Durante una pausa en el proceso Melvinski, en el vasto edificío de la Audiencia, los miembros del tribunal y el fiscal se reunieron en el despacho de Ivan Yegorovich Shebek y empezaron a hablar del célebre asunto Krasovski.
Fyodor
Vasilyevich declaró acaloradamente que no entraba en la jurisdicción
del tribunal, Ivan Yegorovich sostuvo lo contrario, en tanto que
Pyotr Ivanovich, que no había entrado en la discusión al principio,
no tomb pane en ella y echaba una ojeada a la Gaceta que acababan de
entregarle.
-¡Señores!
-exclamó¡Ivan Rich ha muerto!
-¿De
veras?
-Ahí
está. Léalo -dijo a Fyodor Vasilyevich, alargándole el periódico
que, húmedo, olía aún a la tinta reciente.
Enmarcada
en una orla negra figuraba la siguiente noticia: «Con profundo pesar
Praskovya Fyodorovna Golovina comunica a sus parientes y amigos el
fallecimiento de su amado esposo Ivan Ilich Golovin, miembro del
Tribunal de justicia, ocurrido el 4 de febrero de este año de 1882.
El
traslado del cadáver tendrá lugar el viernes a la una de la tarde.»
Ivan Ilích había sido colega de los señores allí reunidos y muy
apreciado de ellos. Había estado enfermo durante algunas semanas y
de una enfermedad que se decía incurable. Se le había reservado el
cargo, pero se conjeturaba que, en caso de que falleciera, se
nombraría a Alekseyev para ocupar la vacante, y que el puesto de
Alekseyev pasaría a Vinnikov o a Shtabel.
Así
pues, al recibir la noticia de la muerte de Ivan Ilich lo primero en
que pensaron los señores reunidos en el despacho fue en lo que esa
muerte podría acarrear en cuanto a cambios o ascensos entre ellos o
sus conocidos.
«
Ahora, de seguro, obtendré el puesto de Shtabel o de Vinnikov -se
decía Fyodor Vasilyevich-. Me lo tienen prometido desde hace mucho
tiempo; y el ascenso me supondrá una subida de sueldo de ochocientos
rublos, sin contar la bonificación.»
«Ahora
es preciso solicitar que trasladen a mi cuñado de Kaluga -pensaba
Pyotr Ivanovich-. Mi mujer se pondrá muy contenta. Ya no podrá
decir que no hago maldita la cosa por sus parientes.»
-Yo
ya me figuraba que no se levantaría de la cama -dijo en voz alta
Pyotr Ivanovich-. ¡Lástima!
-Pero,
vamos a ver, ¿qué es lo que tenía?
-Los
médicos no pudieron diagnosticar la enfermedad; mejor dicho, sí la
diagnosticaron, pero cada uno de manera distinta. La última vez que
lo vi pensé que estaba mejor.
-¡Y
yo, que no pasé a verlo desde las vacaciones! Aunque siempre estuve
por hacerlo.
-Y
qué, ¿ha dejado algún capital?
-Por
lo visto su mujer tenía algo, pero sólo una cantidad ínfima.
-Bueno,
habrá que visitarla. ¡Aunque hay que ver lo lejos que viven!
-O
sea, lejos de usted. De usted todo está lejos.
-Ya
ve que no me perdona que viva al otro lado del río -dijo sonriendo
Pyotr Ivanovich a Shebek. Y hablando de las grandes distancias entre
las diversas partes de la ciudad volvieron a la sala del Tribunal.
Aparte
de las conjeturas sobre los posibles traslados y ascensos que podrían
resultar del fallecimiento de Ivan Ilich, el sencillo hecho de
enterarse de la muerte de un allegado suscitaba en los presentes,
como siempre ocurre, una sensación de complacencia, a saber: «el
muerto es él; no soy yo».
Cada
uno de ellos pensaba o sentía: «Pues sí, él ha muerto, pero yo
estoy vivo.» Los conocidos más íntimos, los amigos de Ivan Ilich,
por así decirlo, no podían menos de pensar también que ahora
habría que cumplir con el muy fastidioso deber, impuesto por el
decoro, de asistir al funeral y hacer una visita de pésame a la
viuda.
Los
amigos más allegados habían sido Fyodor Vasilyevich y Pyotr
Ivanovich. Pyotr Ivanovich había estudiado Leyes con Ivan Ilich y
consideraba que le estaba agradecido.
Habiendo
dado a su mujer durante la comida la noticia de la muerte de Ivan
Ilich y cavilando Sobre la posibilidad de trasladar a su cuñado a su
partido judicial, Pyotr Ivanovich, sin dormir la siesta, se puso
elfrac y fue a casa de Ivan Ilich.
A
la entrada vio una carroza y dos trineos de punto. Abajo, junto a la
percha del vestíbulo, estaba apoyada a la pared la tapa del féretro
cubierta de brocado y adornada de borlas y galones recién lustrados.
Dos
señoras de luto se quitaban los abrigos. Pyotr Ivanovich reconoció
a una de ellas, hermana de Ivan
Ilich,
pero la otra le era desconocida, Su colega, Schwartz, bajaba en ese
momento, pero al ver entrar a Pyotr Ivanovich desde el escalón de
arriba, se detuvo a hizo un guiño como para decir: «Valiente lío
ha armado Ivan Ilich; a usted y a mí no nos pasaría lo mismo.»
El
rostro de Schwartz con sus patinas a la inglesa y su cuerpo flaco
embutido en el frac, tenía su habitual aspecto de elegante
solemnidad que no cuadraba con su carácter jocoso, que ahora y en
ese lugar tenía especial enjundia; o así le pareció a Pyotr
Ivanovich.
Pyotr
Ivanovich dejó pasar a las señoras y tras ellas subió despacio la
escalera. Schwartz no bajó, sino que permaneció donde estaba. Pyotr
Ivanovich sabía por qué: porque quería concertar con él dónde
jugarían
a las cartas esa noche. Las señoras subieron a reunirse con la
viuda, y Schwartz, con labios severamente apretados y ojos retozones,
indicó a Pyotr Ivanovich levantando una ceja el aposento a la
derecha donde se encontraba el cadáver.
Como
sucede siempre en ocasiones semejantes, Pyotr Ivanovich entró sin
saber a punto fijo lo que tenía
que
hacer. Lo único que sabía era que en tales circunstancias no
estaría de más santiguarse. Pero no estaba enteramente seguro de si
además de eso había que hacer también una reverencia. Así pues,
adoptó un término medio, Al entrar en la habitación empezó a
santiguarse y a hacer como si fuera a inclinarse.
Al
mismo tiempo, en la medida en que se lo permitían los movimientos de
la mano y la cabeza, examinó la habitación. Dos jóvenes, sobrinos
al parecer -uno de ellos estudiante de secundaria-, salían de ella
santiguándose. Una anciana estaba de pie, inmóvil, mientras una
señora de cejas curiosamente arqueadas le decía algo al oído.
Un
sacristán vigoroso y resuelto, vestido de levita, lefa algo en alta
voz con expresión que excluía toda réplica posible. Gerasim,
ayudante del mayordomo, cruzó con paso ingrávido por delante de
Pyotr Ivanovich esparciendo algo por el suelo.
Al
ver tal cosa, Pyotr Ivanovich notó al momento el
ligero
olor de un cuerpo en descomposición. En su última visita a Ivan
Rich, Pyotr Ivanovich había visto a Gerasim en el despacho; hacía
el papel de enfermero a Ivan Ilich le tenía mucho aprecio.
Pyotr
Ivanovich continuó santiguándose a inclinando levemente la cabeza
en una dirección intermedia entre el cadáver, el sacristán y los
¡conos expuestos en una mesa en el rincón.
Más
tarde, cuando le pareció que el movimiento del brazo al hacer la
señal de la cruz se había prolongado más de lo conveniente, cesó
de hacerlo y se puso a mirar el cadáver.
El
muerto yacía, como siempre yacen los muertos, de manera
especialmente grávida, con los miembros rígidos hundidos en los
blandos cojines del ataúd y con la cabeza sumida para siempre en la
almohada.
Al
igual que suele ocurrir con los muertos, abultaba su frente, amarilla
como la cera y con rodales calvos en las sienes hundidas, y
sobresalía su nariz como si hiciera presión sobre el labio
superior.
Había
cambiado mucho y enflaquecido aún más desde la última vez que
Pyotr Ivanovích lo había visto; pero, como sucede con todos los
muertos, su rostro era más agraciado y, sobre todo, más expresivo
de lo que había sido en vida.
La
expresión de ese rostro quería decir que lo que hubo que hacer
quedaba hecho y bien hecho. Por añadidura, ese semblante expresaba
un reprothe y una advertencia para los vivos. A Pyotr Ivanovich esa
advertencia le parecía inoportuna o, por lo menos, inaplicable a él.
Y como no se sentía a gusto se santiguó de prisa una vez más, giró
sobre los talones y se dirigió a la puerta -demasiado a la ligera
según él mismo reconocía, y de manera contraria al decoro.
Schwartz,
con los pies separados y las manos a la espalda, le esperaba en la
habitación de paso jugando con el sombrero de copa. Una simple
mirada a esa figura jocosa, pulcra y elegante bastó para refrescar a
Pyotr Ivanovích. Diose éste cuenta de que Schwartz estaba por
encima de todo aquello y no se rendía a ninguna influencia
deprimente.
Su
mismo aspecto sugería que el incidente del funeral de Ivan Ilich no
podía ser motivo suficiente para juzgar infringido el orden del día,
o, dicho de otro modo, que nada podría impedirle abrir y barajar un
mazo de naipes esa noche, mientras un criado colocaba cuatro nuevas
bujías en
la
mesa; que, en realidad, no había por qué suponer que ese incidente
pudiera estorbar que pasaran la
velada
muy ricamente.
Dijo
esto en un susurro a Pyotr Ivanovich cuando pasó junto a él,
proponiéndole que se reuniesen a jugar en casa de Fyodor
Vasilyevich. Pero, por lo visto, Pyotr Ivanovich no estaba destinado
a jugar al vint esa noche.
Praskovya
Fyodorovna (mujer gorda y corta de talla que, a pesar de sus
esfuerzos por evitarlo, había seguido ensanchándose de los hombros
para abajo y tenía las cejas tan extrañamente arqueadas como la
señora que estaba junto al féretro), toda de luto, con un velo de
encaje en la cabeza, salió de su propio cuarto con otras señóras
y, acompañándolas a la habitación en que estaba el cadáver, dijo:
-El
oficio comenzará en seguida. Entren, por favor.
Schwartz,
haciendo una imprecisa reverencia, se detuvo, al parecer sin aceptar
ni rehusar tal invitación.
Praskovya
Fyodorovna, al reconocer a Pyotr Ivanovich, suspiró, se acercó a
él, le tomó una mano y dijo:
-Sé
que fue usted un verdadero amigo de Ivan Ilich... -y le miró,
esperando de él una respuesta napropiada a esas palabras.
Pyotr
Ivanovich sabía que, por lo mismo que había sido necesario
santiguarse en la otra habitación, era aquí necesario estrechar esa
mano, suspirar y decir:
«Créame...»
Y así lo hizo. Y habiéndolo hecho tuvo la sensación de que se
había conseguido el propósito deseado: ambos se sintieron
conmovidos.
-Venga
conmigo. Necesito hablarle antes de que empiece -dijo la viuda-. Déme
su brazo.
Pyotr
Ivanovich le dio el brazo y se encaminaron a las habitaciones
interiores, pasando junto a Schwartz, que hizo un guíño pesaroso a
Pyotr Ivanovich. «Ahí se queda nuestro vint.
No
se ofenda si encontramos a otro jugador. Quizá podamos ser cinco
cuando usted se escape -decía su mirada juguetona.
Pyotr
Ivanovich suspiró aún más honda y tristemente y Praskovya
Fyodorovna, agradecida, le dio un apretón en el brazo. Cuando
llegaron a la sala tapizada de cretona color de rosa y alumbrada por
una lámpara mortecina se sentaron a la mesa: ella en un sofá y él
en una otomana baja cuyos muelles se resintieron convulsamente bajo
su cuerpo.
Praskovya
Fyodorovna estuvo a punto de advertirle que tomara otro asiento, pero
juzgando que tal advertencia no correspondía debidamente a su
condición actual cambió de aviso.
Al
sentarse en la otomana Pyotr Ivanovich recordó que Ivan Ilich había
arreglado esa habitación y le había consultado acerca de la cretona
color de rosa con hojas verdes.
Al
ir a sentarse en el sofá (la sala entera estaba repleta de muebles y
chucherías) el velo de encaje negro de la viuda quedó enganchado en
el entallado de la mesa. Pyotr Ivanovich se levantó para
desengancharlo, y los muelles de la otomana, liberados de su peso, se
levantaron al par que él y le dieron un empellón.
La
viuda, a su vez, empezó a desenganchar el velo y Pyotr Ivanovich
volvió a sentarse, comprimiendo de nuevo la indócil otomana. Pero
la viuda no se había desasido por completo y Pyotr volvió a
levantarse, con lo que la otomana volvió a sublevarse a incluso a
emitir crujidos.
Cuando
acabó todo aquello la viuda sacó un pañuelo de batista limpio y
empezó a llorar. Pero el lance del velo y la lucha con la otomana
habían enfriado a Pyotr Ivanovich, quien permaneció sentado con
cara de vinagre.
Esta
situación embarazosa fue interrumpida por Sokolov, el mayordomo de
Ivan Ilich, quien vino con el aviso de que la parcela que en el
cementerio había escogido Praskovya Fyodorovna costaría doscientos
rublos.
Ella
cesó de llorar y mirando a Pyotr Ivanovich con ojos de víctima le
hizo saber en francés lo penoso que le resultaba todo aquello. Pyotr
Ivanovich, con un ademán tácito, confirmó que indudablemente no
podía ser de otro modo.
-Fume,
por favor -dijo ella con voz a la vez magnánima y quebrada; y se
volvió para hablar con
Sokolov
del precio de la parcela para la sepultura.
Mientras
fumaba, Pyotr Ivanovich le oyó preguntar muy detalladamente por los
precios de diversas parcelas y decidir al cabo con cuál de ellas se
quedaría. Sokolov salió de la habitación.
-Yo
misma me ocupo de todo -dijo ella a Pyotr Ivanovich apartando a un
lado los álbumes que había en la mesa. Y al notar que con la ceniza
del cigarrillo esa mesa corría peligro le alargó al momento un
cenicero al par que decía-: Considero que es afectación decir que
la pena me impide ocuparme de asuntos prácticos.
Al
contrario, si algo puede... no digo consolarme, sino distraerme, es
lo concerniente a él.
Volvió
a sacar el pañuelo como si estuviera a punto de llorar, pero de
pronto, como sobreponiéndose, se
sacudió
y empezó a hablar con calma:
-Hay
algo, sin embargo, de que quiero hablarle.
Pyotr
Ivanovich se inclinó, pero sin permitir que se amotinasen los
muelles de la otomana, que ya habían empezado a vibrar bajo su
cuerpo.
-En
estos últimos días ha sufrido terriblemente.
-¿De
veras? -preguntó Pyotr Ivanovich.
-¡Oh,
sí, terriblemente! Estuvo gritando sin cesar, y no durante minutos,
sino durante horas. Tres días seguidos estuvo gritando sin parar.
Era intolerable. No sé cómo he podido soportarlo. Se le podía oír
con tres puertas de por medio. ¡Ay, cuánto he sufrido!
-¿Pero
es posible que estuviera consciente durante ese tiempo? -preguntó
Pyotr Ivanovich.
-Sí
-murmuró ella-. Hasta el último momento. Se despidió de nosotros
un cuarto de hora antes de morir y hasta dijo que nos lleváramos a
Volodya de allí.
El
pensar en los padecimientos de un hombre a quien había conocido tan
íntimamente, primero como chicuelo alegre, luego como condiscípulo
y más tarde, ya crecido, como colega horrorizó de pronto a
PyotrIvanovich, a pesar de tener que admitir con desgana que tanto él
como esa mujer estaban fingiendo.
Volvió
a ver esa frente y esa nariz que hacía presión sobre el labio, y
tuvo miedo.
«¡Tres
días de horribles sufrimientos y luego la muerte! ¡Pero si eso
puede también ocurrirme a mí de repente, ahora mismo!» -pensó, y
durante un momento quedó espantado. Pero en seguida, sin saber por
qué, vino en su ayuda la noción habitual, a saber, que eso le había
pasado a Ivan Ilich y no a él, que eso no debería ni podría
pasarle a él, y que pensar de otro modo sería dar pie a la
depresión, cosa que había que evitar, como demostraba claramente el
rostro de Schwartz.
Y
habiendo reflexionado de esa suerte, Pyotr Ivanovich se tranquilizó
y empezó a pedir con interés detalles de la muerte de Ivan Ilich,
ni más ni menos que si esa muerte hubiese sido un accidente propio
sólo de Ivan Ilích, pero en ningún caso de él.
Después
de dar varios detalles acerca de los dolores físicos realmente
horribles que había sufrido Ivan Ilich (detalles que Pyotr Ivanovich
pudo calibrar sólo por su efecto en lòs nervios de Praskovya
Fyodorovna), la viuda al parecer juzgó necesario entrar en materia.
-¡Ay,
Pyotr Ivanovich, qué angustioso! ¡Qué terriblemente angustioso,
qué terriblemente angustioso! -Y de nuevo rompió a llorar.
Pyotr
Ivanovich suspiró y aguardó a que ella se limpiase la nariz. Cuando
lo hizo, dijo él:
-Créame...
-y ella empezó a hablar otra vez de lo que claramente era el asunto
principal que con él quería ventilar, a saber, cómo podría
obtener dinero del fisco con motivo de la muerte de su marido.
Praskovya Fyo dorovna hizo como sí pidiera a Pyotr Ivanovich consejo
acerca de su pensión, pero él vio que ella ya sabía eso hasta en
sus más mínimos detalles, mucho más de lo que él sabía; que ella
ya sabía todo lo que se le podía sacar al fisco a consecuencia de
esa muerte; y que lo que quería saber era si se le podía sacar más.
Pyotr
Ivanovich trató de pensar en algún medio para lograrlo, pero tras
dar vueltas al caso y, por cumplir, criticar al gobierno por su
tacañería dijo que, a su parecer, no se podía obtener más.
Entonces
ella suspiró y evidentemente empezó a buscar el modo de deshacerse
de su visitante.
Él
se dio cuenta de ello, apagó el cigarrillo, se levantó, estrechó
la mano de la señora y salió a la antesala.
En
el comedor, donde estaba el reloj que tanto gustaba a Ivan Ilich,
quien lo había comprado en una tienda de antigüedades, Pyotr
Ivanovich encontró a un sacerdoto y a unos cuantos conocidos que
habían venido para asistir al oficio, y vio también a la hija joven
y guapa de Ivan Ilich, a quien ya conocía.
Estaba
de luto riguroso, y su cuerpo delgado parecía aún más delgado que
nunca. La expresión de su rostro era sombría, denodada, casi
iracunda.
Saludó
a Pyotr Ivanovich como sí él tuviera la culpa de algo. Detrás de
ella, con la misma expresión agraviada, estaba un juez de
instrucción conocido de Pyotr Ivanovich, un joven rico que, según
se decía, era el prometido de la muchacha.
Pyotr
Ivanovich se inclinó melancólicamente ante ellos y estaba a punto
de pasar a la cámara mortuoria cuando de debajo de la escalera
surgió la figura del hijo de Ivan Ilich, estudiante de instituto,
que se parecía increiblemente a su padre.
Era
un pequeño Ivan Ilich, igual al que Pyotr Ivanovich recordaba cuando
ambos estudiaban Derecho.
Tenía
los ojos llorosos, con una expresión como la que tienen los
muchachos viciosos de trece o catorce años. Al ver a Pyotr
Ivanovich, el muchacho arrugó el ceño con empacho y hosquedad.
Pyotr
Ivanovich le saludó con una inclinación de cabeza y entró en la
cámara mortuoria. Había empezado el oficio de difuntos: velas,
gemidos, incienso, lágrimas, sollozos. Pyotr Ivanovich estaba de
pie, mirándose sombríamente los zapatos, No miró al muerto una
sola vez, ni se rindió a las influencias depresivas, y fue de los
primeros en salir de allí. No había nadie en la antesala.
Gerasim
salió de un brinco de la habitación del muerto, revolvió con sus
manos vigorosas entre los amontonados abrigos de pieles, encontró el
de Pyotr Ivanovich y le ayudó a ponérselo.
-¿Qué
hay, amigo Gerasim? -preguntó Pyotr Ivanovich por decir algo-. ¡Qué
lástima! ¿Verdad?
-Es
la voluntad de Dios. Por ahí pasaremos todos -contestó Gerasim
mostrando sus dientes blancos, iguales, dientes de campesino, y como
hombre ocupado en un trabajo urgente abrió de prisa la puerta, llamó
al cochero, ayudó a Pyotr Ivanovich a subir al trineo y volvió de
un salto a la entrada de la casa, como pensando en algo que aún
tenía que hacer.
A
Pyotr Ivanovich le resultó especialmente agradable respirar aire
fresco después del olor del incienso, el cadáver y el ácido
carbólíco.
-¿A
dónde, señor? -preguntó el cochero.
-No
es tarde todavía... Me pasaré por casa de Fyodor Vasilyevich.
Y
Pyotr Ivanovich fue allá y, en efecto, los halló a punto de
terminar la primera mano; y así, pues, no hubo inconveniente en que
entrase en la partida.
La
historia de la vida de Ivan Ilich había sido sencillísima y
ordinaria, al par que terrible en extremo.
Había
sido miembro del Tribunal de justicia y había muerto a los cuarenta
y cinco años de edad. Su padre había sido funcionario público que
había servido en diversos ministerios y negociados y hecho la
carrera propia de individuos que, aunque notoriamente incapaces para
desempeñar cargos importantes, no pueden ser despedidos a causa de
sus muchos años de servicio; al contrario, para tales individuos se
inventan cargos ficticios y sueldos nada ficticios de entre seis y
diez mil rublos, con los cuales viven hasta una avanzada edad.
Tal
era Ilya Yefimovich Golovin, Consejero Privado e inútil miembro de
varios organismos inútiles.
Tenía
tres hijos y una hija. Ivan Ilich era el segundo. El mayor seguía la
misma carrera que el padre aunque en otro ministerio, y se acercaba
ya rápidamente a la etapa del servicio en que se percibe
automáticamente ese sueldo.
El
tercer hijo era un desgraciado. Había fracasado en varios empleos y
ahora trabajaba en los ferrocarriles. Su padre, sus hermanos y, en
particular, las mujeres de éstos no sólo evitaban encontrarse con
él, sino que olvidaban que existía salvo en casos de absoluta
necesidad.
La
hija estaba casada con el barón Greff, funcionario de Petersburgo
del mismo género que su suegro. Ivan Ilich era le phénix de la
famille, como decía la gente. No era tan frío y estirado como el
hermano mayor ni tan frenético como el menor, sino un término medio
entre ambos: listo, vivaz, agradable y discreto. Había estudiado en
la Facultad de Derecho con su hermano menor, pero éste no había
acabado la carrera por haber sido expulsado en el quinto año.
Ivan
Ilich, al contrario, había concluido bien sus estudios. Era ya en la
facultad lo que sería en el resto de su vida: capaz, alegre,
benévolo y sociable, aunque estricto en el cumplimiento de lo que
consideraba su deber; y, según él, era deber todo aquello que sus
superiores jerárquicos consideraban como tal.
No
había sido servil ni de muchacho ni de hombre, pero desde sus años
mozos se había sentido atraído, como la mosca a la luz, por las
gentes de elevada posición social, apropiándose sus modos de obrar
y su filosofía de la vida y trabando con ellos relaciones amistosas.
Había
dejado atrás todos los entusiasmos de su niñez y mocedad, de los
que apenas quedaban restos, se había entregado a la sensualidad y la
soberbia y, por último, como en las clases altas, al liberalismo,
pero siempre dentro de determinados límites que su instinto le
marcaba puntualmente.
En
la facultad hizo cosas que anteriormente le habían parecido
sumamente reprobables y que le causaron repugnancia de sí mismo en
el momento mismo de hacerlas; pero más tarde, cuando vio que tales
cosas las hacía también gente de alta condición social que no las
juzgaba ruines, no llegó precisamente a darlas por buenas, pero sí
las olvidó por completo o se acordaba de ellas sin sonrojo.
Al
terminar sus estudios en la facultad y habilitarse para la décima
categoría de la administración pública, y habiendo recibido de su
padre dinero para equiparse, Ivan Ilich se encargó ropa en la
conocida sastrería de Scharmer, colgó en la cadena del reloj una
medalla con el lema respice finem, se despidió de su profesor y del
príncipe patrón de la facultad, tuvo una cena de despedida con sus
compañeros en el restaurante Donon, y con su nueva maleta muy a la
moda, su ropa blanca, su traje, sus utensilios de afeitar y
adminículos de tocador, su manta de viaje, todo ello adquirido en
las mejores tiendas, partió para una de las provincias donde, por
influencia de su padre, iba a ocupar el cargo de ayudante del
gobernador para servicios especiales.
En
la provincia Ivan Ilich pronto se agenció una posición tan fácil y
agradable como la que había tenido en la Facultad de Derecho.
Cumplía con sus obligaciones y fue haciéndose una carrera, a la vez
que se divertía agradable y decorosamente.
De
vez en cuando salía a hacer visitas oficiales por el distrito, se
comportaba dignamente con sus superiores e inferiores -de lo que no
podía menos de enorgullecerse y desempeñaba con rigor y honradez
incorruptible los menesteres que le estaban confiados, que en su
mayoría tenían que ver con los disidentes religiosos.
No
obstante su juventud y propensión a la jovialidad frívola, era
notablemente reservado, exigente y hasta severo en asuntos oficiales;
pero en la vida social se mostraba a menudo festivo e ingenioso, y
siempre benévolo, correcto y bon enfant, como decían de él el
gobernador y su esposa, quienes le trataban como miembro de la
familia.
En
la provincia tuvo amoríos con una señora deseosa de ligarse con el
joven y elegante abogado; hubo también una modista; hubo asimismo
juergas con los edecanes que visitaban el distrito y, después de la
cena, visitas a calles sospechosas de los arrabales; y hubo, por fin,
su tanto de coba al gobernador y su esposa, pero todo ello efectuado
con tan exquisito decoro que no cabía aplicarle calificativos
desagradables.
Todo
ello podría colocarse bajo la conocida rúbrica francesa: Il faut
que jeunesse se passe. Todo ello se llevaba a cabo con manos limpias,
en camisas limpias, con palabras francesas y, sobre todo, en la mejor
sociedad y, por ende, con la aprobación de personas de la más
distinguida condición.
De
ese modo sirvió Ivan Ilich cinco años hasta que se produjo un
cambio en su situación oficial. Se crearon nuevas instituciones
judiciales y hubo necesidad para ellas de nuevos funcionarios. Ivan
Ilich fue uno de ellos.
Se
le ofreció el cargo de juez de instrucción y lo aceptó, a pesar de
que estaba en otra provincia y le obligaba a abandonar las relaciones
que había establecido y establecer otras. Los amigos se reunieron
para despedirle, se hicieron con él una fotografía en grupo y le
regalaron una pitillera de plata. E Ivan Ilich partió para su nueva
colocación.
En
el cargo de juez de instrucción Ivan Ilich fue tan comme il faut y
decoroso como lo había sido cuando estuvo de ayudante para servicios
especiales: se ganó el respeto general y supo separar sus deberes
judiciales de lo atinente a su vida privada.
Las
funciones mismas de juez de instrucción le resultaban muchísimo más
interesantes y atractivas que su trabajo anterior. En ese trabajo
anterior lo agradable había sido ponerse el uniforme confeccionado
por Scharmer y pasar con despreocupado continente por entre los
solicitantes y funcionarios que, aguardando temerosos la audiencia
con el gobernador, le envidiaban por entrar directamente en el
despacho de éste y tomar el té y fumarse un cigarrillo con él.
Pero personas que dependían directamente de él había habido pocas:
sólo jefes de policía y disidentes religiosos cuando lo enviaban en
misiones especiales, y a esas personas las trataba cortésmente, casi
como a camaradas, como haciéndoles creer que, siendo capaz de
aplastarlas, las trataba sencilla y amistosamente.
Pero
ahora, como juez de instrucción, Ivan Ilich veía que todas ellas
-todas ellas sin excepción-,incluso las más importantes y
engreídas, estaban en sus manos, y que con sólo escribir unas
palabras en una hoja de papel con cierto membrete tal o cual
individuo importante y engreído sería conducido ante él en calidad
de acusado o de testigo; y que si decidía que el tal individuo no se
sentase lo tendría de pie ante él contestando a sus preguntas.
Ivan
Ilich nunca abusó de esas atribuciones; muy al contrario, trató de
suavizarlas; pero la conciencia de poseerlas y la posibilidad de
suavizarlas constituían para él el interés cardinal y el atractivo
de su nuevo cargo.
En
su trabajo, especialmente en la instrucción de los sumarios, Ivan
Ilich adoptó pronto el método de eliminar todas las circunstancias
ajenas al caso y de condensarlo, por complicado que fuese, en forma
que se presentase por escrito sólo en sus aspectos externos, con
exclusión completa de su opinión personal y, sobre todo, respetando
todos los formalismos necesarios.
Este
género de trabajo era nuevo, e Ivan Ilich fue uno de los primeros
funcionarios en aplicar el nuevo Código de 1864.
Al
asumir el cargo de juez de instrucción en una nueva localidad Ivan
Ilich hizo nuevas amistades y estableció nuevas relaciones, se
instaló de forma diferente de la anterior y cambió perceptiblemente
de tono. Asumió una actitud de discreto y digno alejamiento de las
autoridades provinciales, pero sí escogió el mejor círculo de
juristas y nobles ricos de la ciudad y adoptó una actitud de ligero
descontento con el gobierno, de liberalismo moderado e ilustrada
ciudadanía.
Por
lo demás, no alteró en lo más mínimo la elegancia de su atavío,
cesó de afeitarse el mentón y dejó crecer libremente la barba.
La
vida de Ivan Ilich en esa nueva ciudad tomó un cariz muy agradable.
La sociedad de allí, que tendía a oponerse al gobernador, era buena
y amistosa, su sueldo era mayor y empezó a jugar al vint, juego que
por aquellas fechas incrementó bastante los placeres de su vida,
pues era diestro en el manejo de las cartas, jugaba con gusto,
calculaba con rapidez y astucia y ganaba por lo general.
Al
cabo de dos años de vivir en la nueva ciudad, Ivan Ilich conoció a
la que había de ser su esposa.
Praskovya
Fyodorovna Mihel era la muchacha más atractiva, lista y brillante
del círculo que él frecuentaba.
Y
entre pasatiempos y ratos de descanso de su trabajo judicial Ivan
Ilich entabló relaciones ligeras y festivas con ella.
Cuando
había sido funcionario para servicios especiales Ivan Ilich se había
habituado a bailar, pero ahora, como juez de instrucción, bailaba
sólo muy de tarde en tarde. También bailaba ahora con el fin de
demostrar que, aunque servía bajo las nuevas instituciones y había
ascendido a la quinta categoría de la administración pública, en
lo tocante a bailar podía dar quince y raya a casi todos los demás.
Así
pues, de cuando en cuando, al final de una velada, bailaba con
Praskovya Fyodorovna, y fue sobre todo durante esos bailes cuando la
conquistó.
Ella
se enamoró de él. Ivan Ilich no tenía intención clara y precisa
de casarse, pero cuando la muchacha se enamoró de él se dijo a sí
mismo: «Al fin y al cabo ¿por qué no casarme?»
Praskovya
Fyodorovna, de buena familia hidalga, era bastante guapa y tenía
algunos bienes. Ivan Ilich hubiera podido aspirar a un partido más
brillante, pero incluso éste era bueno. Él contaba con su sueldo y
ella -así lo esperaba él tendría ingresos semejantes. Buena
familia, ella simpática, bonita y perfectamente honesta.
Decir
que Ivan Ilich se casó por estar enamorado de ella y encontrar que
ella simpatizaba con su noción de la vida habría sido tan injusto
como decir que se había casado porque el círculo social que
frecuentaba daba su visto bueno a esa unión.
Ivan
Ilich se casó por ambas razones: sentía sumo agrado en adquirir
semejante esposa, a la vez que hacía lo que consideraban correcto
sus más empingorotadas amistades.
Y
así, pues, Ivan Ilich se casó.
Los
preparativos para la boda y el comienzo de la vida matrimonial, con
las caricias conyugales, el flamante mobiliario, la vajilla nueva, la
nueva lencería... todo ello transcurrió muy gustosamente hasta el
embarazo de su mujer; tanto así que Ivan Ilich empezó a creer que
el matrimonio no sólo no perturbaría el carácter cómodo,
placentero, alegre y siempre decoroso de su vida, aprobado por la
sociedad y considerado por él como natural, sino que, al contrario,
lo acentuaría.
Pero
he aquí que, desde los primeros meses del embarazo de su mujer,
surgió algo nuevo, inesperado, desagradable, penoso e indecoroso,
imposible de comprender y evitar.
Sin
motivo alguno, en opinión de Ivan Ilich -de gaieté de coeur como se
decía a sí mismo-, su mujer
comenzó
a perturbar el placer y decoro de su vida.
Sin
razón alguna comenzó a tener celos de él, le exigía atención
constante, le censuraba por cualquier cosa y le enzarzaba en disputas
enojosas y groseras.
Al
principio Ivan Ilich esperaba zafarse de lo molesto de tal situación
por medio de la misma fácil y decorosa relación con la vida que tan
bien le había servido anteriormente: trató de no hacer caso de la
disposición de ánimo de su mujer, continuó viviendo como antes,
ligera y agradablemente, invitaba a los amigos a jugar a las cartas
en su casa y trató asimismo de frecuentar el club o visitar a sus
conocidos.
Pero
un día su mujer comenzó a vituperarle con tal brío y palabras tan
soeces, y siguió injuriándole cada vez que no atendía a sus
exigencias, con el fin evidente de no cejar hasta que él cediese, o
sea, hasta que se quedase en casa víctima del mismo aburrimiento que
ella sufría, que Ivan Ilich se asustó.
Ahora
comprendió que el matrimonio -al menos con una mujer como la suyano
siempre contribuía a fomentar el decoro y la amenidad de la vida,
sino que, al contrario, estorbaba el logro de ambas cualidades, por
lo que era preciso protegerse de semejante estorbo.
Ivan
Ilich, pues, comenzó a buscar medios de lograrlo. Uno de los que
cabía imponer a Praskovya Fyodorovna eran sus funciones judiciales,
e Ivan Ilich, apelando a éstas y a los deberes anejos a ellas,
empezó a bregar con su mujer y a defender su propia independencia.
Con
el nacimiento de un niño, los intentos de alimentarlo debidamente y
los diversos fracasos en conseguirlo, así como con las dolencias
reales e imaginarias del niño y la madre en las que se exigía la
compasión de Ivan Ilich -aunque él no entendía pizca de ello-, la
necesidad que sentía éste de crearse una existencia fuera de la
familia se hizo aún más imperiosa.
A
medida que su mujer se volvía más irritable y exigente, Ivan Ilich
fue desplazando su centro de gravedad de la familia a su trabajo
oficial. Se encariñaba cada vez más con ese trabajo y acabó siendo
aún más ambicioso que antes.
Muy
pronto, antes de cumplirse el primer aniversario de su casamiento,
Ivan Ilich cayó en la cuenta de que el matrimonio, aunque aportaba
algunas comodidades a la vida, era de hecho un estado sumamente
complicado y difícil, frente al cual -si era menester cumplir con su
deber, o sea, llevar una vida decorosa aprobada por la sociedad
habría que adoptar una actitud precisa, ni más ni menos que con
respecto al trabajo oficial.
Y
fue esa actitud ante el matrimonio la que hizo suya Ivan Ilich.
Requería de la vida familiar únicamente aquellas comodidades que,
como la comida casera, el ama de casa y la cama, esa vida podía
ofrecerle y, sobre todo, el decoro en las formas externas que la
opinión pública exigía.
En
todo lo demás buscaba deleite y contento, y quedaba agradecido
cuando los encontraba; pero si tropezaba con resistencia y refunfuño
retrocedía en el acto al mundo privativo y enclaustrado de su
trabajo oficial, en el que hallaba satisfacción.
A
Ivan Ilich se le estimaba como buen funcionario y al cabo de tres
años fue ascendido a Ayudante Fiscal. Sus nuevas obligaciones, la
importancia de ellas, la posibilidad de procesar y encarcelar a quien
quisiera, la publicidad que se daba a sus discursos y el éxito que
alcanzó en todo ello le hicieron aún más agradable el cargo.
Nacieron
otros hijos. Su esposa se volvió más quejosa y malhumorada, pero la
actitud de Ivan Ilich frente a su vida familiar fue barrera
impenetrable contra las regañinas de ella.
Después
de siete años de servicio en esa ciudad, Ivan Ilich fue trasladado a
otra provincia con el cargo de Fiscal. Se mudaron a ella, pero
andaban escasos de dinero y a su mujer no le gustaba el nuevo
domicilio.
Aunque
su sueldo superaba al anterior, el coste de la vida era mayor;
murieron además dos de los niños, por lo que la vida de familia le
parecía aún más desagradable.
Praskovya
Fyodorovna culpaba a su marido de todas las inconveniencias que
encontraban en el nuevo hogar. La mayoría de los temas de
conversación entre marido y mujer, sobre todo en lo tocante a la
educación
de los niños, giraban en torno a cuestiones que recordaban disputas
anteriores, y esas disputas estaban a punto de volver a inflamarse en
cualquier momento.
Quedaban
sólo algunos infrecuentes períodos de cariño entre ellos, pero no
duraban mucho. Eran islotes a los que se arrimaban durante algún
tiempo, pero luego ambos partían de nuevo para el océano de
hostilidad secreta que se manifestaba en el distanciamiento entre
ellos.
Ese
distanciamiento hubiera podido afligir a Ivan Ilich si éste no
hubiese considerado que no debería existir, pero ahora reconocía
que su situación no sólo era normal, sino que había llegado a ser
el objetivo de su vida familiar.
Ese
objetivo consistía en librarse cada vez más de esas desazones y
darles un barniz inofensivo y decoroso; y lo alcanzó pasando cada
vez menos tiempo con la familia y tratando, cuando era preciso estar
en casa, de salvaguardar su posición mediante la presencia de
personas extrañas.
Lo
más importante, sin embargo, era que contaba con su trabajo oficial,
y en sus funciones judiciales se centraba ahora todo el interés de
su vida. La conciencia de su poder, la posibilidad de arruinar a
quien se le antojase, la importancia, más aún, la gravedad externa
con que entraba en la sala del tribunal o en las reuniones de sus
subordinados, su éxito con sus superiores e inferiores y, sobre
todo, la destreza con que encauzaba los procesos, de la que bien se
daba cuenta -todo ello le procuraba sumo deleite y llenaba su vida,
sin contar los coloquios con sus colegas, las comidas y las partidas
de whist.
Así
pues, la vida de Ivan Ilich seguía siendo agradable y decorosa, como
él juzgaba que debía ser.
Así
transcurrieron otros siete años. Su hija mayor tenía ya dieciséis,
otro hijo había muerto, y sólo quedaba el pequeño colegial, objeto
de disensión.
Ivan
Ilich quería que ingresara en la Facultad de Derecho, pero Praskovya
Fyodorovna, para fastidiar a su marido, le matriculó en el
instituto. La hija había estudiado en casa y su instrucción había
resultado bien; el muchacho tampoco iba mal en sus estudios.
Así
vivió Ivan Ilich durante diecisiete años desde su casamiento. Era
ya un fiscal veterano. Esperando un puesto más atrayente, había
rehusado ya varios traslados cuando surgió de improviso una
circunstancia desagradable que perturbó por completo el curso
apacible de su vida.
Esperaba
que le ofrecieran el cargo de presidente de tribunal en una ciudad
universitaria, pero Hoppe de algún modo se le había adelantado y
había obtenido el puesto. Ivan Ilich se irritó y empezó a quejarse
y a reñir con Hoppe y sus superiores inmediatos, quienes comenzaron
a tratarle con frialdad y le pasaron por alto en los nombramientos
siguientes.
Eso
ocurrió en 1880, año que fue el más duro en la vida de Ivan Ilich.
Por una parte, en ese año quedó claro que su sueldo no les bastaba
para vivir, y, por otra, que todos le habían olvidado; peor todavía,
que lo que para él era la mayor y más cruel injusticia a otros les
parecía una cosa común y corriente.
Incluso
su padre no se consideraba obligado a ayudarle. Ivan Ilich se sentía
abandonado de todos, ya que juzgaban que un cargo con un sueldo de
tres mil quinientos rubIos era absolutamente normal y hasta
privilegiado. Sólo él sabía que con el conocimiento de las
injusticias de que era víctima, con el sempiterno refunfuño de su
mujer y con las deudas que había empezado a contraer por vivir por
encima de sus posibilidades, su posición andaba lejos de ser normal.
Con
el fin de ahorrar dinero, pidió licencia y fue con su mujer a pasar
el verano de ese año a la casa de campo del hermano de ella.
En
el campo, Ivan Ilich, alejado de su trabajo, sintió por primera vez
en su vida no sólo aburrimiento, sino insoportable congoja. Decidió
que era imposible vivir de ese modo y que era indispensable tomar una
determinación.
Después
de una noche de insomnio, que pasó entera en la terraza, decidió ir
a Petersburgo y hacer gestiones encaminadas a escarmentar a aquellos
que no habían sabido apreciarle y a obtener un traslado a otro
ministerio.
Al
día siguiente, no obstante las objeciones de su mujer y su cuñado,
salió para Petersburgo. Su único propósito era solicitar un cargo
con un sueldo de cinco mil rubIos. Ya no pensaba en tal o cual
ministerio, ni en una determinada clase de trabajo o actividad
concreta.
Todo
lo que ahora necesitaba era otro cargo, un cargo con cinco mil rubIos
de sueldo, bien en la administración pública, o en un banco, o en
los ferrocarriles, o en una de las instituciones creadas por la
emperatriz María, o incluso en aduanas, pero con la condición
indispensable de cinco mil rubIos de sueldo y de salir de un
ministerio en el que no se le había apreciado.
Y
he aquí que ese viaje de Ivan Ilich se vio coronado con notable e
inesperado éxito. En la estación de Kursk subió al vagón de
primera clase un conocido suyo, F. S. Ilin, quien le habló de un
telegrama que hacía poco acababa de recibir el gobernador de Kursk
anunciando un cambio importante que en breve se iba a producir en el
ministerio:
para
el puesto de Pyotr Ivanovich se nombraría a Ivan Semyonovich.
El
cambio propuesto, además de su significado para Rusia, tenía un
significado especial para Ivan Ilich, ya que el ascenso de un nuevo
funcionario, Pyotr Petrovich, y, por consiguiente, el de su amigo
ZaharIvanovich, eran sumamente favorables para Ivan Ilich, dado que
Zahar Ivanovich era colega y amigo de Ivan Ilich.
En
Moscú se confirmó la noticia, y al llegar a Petersburgo Ivan Ilich
buscó aZahar Ivanovich y recibió la firme promesa de un
nombramiento en su antiguo departamento de justicia.
Al
cabo de una semana mandó un telegrama a su mujer: «Zahar en puesto
de Miller. Recibiré nombramiento en primer informe.»
Gracias
a este cambio de personal, Ivan Ilich recibió inesperadamente un
nombramiento en su antiguo ministerio que le colocaba a dos grados
del escalafón por encima de sus antiguos colegas, con un sueldo de
cinco mil rubIos, más tres mil quinientos de remuneración por
traslado.
Ivan
Ilich olvidó todo el enojo que sentía contra sus antiguos enemigos
y contra el ministerio y quedó plenamente satisfecho.
Ivan
Ilich volvió al campo más contento y feliz de lo que lo había
estado en mucho tiempo. Praskovya Fyodorovna también se alegró y
entre ellos se concertó una tregua. Ivan Ilich contó cuánto le
había festejado todo el mundo en la capital, cómo todos los que
habían sido sus enemigos quedaban avergonzados y ahora le adulaban
servilmente, cuánto le envidiaban por su nuevo nombramiento y cuánto
le quería todo el mundo en Petersburgo.
Praskovya
Fyodorovna escuchaba todo aquello y aparentaba creerlo. No ponía
peros á nada y se limitaba a hacer planes para la vida en la ciudad
a la que iban a mudarse.
E
Ivan Ilich vio regocijado que tales planes eran los suyos propios,
que marido y mujer estaban de acuerdo y que, tras un tropiezo, su
vida recobraba el legítimo y natural carácter de proceso placentero
y decoroso.
Ivan
Ilich había vuelto al campo por breves días.
Tenía
que incorporarse a su nuevo cargo el 10 de septiembre. Por añadidura,
necesitaba tiempo para instalarse en su nuevo domicilio, trasladar a
éste todos los enseres de la provincia anterior y comprar y encargar
otras muchas cosas; en una palabra, instalarse tal como lo tenía
pensado, lo cual coincidía casi exactamente con lo que Praskovya
Fyodorovna tenía pensado a su vez.
Y
ahora, cuando todo quedaba resuelto tan felizmente, cuando su mujer y
él coincidían en sus planes y, por añadidura, se veían tan raras
veces, se llevaban más amistosamente de lo que había sido el caso
desde los primeros días de su matrimonio.
Ivan
Ilich había pensado en llevarse a la familia en seguidá, pero la
insistencia de su cuñado y la esposa de éste, que de pronto se
habían vuelto notablemente afables e íntimos con él y su familia,
le indujeron a partir solo.
Y,
en efecto, partió solo, y el jovial estado de ánimo producido por
su éxito y la buena armonía con su mujer no le abandonó un
instante. Encontró un piso exquisito, idéntico a aquel con que
habían soñado él y su mujer. Salones grandes altos de techo y
decorados al estilo antiguo, un despacho cómodo y amplio,
habitaciones para su mujer y su hija, un cuarto de estudio para su
hijo -se hubiera dicho que todo aquello se había hecho ex profeso
para ellos.
El
propio Ivan Ilich dirigió la instalación, atendió al empapelado y
tapizado, compró muebles, sobre todo de estilo antiguo, que él
consideraba muy comme il fau!, y todo fue adelante, adelante, hasta
alcanzar el ideal que se había propuesto.
Incluso
cuando la instalación iba sólo por la mitad superaba ya sus
expectativas. Veía ya el carácter comme il faut, elegante y
refinado que todo tendría cuando estuviera concluido. A punto de
quedarse dormido se imaginaba cómo sería el salón.
Mirando
la sala, todavía sin terminar, veía ya la chimenea, el biombo, la
riconera y las sillas pequeñas colocadas al azar, los platos de
adorno en las paredes y los bronces, cuando cada objeto ocupara su
lugar correspondiente.
Se
alegraba al pensar en la impresión que todo ello causaría en su
mujer y su hija, quienes también compartían su propio gusto. De
seguro que no se lo esperaban.
En
particular, había conseguido hallar y comprar barato objetos
antiguos que daban a toda la instalación un carácter singularmente
aristocrático. Ahora bien, en sus cartas lo describía todo peor de
lo que realmente era, a fin de dar a su familia una sorpresa.
Todo
esto cautivaba su atención a tal punto que su nuevo trabajo oficial,
aun gustándole mucho, le interesaba menos de lo que había esperado.
Durante las sesiones del tribunal había momentos en que se quedaba
abstraído, pensando en si los pabellones de las cortinas debieran
ser rectos o curvos.
Tanto
interés ponía en ello que a menudo él mismo hacía las cosas,
cambiaba la disposición de los muebles o volvía a colgar las
cortinas. Una vez, al trepar por una escalerilla de mano para mostrar
al tapicero -que no lo comprendíacómo quería disponer los pliegues
de las cortinas, perdió pie y resbaló, pero siendo hombre ~erte y
ágil, se afianzó y sólo se dio con un costado contra el tirador de
la ventana. La magulladura le dolió, pero el dolor se le pasó
pronto.
Durante
todo este tiempo se sentía sumamente alegre y vigoroso. Escribió:
«Estoy como si me hubieran quitado quince años de encima.» Había
pensado terminar en septiembre, pero esa labor se prolongó hasta
octubre. Sin embargo, el resultado fue admirable, no sólo en su
opinión sino en la de todos los que lo vieron.
En
realidad, resultó lo que de ordinario resulta en las viviendas de
personas que quieren hacerse pasar por ricas no siéndolo de veras,
y, por consiguiente, acaban pareciéndose a otras de su misma
condición: había damascos, caoba, plantas, alfombras y bronces
brillantes y mates... en suma, todo aquello que poseen las gentes de
cierta clase a fin de asemejarse a otras de la misma clase.
y
la casa de Ivan Ilich era tan semejante a las otras que no hubiera
sido objeto de la menor atención; pero a él, sin embargo, se le
antojaba original.
Quedó
sumamente contento cuando fue a recibir a su familia a la estación y
la llevó al nuevo piso, ya todo dispuesto e iluminado, donde un
criado con corbata blanca abrió la puerta del vestíbulo que había
sido adornado con plantas; y cuando luego, al entrar en la sala y el
despacho, la familia prorrumpió en exclamaciones de deleite.
Los
condujo a todas partes, absorbiendo ávidamente sus alabanzas y
rebosando de gusto. Esa misma tarde, cuando durante el té Praskovya
Fyodorovna le preguntó entre otras cosas por su caída, él rompió
a reír y les mostró en pantomima cómo había salido volando y
asustado al tapicero.
-No
en vano tengo algo de atleta. Otro se hubiera matado, pero yo sólo
me di un golpe aquí... miradMe duele cuando lo toco, pero ya va
pasando... No es más que una contusión.
Así
pues, empezaron a vivir en su nuevo domicilio, en el que cuando por
fin se acomodaron hallaron, como siempre sucede, que sólo les hacía
falta una habitación más.
Y
aunque los nuevos ingresos, como siempre sucede, les venían un
poquitín cortos (cosa de quinientos rubIos) todo iba requetebién.
Las cosas fueron especialmente bien al principio, cuando aún no
estaba todo en su punto y quedaba algo por hacer:
comprar
esto, encargar esto otro, cambiar aquello de sitio, ajustar lo de más
allá.
Aunque
había algunas discrepancias entre marido y mujer, ambos estaban tan
satisfechos y tenían tanto que hacer que todo aquello pasó sin
broncas de consideración.
Cuando
ya nada quedaba por arreglar hubo una pizca de aburrimiento, como si
a ambos les faltase algo, pero ya para entonces estaban haciendo
amistades y creando rutinas, y su vida iba adquiriendo consistencia.
Ivan
Ilich pasaba la mañana en el juzgado y volvía a casa a la hora de
comer. Al principio estuvo de buen humor, aunque a veces se irritaba
un tanto a causa precisamente del nuevo alojamiento. (Cualquier
mancha en el mantel, o en la tapicería, cualquier cordón roto de
persiana, le sulfuraban; había trabajado tanto en la instalación
que cualquier desperfecto le acongojaba).
Pero,
en general, su vida transcurría como, según su parecer, la vida
debía ser: cómoda, agradable y decorosa. Se levantaba a las nueve,
tomaba café, leía el periódico, luego se ponía el uniforme y se
iba al juzgado.
Allí
ya estaba dispuesto el yugo bajo el cual trabajaba, yugo que él se
echaba de golpe encima: solicitantes, informes de cancillería, la
cancillería misma y sesiones públicas y administrativas.
En
ello era preciso saber excluir todo aquello que, siendo fresco y
vital, trastorna siempre el debido curso de los asuntos judiciales;
era también preciso evitar toda relación que no fuese oficial y,
por añadidura, de índole judicial.
Por
ejemplo, si llegase un individuo buscando informes acerca de algo,
Ivan Ilich, como funcionario en cuya jurisdicción no entrara el
caso, no podría entablar relación alguna con ese individuo; ahora
bien, si éste recurriese a él en su capaciddad oficial -para algo,
pongamos por caso, que pudiera expresarse en papel sellado-, Ivan
Ilich haría sin duda por él cuanto fuera posible dentro de ciertos
límites, y al hacerlo mantendría con el individuo en cuestión la
apariencia de amigables relaciones humanas, o sea, la apariencia de
cortesía.
Tan
pronto como terminase la relación oficial terminaría también
cualquier otro género de relación. Esta facultad de separar su vida
oficial de su vida real la poseía Ivan Ilich en grado sumo y,
gracias a su larga experiencia y su talento, llegó a refinarla hasta
el punto de que a veces, a la manera de un virtuoso, se permitía,
casi como jugando, fundir la una con la otra.
Se
permitía tal cosa porque, de ser preciso, se sentía capaz de volver
a separar lo oficial de lo humano. y hacía todo eso no sólo con
facilidad, agrado y decoro, sino con virtuosismo. En los intervalos
entre las sesiones del tribunal fumaba, tomaba té, charlaba un poco
de política, un poco de temas generales, un poco de juegos de
naipes, pero más que nada de nombramientos. y cansado, pero con las
sensaciones de un virtuoso -uno de los primeros violines que ha
ejecutado con precisión su parte en la orquesta volvía a su casa,
donde encontraba que su mujer y su hija habían salido a visitar a
alguien, o que allí había algún visitante, y que su hijo había
asistido a sus clases, preparaba sus lecciones con ayuda de sus
tutores y estudiaba con ahínco lo que se enseña en los institutos.
Todo
iba a pedir de boca. Después de la comida, si no tenían visitantes,
Ivan Ilich leía a veces algún libro del que a la sazón se hablase
mucho, y al anochecer se sentaba a trabajar, esto es, a leer
documentos oficiales, consultar códigos, cotejar declaraciones de
testigos y aplicarles la ley correspondiente.
Ese
trabajo no era ni aburrido ni divertido. Le parecía aburrido cuando
hubiera podido estar jugando a las cartas; pero si no había partida,
era mejor que estar mano sobre mano, o estar solo, o estar con su
mujer.
El
mayor deleite de Ivan Ilich era organizar pequeñas comidas a las que
invitaba a hombres y mujeres de alta posición social, y al igual que
su sala podía ser copia de otras salas, sus reuniones con tales
personas podían ser copia de otras reuniones de la misma índole.
En
cierta ocasión dieron un baile. Ivan Ilich disfrutó de él y todo
resultó bien, salvo que tuvo una áspera disputa con su mujer con
motivo de las tartas y los dulces. Praskovya Fyodorovna había hecho
sus propios preparativos, pero Ivan Ilich insistió en pedirlo todo a
un confitero de los caros y había encargado demasiadas tartas; y la
disputa surgió cuando quedaron sin consumir algunas tartas y la
cuenta del confitero ascendió a cuarenta y cinco rubIos.
La
querella fue violenta y desagradable, tanto así que Praskovya
Fyodorovna le llamó «imbécil y mentecato»; y él se agarró la
cabeza con las manos y en un arranque de cólera hizo alusión al
divorcio. Pero el baile había estado muy divertido.
Había
asistido gente de postín e Ivan Ilich había bailado con la princesa
Trufonova, hermana de la fundadora de la conocida sociedad «Comparte
mi aflicción». Los deleites de su trabajo oficial eran deleites de
la ambición; los deleites de su vida social eran deleites de la
vanidad. Pero el mayor deleite de Ivan Ilich era jugar al vint.
Confesaba
que al fin y al cabo, por desagradable que fuese cualquier incidente
en su vida, el deleite que como un rayo de luz superaba a todos los
demás era sentarse a jugar al vint con buenos jugadores que no
fueran chillones, y en partida de cuatro, por supuesto (porque en la
de cinco era molesto quedar fuera, aunque fingiendo que a uno no le
importaba), y enzarzarse en una partida seria e inteligente (si las
cartas lo permitían); y luego cenar y beberse un vaso de Vino.
Después
de la partida, Ivan Ilich, sobre todo si había ganado un poco
(porque ganar mucho era desagradable), se iba a la cama con muy buena
disposición de ánimo.
Así
vivían. Se habían rodeado de un grupo social de alto nivel al que
asistían personajes importantes y gente joven. En lo tocante a la
opinión que tenían de esas amistades, marido, mujer e hija estaban
de perfecto acuerdo y, sin disentir en lo más mínimo, se quitaban
de encima a aquellos amigos y parientes de medio pelo que, con un
sinfín de carantoñas, se metían volando en la sala de los platos
japoneses en las paredes.
Pronto
esos amigos insignificantes cesaron de importunarles; sólo la gente
más distinguida permaneció en el círculo de los Golovin.
Los
jóvenes hacían la rueda a Liza, y el fiscal Petrischev, hijo de
Dmitri Ivanovich Petrischev y heredero único de la fortuna de éste,
empezó a cortejarla, al punto que Ivan Ilich había hablado ya de
ello con Praskovya Fyodorovna para decidir si convendría
organizarles una' excursión o una función teatral de aficionados.
Así
vivían, pues. Y todo iba como una seda, agradablemente y sin
cambios.
Todos
disfrutaban de buena salud, porque no podía llamarse indisposición
el que Ivan Ilich dijera a veces que tenía un raro sabor de boca y
un ligero malestar en el lado izquierdo del estómago.
Pero
aconteció que ese malestar fue en aumento y, aunque todavía no era
dolor, sí era una continua sensación de pesadez en ese lado,
acompañada de mal humor. El mal humor, a su vez, fue creciendo y
empezó a menoscabar la existencia agradable, cómoda y decorosa de
la familia Golovin.
Las
disputas entre marido y mujer iban siendo cada vez más frecuentes, y
pronto dieron al traste con el desahogo y deleite de esa vida. Aun el
decoro mismo sólo a duras penas pudo mantenerse.
Menudearon
de nuevo los dimes y diretes. Sólo quedaban, aunque cada vez más
raros, algunos islotes en que marido y mujer podían juntarse sin dar
ocasión a un estallido.
Y
Praskovya Fyodorovna se quejaba ahora, y no sin fundamento, de que su
marido tenía muy mal genio.
Con
su típica propensión a exagerar las cosas decía que él había
tenido siempre ese genio horrible y que sólo la buena índole de
ella había podido aguantado veinte años.
Cierto
que quien iniciaba ahora las disputas era él, siempre al comienzo de
la comida, a menudo cuando empezaba a tomar la sopa. A veces notaba
que algún plato estaba descantillado, o que un manjar no estaba en
su punto, o que su hijo ponía los codos en la mesa, o que el peinado
de su hija no estaba como debía. y de todo ello echaba la culpa a
Praskovya
Fyodorovna.
Al
principio ella le contradecía y le contestaba con acritud, pero una
o dos veces, al principio de la comida, Ivan Ilich se encolerizó a
tal punto que ella, comprendiendo que se trataba de un estado morboso
provocado por la toma de alimentos, se contuvo; no contestó, sino
que se apresuró a terminar de comer, considerando que su moderación
tenía muchísimo mérito.
Habiendo
llegado a la conclusión de que Ivan Ilich tenía un genio atroz y
era la causa de su infortunio, empezó a compadecerse de sí misma; y
cuanto más se compadecía, más odiaba a su marido.
Empezó
a desear que muriera, a la vez que no quería su muerte porque en tal
caso cesaría su sueldo; y ello aumentaba su irritación contra él.
Se consideraba terriblemente desgraciada porque ni siquiera la muerte
de él podía salvada, y aunque disimulaba su irritación, ese
disimulo acentuaba aún más la irritación de él.
Después
de una escena en la que Ivan Ilich se mostró sobremanera injusto y
tras la cual, por vía de explicación, dijo que, en efecto, estaba
irritado, pero que ello se debía a que estaba enfermo, ella le dijo
que, puesto que era así, tenía que ponerse en tratamiento, e
insistió en que fuera a ver a un médico famoso.
y
él así lo hizo. Todo sucedió como lo había esperado; todo sucedió
como siempre sucede. La espera, los aires de importancia que se daba
el médico -que le eran conocidos por parecerse tanto a los que él
se daba en el juzgado-, la palpación, la auscultación, las
preguntas que exigían respuestas conocidas de antemano y
evidentemente innecesarias, el semblante expresivo que parecía decir
que «si usted, veamos, se somete a nuestro tratamiento, lo
arreglaremos todo; sabemos perfecta e indudablemente cómo arreglarlo
todo, siempre y del mismo modo para cualquier persona». Lo mismísimo
que en el juzgado.
El
médico famoso se daba ante él los mismos aires que él, en el
tribunal, se daba ante un acusado.
El
médico dijo que tal y cual mostraba que el enfermo tenía tal y
cual; pero que si el reconocimiento de tal y cual no lo confirmaba,
entonces habría que suponer tal o cual. y que si se suponía tal o
cual, entonces..., etc. Para Ivan Ilich había sólo una pregunta
importante, a saber:
¿era
grave su estado o no lo era? Pero el médico esquivó esa indiscreta
pregunta.
Desde
su punto de vista era una pregunta ociosa que no admitía discusión;
lo importante era decidir qué era lo más probable: si riñón
flotante, o catarro crónico o apendicitis. No era cuestión de la
vida o la muerte de Ivan Ilich, sino de si aquello era un riñón
flotante o una apendicitis.
y
esa cuestión la decidió el médico de modo brillante -o así le
pareció a Ivan Ilicha favor de la apendicitis, a reserva de que si
el examen de la orina daba otros indicios habría que volver a
considerar el caso.
Todo
ello era cabalmente lo que el propio Ivan Ilich había hecho mil
veces, y de modo igualmente brillante, con los procesados ante el
tribunal. El médico resumió el caso de forma asimismo brillante,
mirando al procesado triunfalmente, incluso gozosamente, por encima
de los lentes.
Del
resumen del médico Ivan Ilich sacó la conclusión de que las cosas
iban mal, pero que al médico, y quizá a los demás, aquello les
traía sin cuidado, aunque para él era un asunto funesto.
y
tal conclusión afectó a Ivan Ilich lamentablemente, suscitando en
él un profundo sentimiento de lástima hacia sí mismo y de profundo
rencor por la indiferencia del médico ante cuestión tan importante.
Pero no dijo nada. Se levantó, puso los honorarios del médico en la
mesa y comentó suspirando:
-Probablemente
nosotros los enfermos hacemos a menudo preguntas indiscretas. Pero
dígame: ¿esta enfermedad es, en general, peligrosa o no?..
El
médico le miró severamente por encima de los lentes como para
decirle: «Procesado, si no se atiene usted a las preguntas que se le
hacen me veré obligado a expulsarle de la sala.»
-Ya
le he dicho lo que considero necesario y conveniente. Veremos qué
resulta de un análisis posterior - y el médico se inclinó.
Ivan
Ilich salió despacio, se sentó angustiado en su trineo y volvió a
casa. Durante todo el camino no cesó de repasar mentalmente lo que
había dicho el médico, tratando de traducir esas palabras
complicadas, oscuras y científicas a un lenguaje sencillo y
encontrar en ellas la respuesta a la pregunta:
¿Es
grave lo que tengo? ¿Es muy grave o no lo es todavía? y le parecía
que el sentido de lo dicho por el médico era que la dolencia era muy
grave.
Todo
lo que veía en las calles se le antojaba triste: tristes eran los
coches de punto, tristes las casas, tristes los transeúntes, tristes
las tiendas.
El
malestar que sentía, ese malestar sordo que no cesaba un momento, le
parecía haber cobrado un nuevo y más grave significado a
consecuencia de las oscuras palabras del médico. Ivan Ilich lo
observaba ahora con una nueva y opresiva atención.
Llegó
a casa y empezó a contar a su mujer lo ocurrido. Ella le escuchaba,
pero en medio del relato entró la hija con el sombrero puesto, lista
para salir con su madre. La chica se sentó a regañadientes para oír
la fastidiosa historia, pero no aguantó mucho. Su madre tampoco le
escuchó hasta el final.
-Pues
bien, me alegro mucho -dijo la mujer-. Ahora pon mucho cuidado en
tomar la medicina con regularidad. Dame la receta y mandaré a
Gerasim a la botica -y fue a vestirse para salir.
«Bueno
-se dijo él-. Quizá no sea nada al fin y al cabo.»
Comenzó
a tomar la medicina y a seguir las instrucciones del médico, que
habían sido alteradas después del análisis de la orina. Pero he
aquí que surgió una confusión entre ese análisis y lo que debía
seguir a continuación. Fue imposible llegar hasta el médico y
resultó, por consiguiente, que no se hizo lo que le había dicho
éste.
O
lo había olvidado, o le había mentido u ocultado algo. Pero, en
todo caso, Ivan Ilich siguió cumpliendo las instrucciones y al
principio obtuvo algún alivio de ello.
La
principal ocupación de Ivan Ilich desde su visita al médico fue el
cumplimiento puntual de las
instrucciones
de éste en lo tocante a higiene y la toma de la medicina, así como
la observación de su dolencia y de todas las funciones de su
organismo.
Su
interés principal se centró en los padecimientos y la salud de
otras personas. Cuando alguien hablaba en su presencia de
enfermedades, muertes, o curaciones, especialmente cuando la
enfermedad se asemejaba a la suya, escuchaba con una atención que
procuraba disimular, hacía preguntas y aplicaba lo que oía a su
propio caso.
No
menguaba el dolor, pero Ivan Ilich se esforzaba por creer que estaba
mejor. y podía engañarse mientras no tuviera motivo de agitación.
Pero tan pronto como surgía un lance desagradable con su mujer o
algún fracaso en su trabajo oficial, o bien recibía malas cartas en
el vint, sentía al momento el peso entero de su dolencia.
Anteriormente
podía sobrellevar esos reveses, esperando que pronto enderezaría lo
torcido, vencería los obstáculos, obtendría el éxito y ganaría
todas las bazas en la partida de cartas.
Ahora,
sin embargo, cada tropiezo le trastornaba y le sumía en la
desesperación. Se decía: «Hay que ver: ya iba sintiéndome mejor,
la medicina empezaba a surtir efecto, y ahora surge este maldito
infortunio, o este incidente desagradable...» y se enfurecía contra
ese infortunio o contra las personas que habían causado el incidente
desagradable y que le estaban matando, porque pensaba que esa furia
le mataba, pero no podía frenarla.
Hubiérase
podido creer que se daría cuenta de que esa irritación contra las
circunstancias y las personas agravaría su enfermedad y que por lo
tanto no debería hacer caso de los incidentes desagradables; pero
sacaba una conclusión enteramenté contraria: decía que necesitaba
sosiego, vigilaba todo cuanto pudiera estorbarlo y se irritaba ante
la menor violación de ello.
Su
estado empeoraba con la lectura de libros de medicina y la consulta
de médicos. Pero el empeoramiento era tan gradual que podía
engañarse cuando comparaba un día con otro, ya que la diferencia
era muy leve. Pero cuando consultaba a los médicos le parecía que
empeoraba, e incluso muy rápidamente. Y, ello no obstante, los
consultaba continuamente.
Ese
mes fue a ver a otro médico famoso, quien le dijo casi lo mismo que
el primero, pero a quien hizo preguntas de modo diferente. y la
consulta con ese otro célebre facultativo sólo aumentó la duda y
el espanto de Ivan Ilich.
El
amigo de un amigo suyo -un médico muy bueno facilitó por su parte
un diagnóstico totalmente diferente del de los otros, y si bien
pronosticó la curación, sus preguntas y suposiciones desconcertaron
aún más a Ivan Ilich e incrementaron sus dudas.
Un
homeópata, a su vez, diagnosticó la enfermedad de otro modo y
recetó un medicamento que Ivan Ilich estuvo tomando en secreto
durante ocho días, al cabo de los cuales, sin experimentar mejoría
alguna y habiendo perdido la confianza en los tratamientos anteriores
y en éste, se sintió aún más deprimido.
Un
día una señora conocida suya le habló de la eficacia curativa de
unas imágenes sagradas. Ivan Ilich notó con sorpresa que estaba
escuchando atentamente y empezaba a creer en ello.
Ese
incidente le amedrentó. «¿Pero es posible que esté ya tan débil
de la cabeza?» -se preguntó-. «jTonterías! Eso no es más que una
bobada. No debo ser tan aprensivo, y ya que he escogido a un médico
tengo que ajustarme estrictamente a su tratamiento.
Eso
es lo que haré. Punto final. No volveré a pensar en ello y seguiré
rigurosamente ese tratamiento hasta el verano.
Luego
ya veremos. De ahora en adelante nada de vacilaciones...» Fácil era
decirlo, pero imposible llevarlo a cabo. El dolor del costado le
atormentaba, parecía agravarse y llegó a ser incesante, el sabor de
boca se hizo cada vez más extraño. Le parecía que su aliento tenía
un olor repulsivo, a la vez que notaba pérdida de apetito y
debilidad física.
Era
imposible engañarse: algo terrible le estaba ocurriendo, algo nuevo
y más importante que lo más importante que hasta entonces había
conocido en su vida. Y él era el único que lo sabía; los que le
rodeaban no lo comprendían o no querían comprenderlo y creían que
todo en este mundo iba como de costumbre.
Eso
era lo que más atormentaba a Ivan Ilich. Veía que las gentes de
casa, especialmente su mujer y su hija -quienes se movían en un
verdadero torbellino de visitas no entendían nada de lo que le
pasaba y se enfadaban porque se mostraba tan deprimido y exigente,
como si él tuviera la culpa de ello.
Aunque
trataban de disimularlo, él se daba cuenta de que era un estorbo
para ellas y que su mujer había adoptado una concreta actitud ante
su enfermedad y la mantenía a despecho de lo que él dijera o
hiciese. Esa actitud era la siguiente:
-¿Saben
ustedes? -decía a sus amistades-. Ivan Ilich no hace lo que hacen
otras personas, o sea, atenerse rigurosamente al tratamiento que le
han impuesto.
Un
día toma sus gotas, come lo que le conviene y se
acuesta
a la hora debida; pero al día siguiente, si yo no estoy a la mira,
se olvida de tomar la medicina, come esturión -que le está
prohibido y se sienta a jugar a las cartas hasta las tantas.
-¡Vamos,
anda! ¿Yeso cuándo fue? -decía Ivan Ilich enfadado-. Sólo una
vez, en casa de Pyotr Ivanovich.
-Y
ayer en casa de Shebek. -Bueno, en todo caso el dolor no me hubiera
dejado dormir.
-Di
lo que quieras, pero así no te pondrás nunca bien y seguirás
fastidiándonos.
La
actitud evidente de Praskovya Fyodorovna, según la manifestaba a
otros y al mismo Ivan Ilich, era la de que éste tenía la culpa de
su propia enfermedad, con la cual imponía una molestia más a su
esposa.
Él
opinaba que esa actitud era involuntaria, pero no por eso era menor
su aflicción.
En
los tribunales Ivan Ilich notó, o creyó notar, la misma extraña
actitud hacia él: a veces le parecía que la gente le observaba como
a quien pronto dejaría vacante su cargo.
A
veces también sus amigos se burlaban amistosamente de su aprensión,
como si la cosa atroz, horrible, inaudita, que llevaba dentro, la
cosa que le roía sin cesar y le arrastraba irremisiblemente hacia
Dios sabe dónde, fuera tema propicio a la broma. Schwartz, en
particular, le irritaba con su jocosidad, desenvoltura y agudeza,
cualidades que le recordaban lo que él mismo había sido diez años
antes.
Llegaron
los amigos a echar una partida y tomaron asiento. Dieron las cartas,
sobándolas un poco porque la baraja era nueva, él apartó los oros
y vio que tenía siete. Su compañero de juego declaró
«sin-triunfos» y le apoyó con otros dos oros.
¿Qué
más se podía pedir? La cosa iba a las mil maravillas. Darían
capote. Pero de pronto Ivan Ilich sintió ese dolor agudo, ese mal
sabor de boca, y le pareció un tanto ridículo alegrarse de dar
capote en tales condiciones.
Miró
a su compañero de juego Mihail Mihailovich.
Éste
dio un fuerte golpe en la mesa con la mano y, en lugar de recoger la
baza, empujó cortés y compasivamente las cartas hacia Ivan Ilich
para que éste pudiera recogerlas sin alargar la mano.
«¿Es
que se cree que estoy demasiado débil para estirar el brazo?»,
pensó Ivan Ilich. y olvidando lo que hacía sobrepujó los triunfos
de su compañero y falló dar capote por tres bazas.
Lo
peor fue que notó lo molesto que quedó Mihail Mihailovich y lo poco
que a él le importaba. Y era atroz darse cuenta de por qué no le
importaba.
Todos
vieron que se sentía mal y le dijeron: «Podemos suspender el juego
si está usted cansado.
Descanse.»
¿Descansar? No, no estaba cansado en lo más mínimo; terminarían
la mano. Todos estaban sombríos y callados. Ivan Ilich tenía la
sensación de que era él la causa de esa tristeza y mutismo y de que
no podía despejadas. Cenaron y se fueron.
Ivan
Ilich se quedó solo, con la conciencia de que su vida estaba
emponzoñada y empozoñaba la vida de otros, y de que esa ponzoña no
disminuía, sino que penetraba cada vez más en sus entrañas.
Y
con esa conciencia, junto con el sufrimiento físico y el terror,
tenía que meterse en la cama, permaneciendo a menudo despierto la
mayor parte de la noche. Y al día siguiente tenía que levantarse,
vestirse, ir a los tribunales, hablar, escribir; o si no salía,
quedarse en casa esas veinticuatro horas del día, cada una de las
cuales era una tortura. Y vivir así, solo, al borde de un abismo,
sin nadie que le comprendiese ni se apiadase de él.
Así
pasó un mes y luego otro. Poco antes de Año Nuevo llegó a la
ciudad su cuñado y se instaló en casa de ellos. Ivan Ilich estaba
en el juzgado.
Praskovya
Fyodorovna había salido de compras.
Cuando
Ivan Ilich volvió a casa y entró en su despacho vio en él a su
cuñado, hombre sano, de tez sanguínea, que estaba deshaciendo su
maleta. Levantó la cabeza al oír los pasos de Ivan Ilich y le miró
un momento sin articular palabra. Esa mirada fue una total revelación
para Ivan Ilich.
El
cuñado abrió la boca para lanzar una exclamación de sorpresa, pero
se contuvo, gesto que lo confirmó todo.
-Estoy
cambiado, ¿eh? -Sí... hay un cambio.
y
si bien Ivan Ilich trató de hablar de su aspecto físico con su
cuñado, éste guardó silencio. Llegó Praskovya 'Fyodorovna y el
cuñado salió a verla.
Ivan
Ilich cerró la puerta con llave y empezó a mirarse en el espejo,
primero de frente, luego de lado. Cogió un retrato en que figuraban
él y su mujer y lo comparó con lo que veía en el espejo.
El
cambio era enorme. Luego se remangó los brazos hasta el codo, los
miró, se sentó en la otomana y se sintió más negro que la noche.
«¡No,
no se puede vivir así!» -se dijo, y levantándose de un salto fue a
la mesa, abrió un expediente y empezó a leerlo, pero no pudo
seguir.
Abrió
la puerta y entró en el salón. La puerta que daba a la sala estaba
abierta. Se acercó a ella de puntillas y se puso a escuchar.
-No.
Tú exageras -decía Praskovya Fyodorovna.
-¿Cómo
que exagero? ¿Es que no ves que es un muerto? Mírale los ojos... no
hay luz en ellos.
¿Pero
qué es lo que tiene?
-Nadie
lo sabe. Nikolayev (que era otro médico) dijo algo, pero no sé lo
que es. Y Leschetitski (otro galeno famoso) dijo lo contrario...
Ivan
Ilich se apartó de allí, fue a su habitación, se acostó y se puso
a pensar: «El riñón, un riñón flotante.»
Recordó
todo lo que habían dicho los médicos: cómo se desprende el riñón
y se desplaza de un lado para
otro.
Y a fuerza de imaginación trató de apresar ese riñón, sujetarlo y
dejarlo fijo en un sitio; «y es tan poco
-se
decíalo que se necesita para ello. No. Iré una vez más a ver a
Pyotr Ivanovich». (Éste era el amigo cuyo amigo era médico.)
Tiró
de la campanilla, pidió el coche y se aprestó a salir.
¿A
dónde vas, Jean? -preguntó su mujer con expresión especialmente
triste y acento insólitamente bondadoso.
Ese
acento insólitamente bondadoso le irritó. Él la miró
sombríamente.
-Debo
ir a ver a Pyotr Ivanovich.
Fue
a casa de Pyotr Ivanovich y, acompañado de éste, fue a ver a su
amigo el médico. Lo encontraron en casa e Ivan Ilich habló
largamente con él.
Repasando
los detalles anatómicos y fisiológicos de lo que, en opinión del
médico, ocurría en su cuerpo, Ivan Ilich lo comprendió todo.
Había
una cosa, una cosa pequeña, en el apéndice vermiforme. Todo eso
podría remediarse. Estimulando la energía de un órgano y frenando
la actividad de otro se produciría una absorción y todo quedaría
resuelto. Llegó un poco tarde a la comida.
Mientras
comía, estuvo hablando amigablemente, pero durante largo rato no se
resolvió a volver al trabajo en su cuarto. Por fin, volvió al
despacho y se puso a trabajar.
Estuvo
leyendo expedientes, pero la conciencia de haber dejado algo aparte,
un asunto importante e íntimo al que tendría que volver cuando
terminase su trabajo, no le abandonaba. Cuando terminó su labor
recordó que ese asunto íntimo era la cuestión del apéndice
vermiforme.
Pero
no se rindió a ella, sino que fue a tomar el té a la sala. Había
visitantes charlando, tocando el piano y cantando; estaba también el
juez de instrucción, apetecible novio de su hija. Como hizo notar
Praskovya Fyodorovna, Ivan Ilich pasó la velada más animado que
otras veces, pero sin olvidarse un momento de que había aplazado la
cuestión importante del apéndice vermiforme.
A
las once se despidió y pasó a su habitación.
Desde
su enfermedad dormía solo en un cuarto pequeño contiguo a su
despacho. Entró en él, se desnudó y tomó una novela de Zola, pero
no la leyó, sino que se dio a pensar, y en su imaginación efectuó
la deseada corrección del apéndice vermiforme.
Se
produjo la absorción, la evacuación, el restablecimiento de la
función normal. «Sí, así es,
efectivamente
-se dijo-. Basta con ayudar a la naturaleza.» Se acordó de su
medicina, se levantó, la tomó, se acostó boca arriba, acechando
cómo la medicina surtía sus benéficos efectos y eliminaba el
dolor. «Sólo hace falta tomada con regularidad y evitar toda
influencia perjudicial; ya me siento un poco mejor, mucho mejor.»
Empezó a palparse el costado; el contacto no le hacía daño.
«Sí,
no lo siento; de veras que estoy mucho mejor.» Apagó la bujía y se
volvió de lado... El apéndice vermiforme iba mejor, se producía la
absorción. De repente sintió el antiguo, conocido, sordo, corrosivo
dolor, agudo y contumaz como siempre; el consabido y asqueroso sabor
de boca.
Se
le encogió el corazón y se le enturbió la mente. «Pios mío, Dios
mío! -murmuró entre dientes-. jOtra vez, otra vez! j Y no cesa
nunca!» Y de pronto el asunto se le presentó con cariz enteramente
distinto. «¡El apéndice vermiforme! jEl riñón!
-dijo
para sus adentros-. No se trata del apéndice o del riñón, sino de
la vida y... la muerte. Sí, la vida estaba ahí y ahora se va, se
va, y no puedo retenerla.
Sí.
¿De qué sirve engañarme? ¿Acaso no ven todos, menos yo, que me
estoy muriendo, y que sólo es cuestión de semanas, de días...
quizá ahora mismo?
Antes
había luz aquí y ahora hay tinieblas. Yo estaba aquí, y ahora voy
allá. ¿A dónde?» Se sintió transido de frío, se le cortó el
aliento, y sólo percibía el golpeteo de su corazón.
«Cuando
yo ya no exista, ¿qué habrá? No habrá nada.
Entonces
¿dónde estaré cuando ya no exista? ¿Es esto morirse? No, no
quiero.» Se incorporó de un salto, quiso encender la bujía, la
buscó con manos trémulas, se le escapó al suelo junto con la
palmatoria, y él se dejó caer de nuevo sobre la almohada.
«¿Para
qué? Da lo mismo -se dijo, mirando la oscuridad con ojos muy
abiertos-. La muerte. Sí, la muerte.
Y
ésos no lo saben ni quieren saberlo, y no me tienen lástima. Ahora
están tocando el piano. (Oía a través de la puerta el sonido de
una voz y su acompañamiento). A ellos no les importa, pero también
morirán.
¡ldiotas!
Yo primero y luego ellos, pero a ellos les pasará lo mismo. Y ahora
tan contentos... jlos muy bestias!» La furia le ahogaba y se sentía
atormentado, intolerablemente afligido.
Era
imposible que todo ser humano estuviese condenado a sufrir ese
horrible espanto. Se incorporó.
«Hay
algo que no va bien. Necesito calmarme; necesito repasarlo todo
mentalmente desde el principio.»
Y,
en efecto, se puso a pensar. «Sí, el principio de la enfermedad. Me
di un golpe en el costado, pero estuve bien ese día y el siguiente.
Un
poco molesto y luego algo más. Más tarde los médicos, luego
tristeza y abatimiento. Vuelta a los médicos, y seguí acercándome
cada vez más al abismo. Fui perdiendo fuerzas.
Más
cerca cada vez. Y ahora estoy demacrado y no tengo luz en los ojos.
Pienso en el apéndice, pero esto es la muerte. Pienso en corregir el
apéndice, pero mientras tanto aquí está la muerte. ¿De veras que
es la muerte?» El espanto se apoderó de él una vez más, volvió a
jadear, se agachó para buscar los fósforos, apoyando el codo en la
mesilla de noche.
Como
ésta le estorbaba y le hacía daño, se encolerizó con ella, se
apoyó en ella con más fuerza y la volcó. Y desesperado, respirando
con fatiga, se dejó caer de espaldas, esperando que la muerte
llegase al momento.
Mientras
tanto, los visitantes se marchaban.
Praskovya
Fyodorovna los acompañó a la puerta. Ella oyó caer algo y entró.
-¿Qué
te pasa? ,:
-Nada.
Que la he derribado sin querer.
Su
esposa salió y volvió con una bujía. Él seguía acostado boca
arriba, respirando con rapidez y esfuerzo como quien acaba de correr
un buen trecho y levantando con fijeza los ojos hacia ella.
-¿Qué
te pasa, lean?
-Na...da.
La he de...rri...bado. (¿Para qué hablar de ello? No lo comprenderá
-pensó.)
Y,
en verdad, ella no comprendía. Levantó la mesilla de noche,
encendió la bujía de él y salió de prisa porque otro visitante se
despedía. Cuando volvió, él seguía tumbado de espaldas, mirando
el techo.
-¿Qué
te pasa? ¿Estás peor?
-Sí.
Ella
sacudió la cabeza y se sentó.
-¿Sabes,
Jean? Me parece que debes pedir a Leschetitski que venga a verte
aquí.
Ello
significaba solicitar la visita del médico famoso sin cuidarse de
los gastos. Él sonrió maliciosamente y dijo: «No.» Ella
permaneció sentada un ratito más y luego se acercó a él y le dio
un beso en la frente.
Mientras
ella le besaba, él la aborrecía de todo corazón; y tuvo que hacer
un esfuerzo para no apartarla de un empujón.
-Buenas
noches. Dios quiera que duermas.
-Sí.
Ivan
Ilich vio que se moría y su desesperación era continua. En el fondo
de su ser sabía que se estaba
muriendo,
pero no sólo no se habituaba a esa idea, sino que sencillamente no
la comprendía ni podía comprenderla.
El
silogismo aprendido en la Lógica de Kiezewetter: «Cayo es un ser
humano, los seres humanos son mortales, por consiguiente Cayo es
mortal», le había parecido legítimo únicamente con relación a
Cayo, pero de ninguna manera con relación a sí mismo. Que Cayo -ser
humano en abstractofuese mortal le parecía enteramente justo; pero
él no era Cayo, ni era un hombre abstracto, sino un hombre concreto,
una criatura distinta de todas las demás: él había sido el pequeño
Vanya para su papá y su mamá, para Mitya y Volodya, para sus
juguetes, para el cochero y la niñera, y más tarde para Katenka,
con todas las alegrías y tristezas y todos los entusiasmos de la
infancia, la adolescencia y la juventud. ¿Acaso Cayo sabía algo del
olor de la pelota de cuero de rayas que tanto gustaba a Vanya?
¿Acaso
Cayo besaba de esa manera la mano de su madre? ¿Acaso el frufrú del
vestido de seda de ella le sonaba a Cayo de ese modo? ¿Acaso se
había rebelado éste contra las empanadillas que servían en la
facultad? ¿Acaso Cayo se había enamorado así?
¿Acaso
Cayo podía presidir una sesión como él la presidía?
Cayo
era efectivamente mortal y era justo que muriese, pero «en mi caso
-se decía-, en el caso de Vanya, de Ivan Ilich, con todas mis ideas
y emociones, la cosa es bien distinta. y no es posible que tenga que
morirme. Eso sería demasiado horrible».
Así
se lo figuraba. «Si tuviera que morir como Cayo, habría sabido que
así sería; una voz interior me lo habría dicho; pero nada de eso
me ha ocurrido. Y tanto yo como mis amigos entendimos que nuestro
caso no tenía nada que ver con el de Cayo.
¡Y
ahora se presenta esto! -se dijo-.
¡No
puede ser! jNo puede ser, pero es! ¿Cómo es posible? ¿Cómo
entenderlo?» Y no podía entenderlo.
Trató
de ahuyentar aquel pensamiento falso, inicuo, morboso, y poner en su
lugar otros pensamientos saludables y correctos. Pero aquel
pensamiento -y más que pensamiento la realidad misma volvía una vez
tras otra y se encaraba con él.
Y
para desplazar ese pensamiento convocó toda una serie de otros, con
la esperanza de encontrar apoyo
en
ellos. Intentó volver al curso de pensamientos que anteriormente le
habían protegido contra la idea de la muerte.
Pero
-cosa rara todo lo que antes le había servido de escudo, todo cuanto
le había ocultado, suprimido, la conciencia de la muerte, no
producía ahora efecto alguno. Últimamente Ivan Ilich pasaba gran
parte del tiempo en estas tentativas de reconstituir el curso previo
de los pensamientos que le protegían de la muerte.
A
veces se decía: «Volveré a mi trabajo, porque al fin y al cabo
vivía de él.» Y apartando de sí toda duda, iba al juzgado,
entablaba conversación con sus colegas y, según costumbre, se
sentaba distraído, contemplaba meditabundo a la multitud, apoyaba
los enflaquecidos brazos en los del sillón de roble, y, recogiendo
algunos papeles, se inclinaba hacia un colega, también según
costumbre, murmuraba algunas palabras con él, y luego, levantando
los ojos e irguiéndose en el sillón, pronunciaba las consabidas
palabras y daba por abierta la sesión.
Pero
de pronto, en medio de ésta, su dolor de costado, sin hacer caso en
qué punto se hallaba la sesión, iniciaba su propia labor corrosiva.
Ivan Ilich concentraba su atención en ese dolor y trataba de
apartarlo de sí, pero el dolor proseguía su labor, aparecía, se
levantaba ante él y le miraba.
Y
él quedaba petrificado, se le nublaba la luz de los ojos, y
comenzaba de nuevo a preguntarse:
«¿Pero
es que sólo este dolor es verdad?» y sus colegas y subordinados
veían con sorpresa y amargura que él, juez brillante y sutil, se
embrollaba y equivocaba.
Él
se estremecía, procuraba volver en su acuerdo, llegar de algún modo
al final de la sesión y volverse a casa con la triste convicción de
que sus funciones judiciales ya no podían ocultarle, como antes
ocurría, lo que él quería ocultar; que esas labores no podían
librarle de aquello.
y
lo peor de todo era que aquello atraía su atención hacia sí, no
para que él tomase alguna medida, sino sólo para que él lo mirase
fijamente, cara a cara, lo mirase sin hacer nada y sufriese lo
indecible.
Y
para librarse de esa situación, Ivan Ilich buscaba consuelo
ocultándose tras otras pantallas, y, en efecto, halló nuevas
pantallas que durante breve tiempo parecían salvarle, pero que muy
pronto se vinieron abajo o, mejor dicho, se tomaron transparentes,
como si aquello las penetrase y nada pudiese ponerle coto.
En
estos últimos tiempos solía entrar en la sala que él mismo había
arreglado -la sala en que había tenido la caída y a cuyo
acondicionamiento-, ¡qué amargamente ridículo era pensarlo! -había
sacrificado su vida, porque él sabía que su dolencia había
empezado con aquel golpe.
Entraba
y veía que algo había hecho un rasguño en la superficie barnizada
de la mesa. Buscó la causa y encontró que era el borde retorcido
del adorno de bronce de un álbum. Cogía el costoso álbum, que él
mismo había ordenado pulcramente, y se nojaba por la negligencia de
su hija y los amigos de ésta -bien porque el álbum estaba roto por
varios sitios o bien porque las fotografías estaban del revés.
Volvía
a arreglarlas debidamente y a enderezar el borde del adorno.
Luego
se le ocurría colocar todas esas cosas en otro rincón de la
habitación, junto a las plantas.
Llamaba
a un criado, pero quienes venían en su ayuda eran su hija o su
esposa. Éstas no estaban de acuerdo, le contradecían, y él
discutía con ellas y se enfadaba.
Pero
eso estaba bien, porque mientras tanto no se acordaba de aquello,
aquello era invisible.
Pero
cuando él mismo movía algo su mujer le decía:
«Deja
que lo hagan los criados. Te vas a hacer daño otra vez.» y de
pronto aquello aparecía a través de la pantalla y él lo veía. Era
una aparición momentánea y él esperaba que se esfumara, pero sin
querer prestaba atención a su costado. «Está ahí continuamente,
royendo como siempre.» y ya no podía olvidarse de aquello, que le
miraba abiertamente desde detrás de las plantas. ¿A qué venía
todo eso?
«y
es cierto que fue aquí, por causa de esta cortina, donde perdí la
vida, como en el asalto a una fortaleza.
¿De
veras? ¡Qué horrible y qué estúpido! ¡No puede ser verdad! ¡No
puede serIo, pero lo es!»
Fue
a su despacho, se acostó y una vez más se quedó solo con aquello:
de cara a cara con aquello. Y no había nada que hacer, salvo mirado
y temblar.
Imposible
es contar cómo ocurrió la cosa, porque vino paso a paso,
insensiblemente, pero en el tercer mes de la enfermedad de Ivan
Ilich, su mujer, su hija, su hijo, los conocidos de la familia, la
servidumbre, los médicos y, sobre todo él mismo, se dieron cuenta
de que el único interés que mostraba consistía en si dejaría
pronto vacante su cargo, libraría a los demás de las molestias que
su presencia les causaba y se libraría a sí mismo de sus
padecimientos.
Cada
vez dormía menos. Le daban opio y empezaron a ponerle inyecciones de
morfina. Pero ello no le paliaba el dolor. La sorda congoja que
sentía durante la somnolencia le sirvió de alivio sólo al
principio, como cosa nueva, pero luego llegó a ser tan torturante
como el dolor mismo, o aún más que éste.
Por
prescripción del médico le preparaban una alimentación especial,
pero también ésta le resultaba cada vez más insulsa y repulsiva.
Para
las evacuaciones también se tomaron medidas especiales, cada una de
las cuales era un tormento para él: el tormento de la inmundicia, la
indignidad y el olor, así como el de saber que otra persona tenía
que participar en ello.
Pero
fue cabalmente en esa desagradable función donde Ivan Ilich halló
consuelo. Gerasim, el ayudante del mayordomo, era el que siempre
venía a llevarse los excrementos. Gerasim era un campesino joven,
limpio y lozano, siempre alegre y espabilado, que había engordado
con las comidas de la ciudad.
Al
principio la presencia de este individuo, siempre vestido pulcramente
a la rusa, que hacía esa faena repugnante perturbaba a Ivan Ilich.
En
una ocasión en que éste, al levantarse del orinal, sintió que no
tenía fuerza bastante para subirse el pantalón, se desplomó sobre
un sillón blando y miró con horror sus muslos desnudos y enjutos,
perfilados por músculos impotentes.
Entró
Gerasim con paso firme y ligero, esparciendo el grato olor a brea de
sus botas recias y el fresco aire invernal, con mandil de cáñamo y
limpia camisa de percal de mangas remangadas sobre sus fuertes y
juveniles brazos desnudos, y sin mirar a Ivan Ilich -por lo visto
para no agraviarle con el gozo de vivir que brillaba en su rostrose
acercó al orinal.
-Gerasim
-dijo Ivan Ilich con voz débil.
Gerasim
se estremeció, temeroso al parecer de haber cometido algún desliz,
y con gesto rápido volvió hacia el enfermo su cara fresca,
bondadosa, sencilla y joven, en la que empezaba a despuntar un atisbo
de barba.
-¿Qué
desea el señor?
-Esto
debe de serte muy desagradable. Perdóname. No puedo valerme.
-Por
Dios, señor -y los ojos de Gerasim brillaron al par que mostraba sus
brillantes dientes blancos-.
No
es apenas molestia. Es porque está usted enfermo.
Y
con manos fuertes y hábiles hizo su acostumbrado menester y salió
de la habitación con paso liviano.
Al
cabo de cinco minutos volvió con igual paso.
Ivan
Ilich seguía sentado en el sillón. -Gerasim -dijo cuando éste
colocó en su sitio el utensilio ya limpio y bien lavado-, por favor
ven acá y ayúdame -Gerasim se acercó a él-. Levántame. Me cuesta
mucho trabajo hacerlo por mí mismo y le dije a Dmitri que se fuera.
Gerasim
fue a su amo, le agarró a la vez con fuerza y destreza -lo mismo que
cuando andaba-, le alzó hábil y suavemente con un brazo, y con el
otro le levantó el pantalón y quiso sentarle, pero Ivan Ilich le
dijo que le llevara al sofá. Gerasim, sin hacer esfuerzo ni presión
al parecer, le condujo casi en vilo al sofá y le depositó en él.
-Gracias.
¡Qué bien y con cuánto tino lo haces todo! Gerasim sonrió de
nuevo y se dispuso a salir, pero Ivan Ilich se sentía tan a gusto
con él que no quería que se fuera.
-Otra
cosa. Acerca, por favor, esa silla. No, la otra, y pónmela debajo de
los pies. Me siento mejor
cuando
tengo los pies levantados.
Gerasim
acercó la silla, la colocó suavemente en el sitio a la vez que
levantaba los pies de Ivan Ilich y los ponía en ella. A éste le
parecía sentirse mejor cuando Gerasim le tenía los pies en alto.
-Me
siento mejor cuando tengo los pies levantados -dijo Ivan Ilich-.
Ponme ese cojín debajo de ellos.
Gerasim
así lo hizo. De nuevo le levantó los pies y volvió a depositarIos.
De nuevo Ivan Ilich se sintió mejor mientras Gerasim se los
levantaba.
Cuando
los bajó, a Ivan Ilich le pareció que se sentía peor.
-Gerasim
-dijo-, ¿estás ocupado ahora? -No, señor, en absoluto -respondió
Gerasim, que de los criados de la ciudad había aprendido cómo
hablar con los señores.
-¿Qué
tienes que hacer todavía? -¿Que qué tengo que hacer? Ya lo he
hecho todo, salvo cortar leña para
mañana.
-Entonces
levántame las piernas un poco más, ¿puedes?
-jCómo
no he de poder! -Gerasim levantó aún más las piernas de su amo, y
a éste le pareció que en esa postura no sentía dolor alguno.
-¿Y
qué de la leña? -No se preocupe el señor. Hay tiempo para ello.
Ivan Ilich dijo a Gerasim que se sentara y le tuviera los pies
levantados y empezó a hablar con él. Y, cosa rara, le parecía
sentirse mejor mientras Gerasim le tenía levantadas las piernas.
A
partir de entonces Ivan Ilich llamaba de vez en cuando a Gerasim, le
ponía las piernas sobre los hombros y gustaba de hablar con él.
Gerasim hacía todo ello con tiento y sencillez, y de tan buena gana
y con tan notable afabilidad que conmovía a su amo.
La
salud, la fuerza y la vitalidad de otras personas ofendían a Ivan
Ilich; únicamente la energía y la vitalidad de Gerasim no le
mortificaban; al contrario, le servían de alivio.
El
mayor tormento de Ivan Ilich era la mentira, la mentira que por algún
motivo todos aceptaban, según la cual él no estaba muriéndose,
sino que sólo estaba enfermo, y que bastaba con que se mantuviera
tranquilo y se ateniera a su tratamiento para que se pusiera bien del
todo.
Él
sabía, sin embargo, que hiciesen lo que hiciesen nada resultaría de
ello, salvo padecimientos aún más agudos y la muerte.
Y
le atormentaba esa mentira, le atormentaba que no quisieran admitir
que todos ellos sabían que era mentira y que él lo sabía también,
y que le mintieran acerca de su horrible estado y se aprestaran -más
aún, le obligarana participar en esa mentira.
La
mentira -esa mentira perpetrada sobre él en vísperas de su muerte
encaminada a rebajar el hecho atroz y solemne de su muerte al nivel
de las visitas, las cortinas, el esturión de la comida... era un
horrible tormento para Ivan Ilich.
Y,
cosa extraña, muchas veces cuando se entregaban junto a él a esas
patrañas estuvo a un pelo de gritarles: «¡Dejad de mentir!
¡Vosotros bien sabéis!, y yo sé, que me estoy muriendo! ¡Conque
al menos dejad de mentir!» Pero nunca había tenido arranque
bastante para hacerlo.
Veía
que el hecho atroz, horrible, de su gradual extinción era reducido
por cuantos le rodeaban al nivel de un incidente casual, en parte
indecoroso (algo así como si un individuo entrase en una sala
esparciendo un mal olor), resultado de ese mismo «decoro» que él
mismo había practicado toda su vida.
Veía
que nadie se compadecía de él, porque nadie quería siquiera
hacerse cargo de su situación.
Únicamente
Gerasim se hacía cargo de ella y le tenía lástima; y por eso Ivan
Ilich se sentía a gusto sólo con él. Se sentía a gusto cuando
Gerasim pasaba a veces la noche entera sosteniéndole las piernas,
sin querer ir a acostarse, diciendo: «No se preocupe, Ivan Ilich,
que dormiré más tarde.» O cuando, tuteándole, agregaba: «Si no
estuvieras enfermo, sería distinto, ¿pero qué más da un poco de
ajetreo?»
Gerasim
era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba que
comprendía cómo iban las cosas y que no era necesario ocultadas,
sino sencillamente tener lástima a su débil y demacrado señor.
Una
vez, cuando Ivan Ilich le decía que se fuera, incluso llegó a
decirle:
-Todos
tenemos que morir. ¿Por qué no habría de hacer algo por usted?
-expresando así que no consideraba oneroso su esfuerzo porque lo
hacía por un moribundo y esperaba que alguien hiciera lo propio por
él cuando llegase su hora.
Además
de esas mentiras, o a causa de ellas, lo que más torturaba a Ivan
Ilich era que nadie se compadeciese de él como él quería. En
algunos instantes, después de prolongados sufrimientos, lo que más
anhelaba -aunque le habría dado vergüenza confesarlo era que
alguien le tuviese lástima como se le tiene lástima a un niño
enfermo.
Quería
que le acariciaran, que le besaran, que lloraran por él, como se
acaricia y consuela a los niños. Sabía que era un alto funcionario,
que su barba encanecía y que, por consiguiente, ese deseo era
imposible; pero, no obstante, ansiaba todo eso.
y
en sus relaciones con Gerasim había algo semejante a éllo, por lo
que esas relaciones le servían de alivio. Ivan Ilich quería llorar,
quería que le mimaran y lloraran por él, y he aquí que cuando
llegaba su colega Shebek, en vez de llorar y ser mimado, Ivan Ilich
adoptaba un semblante serio, severo, profundo y, por fuerza de la
costumbre, expresaba su opinión acerca de una sentencia del Tribunal
de Casación e insistía porfiadamente en ella.
Esa
mentira en torno suyo y dentro de sí mismo emponzoñó más que nada
los últimos días de la vida de Ivan Ilich.
Era
por la mañana. Sabía que era por la mañana sólo porque Gerasim se
había ido y el lacayo Pyotr había
entrado,
apagado las bujías, descorrido una de las cortinas y empezado a
poner orden en la habitación sin hacer ruido. Nada importaba que
fuera mañana o tarde, viernes o domingo, ya que era siempre igual:
el dolor acerado, torturante, que no cesaba un momento; la conciencia
de una vida que se escapaba inexorablemente, pero que no se
extinguía; la proximidad de esa horrible y odiosa muerte, única
realidad; y siempre esa mentira. ¿Qué significaban días, semanas,
horas, en tales circunstancias?
-¿Tomará
té el señor? «Necesita que todo se haga debidamente y quiere que
los señores tomen su té por la mañana» -pensó Ivan Ilich y sólo
dijo:
-No.
-¿No desea el señor pasar al sofá? «Necesita arreglar la
habitación y le estoy estorbando. Yo soy la suciedad y el desorden»
-pensaba, y sólo dijo:
-No.
Déjame. El criado siguió removiendo cosas. Ivan Ilich alargó la
mano. Pyotr se acercó servicialmente.
-¿Qué
desea el señor? -Mi reloj.
Pyotr
cogió el reloj, que estaba al alcance de la mano, y se lo dio a su
amo.
-Las
ocho y media. ¿No se han levantado todavía?
-No,
señor, salvo Vasili Ivanovich (el hijo) que ya se ha ido a clase.
Praskovya Fyodorovna me ha mandado despertarla si el señor
preguntaba por ella. ¿Quiere que lo haga?
-No.
No hace falta. -«Quizá debiera tomar té», se dijo-. Sí, tráeme
té.
Pyotr
se dirigió a la puerta, pero a Ivan Ilich le aterraba quedarse solo.
«¿Cómo retenerle aquí? Sí, con la medicina.»
-Pyotr,
dame la medicina. -«Quizá la medicina me ayude todavía». Tomó
una cucharada y la sorbió.
«No,
no me ayuda. Todo esto no es más que una bobada, una superchería
-decidió cuando se dio cuenta del conocido, empalagoso e
irremediable sabor~. No, ahora ya no puedo creer en ello.
Pero
el dolor, ¿por qué este dolor? iSi al menos cesase un momento!» y
lanzó un gemido. Pyotr se volvió para mirarle.
-No.
Anda y tráeme el té.
Salió
Pyotr. Al quedarse solo, Ivan Ilich empezó a gemir, no tanto por el
dolor físico, a pesar de lo atroz que era, como por la congoja
mental que sentía. «Siempre lo mismo, siempre estos días y estas
noches interminables. iSi viniera más de prisa! ¿Si viniera qué
más de prisa? ¿La muerte, la tiniebla? jNo, no!
¡Cualquier
cosa es mejor que la muerte!»
Cuando
Pyotr volvió con el té en una bandeja, Ivan Ilich le estuvo mirando
perplejo un rato, sin comprender quién o qué era. A Pyotr le turbó
esa mirada y esa turbación volvió a Ivan Ilich en su acuerdo.
-Sí
-dijo-, el té... Bien, ponlo ahí. Pero ayúdame a lavarme y ponerme
una camisa limpia.
E
Ivan Ilich empezó a lavarse. Descansando de vez en cuando se lavó
las manos, la cara, se limpió los
dientes,
se peinó y se miró en el espejo. Le horrorizó lo que vio. Le
horrorizó sobre todo ver cómo el pelo se le pegaba, lacio, a la
frente pálida.
Cuando
le cambiaban de camisa se dio cuenta de que sería mayor su horror si
veía su cuerpo, por lo que
no
lo miró. Por fin acabó aquello. Se puso la bata, se arropó en una
manta y se sentó en el sillón para tomar el té.
Durante
un momento se sintió más fresco, pero tan pronto como empezó a
sorber el té volvió el mismo mal sabor y el mismo dolor. Concluyó
con dificultad de beberse el té, se acostó estirando las piernas y
despidió a Pyotr.
Siempre
lo mismo. De pronto brilla una chispa de esperanza, luego se encrespa
furioso un mar de desesperación, y siempre dolor, siempre dolor,
siempre congoja y siempre lo mismo. Cuando quedaba solo y
horriblemente angustiado sentía el deseo de llamar a alguien, pero
sabía de antemano que delante de otros sería peor. «Otra dosis de
morfina -y perder el conocimiento-.
Le
diré al médico que piense en otra cosa. Es imposible, imposible,
seguir así.»
De
ese modo pasaba una hora, luego otra. Pero entonces sonaba la
campanilla de la puerta. Quizá sea el médico. En efecto, es el
médico, fresco, animoso, rollizo, alegre, y con ese aspecto que
parece decir:
«jVaya,
hombre, está usted asustado de algo, pero vamos a remediarlo sobre
la marcha!»
El
médico sabe que ese su aspecto no sirve de nada aquí, pero se ha
revestido de él de una vez por todas y no puede desprenderse de él,
como hombre que se ha puesto el frac por la mañana para hacer
visitas.
El
médico se lava las manos vigorosamente y con aire tranquilizante.
-¡Huy,
qué frío! La helada es formidable. Deje que entre un poco en calor
-dice, como si bastara sólo
esperar
a que se calentase un poco para arreglarlo todo-. Bueno, ¿cómo va
eso? Ivan Ilich tiene la impresión de que lo que el médico quiere
decir es «¿cómo va el negocio?», pero que se da cuenta de que no
se puede hablar así, y en vez de eso dice: «¿Cómo ha pasado la
noche?»
Ivan
Ilich le mira como preguntando: «¿Pero es que usted no se
avergüenza nunca de mentir?» El médico, sin embargo, no quiere
comprender la pregunta, e Ivan Ilich dice:
-Tan
atrozmente como siempre. El dolor no se me quita ni se me calma. Si
hubiera algo...
-Sí,
ustedes los enfermos son siempre lo mismo.
Bien,
ya me parece que he entrado en calor.
Incluso
Praskovya Fyodorovna, que es siempre tan escrupulosa, no tendría
nada que objetar a mi temperatura.
Bueno,
ahora puedo saludarle -y el médico estrecha la mano del enfermo.
y
abandonando la actitud festiva de antes, el médico empieza con
semblante serio a reconocer al enfermo, a tomarle el pulso y la
temperatura, y luego a palparle y auscultarle.
Ivan
Ilich sabe plena y firmemente que todo eso es tontería y pura
falsedad, pero cuando el médico, arrodillándose, se inclina sobre
él, aplicando el oído primero más arriba, luego más abajo, y con
gesto significativo hace por encima de él varios movimientos
gimnásticos, el enfermo se somete a ello como antes solía someterse
a los discursos de los abogados, aun sabiendo perfectamente que todos
ellos mentían y por qué mentían.
De
rodillas en el sofá, el médico está auscultando cuando se nota en
la puerta el frufrú del vestido de seda de Praskovya Fyodorovna y se
oye cómo regaña a Pyotr porque éste no le ha anunciado la llegada
del médico.
Entra
en la habitación, besa al marido y al instante se dispone a mostrar
que lleva ya largo rato levantada y sólo por incomprensión no
estaba allí cuando llegó el médico.
Ivan
Ilich la mira, la examina de pies a cabeza, echándole mentalmente en
cara lo blanco, limpio y rollizo de sus brazos y su cuello, lo
lustroso de sus cabellos y lo brillante de sus ojos llenos de vida.
La
detesta con toda el alma. y el arrebato de odio que siente por ella
le hace sufrir cuando ella le toca.
Su
actitud respecto a él y su enfermedad sigue siendo la misma. Al
igual que el médico, que adoptaba frente a su enfermo cierto modo de
proceder del que no podía despojarse, ella también había adoptado
su propio modo de proceder, a saber, que su marido no hacía lo que
debía, que él mismo tenía la culpa de lo que le pasaba y que ella
se lo reprochaba amorosamente. Y tampoco podía desprenderse de esa
actitud.
-Ya
ve usted que no me escucha y no toma la medicina a su debido tiempo.
Y, sobre todo, se acuesta en una postura que de seguro no le
conviene. Con las piernas en alto.
y
ella contó cómo él hacía que Gerasim le tuviera las piernas
levantadas.
El
médico se sonrió con sonrisa mitad afable mitad despectiva:
-¡Qué
se le va a hacer! Estos enfermos se figuran a veces niñerías como
ésas, pero hay que perdonarles.
Cuando
el médico terminó el reconocimiento, miró su reloj, y entonces
Praskovya Fyodorovna anunció a Ivan Ilich que, por supuesto, se
haría lo que él quisiera, pero que ella había mandado hoy por un
médico célebre que vendría a reconocerle y a tener consulta con
Mihail Danilovich (que era el médico de cabecera).
-Por
favor, no digas que no. Lo hago también por mí misma -dijo ella con
ironía, dando a entender que ella lo hacía todo por él y sólo
decía eso para no darle motivo de negárselo. Él calló y frunció
el ceño.
Tenía
la sensación de que la red de mentiras que le rodeaba era ya tan
tupida que era imposible sacar nada en limpio.
Todo
cuanto ella hacía por él sólo lo hacía por sí misma, y le decía
que hacía por sí misma lo que en
realidad
hacía por sí misma, como si ello fuese tan increíble que él
tendría que entenderlo al revés.
En
efecto, el célebre galeño llegó a las once y media. Una vez más
empezó la auscultación y, bien ante el enfermo o en otra
habitación, comenzaron las conversaciones significativas acerca del
riñón y el apéndice y las preguntas y respuestas, con tal aire de
suficiencia que, de nuevo, en vez de la pregunta real sobre la vida y
la muerte que era la única con la que Ivan Ilich ahora se
enfrentaba, de lo que hablaban era de que el riñón y el apéndice
no funcionaban correctamente y que ahora Mihail Danilovich y el
médico famoso los obligarían a comportarse como era debido.
El
médico célebre se despidió con cara seria, pero no exenta de
esperanza. y a la tímida pregunta que le hizo Ivan Ilich levantando
hacia él ojos brillantes de pavor y esperanza, contestó que había
posibilidad de restablecimiento, aunque no podía asegurarlo.
La
mirada de esperanza con la que Ivan Ilich acompañó al médico en su
salida fue tan conmovedora que, al verla, Praskovya Fyodorovna hasta
rompió a llorar cuando salió de la habitación con el médico para
entregarle sus honorarios.
El
destello de esperanza provocado por el comentario estimulante del
médico no duró mucho. El mismo aposento, los mismos cuadros, las
cortinas, el papel de las paredes, los frascos de medicina... todo
ello seguía allí, junto con su cuerpo sufriente y doliente. Ivan
Ilich empezó a gemir. Le pusieron una inyección y se sumió en el
olvido.
Anochecía
ya cuando volvió en sí. Le trajeron la comida. Con dificultad tomó
un poco de caldo. y otra vez lo mismo, y llegaba la noche.
Después
de comer, a las siete, entró en la habitación Praskovya Fyodorovna
en vestido de noche, con el seno realzado por el corsé y huellas de
polvos en la cara. Ya esa mañana había recordado a su marido que
iban al teatro. Había llegado a la ciudad Sarah Bernhardt y la
familia tenía un palco que él había insistido en que tomasen.
Ivan
Ilich se había olvidado de eso y la indumentaria de ella le ofendió,
pero disimuló su irritación cuando cayó en la cuenta de que él
mismo había insistido en que tomasen el palco y asistiesen a la
función porque seria un placer educativo y estético para los niños.
Entró
Praskovya Fyodorovna, satisfecha de sí misma pero con una punta de
culpabilidad. Se sentó y le preguntó cómo estaba, pero él vio que
preguntaba sólo por preguntar y no para enterarse, sabiendo que no
había nada nuevo de qué enterarse, y entonces empezó a hablar de
lo que realmente quería:
que
por nada del mundo iría al teatro, pero que habían tomado un palco
e iban su hija y Hélene, así como también Petrischev (juez de
instrucción, novio de la hija), y que de ningún modo podían éstos
ir solos; pero que ella preferiría con mucho quedarse con él un
rato. Y que él debía seguir las instrucciones del médico mientras
ella estaba fuera.
-jAh,
sí! Y Fyodor Petrovich (el novio) quisiera entrar. ¿Puede hacerlo?
¿Y Liza?
-Que
entren. Entró la hija, también en vestido de noche, con el cuerpo
juvenil bastante en evidencia, ese cuerpo que en el caso de él tanto
sufrimiento le causaba. y ella bien que lo exhibía. Fuerte, sana,
evidentemente enamorada e irritada contra la enfermedad, el
sufrimiento y la muerte porque estorbaban su felicidad.
Entró
también Fyodor Petrovich vestido de frac, con el pelo rizado d la
Capou un cuello duro que oprimía el largo pescuezo fibroso, enorme
pechera blanca y con los fuertes muslos embutidos en unos pantalones
negros muy ajustados. Tenía puesto un guante blanco y llevaba la
chistera en la mano.
Tras
él, y casi sin ser notado, entró el colegial en uniforme nuevo y
con guantes, pobre chico. Tenía
enormes
ojeras, cuyo significado Ivan Ilich conocía bien.
Su
hijo siempre le había parecido lamentable, y ahora era penoso ver el
aspecto timorato y condolido del muchacho. Aparte de Gerasim, Ivan
Ilich creía que sólo Vasya le comprendía y compadecía.
Todos
se sentaron y volvieron a preguntarle cómo se sentía. Hubo un
silencio. Liza preguntó a su madre
dónde
estaban los gemelos y se produjo un altercado entre madre e hija
sobre dónde los habían puesto.
Aquello
fue desagradable.
Fyodor
Petrovich preguntó a Ivan Ilich si había visto alguna vez a Sarah
Bernhardt. Ivan Ilich no entendió al principio lo que se le
preguntaba, pero luego contestó:
-No.
¿Usted la ha visto ya? -Sí, en Adrienne Lecouvreur.
Praskovya
Fyodorovna agregó que había estado especialmente bien en ese papel.
La hija dijo que no.
Inicióse
una conversación acerca de la elegancia y el realismo del trabajo de
la actriz -una conversación que es siempre la misma.
En
medio de la conversación Fyodor Petrovich miró a Ivan Ilich y quedó
callado. Los otros le miraron a su vez y también guardaron silencio.
Ivan Ilich miraba delante de sí con ojos brillantes, evidentemente
indignado con los visitantes.
Era
preciso rectificar aquello, pero imposible hacerlo. Había que romper
ese silencio de algún modo, pero nadie se atrevía a intentarlo. Les
aterraba que de pronto se esfumase la mentira convencional y quedase
claro lo que ocurría de verdad.
Liza
fue la primera en decidirse y rompió el silencio, pero al querer
disimular lo que todos sentían se fue de la lengua.
-Pues
bien, si vamos a ir ya es hora de que lo hagamos -dijo mirando su
reloj, regalo de su padre, y con una tenue y significativa sonrisa al
joven Fyodor Petrovich, acerca de algo que sólo ambos sabían, se
levantó haciendo crujir la tela de su vestido.
Todos
se levantaron, se despidieron y se fueron.
Cuando
hubieron salido le pareció a Ivan Ilich que se sentía mejor: ya no
había mentira porque se había ido con ellos, pero se quedaba el
dolor: el mismo dolor y el mismo terror de siempre, ni más ni menos
penoso que antes. Todo era peor.
Una
vez más los minutos se sucedían uno tras otro, las horas una tras
otra. Todo seguía lo mismo, todo
sin
cesar. y lo más terrible de todo era el fin inevitable.
-Sí,
dile a Gerasim que venga -respondió a la pre--' gunta de Pyotr.
Su
mujer volvió cuando iba muy avanzada la noche.
Entró
de puntillas, pero él la oyó, abrió los ojos y al momento los
cerró. Ella quería que Gerasim se fuera para quedarse allí sola
con su marido, pero éste abrió los ojos y dijo:
-No.
Vete. -¿Te duele mucho? -No importa.
-Toma
opio. Él consintió y tomó un poco. Ella se fue. Hasta eso de las
tres de la mañana su estado fue de torturante estupor. Le parecía
que a él y su dolor los metían a la fuerza en un saco estrecho,
negro y profundo pero por mucho que empujaban no podían hacerlos
llegar hasta el fondo. y esta circunstancia, terrible ya en sí iba
acompañada de padecimiento físico.
Él
estaba espantado, quería meterse más dentro en el saco y se
esforzab~ por hacerlo, al par que ayudaba a que lo metieran. Y he
aquí que de pronto desgarró el saco, cayó y volvió en sí Gerasim
estaba sentado a los pies de la cama, dormitando tranquila
pacientemente,
con las piernas flacas de su amo, enfundadas en calcetines, apoyadas
en los hombros.
Allí
estaba la misma bujía con su pantalla y allí estaba también el
mismo incesante dolor.
-Vete,
Gerasim -murmuró.
-No
se preocupe, señor. Estaré un ratito más.
-No.
Vete.
Retiró
las piernas de los hombros de Gerasim, se volvió de lado sobre un
brazo y sintió lástima de sí mismo. Sólo esperó a que Gerasim
pasase a la habitación contigua y entonces, sin poder ya contenerse,
rompió a llorar como un niño.
Lloraba
a causa de su impotencia, de su terrible soledad, de la crueldad de
la gente, de la crueldad de Dios, de la ausencia de Dios.
«¿Por
qué has hecho Tú esto? ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué,
dime, por qué me atormentas tan atrozmente?»
Aunque
no esperaba respuesta lloraba porque no la había ni podía haberla.
El dolor volvió a agudizarse, pero él no se movió ni llamó ~
nadie. Se dijo: «¡Hala, sigue! pame otro golpe! ¿Pero con qué
fin? ¿Yo qué te he hecho? ¿De qué sirve esto?»
Luego
se calmó y no sólo cesó de llorar, sino que retuvo el aliento y
todo él se puso a escuchar; pero era como si escuchara, no el sonido
de una voz real, sino la voz de su alma, el curso de sus pensamientos
que fluía dentro de sí.
-¿Qué
es lo que quieres? -fue el primer concepto claro que oyó, el primero
capaz de traducirse en
palabras-.
¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres? -se repitió a sí
mismo-. ¿Qué quiero?
Quiero
no sufrir. Vivir -se contestó.
Y
volvió a escuchar con atención tan reconcentrada que ni siquiera el
dolor le distrajo.
-¿Vivir?
¿Cómo vivir? -preguntó la voz del alma.
-Sí,
vivir como vivía antes: bien y agradablemente.
-¿Como
vivías antes? ¿Bien y agradablemente? -preguntó la voz. y él
empezó a repasar en su magín los mejores momentos de su vida
agradable. Pero, cosa rara, ninguno de esos mejores momentos de su
vida agradable le parecían ahora lo que le habían parecido
entonces; ninguno de ellos, salvo los primeros recuerdos de su
infancia.
Allí,
en su infancia, había habido algo realmente agradable, algo con lo
que sería posible vivir si pudiese volver. Pero el niño que había
conocido ese agrado ya no existía; era como un recuerdo de otra
persona.
Tan
pronto como empezó la época que había resultado en el Ivan Ilich
actual, todo lo que entonces había parecido alborozo se derretía
ahora ante sus ojos y se trocaba en algo trivial y a menudo mezquino.
y
cuanto más se alejaba de la infancia y más se acercaba al presente,
más triviales y dudosos eran esos alborozos. Aquello empezó con la
Facultad de Derecho, donde aún había algo verdaderamente bueno:
había
alegría, amistad, esperanza.
Pero
en las clases avanzadas ya eran raros esos buenos momentos. Más
tarde, cuando en el primer período de su carrera estaba al servicio
del gobernador, también hubo momentos agradables: eran los recuerdos
del amor por una mujer.
Luego
todo eso se tornó confuso y hubo menos de lo bueno, menos más
adelante, y cuanto más adelante menos todavía.
Su
casamiento... un suceso imprevisto y un desengaño, el mal olor de
boca de su mujer, la sensualidad y la hipocresía. Y ese cargo
mortífero y esas preocupaciones por el dinero... y así un año, y
otro, y diez, y veinte, y siempre lo mismo.
Y
cuanto más duraba aquello, más mortífero era.
«Era
como si bajase una cuesta a paso regular mientras pensaba que la
subía. Y así fue, en realidad. Iba subiendo en la opinión de los
demás, mientras que la vida se me escapaba bajo los pies... Y ahora
todo ha terminado, iY a morir!» «Y eso qué quiere decir? ¿A qué
viene todo ello?
No
puede ser. No puede ser que la vida sea tan absurda y mezquina.
Porque si efectivamente es tan absurda y mezquina, ¿por qué habré
de morir, y morir con tanto sufrimiento? Hay algo que no está bien.»
«Quizá haya vivido como no debía -se le ocurrió de pronto-. ¿Pero
cómo es posible, cuando lo hacía todo como era menester?»se
contestó a sí mismo, y al momento apartó de sí, como algo
totalmente imposible, esta única explicación de todos los enigmas
de la vida y la muerte.
«Entonces
qué quieres ahora? ¿Vivir? ¿Vivir cómo? ¿Vivir como vivías en
los tribunales cuando el ujier del juzgado anunciaba: "¡Llega
el juez..." Llega el juez, llega el juez -se repetía a sí
mismo-. Aquí está ya.
¡Pero
si no soy culpable! -exclamó enojado-. ¿Por qué?» Y dejó de
llorar, pero volviéndose de cara a la pared siguió haciéndose la
misma y única pregunta: ¿Por qué, a qué viene todo este horror?
Pero
por mucho que preguntaba no daba con la respuesta. Y cuando surgió
en su mente, como a menudo acontecía, la noción de que todo eso le
pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud de su
vida y rechazaba esa peregrina idea.
Pasaron
otros quince días. Ivan Ilich ya no se levantaba del sofá. No
quería acostarse en la cama, sino en el sofá, con la cara vuelta
casi siempre hacia la pared, sufriendo los mismos dolores incesantes
y rumiando siempre, en su soledad, la misma cuestión irresoluble:
«¿Qué es esto? ¿De veras que es la muerte?»
Y
la voz interior le respondía: «Sí, es verdad.» «¿Por qué estos
padecimientos?» Y la voz respondía: «Pues porque sí.» Y más
allá de esto, y salvo esto, no había otra cosa.
Desde
el comienzo mismo de la enfermedad, desde que Ivan Ilich fue al
médico por primera vez, su vida se había dividido en dos estados de
ánimo contrarios y alternos: uno era la desesperación y la
expectativa de la muerte espantosa e incomprensible; el otro era la
esperanza y la observación agudamente interesada del funcionamiento
de su cuerpo.
Una
de dos: ante sus ojos había sólo un riñón o un intestino que de
momento se negaban a cumplir con su deber, o bien se presentaba la
muerte horrenda e incomprensible de la que era imposible escapar.
Estos
dos estados de ánimo habían alternado desde el comienzo mismo de la
enfermedad; pero a medida que ésta avanzaba se hacía más dudosa y
fantástica la noción de que el riñón era la causa, y más real la
de una muerte inminente.
Le
bastaba recordar lo que había sido tres meses antes y lo que era
ahora; le bastaba recordar la regularidad con que había estado
bajando la cuesta para que se desvaneciera cualquier esperanza.
Últimamente,
durante la soledad en que se hallaba, ¡ con la cara vuelta hacia el
respaldo del sofá, esa soledad en medio de una ciudad populosa y de
sus numerosos conocidos y familiares -soledad que no hubiera podido
ser más completa en ninguna parte, ni en el fondo del mar ni en la
tierra-, durante esa terrible soledad Ivan Ilich había vivido sólo
en sus recuerdos del pasado.
Uno
tras otro, aparecían en su mente cuadros de su pasado. Comenzaban
siempre con lo más cercano en el tiempo y luego se remontaban a lo
más lejano, a su infancia, y allí se detenían. Si se acordaba de
las ciruelas pasas que le habían ofrecido ese día, su memoria le
devolvía la imagen de la ciruela francesa de su niñez, cruda y
acorchada, de su sabor peculiar y de la copiosa saliva cuando chupaba
el hueso; y junto con el recuerdo de ese sabor surgían en serie
otros recuerdos de ese tiempo: la niñera, el hermano, los juguetes.
«No debo pensar en eso...
Es
demasiado penoso» -se decía Ivan Ilich; y de nuevo se desplazaba al
presente: al botón en el respaldo del sofá y a las arrugas en el
cuero de éste. «Este cuero es caro y se echa a perder pronto.
Hubo
una disputa acerca de él. Pero hubo otro cuero y otra disputa cuando
rompimos la cartera de mi padre y nos castigaron, y mamá nos trajo
unos pasteles.»
Y
una vez más sus recuerdos se afincaban en la infancia, y una vez más
aquello era penoso e Ivan Ilich procuraba alejarlo de sí y pensar en
otra cosa.
Y
de nuevo, junto con ese rosario de recuerdos, brotaba otra serie en
su mente que se refería a cómo su enfermedad había progresado y
empeorado.
También
en ello cuanto más lejos miraba hacia atrás, más vida había
habido. Más vida y más de lo mejor que la vida ofrece. y una y otra
cosa se fundían. «Al par que mis dolores iban empeorando, también
iba empeorando mi vida» -pensaba.
Sólo
un punto brillante había allí atrás, al comienzo de su vida, pero
luego todo fue ennegreciéndose y acelerándose cada vez más.
«En
razón inversa al cuadrado de la distancia de la muerte» -se decía.
Y el ejemplo de una piedra que caía con velocidad creciente apareció
en su conciencia. La vida, serie de crecientes sufrimientos, vuela
cada vez más velozmente hacia su fin, que es el sufrimiento más
horrible.
«Estoy
volando...» Se estremeció, cambió de postura, quiso resistir, pero
sabía que la resistencia era imposible; y otra vez, con ojos
cansados de mirar, pero incapaces de no mirar lo que estaba delante
de él, miró fijamente el respaldo del sofá y esperó -esperó esa
caída espantosa, el choque y la destrucción.
«La
resistencia es imposible -se dijo-. ¡Pero si pudiera comprender por
qué! Pero eso, también, es imposible. Se podría explicar si
pudiera decir que no he vivido como debía. Pero es imposible
decirlo» -se declaró a sí mismo, recordando la licitud, corrección
y decoro de toda su vida-.
«Eso
es absolutamente imposible de admitir -pensó, con una sonrisa
irónica en los labios como si alguien pudiera verla y engañarse-.
¡No hay explicación! Sufrimiento, muerte... ¿Por qué?»
Así
pasaron otros quince días, durante los cuales sucedió algo que Ivan
Ilich y su mujer venían deseando:
Petrischev
hizo una petición de mano en debida forma. Ello ocurrió ya entrada
una noche. Al día siguiente Praskovya Fyodorovna fue a ver a su
marido, pensando en cuál sería el mejor modo de hacérselo saber,
pero esa misma noche había habido otro cambio, un empeoramiento en
el estado de éste.
Praskovya
Fyodorovna le halló en el sofá, pero en postura diferente. Yacía
de espaldas, gimiendo y mirando fijamente delante de sí.
Praskovya
Fyodorovna empezó a hablarle de las medicinas, pero él volvió los
ojos hacia ella y esa
mirada
-dirigida exclusivamente a ella expresaba un rencor tan profundo que
Praskovya Fyodorovna no acabó de decirle lo que a decirle había
venido.
-¡Por
los clavos de Cristo, déjame morir en paz! -dijo él.
Ella
se dispuso a salir, pero en ese momento entró la hija y se acercó a
dar los buenos días. Él miró a la hija igual que había mirado a
la madre, y a las preguntas de aquélla por su salud contestó
secamente que pronto que. darían libres de él.
Las
dos mujeres callaron, estuvieron sentadas un ratito y se fueron.
-¿Tenemos
nosotras la culpa? -preguntó Liza a su madre-. ¡Es como si nos la
echara! Lo siento por papá, ¿pero por qué nos atormenta así?
Llegó
el médico a la hora de costumbre. Ivan Ilich contestaba «sí» y
«no» sin apartar de él los ojos cargados de inquina, y al final
dijo:
-Bien
sabe usted que no puede hacer nada por mí; conque déjeme en paz.
-Podemos
calmarle el dolor -respondió el médico. -Ni siquiera eso. Déjeme.
El
médico salió a la sala y explicó a Praskovya Fyodorovna que la
cosa iba mal y que el único recurso era el opio para disminuir los
dolores, que debían de ser terribles.
Era
cierto lo que decía el médico, que los dolores de Ivan Ilich debían
de ser atroces; pero más atrocesque los físicos eran los dolores
morales, que eran su mayor tormento.
Esos
dolores morales resultaban de que esa noche, contemplando el rostro
soñoliento y bonachón de Gerasim, de pómulos salientes, se le
ocurrió de pronto: «¿Y si toda mi vida, mi vida consciente, ha
sido de hecho lo que no debía ser?»
Se
le ocurrió ahora que lo que antes le parecía de todo punto
imposible, a saber, que no había vivido su vida como la debía haber
vivido, podía en fin de cuentas ser verdad.
Se
le ocurrió que sus tentativas casi imperceptibles de bregar contra
lo que la gente de alta posición social consideraba bueno
-tentativas casi imperceptibles que había rechazado
inmediatamentehubieran podido ser genuinas y las otras falsas.
y
que su carrera oficial, junto con su estilo de vida, su familia, sus
intereses sociales y oficiales... todo eso podía haber sido
fraudulento.
Trataba
de defender todo ello ante su conciencia. Y de pronto se dio cuenta
de la debilidad de lo que defendía. No había nada que defender.
«Pero
si es así -se dijo-, si salgo de la vida con la conciencia de haber
destruido todo lo que me fue dado, y es imposible rectificarlo,
¿entonces qué?»
Se
volvió de espaldas y empezó de nuevo a pasar revista a toda su
vida. Por la mañana, cuando había visto primero a su criado, luego
a su mujer, más tarde a su hija y por último al médico, cada una
de las palabras de ellos, cada uno de sus movimientos le confirmaron
la horrible verdad que se le había revelado durante la noche.
En
esas palabras yesos movimientos se vio a sí mismo, vio todo aquello
para lo que había vivido, y vio claramente que no debía haber sido
así, que todo ello había sido una enorme y horrible superchería
que le había ocultado la vida y la muerte.
La
conciencia de ello multiplicó por diez sus dolores físicos. Gemía
y se agitaba, y tiraba de su ropa, que parecía sofocacle y
oprimirle. Y por eso los odiaba a todos.
Le
dieron una dosis grande de opio y perdió el conocimiento, pero a la
hora de la comida los dolores comenzaron de nuevo. Expulsó a todos
de allí y se volvía continuamente de un lado para otro...
Su
mujer se acercó a él y le dijo:
-Jean,
cariño, hazlo por mí (¿por mí?). No puede perjudicarte y con
frecuencia sirve de ayuda. ¡Si no es nada! Hasta la gente que está
bien de salud lo hace a menudo...
Él
abrió los ojos de par en par. -¿Qué? ¿Comulgar? ¿Para qué? ¡No
es necesario! . Pero por otra parte... '
Ella
rompió a llorar. -Sí, hazlo, querido. Mandaré por nuestro
sacerdote. Es un hombre tan bueno...
-Muy
bien. Estupendo -contestó,él.
Cuando
llegó el sacerdote y le confesó, Ivan Ilich se calmó y le pareció
sentir que se le aligeraban las dudas y con ello sus dolores, y
durante un momento tuvo una punta de esperanza. Volvió a pensar en
el apéndice y en la posibilidad de corregirlo. y comulgó con
lágrimas en los ojos.
Cuando
volvieron a acostarle después de la comunión tuvo un instante de
alivio y de nuevo brotó la esperanza de vivir. Empezó a pensar en
la operación que le habían propuesto. «Vivir, quiero vivir» -se
dijo.
Su
mujer vino a felicitarle por la comunión con las palabras habituales
y agregó:
-¿Verdad
que estás mejor? Él, sin mirarla, dijo «sí».
El
vestido de ella, su talle, la expresión de su cara, el timbre de su
voz... todo ello le revelaba lo mismo:
«Esto
no está como debiera. Todo lo que has vivido y sigues viviendo es
mentira, engaño, ocultando de ti la vida y la muerte.»
Y
tan pronto como pensó de ese modo se dispararon de nuevo su rencor y
sus dolores físicos, y con ellos la conciencia del fin próximo e
ineludible.
y
a ello vino a agregarse algo nuevo: un dolor punzante, agudísimo, y
una sensación de ahogo.
La
expresión de su rostro cuando pronunció ese «sí» era horrible.
Después de pronunciarlo, miró a su mujer fijamente, se volvió boca
abajo con energía inusitada en su débil condición, y gritó:
-iVete
de aquí, vete! jDéjame en paz!
A
partir de ese momento empezó un aullido que no se interrumpió
durante tres días, un aullido tan atroz que no era posible oírlo
sin espanto a través de dos puertas.
En
el momento en que contestó a su mujer Ivan Ilich comprendió que
estaba perdido, que no había retorno posible, que había llegado el
fin, el fin de todo, y que sus dudas estaban sin resolver, seguían
siendo dudas.
-¡Oh,
oh, oh! -gritaba en varios tonos. Había empezado por gritar «¡No
quiero!» y había continuado gritando con la letra O.
Esos
tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo
resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba
una fuerza invisible e irresistible.
Resistía
como resiste un condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que
no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a
despecho de j todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo que
tanto le aterraba.
Tenía
la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia
ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo
en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento
de que su vida había sido buena.
Esa
justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y
era el mayor tormento de todos.
De
pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado,
haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y
allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que
suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va
hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta
de la verdadera dirección.
«Sí,
no fue todo como debía ser -se dijo-, pero no importa. Puede serio.
¿Pero cómo debía ser?» -se
preguntó
y de improviso se calmó.
Esto
sucedía al final del tercer día, un par de horas antes de su
muerte. En ese momento su hijo, el colegial, había entrado
calladamente y se había acercado a su padre.
El
moribundo seguía gritando desesperadamente y agitando los brazos. Su
mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió, la apretó
contra su pecho y rompió a llorar.
En
ese mismo momento Ivan Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló
que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría
corregir aún.
Se
preguntó: «¿Cómo debe ser?» y calló, oído atento.
Entonces
notó que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y miró a su
hijo. Tuvo lástima de él.
Su
mujer se le acercó. Le miraba con los ojos abiertos, con huellas de
lágrimas en la nariz y las mejillas y un gesto de desesperación en
el rostro.
Tuvo
lástima de ella también. «Sí, los estoy atormentando a todos
-pensó-. Les tengo lástima, pero será mejor para ellos cuando me
muera.»
Quería
decirles eso, pero no tenía fuerza bastante para articular las
palabras. «¿Pero, en fin de cuentas, para qué hablar?
Lo
que debo es hacer» -pensó. Con una mirada a su mujer apuntó a su
hijo y dijo:
-Llévatelo...
me da lástima... de ti también... -Quiso decir asimismo
«perdóname», pero dijo «perdido», y sin fuerzas ya para
corregirlo hizo un gesto de desdén con la mano, sabiendo que Aquél
cuya comprensión era necesaria lo comprendería.
Y
de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le
soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados,
por todos los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer
algo para no hacerles daño: liberarlos y liberarse de esos
sufrimientos.
«¡Qué
hermoso y qué sencillo! -pensó-. ¿Y el dolor? -se preguntó-. ¿A
dónde se ha ido? A ver, dolor, ¿dónde estás?» Y prestó
atención.
.«Sí,
aquí está. Bueno, ¿y qué? Que siga ahí.» «y la muerte...
¿dónde está?»
Buscaba
su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde
está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había
muerte.
En
lugar de la muerte había luz.
-¡Conque
es eso! -dijo de pronto en voz alta-. ¡Qué alegría!
Para
él todo esto ocurrió en un solo instante, y el significado de ese
instante no se alteró. Para los
presentes
la agonía continuó durante dos horas más.
Algo
borbollaba en su pecho, su cuerpo extenuado se crispó bruscamente,
luego el borbolleo y el estertor se hicieron menos frecuentes.
-¡Éste
es el fin! -dijo alguien a su lado.
Él
oyó estas palabras y las repitió en su alma.
«Éste
es el fin de la muerte» -se dijo-. «La muerte ya no existe.» Tomó
un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y
murió.
FIN
ANÁLISIS
DE LA OBRA
• Tosltoi
nos
muestra en pocas escenas el ciclo vital del hombre: a) nace, b)
crece, c) se reproduce y d) muere.
• Nos conduce por los periplos de la vida, por los recovecos de la superflua apariencia y nos muestra que no todo el bienestar se encuentra en lo que relumbra y que la felicidad no está estrechamente ligada a los bienes materiales.
• En las escenas y de manera velada se reconocen algunas fases del duelo que propone la Dra. Elizabeth Kübler Ross.
• La descripción del autor nos permite sentir la emoción de cada capítulo, pasando por la alegría del éxito hasta la inminente necesidad de reconocimiento y finalmente el sentido de perdida que propicia el acercarse al final de la vida sin haber sabido bien a bien si se vivió como se hubiera querido.
• Nos muestra escenas claras de deshumanización de familiares, de amigos, pero también del personal encargado de velar por la salud del enfermo. Las dudas, los temores y las necesidades se ven acrecentadas en el que adolece mientras que los demás siguen viviendo sin importar si hay un mañana para sí y para el que está postrado.
• Nos invita a reflexionar, a vernos reflejados en los personajes, ¿qué papel estamos ocupando en este momento? O ¿cuál ocuparemos en el futuro? Y Sobre todo ¿hemos vivido como debiéramos? ¿hemos sabido vivir?
Tostoi
posee
una habilidad magistral para manejar una gran cantidad de personajes
sin perder la profundidad ni el sentido de la obra. Su capacidad para
describir las situaciones y plasmar el perfil psicológico de los
personajes demuestra un sentido de observación que va más allá del
común de la gente.
En
pocas sesiones y en escenas casi congeladas muestra una dinámica
dramática y lúgubre del transcurrir de la vida y la muerte.
Pinta
el ambiente de un sepia mórbido, con personajes estirados, casi
fantasmales y flemáticos revestidos de la indolencia amoral
aristocrática que contrasta con el dolor y la angustia de la
enfermedad ajena, del dolor individual, de la esperanza inútil.
En una gama de grises azulaceos, poco a poco se torna la escena, reflejando la agonía del que abandona la tan incierta pero tan querida vida hasta un amarillo intenso iluminado por la claridad que da la certeza de “no volver a sufrir el anhelo de lo que nunca se fue capaz de vivir”
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