. Yo
soy un hombre serio
y exacto.
—¿Y
qué haces con esas estrellas? —¿Que qué hago con ellas?
—Sí.
—Nada.
Las poseo.
—¿Que
las estrellas son tuyas?
—Sí.
—Yo
he visto un rey que...
—Los
reyes no poseen nada... Reinan. Es muy diferente.
—¿Y
de qué te sirve poseer las estrellas?
—Me
sirve para ser rico.
—¿Y
de qué te sirve ser rico?
—Me
sirve para comprar más estrellas si alguien las descubre.
"Este,
se dijo a sí mismo el principito, razona poco más o menos como mi
borracho".
No
obstante le siguió preguntando:
—¿Y
cómo es posible poseer estrellas?
—¿De
quién son las estrellas? —contestó punzante el hombre de
negocios.
—No
sé. . . De nadie.
—Entonces
son mías, puesto que he sido el primero a quien se le ha ocurrido la
idea.
—¿Y
eso basta?
—Naturalmente.
Si te encuentras un diamante que nadie reclama, el diamante es tuyo.
Si encontraras
una isla que a nadie pertenece, la isla es tuya. Si eres el primero
en tener una idea y la haces
patentar, nadie puede aprovecharla: es tuya. Las estrellas son mías,
puesto que nadie, antes que yo,
ha pensado en poseerlas.
—Eso
es verdad —dijo el principito— ¿y qué haces con ellas?
—Las
administro. Las cuento y las recuento una y otra vez —contestó el
hombre de negocios—.
Es
algo difícil. ¡Pero yo soy un hombre serio!
El
principito no quedó del todo satisfecho.
—Si
yo tengo una bufanda, puedo ponérmela al cuello y llevármela. Si
soy dueño de una flor,
puedo
cortarla y llevármela también. ¡Pero tú no puedes llevarte las
estrellas!
—Pero
puedo colocarlas en un banco.
—¿Qué
quiere decir eso?
—Quiere
decir que escribo en un papel el número de estrellas que tengo y
guardo bajo llave en
un
cajón ese papel.
—¿Y
eso es todo?
—¡Es
suficiente!
"Es
divertido", pensó el principito. "Es incluso bastante
poético. Pero no es muy serio".
El
principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes de las
ideas de las personas
mayores.
—Yo
—dijo aún— tengo una flor a la que riego todos los días; poseo
tres volcanes a los que deshollino
todas las semanas, pues también me ocupo del que está extinguido;
nunca se sabe lo que puede
ocurrir.
Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada
Es útil, pues, para mis volcanes y para mi flor que yo las posea. Pero tú, tú no eres nada
útil
para las estrellas...
El
hombre de negocios abrió la boca, pero no encontró respuesta.
El
principito abandonó aquel planeta.
"Las
personas mayores, decididamente, son extraordinarias", se decía
a sí mismo con sencillez
durante
el viaje.
XIV
El
quinto planeta era muy curioso. Era el más pequeño de todos, pues
apenas cabían en él un farol
y el farolero que lo habitaba. El principito no lograba explicarse
para qué servirían allí, en el cielo, en un
planeta sin casas y sin población un farol y un farolero. Sin
embargo, se dijo a sí mismo:
"Este
hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el
rey, el vanidoso, el hombre
de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido. Cuando
enciende su farol, es igual que
si hiciera nacer una estrella más o una flor y cuando lo apaga hace
dormir a la flor o a la estrella. Es
una
ocupación muy bonita y por ser bonita es verdaderamente útil".
Cuando llegó al planeta saludó respetuosamente al farolero:
—¡Buenos
días! ¿Por qué acabas de apagar tu farol?
—Es
la consigna —respondió el farolero—. ¡Buenos días!
—¿Y
qué es la consigna?
—Apagar
mi farol. ¡Buenas noches! Y encendió el farol.
—¿Y
por qué acabas de volver a encenderlo?
—Es
la consigna.
—No
lo comprendo —dijo el principito.
—No
hay nada que comprender —dijo el farolero—. La consigna es la
consigna. ¡Buenos días!
Y
apagó su farol.
Luego
se enjugó la frente con un pañuelo de cuadros rojos.
—Mi
trabajo es algo terrible. En otros tiempos era razonable; apagaba el
farol por la mañana y lo encendía
por la tarde. Tenía el resto del día para reposar y el resto de la
noche para dormir.
—¿Y
luego cambiaron la consigna?
—Ese
es el drama, que la consigna no ha cambiado —dijo el farolero—.
El planeta gira cada vez más
de prisa de año en año y la consigna sigue siendo la misma.
—¿Y
entonces? —dijo el principito.
—Como
el planeta da ahora una vuelta completa cada minuto, yo no tengo un
segundo de reposo.
Enciendo y apago una vez por minuto.
—¡Eso
es raro! ¡Los días sólo duran en tu tierra un minuto!
—Esto
no tiene nada de divertido —dijo el farolero—. Hace ya un mes que
tú y yo estamos
hablando.
—¿Un
mes?
—Sí,
treinta minutos. ¡Treinta días! ¡Buenas noches!
Y
volvió a encender su farol.
El principito lo miró y le gustó este farolero que tan fielmente cumplía la consigna. Recordó las puestas de sol que en otro tiempo iba a buscar arrastrando su silla. Quiso ayudarle a su amigo.
—¿Sabes? Yo conozco un medio para que descanses cuando quieras...
—Yo
quiero descansar siempre —dijo el farolero.
Se
puede ser a la vez fiel y perezoso.
El
principito prosiguió:
—Tu
planeta es tan pequeño que puedes darle la vuelta en tres zancadas.
No tienes que hacer más
que caminar muy lentamente para quedar siempre al sol. Cuando quieras
descansar, caminarás... y
el
día durará tanto tiempo cuanto quieras.
—Con
eso no adelanto gran cosa —dijo el farolero—, lo que a mí me
gusta en la vida es dormir.
—No
es una suerte —dijo el principito.
—No,
no es una suerte —replicó el farolero—. ¡Buenos días! Y
apagó su farol.
Mientras el principito proseguía su viaje, se iba diciendo para sí: "Este sería despreciado por los
otros,
por el rey, por el vanidoso, por el bebedor, por el hombre de
negocios. Y, sin embargo, es el único que
no me parece ridículo, quizás porque se ocupa de otra cosa y no de
sí mismo. Lanzó un suspiro de pena
y continuó diciéndose:
"Es el único de quien pude haberme hecho amigo. Pero su planeta es demasiado pequeño y no hay lugar para dos..."
Lo que el principito no se atrevía a confesarse, era que la causa por la cual lamentaba no quedarse en este bendito planeta se debía a las mil cuatrocientas cuarenta puestas de sol que podría disfrutar cada veinticuatro horas.
XV
El
sexto planeta era diez veces más grande. Estaba habitado por un
anciano que escribía grandes
libros.
—¡Anda,
un explorador! —exclamó cuando divisó al principito.
Este
se sentó sobre la mesa y reposó un poco. ¡Había viajado ya tanto!
—¿De
dónde vienes tú? —le preguntó el anciano.
—¿Qué
libro es ese tan grande? —preguntó a su vez el principito—. ¿Qué
hace usted aquí?
—Soy
geógrafo —dijo el anciano.
—¿Y
qué es un geógrafo?18
—Es
un sabio que sabe donde están los mares, los ríos, las ciudades,
las montañas y los desiertos.
—Eso
es muy interesante —dijo el principito—. ¡Y es un verdadero
oficio!
Dirigió
una mirada a su alrededor sobre el planeta del geógrafo; nunca había
visto un planeta tan majestuoso.
—Es
muy hermoso su planeta. ¿Hay océanos aquí?
—No
puedo saberlo —dijo el geógrafo.
—¡Ah!
(El principito se sintió decepcionado). ¿Y montañas?
—No
puedo saberlo —repitió el geógrafo.
—¿Y
ciudades, ríos y desiertos?
—Tampoco
puedo saberlo.
—¡Pero
usted es geógrafo!
—Exactamente
—dijo el geógrafo—, pero no soy explorador, ni tengo
exploradores que me informen.
El geógrafo no puede estar de acá para allá contando las ciudades, los ríos, las montañas, los
El geógrafo no puede estar de acá para allá contando las ciudades, los ríos, las montañas, los
océanos
y los desiertos; es demasiado importante para deambular por ahí. Se
queda en su despacho y allí
recibe a los exploradores. Les interroga y toma nota de sus informes.
Si los informes de alguno de ellos
le parecen interesantes, manda hacer una investigación sobre la
moralidad del explorador.
—¿Para
qué?
—Un
explorador que mintiera sería una catástrofe para los libros de
geografía. Y también lo sería
un
explorador que bebiera demasiado.
—¿Por
qué? —preguntó el principito.
—Porque
los borrachos ven doble y el geógrafo pondría dos montañas donde
sólo habría una.
—Conozco
a alguien —dijo el principito—, que sería un mal explorador.
—Es
posible. Cuando se está convencido de que la moralidad del
explorador es buena, se hace
una
investigación sobre su descubrimiento.
—¿
Se va a ver?
—No,
eso sería demasiado complicado. Se exige al explorador que
suministre pruebas. Por ejemplo,
si se trata del descubrimiento de una gran montaña, se le pide que
traiga grandes piedras.
Súbitamente
el geógrafo se sintió emocionado:
—Pero...
¡tú vienes de muy lejos! ¡Tú eres un explorador! Vas a
describirme tu planeta.
Y
el geógrafo abriendo su registro afiló su lápiz.
Los relatos de los exploradores se escriben primero con lápiz. Se espera que el explorador presente sus pruebas para pasarlos a tinta.
Los relatos de los exploradores se escriben primero con lápiz. Se espera que el explorador presente sus pruebas para pasarlos a tinta.
—¿Y
bien? —interrogó el geógrafo.
—¡Oh!
Mi tierra —dijo el principito— no es interesante, todo es muy
pequeño. Tengo tres
volcanes,
dos en actividad y uno extinguido; pero nunca se sabe...
—No,
nunca se sabe —dijo el geógrafo.
—Tengo
también una flor.
—De
las flores no tomamos nota.
—¿Por
qué? ¡Son lo más bonito!
—Porque
las flores son efímeras.
—¿Qué
significa "efímera"?
—Las geografías —dijo el geógrafo— son los libros más preciados e interesantes; nunca pasan de moda.
Es muy raro que una montaña cambie de sitio o que un océano quede sin agua. Los geógrafos escribimos sobre cosas eternas.
—Pero
los volcanes extinguidos pueden despertarse —interrumpió el
principito—. ¿Qué significa "efímera"?
—Que
los volcanes estén o no en actividad es igual para nosotros. Lo
interesante es la montaña que nunca cambia.
—Pero,
¿qué significa "efímera"? —repitió el principito que
en su vida había renunciado a una pregunta
una vez formulada.
—Significa
que está amenazado de próxima desaparición.
—¿Mi
flor está amenazada de desaparecer próximamente?
—Indudablemente.
"Mi flor es efímera —se dijo el principito— y no tiene más que cuatro espinas para defenderse contra el mundo. ¡Y la he dejado allá sola en mi casa!".
Por primera vez se arrepintió de haber dejado su planeta, pero bien pronto recobró su valor.
—¿Qué me aconseja usted que visite ahora? —preguntó.
—La
Tierra —le contestó el geógrafo—. Tiene muy buena reputación...
Y
el principito partió pensando en su flor.
XVI
¡La
Tierra no es un planeta cualquiera!
Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.
Se cuentan en él ciento once reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros), siete mil geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.
Para
darles una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que
antes de la invención de la
electricidad
había que mantener sobre el conjunto de los seis continentes un
verdadero ejército de cuatrocientos
sesenta y dos mil quinientos once faroleros.
Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los movimientos de este ejército estaban regulados como los de un ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros de Nueva Zelandia y de Australia. Encendían sus faroles y se iban a dormir. Después tocaba el turno en la danza a los faroleros de China y Siberia, que a su vez se perdían entre bastidores.
Luego seguían los faroleros de Rusia y la India, después los de África y Europa y finalmente, los de América del Sur y América del Norte. Nunca se equivocaban en su orden de entrada en escena.
Era
grandioso.
Solamente
el farolero del único farol del polo norte y su colega del único
farol del polo sur, llevaban una vida de ociosidad y descanso. No
trabajaban más que dos veces al año.
XVII
Cuando
se quiere ser ingenioso, sucede que se miente un poco. No he sido muy
honesto al hablar de los faroleros y corro el riesgo de dar una falsa
idea de nuestro planeta a los que no lo conocen.
Los
hombres ocupan muy poco lugar sobre la Tierra.
Si
los dos mil millones de habitantes que la pueblan se pusieran de pie
y un poco apretados, como en un mitin, cabrían fácilmente en una
plaza de veinte millas de largo por veinte de ancho. La humanidad
podría amontonarse sobre el más pequeño islote del Pacífico.
Las
personas mayores no les creerán, seguramente, pues siempre se
imaginan que ocupan mucho sitio. Se creen importantes como los
baobabs. Les dirán, pues, que hagan el cálculo; eso les gustará ya
que adoran las cifras. Pero no es necesario que pierdan el tiempo
inútilmente, puesto que tienen confianza en mí.
El
principito, una vez que llegó a la Tierra, quedó sorprendido de no
ver a nadie. Tenía miedo de haberse equivocado de planeta, cuando un
anillo de color de luna se revolvió en la arena.
—¡Buenas
noches! —dijo el principito.
—¡Buenas
noches! —dijo la serpiente.
—¿Sobre
qué planeta he caído? —preguntó el principito.
—Sobre
la Tierra, en África —respondió la serpiente.
—¡Ah!
¿Y no hay nadie sobre la Tierra?
—Esto
es el desierto. En los desiertos no hay nadie. La Tierra es muy
grande —dijo la serpiente.
El
principito se sentó en una piedra y elevó los ojos al cielo.
—Yo
me pregunto —dijo— si las estrellas están encendidas para que
cada cual pueda un día encontrar la suya. Mira mi planeta; está
precisamente encima de nosotros... Pero... ¡qué lejos está!
—Es
muy bella —dijo la serpiente—. ¿Y qué vienes tú a hacer aquí?
—Tengo
problemas con una flor —dijo el principito.
—¡Ah!
Y
se callaron.
—¿Dónde
están los hombres? —prosiguió por fin el principito. Se está un
poco solo en el desierto...
—También
se está solo donde los hombres —afirmó la serpiente.
El
principito la miró largo rato y le dijo: —Eres un bicho raro,
delgado como un dedo...
—Pero
soy más poderoso que el dedo de un rey —le interrumpió la
serpiente.
El
principito sonrió:
—No
me pareces muy poderoso... ni siquiera tienes patas... ni tan
siquiera puedes viajar...
—Puedo
llevarte más lejos que un navío —dijo la serpiente.
Se
enroscó alrededor del tobillo del principito como un brazalete de
oro.
—Al
que yo toco, le hago volver a la tierra de donde salió. Pero tú
eres puro y vienes de una
estrella...
El
principito no respondió.
—Me
das lástima, tan débil sobre esta tierra de granito. Si algún día
echas mucho de menos tu planeta, puedo ayudarte. Puedo...
—¡Oh!
—dijo el principito—. Te he comprendido. Pero ¿por qué hablas
con enigmas?
—Yo
los resuelvo todos —dijo la serpiente.
Y
se callaron.
XVIII
El
principito atravesó el desierto en el que sólo encontró una flor
de tres pétalos, una flor de nada.
—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos días! —dijo el principito.
—¡Buenos
días! —dijo la flor.
—¿Dónde
están los hombres? —preguntó cortésmente el principito.
La
flor, un día, había visto pasar una caravana.
—¿Los
hombres? No existen más que seis o siete, me parece. Los he visto
hace ya años y nunca se sabe dónde encontrarlos. El viento los
pasea. Les faltan las raíces. Esto les molesta.
—Adiós
—dijo el principito.
—Adiós
—dijo la flor.
XIX
El
principito escaló hasta la cima de una alta montaña. Las únicas
montañas que él había conocido
eran los tres volcanes que le llegaban a la rodilla. El volcán
extinguido lo utilizaba como taburete.
"Desde una montaña tan alta como ésta, se había dicho, podré
ver todo el planeta y a todos los hombres..." Pero no alcanzó a
ver más que algunas puntas de rocas.
—¡Buenos
días! —exclamó el principito al acaso.
—¡Buenos
días! ¡Buenos días! ¡Buenos días! —respondió el eco.
—¿Quién
eres tú? —preguntó el principito.
—¿Quién
eres tú?... ¿Quién eres tú?... ¿Quién eres tú?... —contestó
el eco.
—Sed
mis amigos, estoy solo —dijo el principito.
—Estoy
solo... estoy solo... estoy solo... —repitió el eco.
"¡Qué
planeta más raro! —pensó entonces el principito—, es seco,
puntiagudo y salado. Y los hombres carecen de imaginación; no hacen
más que repetir lo que se les dice... En mi tierra tenía una flor:
hablaba siempre la primera... "
XX
Pero
sucedió que el principito, habiendo atravesado arenas, rocas y
nieves, descubrió finalmente un
camino. Y los caminos llevan siempre a la morada de los hombres.
—¡Buenos
días! —dijo.
Era
un jardín cuajado de rosas.
—¡Buenos
días! —dijeran las rosas.
El
principito las miró. ¡Todas se parecían tanto a su flor!
—¿Quiénes
son ustedes? —les preguntó estupefacto.
—Somos
las rosas —respondieron éstas.
—¡Ah!
—exclamó el principito.
Y
se sintió muy desgraciado. Su flor le había dicho que era la única
de su especie en todo el universo.
¡Y
ahora tenía ante sus ojos más de cinco mil todas semejantes, en un
solo jardín!
Si
ella viese todo es to, se decía el principito, se sentiría vejada,
tosería muchísimo y simularía morir para escapar al ridículo. Y
yo tendría que fingirle cuidados, pues sería capaz de dejarse morir
verdaderamente para humillarme a mí también... "
Y
luego continuó diciéndose: "Me creía rico con una flor única
y resulta que no tengo más que una rosa ordinaria. Eso y mis tres
volcanes que apenas me llegan a la rodilla y uno de los cuales acaso
esté extinguido para siempre. Realmente no soy un gran príncipe...
" Y echándose sobre la hierba, el principito lloró.
XXI
—¡Buenos
días! —dijo el zorro.
—¡Buenos
días! —respondió cortésmente el principito que se volvió pero
no vio nada.
—Estoy
aquí, bajo el manzano —dijo la voz.
—¿Quién
eres tú? —preguntó el principito—. ¡Qué bonito eres!
—Soy
un zorro —dijo el zorro.
—Ven
a jugar conmigo —le propuso el principito—, ¡estoy tan triste!
—No
puedo jugar contigo —dijo el zorro—, no estoy domesticado.
—¡Ah,
perdón! —dijo el principito.
Pero
después de una breve refl exión, añadió:
—¿Qué
significa "domesticar"?
—Tú
no eres de aquí —dijo el zorro— ¿qué buscas?
—Busco
a los hombres —le respondió el principito—. ¿Qué significa
"domesticar"?
—Los
hombres —dijo el zorro— tienen escopetas y cazan. ¡Es muy
molesto! Pero también crían gallinas.
Es lo único que les interesa. ¿Tú buscas gallinas?
—No
—dijo el principito—. Busco amigos. ¿Qué significa
"domesticar"? —volvió a preguntar el principito.
—Es
una cosa ya olvidada —dijo el zorro—, significa "crear
vínculos... "
—¿Crear
vínculos?
—Efectivamente,
verás —dijo el zorro—. Tú no eres para mí todavía más que un
muchachito igual
a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada.
Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
—Comienzo
a comprender —dijo el principito—. Hay una flor... creo que ella
me ha domesticado...
—Es
posible —concedió el zorro—, en la Tierra se ven todo tipo de
cosas.
—¡Oh,
no es en la Tierra! —exclamó el principito.
El zorro pareció intrigado:
—¿En
otro planeta?
—Sí.
—¿Hay
cazadores en ese planeta?
—No.
—¡Qué
interesante! ¿Y gallinas?
—No.
—Nada
es perfecto —suspiró el zorro.
Y
después volviendo a su idea:
—Mi
vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí.
Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por
consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará
llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los
demás.
Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques!
El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.
Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música. Y además, ¡mira! ¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques!
El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo.
El zorro se calló y miró un buen rato al principito:
—Por
favor... domestícame —le dijo.
—Bien
quisiera —le respondió el principito pero no tengo mucho tiempo.
He de buscar amigos y conocer muchas cosas.
—Sólo
se conocen bien las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los
hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en
las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres
no tienen ya amigos. ¡Si quieres un amigo, domestícame!
—¿Qué
debo hacer? —preguntó el principito.
—Debes
tener mucha paciencia —respondió el zorro—.
Te
sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en el suelo; yo te
miraré con el rabillo del ojo y tú no me dirás nada. El lenguaje
es fuente de malos entendidos. Pero cada día podrás sentarte un
poco más cerca...
El
principito volvió al día siguiente.
—Hubiera
sido mejor —dijo el zorro— que vinieras a la misma hora. Si
vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde; desde las tres yo
empezaría a ser dichoso. Cuanto más avance la hora, más feliz me
sentiré. A las cuatro me sentiré agitado e inquieto, descubriré
así lo que vale la felicidad. Pero si tú vienes a cualquier hora,
nunca sabré cuándo preparar mi corazón... Los ritos son
necesarios.
—¿Qué
es un rito? —inquirió el principito.
—Es
también algo demasiado olvidado —dijo el zorro—. Es lo que hace
que un día no se parezca a otro día y que una hora sea diferente a
otra. Entre los cazadores, por ejemplo, hay un rito. Los jueves
bailan con las muchachas del pueblo.
Los
jueves entonces son días maravillosos en los que puedo ir de paseo
hasta la viña. Si los cazadores no bailaran en día fijo, todos los
días se parecerían y yo no tendría vacaciones.
De
esta manera el principito domesticó al zorro. Y cuando se fue
acercando el día de la partida:
—¡Ah!
—dijo el zorro—, lloraré.
—Tuya
es la culpa —le dijo el principito—, yo no quería hacerte daño,
pero tú has querido que te domestique...
—Ciertamente
—dijo el zorro.
—¡Y
vas a llorar!, —dijo él principito.
—¡Seguro!
—No
ganas nada.
—Gano
—dijo el zorro— he ganado a causa del color del trigo.
Y
luego añadió:
—Vete
a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo.
Volverás a decirme adiós y yo te regalaré un secreto.
El
principito se fue a ver las rosas a las que dijo:
—No
son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado
ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que
en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros.
Pero
yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.
Las
rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó
diciéndoles:
—Son
muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes.
Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mí rosa es
igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante
que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que
abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o
tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído
quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa,
en fin.
Y
volvió con el zorro.
—Adiós
—le dijo.
—Adiós
—dijo el zorro—. He aquí mi secreto, que no puede ser más
simple : sólo con el corazón
se
puede ver bien; lo esencial es invisible para los ojos.
—Lo
esencial es invisible para los ojos —repitió el principito para
acordarse.
—Lo
que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido
con ella.
—Es
el tiempo que yo he perdido con ella... —repitió el principito
para recordarlo.
—Los
hombres han olvidado esta verdad —dijo el zorro—, pero tú no
debes olvidarla. Eres
responsable
para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu
rosa...
—Yo
soy responsable de mi rosa... —repitió el principito a fin de
recordarlo.
XXII
—¡Buenos
días! —respondió el guardavía.
—¿Qué
haces aquí? —le preguntó el principito.
—Formo
con los viajeros paquetes de mil y despacho los trenes que los
llevan, ya a la derecha, y a
a la izquierda.
Y un tren rápido iluminado, rugiendo como el trueno, hizo temblar la caseta del guardavía.
—Tienen
mucha prisa —dijo el principito—. ¿Qué buscan?
—Ni
siquiera el conductor de la locomotora lo sabe —dijo el guardavía.
Un
segundo rápido iluminado rugió en sentido inverso.
—¿Ya
vuelve? —preguntó el principito.
—No
son los mismos —contestó el guardavía—. Es un cambio.
—¿No
se sentían contentos donde estaban?
—Nunca
se siente uno contento donde está —respondió el guardavía.
Y
rugió el trueno de un tercer rápido iluminado.
—¿Van
persiguiendo a los primeros vi ajeros? —preguntó el principito.
—No
persiguen absolutamente nada —le dijo el guardavía—; duermen o
bostezan allí dentro.
Únicamente
los niños aplastan su nariz contra los vidrios.
—Únicamente
los niños saben lo que buscan —dijo el principito. Pierden el
tiempo con una muñeca
de trapo que viene a ser lo más importante para ellos y si se la
quitan, lloran...
—¡Qué
suerte tienen! —dijo el guardavía.
XXIII
—¡Buenos
días! —dijo el principito.
—¡Buenos
días! —respondió el comerciante.
Era un comerciante de píldoras perfeccionadas que quitan la sed. Se toma una por semana y ya no se sienten ganas de beber.
—¿Por
qué vendes eso? —preguntó el principito.
—Porque
con esto se economiza mucho tiempo. Según el cálculo hecho por los
expertos, se ahorran
cincuenta y tres minutos por semana.
—¿Y
qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
—Lo
que cada uno quiere... "
"Si
yo dispusiera de cincuenta y tres minutos —pensó el principito—
caminaría suavemente hacia
una
fuente..."
XXIV
Era
el octavo día de mi avería en el desierto y había escuchado la
historia del comerciante bebiendo
la última gota de mi provisión de agua.
—¡Ah
—le dije al principito—, son muy bonitos tus cuentos, pero yo no
he reparado mi avión, no tengo
nada para beber y sería muy feliz si pudiera irme muy tranquilo en
busca de una fuente!
—Mi
amigo el zorro..., me dijo...
—No
se trata ahora del zorro, muchachito...
—¿Por
qué?
—Porque
nos vamos a morir de sed...
No
comprendió mi razonamiento y replicó:
—Es
bueno haber tenido un amigo, aún si vamos a morir. Yo estoy muy
contento de haber tenido un
amigo zorro.
"Es
incapaz de medir el peligro —me dije — Nunca tiene hambre ni sed
y un poco de sol le basta..."
El
principito me miró y respondió a mi pensamiento:
—Tengo
sed también... vamos a buscar un pozo. ..
Tuve
un gesto de cansancio; es absurdo buscar un pozo, al azar, en la
inmensidad del desierto.
Sin
embargo, nos pusimos en marcha.
Después
de dos horas de caminar en silencio, cayó la noche y las estrellas
comenzaron a brillar.
Yo
las veía como en sueño, pues a causa de la sed tenía un poco de
fiebre. Las palabras del principito danzaban
en mi mente.
—¿Tienes
sed, tú también? —le pregunté. Pero no respondió a mi pregunta,
diciéndome simplemente:
—El agua puede ser buena también para el corazón...
No
comprendí sus palabras, pero me callé; sabía muy bien que no había
que interrogarlo.
El
principito estaba cansado y se sentó; yo me senté a su lado y
después de un silencio me dijo:
—Las
estrellas son hermosas, por una flor que no se ve...
Respondí
"seguramente" y miré sin hablar los pliegues que la arena
formaba bajo la luna.
—El
desierto es bello —añadió el principito.
Era
verdad; siempre me ha gustado el desierto.
Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio...
Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio...
—Lo
que más embellece al desierto —dijo el principito— es el pozo
que oculta en algún sitio...
Me
quedé sorprendido al comprender súbitamente ese misterioso
resplandor de la arena.
Cuando yo era niño vivía en una casa antigua en la que, según la leyenda, había un tesoro escondido.
Sin duda que nadie supo jamás descubrirlo y quizás nadie lo buscó, pero parecía toda encantada por ese tesoro.
Cuando yo era niño vivía en una casa antigua en la que, según la leyenda, había un tesoro escondido.
Sin duda que nadie supo jamás descubrirlo y quizás nadie lo buscó, pero parecía toda encantada por ese tesoro.
Mi
casa ocultaba un secreto en el fondo de su corazón...
—Sí
—le dije al principito— ya se trate de la casa, de las estrellas
o del desierto, lo que les
embellece
es invisible.
—Me
gusta —dijo el principito— que estés de acuerdo con mi zorro.
Como
el principito se dormía, lo tomé en mis brazos y me puse nuevamente
en camino. Me sentía
emocionado llevando aquel frágil tesoro, y me parecía que nada más
frágil había sobre la Tierra.
Miraba
a la luz de la luna aquella frente pálida, aquellos ojos cerrados,
los cabellos agitados por el viento y
me decía: "lo que veo es sólo la corteza; lo más importante
es invisible... "
Como
sus labios entreabiertos esbozaron una sonrisa, me dije: "Lo que
más me emociona de este
principito dormido es su fidelidad a una flor, es la imagen de la
rosa que resplandece en él como la
llama
de una lámpara, incluso cuando duerme... " Y lo sentí más
frágil aún. Pensaba que a las lámparas
hay
que protegerlas: una racha de viento puede apagarlas...
XXV
—Los
hombres —dijo el principito— se meten en los rápidos pero no
saben dónde van ni lo que quieren.
. .
Entonces se agitan y dan vueltas...
Entonces se agitan y dan vueltas...
Y
añadió:
—¡No
vale la pena!...
El
pozo que habíamos encontrado no se parecía en nada a los pozos
saharianos. Estos pozos son
simples agujeros que se abren en la arena. El que teníamos ante
nosotros parecía el pozo de un pueblo;
pero por allí no había ningún pueblo y me parecía estar soñando.
—¡Es
extraño! —le dije al principito—. Todo está a punto: la
roldana, el balde y la cuerda...
Se
rió y tocó la cuerda; hizo mover la roldana. Y la roldana gimió
como una vieja veleta cuando el viento
ha dormido mucho.
—¿Oyes?
—dijo el principito—. Hemos despertado al pozo y canta.
No
quería que el principito hiciera el menor esfuerzo y le dije:
—Déjame
a mí, es demasiado pesado para ti.
Lentamente
subí el cubo hasta el brocal donde lo dejé bien seguro. En mis
oídos sonaba aún el canto
de la roldana y veía temblar al sol en el agua agitada.
—Tengo
sed de esta agua —dijo el principito—, dame de beber...
¡Comprendí
entonces lo que él había buscado!
Levanté
el balde hasta sus labios y el principito bebió con los ojos
cerrados. Todo era bello como una
fiesta. Aquella agua era algo más que un alimento. Había nacido del
caminar bajo las estrellas, del canto
de la roldana, del esfuerzo de mis brazos. Era como un regalo para el
corazón. Cuando yo era niño,
las
luces del árbol de Navidad, la música de la misa de medianoche, la
dulzura de las sonrisas, daban su resplandor
a mi regalo de Navidad.
—Los
hombres de tu tierra —dijo el principito— cultivan cinco mil
rosas en un jardín y no encuentran
lo que buscan.
—No
lo encuentran nunca —le respondí. —Y sin embargo, lo que buscan
podrían encontrarlo en una
sola rosa o en un poco de agua...
—Sin
duda, respondí. Y el principito añadió:
—Pero
los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón.
Yo
había bebido y me encontraba bien. La arena, al alba, era color de
miel, del que gozaba hasta sentirme
dichoso. ¿Por qué había de sentirme triste?
—Es
necesario que cumplas tu promesa —dijo dulcemente el principito que
nuevamente se había
sentado
junto a mí.
—¿Qué
promesa?
—Ya
sabes... el bozal para mi cordero... soy responsable de mi flor.
Saqué
del bolsillo mis esbozos de dibujo. El principito los miró y dijo
riendo:
—Tus
baobabs parecen repollos...
—¡Oh!
¡Y yo que estaba tan orgulloso de mis baobabs!
—Tu
zorro tiene orejas que parecen cuernos; son demasiado largas.
Y
volvió a reír.
—Eres
injusto, muchachito; yo no sabía dibujar más que boas cerradas y
boas abiertas.
—¡Oh,
todo se arreglará! —dijo el principito—. Los niños entienden.
Bosquejé,
pues, un bozal y se lo alargué con el corazón oprimido:
—Tú
tienes proyectos que yo ignoro...
Pero
no me respondió.
—¿Sabes?
—me dijo—. Mañana hace un año de mi caída en la Tierra...
Y
después de un silencio, añadió:
—Caí
muy cerca de aquí...
El
principito se sonrojó y nuevamente, sin comprender por qué,
experimenté una extraña tristeza.
Sin
embargo, se me ocurrió preguntar:
—Entonces
no te encontré por azar hace ocho días, cuando paseabas por estos
lugares, a mil millas
de distancia del lugar habitado más próximo. ¿Es que volvías al
punto de tu caída?
El
principito enrojeció nuevamente.
Y
añadí vacilante.
—¿Quizás
por el aniversario?
El principito se ruborizó una vez más. Aunque nunca respondía a las preguntas, su rubor significaba una respuesta afirmativa.
—¡Ah!
—le dije— tengo miedo.
Pero
él me respondió:
—Tú
debes trabajar ahora; vuelve, pues, junto a tu máquina, que yo te
espero aquí. Vuelve mañana
por la tarde.
Pero
yo no estaba tranquilo y me acordaba del zorro. Si se deja uno
domesticar, se expone a llorar
un poco...
XXVI
Al
lado del pozo había una ruina de un viejo muro de piedras. Cuando
volví de mi trabajo al día siguiente
por la tarde, vi desde lejos al principito sentado en lo alto con las
piernas colgando. Lo oí que hablaba.
—¿No
te acuerdas? ¡No es aquí con exactitud!
Alguien
le respondió sin duda, porque él replicó:
—¡Sí,
sí; es el día, pero no es este el lugar!
Proseguí
mi marcha hacia el muro, pero no veía ni oía a nadie. Y sin
embargo, el principito replicó de
nuevo.
—¡Claro!
Ya verás dónde comienza mi huella en la arena. No tienes más que
esperarme, que allí estaré
yo esta noche.
Yo
estaba a veinte metros y continuaba sin distinguir nada.
El
principito, después de un silencio, dijo aún:
—¿Tienes
un buen veneno? ¿Estás segura de no hacerme sufrir mucho?
Me
detuve con el corazón oprimido, siempre sin comprender.
—¡Ahora
vete —dijo el principito—, quiero volver a bajarme!
Dirigí
la mirada hacia el pie del muro e instintivamente di un brinco. Una
serpiente de esas amarillas que matan a una persona en menos de
treinta segundos, se erguía en dirección al principito.
Echando mano al bolsillo para sacar mi revólver, apreté el paso, pero, al ruido que hice, la serpiente se dejó deslizar suavemente por la arena como un surtidor que muere, y, sin apresurarse demasiado, se escurrió entre las piedras con un ligero ruido metálico.
Llegué
junto al muro a tiempo de recibir en mis brazos a mi principito, que
estaba blanco como la nieve.
—¿Pero
qué historia es ésta? ¿De charla también con las serpientes?
Le
quité su eterna bufanda de oro, le humedecí las sienes y le di de
beber, sin atreverme a hacerle pregunta alguna. Me miró gravemente
rodeándome el cuello con sus brazos. Sentí latir su corazón,
como el de un pajarillo que muere a tiros de carabina.
—Me
alegra —dijo el principito— que hayas encontrado lo que faltaba a
tu máquina. Así podrás volver a tu tierra...
—¿Cómo
lo sabes?
Precisamente
venía a comunicarle que, a pesar de que no lo esperaba, había
logrado terminar mi trabajo.
No
respondió a mi pregunt a, sino que añadió:
—También
yo vuelvo hoy a mi planeta...
Luego,
con melancolía:
—Es
mucho más lejos... y más difícil...
Me daba cuenta de que algo extraordinario pasaba en aquellos momentos. Estreché al principito entre mis brazos como sí fuera un niño pequeño, y no obstante, me pareció que descendía en picada hacia un abismo sin que fuera posible hacer nada para retenerlo.
Su
mirada, seria, estaba perdida en la lejanía.
—Tengo
tu cordero y la caja para el cordero. Y tengo también el bozal.
Y
sonreía melancólicamente.
Esperé
un buen rato. Sentía que volvía a entrar en calor poco a poco:
—Has
tenido miedo, muchachito...
Lo
había tenido, sin duda, pero sonrió con dulzura:
—Esta
noche voy a tener más miedo...
Me
quedé de nuevo helado por un sentimiento de algo irreparable.
Comprendí que no podía soportar la idea de no volver a oír nunca
más su risa. Era para mí como una fuente en el desierto.
—Muchachito,
quiero oír otra vez tu risa...
Pero
él me dijo:
—Esta
noche hará un año. Mi estrella se encontrará precisamente encima
del lugar donde caí el año pasado...
—¿No
es cierto —le interrumpí— que toda esta historia de serpientes,
de citas y de estrellas es
tan
sólo una pesadilla?
Pero
el principito no respondió a mi pregunta y dijo:
—Lo
más importante nunca se ve...
—Indudablemente...
—Es
lo mismo que la flor. Si te gusta una flor que habita en una
estrella, es muy dulce mirar al cielo por la noche. Todas las
estrellas han florecido.
—Es
indudable...
—Es
como el agua. La que me diste a beber, gracias a la roldana y la
cuerda, era como una música ¿te acuerdas? ¡Qué buena era!
—Sí,
cierto...
—Por
la noche mirarás las estrellas; mi casa es demasiado pequeña para
que yo pueda señalarte dónde se encuentra. Así es mejor; mi
estrella será para ti una cualquiera de ellas. Te gustará entonces
mirar todas las estrellas. Todas ellas serán tus amigas. Y además,
te haré un regalo...
Y
rió una vez más.
—¡Ah,
muchachito, muchachito, cómo me gusta oír tu risa!
—Mi
regalo será ése precisamente, será como el agua...
—¿Qué
quieres decir?
La
gente tiene estrellas que no son las mismas. Para los que viajan, las
estrellas son guías; para
otros
sólo son pequeñas lucecitas. Para los sabios las estrellas son
problemas. Para mi hombre de negocios, eran oro. Pero todas esas
estrellas se callan. Tú tendrás estrellas como nadie ha tenido...30
—¿Qué
quieres decir? —Cuando por las noches mires al cielo, al pensar que
en una de aquellas estrellas
estoy yo riendo, será para ti como si todas las estrellas riesen.
¡Tú sólo tendrás estrellas que saben
reír!
Y
rió nuevamente.
—Cuando
te hayas consolado (siempre se consuela uno) estarás contento de
haberme conocido.
Serás
mi amigo y tendrás ganas de reír conmigo. Algunas veces abrirás tu
ventana sólo por placer y tus amigos
quedarán asombrados de verte reír mirando al cielo. Tú les
explicarás: "Las estrellas me hacen reír
siempre". Ellos te creerán loco. Y yo te habré jugado una mala
pasada...
Y se rió otra vez.
—Será
como si en vez de estrellas, te hubiese dado multitud de cascabelitos
que saben reír...
Una
vez más dejó oír su risa y luego se puso serio.
—Esta
noche ¿sabes? no vengas...
—No
te dejaré.
—Pareceré
enfermo... Parecerá un poco que me muero... es así. ¡No vale la
pena que vengas a ver
eso...!
—No
te dejaré.
Pero
estaba preocupado.
—Te
digo esto por la serpiente; no debe morderte.
Las serpientes son malas. A veces muerden por gusto...
Las serpientes son malas. A veces muerden por gusto...
—He
dicho que no te dejaré.
Pero
algo lo tranquilizó.
—Bien
es verdad que no tienen veneno para la segunda mordedura...
Aquella
noche no lo vi ponerse en camino. Cuando le alcancé marchaba con
paso rápido y decidido
y me dijo solamente:
—¡Ah,
estás ahí!
Me
cogió de la mano y todavía se atormentó:
—Has
hecho mal. Tendrás pena. Parecerá que estoy muerto, pero no es
verdad.
Yo
me callaba.
—¿Comprendes?
Es demasiado lejos y no puedo llevar este cuerpo que pesa demasiado.
Seguí
callado.
—Será
como una corteza vieja que se abandona. No son nada tristes las
viejas cortezas...
Yo
me callaba. El principito perdió un poco de ánimo. Pero hizo un
esfuerzo y dijo:
—Será
agradable ¿sabes? Yo miraré también las estrellas. Todas serán
pozos con roldana herrumbrosa. Todas las estrellas me darán de
beber.
Yo
me callaba.
—¡Será
tan divertido! Tú tendrás quinientos millones de cascabeles y yo
quinientos millones de
fuentes...
El
principito se calló también; estaba llorando.
—Es
allí; déjame ir solo.
Se
sentó porque tenía miedo. Dijo aún:
—¿Sabes?...
mi flor... soy responsable... ¡y ella es tan débil y tan inocente!
Sólo tiene cuatro espinas para defenderse contra todo el mundo...
Me
senté, ya no podía mantenerme en pie.
—Ahí
está... eso es todo...
Vaciló
todavía un instante, luego se levantó y dio un paso. Yo no pude
moverme.
Un
relámpago amarillo centelleó en su tobillo.
Quedó
un instante inmóvil, sin exhalar un grito.
XXVII
Ahora
hace ya seis años de esto. Jamás he contado esta historia y los
compañeros que me vuelven a ver se alegran de encontrarme vivo.
Estaba triste, pero yo les decía: "Es el cansancio".
Al
correr del tiempo me he consolado un poco, pero no completamente. Sé
que ha vuelto a su planeta, pues al amanecer no encontré su cuerpo,
que no era en realidad tan pesado... Y me gusta por la noche escuchar
a las estrellas, que suenan como quinientos millones de cascabeles...
Pero
sucede algo extraordinario. Al bozal que dibujé para el principito
se me olvidó añadirle la correa de cuero; no habrá podido atárselo
al cordero. Entonces me pregunto:
"¿Qué
habrá sucedido en su planeta? Quizás el cordero se ha comido la
flor..."
A
veces me digo: "¡Seguro que no! El principito cubre la flor con
su fanal todas las noches y vigila a su cordero". Entonces me
siento dichoso y todas las estrellas ríen dulcemente.
Pero
otras veces pienso: "Alguna que otra vez se distrae uno y eso
basta. Si una noche ha olvidado poner el fanal o el cordero ha salido
sin hacer ruido, durante la noche...". Y entonces los cascabeles
se convierten en lágrimas...
Y
ahí está el gran misterio. Para ustedes que quieren al principito,
lo mismo que para mí, nada en el universo habrá cambiado si en
cualquier parte, quien sabe dónde, un cordero desconocido se ha
comido o no se ha comido una rosa...
Pero
miren al cielo y pregúntense: el cordero ¿se ha comido la flor? Y
veréis cómo todo cambia...
¡Ninguna
persona mayor comprenderá jamás que esto sea verdaderamente
importante!
Este
es para mí el paisaje más hermoso y el más triste del mundo. Es el
mismo paisaje de la página anterior que he dibujado una vez más
para que lo vean bien. Fue aquí donde el principito apareció sobre
la Tierra, desapareciendo luego.
Examínenlo
atentamente para que sepan reconocerlo, si algún día, viajando por
África cruzan el desierto.
Si
por casualidad pasan por allí, no se apresuren, se los ruego, y
deténganse un poco, precisamente bajo la estrella. Si un niño llega
hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca
responde a sus preguntas, adivinarán en seguida quién es. ¡Sean
amables con él! Y comuníquenme rápidamente que ha regresado. ¡No
me dejen tan triste!
FIN
Edición: Erika Rojas Portilla
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