TERCERA
ESTROFA
EL
SEGUNDO DE LOS TRES ESPIRITUS
Cuando
se despertó en medio de un prodigioso ronquido y se sentó en la
cama para aclarar sus ideas, nadie podía haver avisado a Scrooge de
que estaba a punto de dar la una. Supo que había recobrado la
conciencia justo a tiempo para mantener una entrevista con el segundo
mensajero, que se le enviaba por mediación de Jacob Marley.
Pero
sintió un frío desagradable cuando empezó a preguntarse qué
cortina descorrefia el nuevo espectro; por eso las recogió todas él
mismo, se tumbó de nuevo y dirigió una cortante ojeada en torno a
su cama. Quería plantar cara al espíritu cuando apareciera y no
deseaba que le cogiera desprevenido porque se pondría nervioso.
Los
caballeros del tipo poco ceremonioso, que se jactan de conocer bien
la aguja de marear a cualquier hora del día o de la noche, expresan
su amplia capacidad para la aventura diciendo que son buenos para
cualquier cosa, desde jugar a «cara o cruz» hasta cometer un
asesinato; entre estas dos actividades extremas, qué duda cabe, hay
toda una amplia gama. Sin atteverme a decir otro tanto de Scrooge, no
es equivocado pensar que estaba preparado para recibir una gran
variedad de extrañas apariciones y que nada, desde un bebé hasta un
rinoceronte, le habría cogido muy de sorpresa.
Ahora
bien, al estar preparado para casi todo, en modo alguno estaba
preparado para nada. Por consiguiente, cuando la campana dio la una y
no apareció ninguna forma, Scrooge fue presa de violentos temblores.
Cinco
minutos, diez, un cuarto de hora, una hora... y nada. Todo ese tiempo
permaneció tendido encima de la cama, que se había convertido en
origen y centro del resplandor de luz rojiza que había fluido sobre
ella cuando el reloj proclamó la hora; al no ser más que luz
resultaba más alarmante que una docena de fantasmas porque él era
incapaz de adivinar su significación y su propósito.
En
algunos momentos, Scrooge temió hallarse en el momento culminante de
un interesante caso de combustión espontána, sin tener el consuelo
de saberlo.
Sin
embargo, al final acabó pensando -como usted o yo hubiéramos
pensado desde el principio, pues la persona que no está metida en el
problema es quien mejor sabe lo que se debe hacer-, al final, como
decía, acabó pensando que tal vez encontraría la fuente y el
secreto de esta luz fantasmal en la habitación de al lado, donde
parecía resplandecer.
Cuando
esta idea acaparó toda su mente, se levantó sin ruido y se deslizó
en sus zapatillas hasta la puerta.
En
el momento de asir la manilla de la puerta, una voz le llamó por su
nombre y le ordenó entrar. Scrooge obedeció.
Era
su propio salón, sin duda alguna, pero había sufrido una
transformación sorprendente.
El
techo y las paredes estaban tan cubiertos de vegetación que parecía
un bosquecillo donde brillaban por todos lados bayas chispeantes.
Las
frescas y tersas hojas de acebo, muérdago y yedra reflejaban la luz
como si se hubiesen esparcido allí y allá numerosos espejitos, y en
la chimenea rugían tales llamaradas como nunca había conocido aquel
triste hogar petrificado en vida de Scrooge, de Marley, ni en muchos,
muchísimos inviernos atrás.
En
el suelo, amontonados en forma de trono, había pavos, ocas, caza,
pollería, adobo, grandes pemiles, lechones, largas ristras de
salchichas, pastelillos de carne, tartas de ciruela, cajas de ostras,
castañas de color rojo intenso, manzanas de rojo encendido, naranjas
jugosas, deliciosas peras, inmensos pasteles de Reyes y burbujeantes
boles de ponche que empañaban la estancia con sus efluvios
deliciosos. Cómodamente instalado sobre todo ello, estaba sentado un
Gigante festivo, de esplendoroso aspecto, que sostenía una antorcha
encendida, parecida a un cuerno de la Abundancia; la sostenía muy
alta para que la luz cayera sobre Scrooge cuando cruzó la puerta y
miró de hito en hito.
«¡Entra!»,
exclamó el fantasma. «¡Entra y me reconocerás mejor!» Scrooge
avanzó tímidamente a inclinó la cabeza ante el espíritu. Ya no
era el obstinado Scrooge de antes, y aunque los ojos del espíritu
eran francos y amables, no le gustó encontrarse con aquella mirada.
«Soy
el fantasma de la Navidad del Presente», dijo el espíritu.
«¡Mírame!» Scrooge lo hizoreverentemente.
Estaba vestido con una simple túnica, o manto, de color verde
oscuro, ribeteado con piel blanca.
Esta
prenda le quedaba muy holgada, dejan-do al descubierto su ancho pecho
como si desdeñara protegerse u ocultarse con cualquier artificio.
Sus pies, visibles bajo los amplios pliegues del manto, también
estaban desnudos, y en la cabeza no llevaba más cobertura que una
guirnalda de acebo salpicada de brillantes carámbanos. Sus bucles,
de color castaño oscuro, eran largos y caían libremente,m libres
como su rostro cordial; su chispeante mirada, su mano generosa, su
animada voz, sus ademanes espontáneos y su aire festivo. Ceñía su
cintura una antigua vaina, pero sin espada, y la antigua funda estaba
herrumbrosa.
«¡Nunca
habías visto nada como yo!», exclamó el espíritu.
«Jamás»,
logró responder Scrooge.
«¿Nunca
has salido con los miembros más jóvenes de mi familia; quiero decir
-porque yo soy muy joven- mis hermanos mayores, nacidos en estos
últimos años?», prosiguió el fantasma. manos mayores, nacidos en
estos últimos años?», prosiguió el fantasma. «Creo que no»,
dijo Scrooge. «Me temo que
no.
¿Tienes muchos hermanos, espíritu?»
«Más
de mil ochocientos», dijo el fantasma.
«¡Familia
tremenda de mantener! », murmuró Scrooge.
El
fantasma de la Navidad del Presente se levantó.
«Espíritu»,
dijo Scrooge sumisamente, «condúceme a donde desees. Anoche me
llevaron a la fuerza y aprendí una lección que ahora estoy
aprovechando.
Este
noche, si tienes algo que enseñarme, lo aprenderé con provecho».
«¡Toca
mi manto!»
Scrooge
hizo lo que se le indicó con mano firme.
Acebo,
muérdago, bayas rojas, yedra, pavos, ocas, caza, pollos, adobo,
ternera, lechones, salchichas, ostras, pastelillos, tartas; fruta y
ponche desaparecieron instantáneamente.
También
desapareció la habitación, el fuego, el rojizo resplandor, la hora
de la noche, y ellos estaban en las calles de la ciudad en la mañana
del día de Navidad.
El
tiempo era crudo y la gente hacía una especie de música chocante,
pero viva y nada desagradable, al quitar la nieve de la acera de sus
casas y de los tejados; para los chicos era una delicia total ver
cómo caía la nieve explotando en la calle y salpicando con pequeños
aludes artificiales.
En
contraste con la blanca y lisa capa de nieve de los tejados y con la
nieve más sucia del suelo, las fachadas de las casas parecían
negras y las ventanas todavía más negras. En la calle, las pesadas
ruedas de coches y carros habían arado con profundas rodadas la
última nieve caída, y esos surcos se cruzaban y entrecruzaban
cientos de veces en las intersecciones de las grandes atterias y
formaban intrincados canales, difíciles de rastrear, en el espeso
lodo amarillo y agua helada.
El
cielo estaba oscuro y las calles más cortas taponadas por una
neblina negruzca, medio derretida, medio helada, cuyas partículas
más pesadas caían cual ducha de átomos de hollín; parecía que
todas las chimeneas de Gran Bretaña se habían puesto de acuerdo
para encenderse a la vez y estuviesen disparando a discreción para
satisfacción de sus queridos fogones. En el clima de la ciudad no
había nada alegre; no obstante, flotaba en el aire un júbilo muy
superior al que podría producir el sol más brillante y el aire más
límpido del verano.
La
gente que paleaba la nieve en los tejados estaba llena de jovialidad
y cordialidad; se llamaban unos a otros desde los parapetos y, de vez
en cuando, intercambiaban bolazos de nieve -proyectil bastante más
inofensivo que muchos comentarios jocosos-, riendo con todas las
ganas si daba en el blanco y con no menos ganas si fallaba. Las
tiendas de los polleros todavía estaban medio abiertas y las de los
fruteros irradiaban sus glorias.
Allí
había grandes cestos de castañas redondos, panzudos como viejos y
alegres caballeros, recostados en las puertas y desbordando hacia la
calle en su apoplética opulencia.
Había
rojizas cebollas de España, de rostro moreno y amplio contorno, de
gordura reluciente como frailes españoles que, desde los estantes,
guiñaban el ojo con irresponsable malicia a las chicas que pasaban y
luego elevaban la mirada serena al muérdago colgado.
Había
peras y manzanas, apiladas en espléndidas pirámides.
Había
racimos de uvas colgando de ganchos conspicuos por la buena intención
de los tenderos, para que a la gente se le hiciera la boca agua,
gratis, al pasar; también había pilas de avellanas, marrones,
aterciopeladas, con una fragancia que evocaba los paseos por los
bosques y el agradable caminar hundido hasta los tobillos entre las
hojas secas; había manzanas de Norfolk, regordetas y atezadas,
resaltando entre el amarillo de naranjas y limones y, con la gran
densidad de sus cuerpos jugosos, pidiendo a gritos que se las
llevasen a casa en bolsas de papel para comerlas después de la cena.
Hasta los peces dorados y plateados, desde una pecera expuesta entre
los exquisitos frutos, y a pesar de pertenecer a una especie sosa y
aburrida, parecían saber que algo estaba sucediendo
y
daban vueltas y más vueltas en su pequeño mundo con la excitación
lenta y desapasionada propia de los peces. ¡Y en las tiendas de
ultramarinos! ¡Ah, los ultramarinos!
A
punto de cerrar, con uno o dos cierres ya echados, pero ¡qué
visiones por los huecos!
Los
platillos de las balanzas golpeaban el mostrador con alegre sonido;
el rollo de bramante desaparecía con rapidez; los enlatados
tableteaban arriba y abajo como en manos de un malabarista; los
mezclados aromas del té y el café eran una delicia para el olfato;
estaba lleno de pasas extrañas, almendras blanquísimas, largos y
derechos palos de canela y otras especias delicadas, y los frutos
confitados, bien cocidos y escarchados con azúcar, hacían sentir
desvanecimientos, y despué una sensación biliosa, incluso a los
espectadores más fríos.
Los
higos estaban húmedos y pulpusos, las ciruelas francesas se
ruborizaban con modesta acrimonia desde sus cajas tan ornamentadas.
Todos los comestibles eran magníficos y bien presentados para la
Navidad. Pero eso no era todo. Los clientes estaban tan apresurados y
agitados con la esperanzadora promesa del día que tropezaban unos
con otros en la puerta, entrechocaban sus cestos, olvidaban la compra
en el mostrador y volvían corriendo a recogerla, cometiendo cientos
de equivocaciones de esa clase con el mejor humor. El especiero y sus
dependientes eran tan campechanos y bien dispuestos que los pulidos
corazones con que ataban sus mandilones por detrás podrían haber
sido sus propios corazones, llevados por fuera para inspección
general y para ser picoteados por cuervos navideños si así lo
refiriesen.
Pero
pronto los campanarios llamaron a la oración en iglesias y capillas,
y allá se fue la buena gente en multitud por las calles, con sus
mejores galas y su más jubilosa expresión.
Y
al mismo tiempo, desde muchas callejuelas, pasadizos y bocacalles sin
nombre, emergieron innumerables personas que llevaban su cena a asar
en las panaderías. El espíritu parecía estar muy interesado por
estos pobres festejadores, pues se detuvo con Scrooge junto a la
entrada de una panadería para levantar las cubiertas de las cenas
que transportaban y las rociaba de incienso con su antorcha. La
antorcha era de una clase muy poco corriente, pues en una o dos
ocasiones en que algunos de los que acarreaban las cenas tropezaron
con otros y hubo palabras mayores, el espíritu los roció con unas
gotas de agua de la antorcha, y de inmediato recuperaron el buen
humor; decían que era
una
vergüenza disputar en el día de Navidad.
¡Y
era muy cierto! Las campanas dejaron de sonar y se cerraron las
panaderías, pero permaneció una confortante y vaga representación
de todas esas cenas en el derretido manchón de humedad sobre cada
horno de panadero, donde el suelo todavía humeaba como si se
estuvieran cociendo las losas.
«¿Tiene
algún sabor especial eso que salpicas con la antorcha?», preguntó
Scrooge.
«Sí
lo tiene. Mi propio sabor».
«¿Serviría
para cualquier cena de hoy?», preguntó Scrooge.
«Para
cualquiera que se celebre con afecto.
Pero
más para una cena pobre». «¿Por qué más para una pobre?»,
preguntó Scrooge.
«Porque
lo necesita más».
«Espíritu»,
dijo Scrooge tras un momento de vacilación, «de todos los seres que
hay en los muchos mundos que nos rodean, me asombra que seas tú el
que más desea restringir las oportunidades de esa gente para
disfrutar inocentemente».
«¡Yo!»,
exclamó el espíritu.
«Les
quitarías sus medios para poder cenar cada séptimo día, a menudo
el único día en que se puede decir que cenan», dijo Scrooge,
«¿verdad?:..
«¡Yo!
», exclamó el espíritu.
«¿No
quieres que se cierren estos locales los días del Señor?», dijo
Scrooge. «Pues llegas al mismo resultado».
«
¡Que yo quiero! », exclamó el fantasma.
«Perdóname
si me equivoco. Se ha hecho en tu nombre o, al menos, en el de tu
familia», dijo Scrooge.
«En
esta tierra tuya hay algunos», replicó el espíritu; «que
pretenden conocernos y que cometen sus actos de pasión, orgullo,
mala voluntad, odio, envidia, beatería y egoísmo en nuestro nombre;
pero son tan ajenos a nosotros y nuestro género como si nunca
hubieran vivido. Recuerda esto y échales la culpa a ellos, no a
nosotros».
Scrooge
prometió que así lo haría y se marcharon, invisibles igual que
antes, hacia los suburbios de la ciudad. Una notable cualidad del
fantasma (Scrooge la había observado en la panadería) consistía en
que, pese a su talla gigantesca, podía acoplarse a cualquier sitio
fácilmente, y mantenía su gracia de criatura sobrenatural tanto si
el techo era muy bajo como si se encontraba en un grandioso
vestíbulo.
Y
tal vez por el placer que el buen espíritu encontraba en demostrar
esa facultad, o bien por su propia naturaleza generosa, afable,
cordial, y su simpatía por los pobres, condujo a Scrooge asido a su
manto directamente a casa de su escribiente. En el umbral, el
espíritu sonrió y se detuvo para bendecir el hogar de Bob Cratchit
con las aspersiones de su antorcha. ¡Imagínate! Bob sólo ganaba
quince «pavos» a la semana; los sábados no se embolsaba más que
quince copias de su propio nombre, ¡y a pesar de todo el fantasma de
la
Navidad
del Presente bendijo su casa de cuatro habitaciones!
La
señora Cratchit, esposa de Bob Cratchit, engalanada pobremente con
un vestido al que ya le había dado la vuelta dos veces, pero
esplendoroso en cintas (baratas y muy lucidas por cuatro perras), se
levantó y puso el mantel ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de
sus hijas, igualmente aderezada con lazos.
Mientras
tanto, el señorito Peter Cratchit hundía un tenedor en la cazuela
de las patatas y se metía en la boca los picos de su monstruoso
cuello de camisa (propiedad privada de Bob, transferida a su hijo y
heredero en honor a la festividad del día), encantado de encontrarse
tan elegantemente ataviado y ansioso por exhibirse en los parques y
paseos de moda. Y ahora dos pequeños Cratchit, niño y niña,
llegaron corriendo precipitadamente y gritando que habían olido la
oca fuera de la panadería y que sabían que era la suya; entre
placenteros pensamientos de cebolla y salvia, estos jóvenes Cratchit
bailaban en torno a la mesa y ensalzaban al señorito Peter Cratchit
mientras él (sin orgullo, aunque el cuello casi le estrangulaba)
atizaba el fuego hasta que el lento hervor de las patatas sonó
fuerte al chocar con la tapadera y quedaron listas para sacar y
pelar.
«¿Qué
estará haciendo vuestro dichoso padre?», decía la señora
Cratchit. «Y vuestro hermano, Tiny Tim; ¡y Martha ya había llegado
hace media hora, el año pasado!»
«¡Aquí
está Martha, madre! », dijo una chica apareciendo por la puerta.
«¡Aquí
está Martha, madre!», gritaron los dos Cratchit pequeños. «¡Hurra!
¡Martha, hay una oca...! »
«¡Ay,
mi niña querida, qué tarde vienes!», dijo la señora Crarchit
besándola una y otra vez, y quitándole el chal y el sombrerito con
celo oficioso.
«Anoche
tuvimos que terminar un montón de trabajo», respondió la chica, «y
esta ma-ñana despacharlo, madre». «¡Bueno! Ahora ya estás aquí
y eso es lo que importa», dijo la señora Cratchit. «Siéntate
junto al fuego paraentrar en calor, cariño».
«¡No,
no! ¡Ya viene padre!», gritaron los dos jóvenes Cratchit que
estaban en todo.
«¡Escóndete,
Martha, escóndete!»
Martha
así lo hizo antes de que entrase Bob, el padre, con tres pies de
bufanda, cuando menos, por todo abrigo, colgándole por delante, y su
gastada indumentaria bien remendada y cepillada para guardar una
apariencia adecuada, y en sus hombros Tiny Tim.
¡Ay,
Tiny Tim!: llevaba una pequeña muleta y sus piernas enfundadas en
armazones de hierro.
«¿Dónde
está Martha?», exclamó Bob Cratchit mirando alrededor.
«No
va a venir», dijo la señora Cratchit.
«¡Que
no va a venir!», dijo Bob con súbito desánimo, pues había traído
a Tim a caballo todo el trayecto desde la iglesia y había llegado a
casa desenfrenado. «¡No venir el día de Navidad?» Martha no
quería verle disgustado, ni siquiera por broma, de manera que salió
antes de tiempo de su escondite tras la puerta del armario y corrió
a sus brazos, mientras los dos pequeños Cratchit se apoderaron de
Tiny Tim y le arrastraron hasta el lavadero para que pudiera escuchar
el sonido del pudding de Navidad metido en el barreño.
«¿Y
qué tal se portó Tiny Tim?», preguntó la señora Cratchit cuando
Bob ya se había recuperado del susto y, muy contento, había
estrechado a su hija entre sus brazos.
«Tan
bueno como un santo o más», dijo Bob. «Al estar sentado solo tanto
tiempo, se vuelve pensativo y piensa las cosas más extrañas que se
puedan imaginar. Cuando volvíamos a casa me dijo que esperaba que la
gente se fijase en él en la iglesia porque está tullido, y para
ellos sería agradable recordar en el día de Navidad a quien hizo
andar a los mendigos cojos y ver a los ciegos».
La
voz de Bob era trémula al contarlo, y todavía
tembló
más cuando dijo que Tiny Tim estaba creciendo fuerte y sano. Antes
de que se hablase otra palabra, se oyeron los golpes de la activa
muletita contra el suelo y Tiny Tim regresó escoltado por su hermano
y su hermana hasta su taburete junto a la chimenea; mientras tanto,
Bob, recogiendo las mangas -como si, ¡pobre hombre! , pudieran
quedar todavía más raí- das- preparó un brebaje caliente de
ginebra y limones en una jarra, lo revolvió a conciencia y lo puso a
calentar en la chapa de la cocina.
El
señorito Peter y los dos ubicuos Cratchit pequeños se fueron a
recoger la oca y con ella regresaron pronto en animada procesión.
Sobrevino
una excitación tal que cualquiera hubiera creído que una oca era la
más rara de las aves, un fenómeno plumoso, a cuyo lado un cisne
negro resultaría de lo más vulgar;y en realidad, en aquella casa
era algo así. La señora Cratchit puso la salsa (preparada de
antemano en una pequeña salsera) casi hirviente; el señorito Peter
hizo puré las patatas con incteíble energía; la señorita Belinda
endulzó la salsa de manzana; Martha limpió las fuentes; Bob puso a
su lado a Tiny Tim en una esquina de la mesa; los dos jóvenes
Cratchit colocaron sillas para todo el mundo, sin olvidarse de sí
mismos, y montando guardia en sus puestos mantenían la cuchara en la
boca para no chillar pidiendo oca antes de que les llegara el turno
de servirse.
Por
fin se trajeron las fuentes y se bendijo la mesa. Luego siguió una
pausa en la que no se les oía ni respirar, mientras la señora
Cratchit, mirando lentamente a lo largo del trinchante, se preparaba
para hincarlo en la pechuga; pero en cuanto lo hizo, cuando brotó el
esperado borbotón del relleno, se alzó un clamor de delectación
por toda la mesa, a incluso Tiny Tim, excitado por los dos Cratchit
pequeños, golpeó el tablero con el mango del cuchillo y gritó
débilmente:
«¡Hurra!»
Nunca
hubo una oca como aquélla. Bob decía que no podía creer que se
hubiera cocinado jamás una oca como aquélla. Su sabor, ternura,
tamaño y bajo precio fueron temas de universal admiración.
Acompañada
por la salsa de manzana y el puré de patata, fue cena suficiente
para toda la familia; y más aún, como dijo muy contenta la señor
Cratchit supervisando una pequeña partícula de hueso en una fuente,
¡no se la habían acabado!
El
hecho es que cada cual tomó lo suficiente, y en especial los
pequeños Cratchit se habían atiborrado de cebolla y salvia hasta
las cejas. Pero ahora la señorita Belinda cambió los platos
mientras la señora Cratchit salía del cuarto sola -demasiado
nerviosa para soportar testigos- para sacar el pudding y traerlo a la
mesa.
¡Supongamos
que no esté bien cocido! ¡Supongamos que se rompa al sacatlo!
¡Supongamos que alguien haya saltado la pared del patio y lo haya
robado mientras festejábamos la oca! -suposición que puso lívidos
a los dos jóvenes Cratchit-. Toda clase de horrores fueron
supuestos.
¡Vaya!
¡Mucho vapor! El pudding se sacó del barreño. ¡Un olor como el de
los días de hacer colada! Era el paño. Un olor como el de un
restaurante situado al lado de una confitería y una lavandería. Era
el pudding. La señora Cratchit volvió en medio minuto, acalorada
pero sonriendo con orgullo, con un pudding como una bala de cañón
moteada, denso y firme, flambeado con la mitad de medio cuartillo de
brandy y omado de acebo en la parte superior.
Bob
Cratchit dijo que era un pudding maravilloso y que lo consideraba lo
mejor que la señora Cratchit había hecho desde que se habían
casado. La señora Cratchit dijo que, ahora que ya se le había
quitado el peso de encima, confesaría que había tenido sus dudas
sobre la cantidad de la harina. Todos tenían
algo
que decir sobre el pudding, pero nadie dijo, ni pensó, que era
pequeño para una familia tan grande; hacerlo hubiera sido como una
blasfemia.
Todos
ellos habrían enrojecido ante una insinuación semejante.
Al
terminar la cena se despejó el mantel, se barrió la zona de la
chimenea y se recompuso el fuego. Se probó la mezcla de la jarra y
se consideró perfecta, se trajeron a la mesa manzanas y naranjas y
se metió al fuego una paletada de castañas. Luego toda la familia
Cratchit se agrupó en tomo a la chimenea, en lo que Bob Cratchit
llamaba «círculo» queriendo indicar medio círculo; y al lado de
Bob Cratchit se desplegaba la cristalería de la familia: dos vasos y
un recipiente para natillas, in mango, que sirvieron para el líquido
caliente de la jarra tan bien como si hubieran sido copas de oro. Bob
lo escanció con expresión radiante, mientras las castañas en el
fuego chascaban y se resquebrajaban ruidosamente.
Luego
Bob brindó:
«Felices
Pascuas a todos nosotros, queridos.
¡Que
Dios nos bendiga!
Toda
la familia lo repitió.
«¡Dios
bendiga a cada uno de nosotros! », dijo Tiny Tim en último lugar.
Estaba sentado muy cerca de su padre, en su pequeño escabel.
Bob
sostenía en su mano la manita marchita del niño, como si le amase,
como si quisiera tenerle muy cerca de sí y temiera que se lo
arrebatasen.
«Espíritu»,
dijo Scrooge con un interés que nunca antes había sentido, «dime
si Tiny Tim vivirá». «Veo un sitio vacante», contestó el
fantasma, «en ese pobre rincón de la chimenea, y una muleta sin
dueño amorosamente conservada.
Si
esas sombras permanecen sin cambios en el futuro, el niño morirá».
«No,
no», dijo Scrooge. «¡Oh, no, amable espíritu! Dime que se
salvará».
«Si
esas sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún otro de mi
especie», replicó el fantasma, «le encontrara aquí. ¿Y qué más
da? Si se tiene que morir, lo mejor es que así lo haga y disminuya
el exceso de población».
Scrooge
hundió su cabeza al oír al espíritu citar sus propias palabras, y
se sintió abrumado por el arrepentimiento y la pena.
«Hombre»,
dijo el fantasma, «si tienes corazón humano, no de piedra dura,
olvida esa malvada jerga hasta que hayas descubierto qué es el
exceso y dónde está el exceso.
¿Quién
eres tú para decidir qué hombres deben morir y qué hombres deben
vivir? Es posible que a los ojos del cielo tú seas menos valioso y
menos merecedor de vivir que millones, como el hijo de ese pobre
hombre.
¡Oh
Dios! , ¡tener que escuchar al insecto en la hoja disertando sobre
lo demasiado que viven sus hambrientos hermanos en el suelo!»
Scrooge
se encogió ante la reprobación del fantasma y, tembloroso, hincó
la mirada en el suelo, pero la levantó rápidamente al escuchar su
nombre.
«¡El
señor Scrooge!, dijo Bob; «brindo por el señor Scrooge, Fundador
de la Fiesta.
«¡El
Hundidor de la Fiesta en verdad!», exclamó la señora Cratchit
enrojeciendo. «Me gustaría tenerle aquí. Para festejarlo le diría
cuatro cosas y espero que tenga buenas tragaderas».
«Querida
mía», dijo Bob; «los niños: es Navidad».
«Tiene
que ser Navidad, estoy segura, dijo ella, «para beber a la salud de
un hombre tan odioso, tacaño, duro a insensible como el señor
Scrooge. ¡Sabes que es cierto, Robert! ¡Nadie lo sabe mejor que tú,
pobre mío!
«Querida,
es Navidad», fue la tranquila respuesta de Bob. «Bebo a su salud
porque tú me lo piedes y por el día que es», dijo la señora
Cratchit, «no por él. ¡Por muchos años! ¡Alegre Navidad y feliz
Año Nuevo! El va a sentirse muy alegre y muy feliz, ¡no me cabe la
menor duda!»
Los
niños bebieron detrás de ella. Era la primera de sus acciones que
no tenía sinceridad.
Tiny
Tim bebió el último, pero le importaba un comino. Scrooge era el
ogro de la familia.
La
sola mención de su nombre arrojó sobre la reunión una negra sombra
que no se disipó hasta cinco minutos más tarde. Pasada la sombra,
estaban diez veces más contentos que antes por el mero alivio de
haber acabado con el Malvado Scrooge.
Bob
Cratchit les habló de la situación que tenía en perspectiva para
el señorito Peter, que, si se conseguía, supondría unos ingresos
semanales de cinco chelines y medio. Los dos jóvenes Cratchit se
desternillaban de risa ante la idea de Peter convertido en hombre de
negocios; el propio Peter
miraba pensativa mente al fuego entre sus
cuellos como si meditara sobre las especiales inversiones que debería
decidir cuando entrase en posesión de un ingreso tan apabullante.
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