Descripción
Lancelot ou le Chevalier de la charrette (Lancelot, el
caballero de la carreta) es la tercera novela artúrica escrita por Chrétien de
Troyes (circa 1135-circa 1181). Se compuso entre 1176 y 1181 a petición de
María de Champaña.
Ésta novela en versos octosílabos es parte del ciclo de Santo
Grial, cuyos cuatro volúmenes se conservan en la Biblioteca Nacional de Francia
bajo las signaturas FR 113 a FR 116. Esta copia de la novela fue encargada por
un bibliófilo, Jaime de Armagnac, duque de Nemours y conde de Lamarche, entre
1470 y 1475. Solicitó al iluminador Evrard d'Espinques (1414-1494), de Colonia,
que ilustrara la obra.
En la novela, Lancelot se dispone a rescatar a la reina
Ginebra, a quien Meleagant ha secuestrado y tiene prisionera.
Para alcanzar su meta, Lancelot tiene que superar una serie
de obstáculos y hacer sacrificios a lo largo de un viaje iniciático. Uno de
estos sacrificios es la razón por la que se lo denomina «caballero de la
carreta». Con el fin de salvar a su señora, Lancelot entra a regañadientes en
una carreta para convictos conducida por un cuidador de ganado, signo de la
mayor vergüenza social en la Edad Media.
Así, pierde su honor y es condenado al
ostracismo por el mismo código de caballería que le impone el sacrificio. Esta
novela es un buen ejemplo de fin'amor o fol’amor (amor cortés), la historia de
amor por excelencia de la literatura medieval.
El caballero de la carreta
[Novela]
Chrétien de Troyes
Ya que mi señora de Champaña quiere que emprenda una
narración novelesca, lo intentaré con mucho gusto; como quien es enteramente
suyo para cuanto pueda hacer en este mundo. Sin que esto sea un pretexto de
adulación. En verdad que algún otro podría hacerlo, quien quisiera halagarla, y
decir así -y yo podría confirmarlo- que es la dama que aventaja a todas las de
este tiempo; tanto como el céfiro sobrepasa a todos los vientos que soplan en
mayo o en abril. ¡Por mi fe, que no soy yo el que desea adular a su dama! ¿Voy
a decir: «Tantos carbunclos y jaspes vale un diamante como reinas vale la
condesa?» No, en verdad. Nada de eso diré, por más que, a pesar de mi silencio,
sea cierto. Sin embargo voy a decir simplemente que en esta obra actúan más sus
requerimientos que mi talento y mi esfuerzo.
Empieza Chrétien su libro sobre El Caballero de la Carreta.
Temática y sentido se los brinda y ofrece la condesa; y él cuida de exponerlos,
que no pone otra cosa más que su trabajo y su atención.
Así que en una fiesta de la Ascensión había reunido el rey
Arturo su corte, tan rica y hermosa como le gustaba, tan espléndida como a un
rey convenía. Después de la comida quedóse el rey entre sus compañeros. En la
sala había muchos nobles barones, y con ellos también estaba la reina. Además
había, a lo que me parece, muchas damas bellas y corteses que hablaban con
refinamiento la lengua francesa.
En tanto Keu, que había dirigido el servicio de las mesas,
comía con los condestables. Mientras Keu estaba sentado ante su comida, he aquí
que se presentó un caballero ante la corte, muy pertrechado para el combate,
vestido con todas sus armas. El caballero con tales arreos se llegó ante el
rey, adonde estaba Arturo sentado entre sus barones, y sin saludarle, así dijo:
[50] «¡Rey Arturo,
retengo en mi prisión a caballeros, damas y doncellas de tu tierra y tu
mesnada! Pero no te digo tales nuevas porque piense devolvértelos. Por el
contrario te quiero advertir y hacer saber que no tienes poder ni haberes con
los que puedas recobrarlos. ¡Sábete bien que morirás sin poderlos ayudar!»
El rey responde que se resignará a sufrir, si no puede
remediarlo; pero muy fuerte le pesa tal penar.
Entonces el caballero hace ademán de querer partir. Se da la
vuelta, sin detenerse ante el rey y viene hasta la puerta de la sala. Pero no
traspone los peldaños. Se detiene de pronto y dice desde allí:
«Rey, si en tu corte hay caballero, siquiera uno, en quien
fiaras a tal punto de atreverte a confiarle a la reina para conducirla en pos
de mí, a ese bosque, adonde yo me dirijo, allí lo aguardaré con la promesa de
devolverte todos los prisioneros que están en cautividad en mi tierra; con tal
que pueda defenderla frente a mí y reconducirla aquí por su propio mérito.»
Esto oyó todo el palacio, y toda la corte quedóse pasmada y
conmovida.
La noticia llegó a oídos de Keu, que estaba comiendo con los
mayordomos. Deja su yantar y acude con premura junto al rey y comienza a
decirle con aspecto airado:
«Rey, te he servido bien, con clara fidelidad y lealmente.
Ahora me despido y voy a irme, así que no te serviré más. No tengo deseo ni
intención de servirte de ahora en adelante.»
Apenóse el rey de lo que sucedía, y apenas se repuso para
contestarle, le dijo bruscamente:
«¿Es eso verdad o chanza?»
Y Keu responde:
[100] «Buen señor rey,
no me dedico ahora a las chanzas. Bien
cierto es que en seguida me despido. De vos no pretendo más recompensas ni
soldadas por mi servicio. ¡He tomado la decisión de irme sin demora!
-¿Es por ira o por despecho -pregunta el rey- por lo que os
queréis marchar? ¡Senescal, quedaos en la corte, en vuestro puesto habitual! Y
sabed bien que no tengo nada en el mundo que no os dé sin reparos para
manteneros aquí.
-Señor -dice él- no os esforcéis. No aceptaría, ni que me
regalarais un bolsillo de oro puro al día.»
Ya quedó el rey muy desesperado; y así acudió a la reina:
«Señora -le dijo-, ¿sabéis lo que el senescal me reclama?
Pide licencia para despedirse y afirma que no volverá a la corte jamás; no sé
por qué. Lo que no quiere hacer por mí lo hará pronto por vuestra súplica. Id a
él, mi querida dama. Ya que no se digna a quedarse por mí, rogadle que
permanezca por vos. Y caed a sus pies, si es preciso; que si pierdo su
compañía, jamás estaré alegre.» El rey envía a la reina al senescal, y ella va.
Con su acompañamiento lo encontró; y, apenas llega ante él, así habla:
«Keu, gran pena he recibido, sabedlo con certeza, de lo que
he oído decir de vos. Me han contado, y eso me pesa, que os queréis partir
lejos del rey. ¿Qué os impulsa a ello?, ¿qué sentimiento? No me parece propio
de un hombre sabio ni cortés, como yo suelo consideraros. Que os quedéis,
rogaros quiero. ¡Keu, quedaos, os lo suplico!
-Señora -él dice-, con vuestra venia; pero no voy a quedarme
de ningún modo.»
Y la reina aún más suplica, y todos los caballeros a coro;
pero Keu contesta que se fatigan por algo que es en vano. Y la reina, con toda
su altura, se echa a sus pies. [150] Keu
le ruega que se levante; pero ella afirma que no lo hará. No se levantará hasta
que él otorgue su petición.
Entonces Keu le ha prometido que se quedará, con tal de que
el rey le otorgue de antemano lo que va a pedir, y ella misma haga otro tanto.
«Keu -responde la reina-, lo que sea, él y yo lo concedemos.
Ahora venid, que le diremos que os habéis contentado así.»
Con la reina vase Keu y así llegan ante el rey. «Señor, he
retenido a Keu -dice la reina-, con gran esfuerzo. Os lo traigo con la promesa
de que haréis lo que os pida.»
El rey suspiró de alegría, y promete que cumplirá su
petición, cualquiera que sea.
«Señor, sabed pues lo que exijo y cuál es el don que me
habéis asegurado. Por muy afortunado me tendré, cuando lo obtenga por vuestra
gracia. »Me habéis otorgado la custodia y defensa de la reina que aquí está;
así que iremos tras el caballero que nos aguarda en el bosque.»
Al rey le entristece su promesa. Pero la confirma, y a su
pesar no se desdice de ella; pero lo hace con amargura y tristeza, como se
muestra bien en su rostro.
Mucho se apesadumbró la reina; y todos comentan en el palacio
que orgullo, exceso y sinrazón había sido la petición de Keu, Tomó el rey a la
reina de la mano y así le dijo:
«Señora, sin protestas conviene que marchéis.»
Y Keu contestó:
«¡Bien, dejadla a mi cuidado! Y no temáis más nada, que la
volveré a traer muy bien sana y salva!»
El rey se la confía y él se la lleva. En seguimiento de los
dos salieron todos; y nadie estaba exento de preocupación.
Sabed que pronto el senescal estuvo completamente armado, y
su caballo fue conducido al medio del patio. [200] A su lado estaba un palafrén, que no era
indócil ni remolón, sino como conviene a la montura de una reina. Ésta llega a
su palafrén, mortecina, doliente y suspirosa; lo monta mientras dice por lo
bajo, para no ser oída:
«¡Ah rey, si lo supierais, creo que no permitiríais que Keu
me alejara ni un solo paso!»
Creyó haberlo murmurado muy bajo; pero la oyó el conde
Guinable, que muy cerca estaba de su montura.
A su marcha tan gran duelo hicieron todos aquellos y aquellas
que la presenciaron, como si se partiera muerta sobre el ataúd. Pensaban que no
regresaría jamás en vida. El senescal, en su desmesura, se la lleva adonde el
otro los aguarda. Pero nadie se angustió tanto que intentara su persecución.
Hasta que, al fin, mi señor Galván dice al rey su tío, en
confidencia:
«Señor -dice-, muy gran niñería habéis hecho, y mucho me
maravillo de eso. Mas, si aceptáis mi consejo, mientras aún están cerca,
podríamos salir tras ellos vos y yo, y aquellos que quieran acompañaros. Yo no
podría contenerme por más tiempo sin salir en pos de ellos. No sería digno que
no les siguiéramos, al menos hasta saber lo que le acontecerá a la reina y cómo
Keu se comportará.
-Vayamos pues, buen sobrino -dijo el rey-. Muy bien habéis
hablado como noble cortés. Y ya que habéis tomado el asunto a vuestro cargo,
mandad que saquen los caballos, y que les pongan sus frenos y monturas, para
que no quede sino cabalgar.»
Ya han traído los caballos; ya están aparejados y ensillados.
El rey es el primero en montar, y luego montó mi señor Galván, y todos los
demás a porfía. [250] Todos quieren ser
de la compañía, y cada uno va a su guisa. Unos estaban armados, y muchos otros
sin armadura. Pero mi señor Galván iba bien armado, e hizo que dos escuderos le
trajeran dos corceles de batalla.
Así que se aproximaron al bosque, vieron salir al caballo de
Keu, y lo reconocieron. Vieron que las riendas de la brida habían sido rotas
por ambos lados. El caballo venía sin caballero. La estribera traía teñida de
sangre, y el arzón de la silla por detrás colgaba desgarrado y en pedazos.
Todos se quedaron angustiados; y uno a otros se hacían señas
con guiños y golpes de codo.
Bien lejos en delantera a lo largo del camino cabalgaba mí
señor Galván. Sin mucho tardar vio a un caballero que avanzaba al paso sobre un
caballo renqueante y fatigado, jadeante y cubierto de sudor. El caballero fue
el primero en saludar a mi señor Galván; y éste le contestó luego. El caballero
se detuvo al reconocer a mi señor Galván, y le dijo:
«Señor, bien veis cómo está cubierto de sudor y tan
derrengado que de nada me sirve. Me parece que esos dos corceles son vuestros.
Así que querría pediros, con la promesa de devolveros el servicio y galardón,
que vos en préstamo o como don, me dejéis uno, el que sea.
-Pues escoged entre los dos el que os plazca -contestó.»
El otro, como que estaba en gran necesidad, no fue a escoger
el mejor, ni el más hermoso ni el más grande, sino que montó al punto el que
encontró más cerca de él. Pronto lo ha lanzado al galope. Mientras, caía muerto
el que había dejado, pues demasiado lo había en aquella jornada fatigado y
abusado.
[300] El caballero sin
ningún respiro se va armado a través del bosque. Y mi señor Galván detrás lo
sigue y le da caza con ahínco cuando ya había traspasado una colina. Después de
avanzar gran trecho encontró muerto el corcel que había regalado al caballero,
y vio muchos rastros de caballos y restos de escudos y de lanzas en torno. Se
figuró que había habido gran pelea de varios caballeros, y mucho le apenó y
disgustó no haber llegado a tiempo. No se paró allí largo rato, sino que avanza
con raudo paso. Hasta que adivinó que volvía a ver al caballero: muy solo, a
pie, con toda su armadura, el yelmo lazado, el escudo al cuello, ceñida la
espada, había llegado junto a una carreta.
Por aquel entonces las carretas servían como los cadalsos de
ahora; y en cualquier buena villa, donde ahora se hallan más de tres mil no
había más que una en aquel tiempo. Y aquélla era de común uso, como ahora el
cadalso, para los asesinos y traidores, para los condenados en justicia, y para
los ladrones que se apoderaron del haber ajeno con engaños o lo arrebataron por
la fuerza en un camino. El que era cogido en delito era puesto sobre la carreta
y llevado por todas las calles. De tal modo quedaba con el honor perdido, y ya
no era más escuchado en cortes, ni honrado ni saludado. Por dicha razón, tales
y tan crueles eran las carretas en aquel tiempo, que vino a decirse por vez
primera lo de: «Cuando veas una carreta y te salga al paso, santíguate y
acuérdate de Dios, para que no te ocurra un mal.»
El caballero a pie, sin lanza, avanza hacia la carreta, y ve
a un enano sobre el pescante, que tenía, como carretero, una larga fusta en la
mano; [350] y dice el caballero al
enano:
«Enano, ¡por Dios!,
dime si tú has visto por aquí pasar a mi señora la reina.»
El enano, asqueroso engendro, no le quiso dar noticias, sino
que le contesta:
«Si quieres montar en la carreta que conduzco, mañana podrás
saber lo que le ha pasado a la reina.»
Mientras aquél reanuda su camino, el caballero se ha detenido
por momentos, sin montar. ¡Por su desdicha lo hizo y por su desdicha le retuvo
la vergüenza de saltar al instante a bordo! ¡Luego lo sentirá!
Pero Razón, que de Amor disiente, le dice que se guarde de
montar, le aconseja y advierte no hacer algo de lo que obtenga vergüenza o
reproche. No habita el corazón, sino la boca, Razón, que tal decir arriesga.
Pero Amor fija en su corazón y le amonesta y ordena subir en seguida a la
carreta. Amor lo quiere, y él salta; sin cuidarse de la vergüenza, puesto que
Amor lo manda y quiere.
A su vez mi señor Galván acercábase hacia la carreta; y
cuando encuentra sentado encima al caballero, se asombra y dice:
«Enano, infórmame sobre la reina, si algo sabes.»
Contesta el enano:
«Si tanto te importa, como a este caballero que aquí se
sienta, sube a su lado, si te parece bien y yo te llevaré junto con él.»
Apenas le oyó mi señor Galván, lo consideró como una gran
locura, y contestó que no subiría de ningún modo; pues haría desde luego un vil
cambio si trocara su caballo por la carreta.
«Pero ve adonde quieras, que por doquier vayas, allí iré yo.»
Así se ponen en marcha; él cabalga, aquellos dos van en
carreta, y juntos mantenían un mismo camino. Al caer la tarde llegaron a un
castillo. Sabed bien que el castillo era muy espléndido y de arrogante
aspecto.[400]
Los tres entran por una puerta. Del caballero, traído en la
carreta, se asombran las gentes. Pero no lo animan desde luego; sino que lo
abuchean grandes y pequeños, viejos y niños, a través de las calles, con gran
vocerío. El caballero oyó decir de él muchas vilezas y befas. Todos preguntan:
«¿A qué suplicio destinarán al caballero? ¿Va a ser
despellejado, ahorcado, ahogado, o quemado sobre una hoguera de espino? ¿Di,
enano, di, tú que lo acarreas, en qué delito fue aprehendido? ¿Está convicto de
robo? ¿Es un asesino, o condenado en pleito?»
El enano mantiene obstinado silencio, y no responde ni esto
ni aquello. Conduce al caballero a su albergue -y Galván sigue tenazmente al
enano- hacia un torreón que se alzaba en un extremo de la villa sobre el mismo
plano. Pero por el otro lado se extendían los prados y por allí la torre se
alzaba sobre una roca escarpada, alta y cortada a pico. Tras la carreta, a
caballo entra Galván en la torre.
En la sala se han encontrado una doncella de seductora
elegancia. No había otra tan hermosa en el país, y la ven acudir acompañada por
dos doncellas, bellas y gentiles.
Tan pronto como vieron a mi señor Galván, le demostraron gran
alegría y le saludaron. También preguntaron por el caballero:
«Enano, ¿qué delito cometió este caballero que llevas
apresado?»
Tampoco a ellas les quiso dar explicaciones el enano. Sino
que hizo descender al caballero de la carreta, y se fue, sin que supieran
adonde iba.
Entonces descabalga mi señor Galván, y al momento se
adelantan unos criados que los desvistieron a ambos de su armadura.
[450] La doncella del
castillo hizo que les trajeran dos mantas forradas de piel para que se pusieran
encima. Cuando fue la hora de cenar, estuvo bien dispuesto la cena. La doncella
se sienta en la mesa al lado de mi señor Galván. Por nada hubieran querido
cambiar su alojamiento, en busca de otro mejor; ¡a tal punto fue grande honor y
compañía buena y hermosa la que les ofreció durante toda la noche la doncella!
Cuando hubieron bien comido, encontraron preparados dos
lechos, altos y largos, en una sala. Allí había también otro, más bello y
espléndido que los anteriores. Pues, según lo relata el cuento, aquél ofrecía
todo el deleite que puede imaginarse en un lecho. En cuanto fue tiempo y lugar
de acostarse la doncella acompaña a tal aposento a los dos huéspedes que
albergaba, les muestra los dos lechos hermosos y amplios y les dice:
«Para vosotros están dispuestos aquellas dos camas de allá.
En cuanto a esta de aquí, en ella no puede echarse más que aquel que lo
merezca. Ésta no está hecha para vosotros.»
Entonces le responde el caballero, el que llegó sobre la
carreta, que considera como desdén y baldón la prohibición de la doncella.
«Decidme pues el motivo por el que nos está prohibido este
lecho.»
Respondió ella, sin pararse a pensar, pues la respuesta
estaba ya meditada.
«A vos no os toca en absoluto ni siquiera preguntar.
Deshonrado está en la tierra un caballero después de haber montado en la
carreta. No es razón que inquiera sobre ese don que me habéis preguntado, ni
mucho menos que aquí se acueste. ¡En seguida podría tener que arrepentirse! Ni
os lo he hecho preparar tan ricamente para que vos os acostéis en él. Lo
pagaríais muy caro, si se os ocurriese tal pensamiento.
-¿Lo veré?
-¡En verdad!
-¡Dejádmelo ver! No sé a quién le dolerá -dijo el caballero-,
¡por mi cabeza! [500] Aunque se enoje o
se apene quien sea, quiero acostarme en este lecho y reposar en él a placer.»
Con que, tras haberse quitado las calzas, se echa en el lecho
largo y elevado más de medio codo sobre los otros, con un cobertor de brocado
amarillo, tachonado de estrellas de oro. No estaba forrado de piel vulgar, sino
de marta cibelina. Por sí misma habría honrado a un rey el cobertor que sobre
sí tenía. Desde luego que el lecho no era de paja ni hojas secas ni viejas
esteras.
A media noche del entablado del techo surgió una lanza, como
un rayo, de punta de hierro y lanzóse a ensartar al caballero, a través de sus
costados, al cobertor y las blancas sábanas, al lecho donde yacía. La lanza
llevaba un pendón que era una pura llama. En el cobertor prendió el fuego, y en
las sábanas y en la cama de lleno. Y el hierro de la lanza pasa al lado del
caballero, tan cerca que le ha rasgado un poco la piel, pero no le ha herido
apenas. Entonces el caballero se ha levantado; apaga el fuego y empuña la lanza
y la arroja en medio de la sala. No abandona por tal incidente su lecho, sino
que se vuelve a acostar y a dormir con tanta seguridad como antes.
Al día siguiente por la mañana, al salir el sol, la doncella
del castillo encargó la celebración de una misa, y envió a despertar y levantar
a sus huéspedes. Después de cantada la misa, el caballero que se había sentado
en la carreta se acodó pensativo en la ventana ante la pradera y contempló a
sus pies el valle herboso.
En la otra ventana de al lado estaba la doncella; allí algo
le murmuraba al oído mi señor Galván. No sé yo qué, ni siquiera el tema de su
charla.
[550] Pero mientras
estaban en la ventana, en la pradera del valle, cerca del río, vieron acarrear
un ataúd. Dentro yacía un caballero y a sus costados un llanto grande y fiero
hacían tres doncellas. Detrás del ataúd ven venir una escolta. Delante avanzaba
un gran caballero que conducía a su izquierda a una hermosa dama.
El caballero de la ventana reconoció que era la reina. Y no
dejaba de contemplarla con plena atención, y se embelesaba en la larga
contemplación. Cuando dejó de verla, estuvo a punto de dejarse caer por la
ventana y despeñar su cuerpo por el valle. Ya estaba con medio cuerpo fuera,
cuando mi señor Galván lo vio y la sujetó atrás, diciéndole:
«Por favor, calmaos. ¡Por Dios, no pretendáis ya cometer tal
desvarío! ¡Gran locura es que odiéis vuestra vida!
-Con razón, sin embargo, lo hace -dijo la doncella-. ¿Adonde
irá que no sepan la noticia de su deshonor, por haber estado en la carreta? Bien
debe querer estar muerto, que más valdría muerto que vivo. La vida será desde
ahora vergonzosa, triste y desdichada.»
Así los caballeros pidieron sus armas y revistieron su arnés.
Entonces, demostró su cortesía y su hidalguía la doncella en un gesto de
generosidad. Al caballero de quien se había burlado y al que reprendiera le
regaló un caballo y una lanza, en testimonio de simpatía y amistad.
Los caballeros se despidieron corteses y bien educados de la
doncella, y después de saludarla se encaminaron por donde vieran marchar al
cortejo. Esta vez salieron del castillo sin que nadie les hablara una palabra.
A toda prisa se van por donde habían visto a la reina.
[600] No alcanzan a la escolta que se
había alejado. Desde la pradera penetran en un robledal, y encuentran un camino
de piedras. Siguieron a la ventura por el bosque, y sería la hora prima del día
cuando, en un cruce de caminos, encontraron a una doncella y ambos la
saludaron. Cada uno le pregunta y suplica que les diga, si lo sabe, adonde se
han llevado a la reina. Como persona sensata les responde:
«Si me pudierais dar vuestra promesa de servirme, bien podría
indicaros el camino directo, la senda, y aún os diría, el nombre de la tierra y
del caballero que allí la lleva. Aunque ha de sufrir grandes rigores quien
quiera entrar en aquella comarca. Antes de llegar allí encontrará mil dolores.»
Mi señor Galván le dice:
«Doncella, así Dios me ayude, que yo os prometo a discreción,
poner a vuestro servicio, cuando os plazca, todo mi poder, con tal que me
digáis la verdad.»
Y el que estuvo en la carreta no dice que promete todo su
poder, sino que afirma -como es propio de aquel a quien Amor hace rico,
poderoso y atrevido a todo- que sin temor ni reparo, se pone y ofrece a sus
órdenes con toda su voluntad.
«Entonces os lo diré -contesta ella-. Por mi fe, señores, fue
Meleagante, un caballero muy fuerte y tremendo, hijo del rey de Gorre, quien la
apresó; y se la ha llevado al reino de donde ningún extranjero retorna, sino
que por fuerza mora en el país, en la servidumbre y el exilio.»
Y entones él le pregunta:
«¿Doncella, dónde está esa tierra? ¿Dónde podremos buscar el
camino?»
Ella responde:
«Ya lo vais a saber. Pero tenedlo por seguro, encontraréis
por el camino muchos obstáculos y malos pasos. [650] Que no es cosa ligera el entrar allí, de no
ser con el permiso del rey, que se llama Baudemagus. De todos modos sólo se
puede entrar por dos vías muy peligrosas, dos pasajes muy traidores. El uno se
denomina: El Puente bajo el Agua. Porque ese puente está sumergido y la altura
del agua al fondo es la misma que la de por encima del puente, ni más ni menos,
ya que está justo a mitad de la corriente. Y no tiene más que pie y medio de
ancho, y otro tanto de grueso. Vale la pena no intentarlo y, sin embargo, es el
menos peligroso; aunque haya además aventuras que no digo. El otro es el puente
peor y más peligroso, tanto que ningún humano lo ha cruzado. Es cortante como
una espada y por eso todo el mundo lo llama: el Puente de la Espada. La verdad
de cuan-puedo deciros os he contado.»
Luego le pregunta él:
«Doncella, dignaos indicamos esos dos caminos.»
Y la doncella responde:
«Ved aquí el camino directo al Puente bajo el Agua, y el de
más allá va derecho al Puente de la Espada.»
Entonces dice de nuevo el caballero que fue carretero:
«Señor, me separo de vos de grado. Elegid uno de estos dos
caminos y dejadme el otro a mi vez. Tomad el que más os guste.
-Por mi fe -dice mi señor Galván-, muy peligroso y duro es
tanto uno como otro paso. Me siento poco sabio para la elección, no sé cuál
escoger con acierto. Pero no es justo que por mi haya demora, ya que me habéis
propuesto la elección. Tomaré el camino al Puente bajo el Agua.
-Entonces es justo que yo me dirija al Puente de la Espada,
sin discusión -dijo el otro- y accedo a gusto.»
Con que allí se separan los tres. [700] El uno al otro se han encomendado, de todo
corazón, a Dios. La doncella cuando los ve marchar, dice así:
«Cada uno de vosotros debe devolver el galardón a mi gusto,
en el momento que yo escoja para reclamarlo. Cuidad de no olvidarlo.
-¡No lo olvidaremos, de verdad, dulce amiga!», dicen los dos.
Cada uno se va por su camino. El caballero de la carreta va
sumido en sus pensamientos como quien ni fuerza ni defensa tiene contra Amor
que le domina.
Su cuita es tan profunda que se olvida a sí mismo, no sabe si
existe, no recuerda ni su nombre, ni si armado va o desarmado, ni sabe adonde
va ni de dónde viene. Nada recuerda en absoluto, a excepción de una cosa, por
la que ha dejado las demás en olvido. En eso sólo piensa tan intensamente que
ni atiende ni ve ni oye nada.
Mientras tanto su caballo le lleva rápido, sin desviarse por
mal camino, sino por la senda mejor y más derecha. Así marchaba en pos de la
aventura. Así le ha conducido a un campo llano.
En aquel prado había un vado, y al otro lado del río se
erguía el caballero que lo guardaba.
Junto a él había una doncella montada en un palafrén.
Había pasado casi la hora nona, y todavía permanecía el
caballero sin cansancio abstraído en su meditación. Su caballo, que tenía gran
sed, vio hermoso y claro el vado, y corrió hacia el agua al divisarla.
Pero el caballero que estaba en la otra ribera le grita:
«¡Caballero, yo guardo el vado, y os lo prohíbo!»
El otro no lo oye ni entiende ya que su meditar no le deja.
Sin reparos se precipita su caballo hacia el agua. El guardián le grita que lo
retenga:
[750] «¡Deja el vado y
te portarás como sensato, que por acá no se permite el paso!»
Y jura por su corazón que si penetra en el vado, lo atacará
con su lanza. El otro sigue ensimismado sin detener al caballo que a la carrera
salta al agua y comienza a beber a grandes tragos. El guardián dice que se
arrepentirá y que no ha de protegerle al trasgresor ni su escudo ni su yelmo.
Pone luego su caballo al galope y lo aguija a un galope
tendido. Y lo hiere y derriba toda su altura en medio del vado que le había
vedado antes. Del mismo modo perdió el caído la lanza y el escudo que pendía de
su cuello.
Apenas siente el agua, se sobresalta, y de un salto se pone
en pie aún medio atontado; como quien se despierta de un sueño vuelve en sí, y
mira en torno extrañado y busca a quien le hirió. Entonces ha visto al otro
caballero. Y así le grita:
«¡Villano! ¿Por qué me habéis atacado, decidme, cuando yo
ignoraba vuestra presencia y no os había causado ningún daño?
-¡Por mi fe, que lo habíais hecho! -dice el otro-. ¿No me
estimasteis como cosa vil, cuando por tres veces os prohibí el vado y os lo
dije lo más alto que pude gritar? Bien me oísteis desafiaros dos o tres veces.
Y aun así pasasteis adelante. Bien dije que os daría con mi lanza hasta que os
viera en el agua.»
A lo cual responde el caballero:
«¡Maldito sea si os oí jamás o si jamás os vi, que yo sepa!
Bien pudo ser que me prohibierais pasar el vado, pero estaba absorto en mis
pensamientos. ¡Sabed de seguro que en mala hora me atacasteis si puedo echar al
menos una de mis manos en el freno de vuestro caballo!»
Contesta él:
«¿Qué pasaría? Podrás tenerme a tu gusto por el freno, si te
atreves a cogerlo. No aprecio ni en un puñado de cenizas tu amenaza y tu
orgullo.»
[800] Y responde el
otro:
«No quiero más otra cosa. Pase lo que tenga que pasar, he de
tenerte a mi merced.»
Entonces el caballero avanza al medio del vado. El otro le
coge de las riendas con la mano izquierda y de la cadera con la diestra. Le
agarra y tira y aprieta tan duramente que el guardián se lamenta de dolor; le
parece sentir que con violencia le desgarra su pierna del cuerpo. Así le ruega
que lo deje y le dice:
«¡Caballero, si te place combatir conmigo de igual a igual,
toma tu escudo y tu lanza y tu caballo y ven a justar contra mí!»
Aquél responde:
«No lo haré, por mi fe, que temo que huirías de mí en cuanto
te vieras libre.»
El otro, al oírlo, tuvo gran vergüenza, y le dice de nuevo:
«Caballero, monta sobre tu caballo con toda confianza. Yo te
garantizo lealmente que ni cederé ni huiré. Me has dicho una infamia; y enojado
estoy por tal.»
Y el otro toma de nuevo la palabra:
«Antes me habrás dado como garantía tu juramento. Quiero que
me des tu palabra de honor que no te apartarás ni huirás, y que no me tocarás
ni te acercarás a mí, hasta que no me veas a caballo. Te habré hecho buen
favor, si, ahora que te tengo, te suelto.»
Aquél le dio su palabra; que ya no podía más.
Cuando el caballero tuvo la fianza, recogió su escudo y su
lanza que por el río flotando iban y a toda prisa se alejaban. Ya estaban un
largo trecho más abajo. Luego regresa a por su caballo. Cuando lo hubo alcanzado
y estuvo montado, empuñó las correas del escudo y puso la lanza en ristre sobre
el arzón. Entonces se enfrentan el uno contra el otro a galope tendido de las
monturas.
[850] El que debía
custodiar el vado carga el primero contra el otro, y con tanto ímpetu lo
alcanza que su lanza vuela en pedazos al golpe. Pero el otro le hiere en
respuesta de tal modo que lo envía al medio del vado, tan derribado que el agua
lo tapó por entero.
Después el de la carreta retrocede y desmonta, porque pensaba
que cien enemigos como aquél podría derribar y perseguir. De su vaina
desenfunda la espada de acero. El otro se pone en pie y desenvaina la suya,
buena y con destellos. Se entreatacan cuerpo a cuerpo. Por delante ponen los
escudos, donde reluce el oro, y con ellos se cubren. Las espadas realizan un
duro trabajo, sin conclusión ni reposo, y muy fieros golpes se asestan uno a
otro. La batalla tanto se prolonga que el caballero de la carreta se avergüenza
de corazón, al pensar que mal llevará a cabo la tarea de la aventura
emprendida, cuando tan largo espacio emplea en vencer a un solo caballero… ¡Si
ayer, piensa él, no habría encontrado en valle alguno cien tales que hubieran
podido resistirle! Así está muy dolido y airado, por haber empeorado hasta tal
punto, que yerra sus golpes y en vano consume su jornada. Entonces arrecia su
embestida, y tanto lo asedia que el otro ya cede y retrocede. Desampara y le
deja libre el vado y el paso, muy a su pesar. Pero él lo persigue de todas
formas, hasta que le derriba de bruces.
El viajero de la carreta avanza sobre él entonces, y le
recuerda que bien puede ver cuan desdichado fue al derribarlo en el vado y
sacarlo de su ensimismado pensar.
La doncella que consigo llevaba el guardián del vado ha
escuchado y oído las amenazas. Con gran espanto le suplica que, por ella, lo
perdone y no lo mate. El otro contesta que no puede, en verdad, perdonarlo,
porque le ha infligido gran afrenta.
Luego va sobre él con la espada desnuda. El caído le dice,
despavorido:
«¡Por Dios y por mí, conceded la gracia que ella y yo os
suplicamos!
-Pongo a Dios por testigo -responde él- [900] que nadie, por mucho mal que me hiciera, si
me suplicó gracia por Dios, hay al que en nombre de Dios no lo haya perdonado
una vez. Y así lo haré contigo, pues no te lo debo rehusar, cuando así me lo
has suplicado. Pero, aun así, te comprometerás a entregarte como prisionero,
donde yo quiera, cuando te lo reclame.»
El vencido lo otorgó con gran pesadumbre.
La doncella intervino entonces:
«Caballero, por tu liberalidad, ya que él te pidió gracia y
tú se la has concedido; si alguna vez liberaste a un prisionero, deja a éste
libre. Concédeme salvarlo de su cautividad; con la promesa de que a su debido
tiempo te devolveré tal galardón, cuando te convenga, según mi poder.»
Entonces él comprendió quién era, por las palabras dichas.
Así que dejó al vencido libre de su compromiso. Ella tuvo temor y vergüenza al
pensar que la había conocido, ya que tal cosa no deseaba. Mas el desconocido se
parte en seguida. El caballero y la doncella se despiden de él y lo encomiendan
a Dios. Él les da su adiós, y se va.
Al caer la noche encontró a una doncella, que le salió al
paso, muy hermosa y distinguida, muy graciosa y bien vestida. La doncella le
saluda, de modo discreto y bien educado, y él le responde:
¡«Sana y dichosa, doncella, os conserve Dios!
-Señor -dice ella-, mi casa está aquí cerca preparada para
albergaros, si aceptáis mi invitación. Pero con una condición habéis de
albergaros; con la de acostaros conmigo. De tal modo os lo ofrezco e invito.»
Muchos hay que por tal invitación le habrían dado mil
gracias. Pero el caballero al pronto se entristeció y le respondió de otra
manera:
[950] «Doncella, por
vuestro hospedaje os estoy muy agradecido. En mucho lo aprecio. Pero, si os
place, prescindiría muy bien del acostamiento.
-¡Pues de otro modo no ha de ser, por mis ojos!» dijo la
doncella.
Él, como que no puede mejorar la ocasión, lo concede a gusto
de ella. Sólo al asentir ya se le quiebra el corazón. ¡Cuando .tanto lo lastima
la sola promesa, cuál será la tristeza al acostarse! Mucho orgullo y tristeza
habrá de sufrir la doncella que lo guía. Y, tal vez, al amarle ella con pasión,
no se resigne a dejarlo marchar.
Después de haber accedido a su proposición y deseo lo conduce
hasta un castillo. No encontraríase uno más bello de aquí hasta Tesalia. Estaba
protegido en su circunferencia por altos muros y por un foso de agua profunda.
Y allí dentro no se encontraba más hombre que el que ella esperaba.
Allá había mandado la doncella, para su residencia, construir
un buen número de habitaciones y un gran salón principal.
Cabalgando por la vera de un río llegaron a la mansión. El
puente levadizo estaba bajo para permitirles el paso. Una vez cruzada la
entrada sobre el puente han encontrado abierta la gran sala, con su artesonado
de tejas. Por el portal que encontraron abierto penetran y ven una gran mesa,
amplia y larga, cubierta con su mantel. Encima estaban servidos los platos,
encendidas todas las velas en los candelabros, y las grandes copas de plata
dorada y dos jarras, una llena de vino de moras y la otra de un fuerte vino
blanco. A un lado de la mesa, sobre uno de los bancos, encontraron dos
palanganas llenas de agua caliente para lavarse las manos; y al costado han
hallado una toalla de hermosos bordados, hermosa y blanca, para secarse las
manos.
Allá no encontraron ni atisbaron criado, lacayo ni escudero.
[1000] El caballero se quita el escudo
del cuello y lo cuelga de un gancho, y toma su lanza y la deposita sobre el
rastrillo de un pesebre. Luego salta de su caballo al suelo, y la doncella
desciende del suyo. Al caballero le pareció muy bien que ella no esperara a que
él la ayudase a desmontar. Apenas hubo descendido sin demora ni vacilación
corre a una cámara de donde saca para él un manto escarlata y se lo pone sobre
los hombros.
La sala no estaba en sombras, por más que en el cielo lucían
ya las estrellas. Por el contrario había allí dentro tantas velas y antorchas
grandes y ardientes que la claridad la inundaba. Después de ponerle el manto al
cuello, le dijo la doncella:
«Amigo, ved el agua y la toalla. Nadie os la ofrece ni brinda
puesto que a nadie veréis sino a mí. Lavad vuestras manos y sentaos, comed
cuando os apetezca y venga en gana. La hora y la comida bien lo piden, como
podéis ver. Así que lavaos y venid a sentaros.
-¡Con mucho gusto!»
Y él se sienta y ella, muy contenta, a su lado. Juntos
comieron y bebieron hasta el fin de la cena. Cuando se hubieron levantado de la
mesa, le dijo la doncella al caballero:
«¡Señor, salid fuera a distraeros, si no os causa molestia, y
aguardad allí, si os place, hasta que calculéis que ya estoy acostada. No os
enoje ni fastidie la demora, porque bien podéis venir a tiempo, si vais a
cumplir vuestra promesa.»
Repuso él:
«Yo os mantendré la promesa. De modo que volveré cuando
piense que es ya hora.»
Entonces se sale fuera y allí se demora un gran rato, pues
debe mantener su promesa.
[1050] Vuelve de nuevo
a la sala, pero no encuentra allí a la que se hizo su amiga, que allí desde
luego no estaba.
Cuando ni la encuentra ni la ve, se dice:
«En cualquier lugar que esté, iré en su busca hasta
hallarla.» Y no se retrasa en la busca, por la promesa que le tenía.
Al entrar en una cámara oye gritos de una joven. Y era la
misma con la que había de acostarse.
De pronto advierte la puerta abierta de otra habitación.
Hacia allá va, y ante sus ojos presencia cómo un caballero la había derribado y
la tenía echada de través sobre la cama, después de desnudarla. Ella que estaba
bien segura de que acudiría en su ayuda, gritaba bien alto:
«¡Ay! ¡Ay! ¡Caballero, tú que eres mi huésped! Si no me
quitas a éste de encima, va a ultrajarme en tu presencia. Tú eres quien debe
compartir mi lecho, como has pactado conmigo. ¿Me someterá éste ahora a su
deseo, bajo tu mirada, a la fuerza? ¡Gentil caballero, esfuérzate pues en venir
en mi socorro a toda prisa!»
Él ve que muy vilmente tenía el otro a la doncella desnuda
hasta el ombligo. La escena le produce gran vergüenza y pesar, por el hecho de
que el atacante acerque su desnudez a la de ella. Por otra parte el espectáculo
no le enardecía su deseo ni tampoco los celos.
Además a la entrada había como porteros, bien armados, dos
caballeros con espadas desnudas en la mano. Más allá cuatro lacayos estaban en
pie. Cada uno blandía un hacha, capaz de partir en dos una vaca por mitad del
espinazo, tan fácilmente como segar la raíz de un enebro o una retama.
El caballero en la puerta se detiene y cavila:
«¿Dios, qué podré yo hacer? Me mueve en mi aventura nada
menos que el rescate de la reina Ginebra. [1100] De ningún modo puedo tener corazón de liebre,
cuando por tal motivo estoy en esta búsqueda.
»Si Cobardía me presta su corazón, y si obro a su mandato, no
conseguiré lo que persigo. ¡Deshonrado quedo si aquí me tardo! Incluso me resulta
ahora un gran esfuerzo haber mencionado la tardanza. Por ello tengo ya el
corazón triste y ensombrecido. Ahora siento vergüenza, ahora desespero, tanto
que morir quisiera por haberme tanto detenido aquí. ¡Que Dios no tenga piedad
de mí, si lo digo por vanidad, y si no quiero mejor morir con honor que vivir
con infamia! Si tuviera el paso franco, ¿qué honor habría merecido, si éstos me
dieran su permiso para pasar más allá sin disputa? Entonces podría pasar, sin
mentir, hasta el más cobarde de los vivientes. Bastante he oído a esta
desgraciada suplicarme socorro repetidamente, y me recuerda mi promesa y me la
echa en cara.»
Al instante se acerca a la puerta e introduce el cuello y la
cabeza por una ventana de al lado, y levanta la vista al asomarse así. Ve caer
sobre él las espadas y súbito se retira de un brinco. Los dos caballeros no
pudieron detener su ímpetu, una vez lanzados a descargar el golpe. En tierra
dan con sus espadas con tal fuerza que ambas se hicieron pedazos.
Una vez quebrados los aceros, él tuvo menos aprecio por las
hachas y menos temió a quienes las manejaban. Con que salta entre ellos y de un
golpe al costado hiere a un lacayo, y luego a otro. A los dos que encontró más
cerca les da con puños y brazos hasta abatirlos fuera de combate. El tercero
erró su golpe. Pero el cuarto le atina, al descargar el golpe. Del tajo rasga
la capa y en todo el hombro lo hiere, de modo que su camisa y su blanca carne
se tiñen de la sangre que gotea.
[1150] Pero nada
consigue detenerle, ni se queja de su herida. Rápido avanza a grandes saltos y
levanta, agarrándolo por las sienes, al que pretendía forzar a su anfitriona. ¡Bien podrá mantenerle su promesa, antes de partir!
A pesar de su resistencia, alza en pie al rufián. Mientras,
el que había fallado su golpe, corre hacia el caballero, a toda marcha, y
blande en alto el hacha. Cree que lo va a hendir de un tajo, desde la cabeza
hasta los dientes. Pero él sabe defenderse bien, y pone por delante al otro
rufián. El del hacha le asesta el golpe allí donde el hombro se une al cuello,
con tal furia que escinde uno de otro.
Entonces el caballero se apodera del hacha, la arrebata de
las manos de su enemigo y arroja al herido. Bien le convenía defenderse, pues
que contra él cargaban los tres felones con sus hachas, que muy duramente lo
asedian. Con toda intención salta a parapetarse entre la cama y la pared. Les
grita:
«¡Ahora, venga, todos contra mí! ¡Aunque fuerais veintisiete,
ahora que tengo un parapeto os daré batalla a destajo; y no seré yo quien antes
se fatigue de ella!»
La doncella, que contemplaba la escena, dice entonces:
«¡Por mis ojos, no tengáis cuidado desde ahora en adelante,
mientras esté yo presente!»
Al momento manda retirarse a los caballeros y lacayos. Y se
fueron todos de allí, sin demoras ni excusas.
Luego dijo la doncella:
«Señor, habéis defendido bien mi honor, contra toda mi
mesnada. Ahora venid, yo os guío.»
A la sala regresan cogidos de la mano. Él no iba precisamente
encantado; sino que muy a gusto se hubiera hallado bien lejos de allí. Una cama
estaba ahora hecha en medio de la sala. Sus sábanas relucían de limpias,
blancas, amplias, desplegadas. Tampoco la colcha era, ¡ni mucho menos!, de paja
deshilachada ni de áspero esparto. [1200]
Y sobre la colcha estaba extendido un sedoso cobertor de varios colores.
Allí se acostó la doncella, aunque sin quitarse la camisa.
Al caballero le da grandes fatigas y reparos desnudarse. No
puede evitar sudar de disgusto. De todos modos, a pesar de sus angustias, su
promesa le obliga y va a cumplirla. ¿Es pues un hecho de fuerza? Como si lo
fuera. Por fuerza tiene que ir a acostarse con la doncella. Su promesa lo
emplaza y reclama. Se acuesta pues sin apresurarse. Pero no se quita tampoco la
camisa, como no lo hizo la doncella. Cuida mucho de no tocarla; sino que se va
a un extremo y allí se queda de espaldas. Sin decir una palabra, como a un
fraile converso a quien le está prohibido hablar cuando está echado en su
lecho. Ni una vez vuelve su mirada ni hacia ella ni a otro lado. No le puede
hacer buena cara. ¿Por qué? Porque no siente el corazón su atractivo, que en
otro lugar su atención está fijada. Así que no le atrae ni le seduce lo que tan
hermoso y amable sería a cualquier otro.
El caballero no tiene más que un solo corazón; y éste no está
ya más en su poder, sino que está gobernado desde lejos y no lo puede prestar a
otra persona. Entero lo obliga a fijarse en un lugar Amor, que sojuzga todos
los corazones. ¿Todos? No, desde luego, tan sólo los que él aprecia. Bien se
debe estimar en más, aquél que Amor se digna sojuzgar. Y el corazón del
caballero apreciaba tanto, que lo sojuzgaba por encima de los demás, y lo
colmaba de tremenda fiereza. Por tanto no quiero reprocharle si renuncia a lo
que Amor le prohíbe, y obedece lo que quiere Amor.
La doncella se da cuenta y entiende que aquél aborrece su
compañía y se pasaría bien sin ella. No tiene intención de abrazarla. Ella lo
comprende y le dice:
[1250] «Si no os ha de
pesar, señor, me iré de aquí. Iré a acostarme a mi cámara y vos os quedaréis
más a gusto. No creo que os plazca demasiado mi encanto ni mi compañía. No lo
tengáis como descortés, si os digo lo que pienso. Ahora reposad bien esta
noche, que me habéis cumplido tan bien vuestra promesa, que no os podría
reclamar en derecho nada más. No me queda más que encomendaros a Dios y
marcharme.»
Luego se levanta. El caballero en absoluto se apena; antes
bien la deja marcharse a gusto, como quien ama por entero a otra. Claramente lo
comprende la doncella por la muestra. Así que se ha retirado a su cámara donde
se acuesta sin camisa, al tiempo que se dice a sí misma:
«Desde que por vez primera conocí a un caballero, no he
conocido a uno solo, a excepción de éste, que valiera la tercera parte de un
doblón angevino. Seguro que, como pienso y sospecho, quiere intentar una tan
gran empresa tan peligrosa y fiera que no osó emprender ningún otro caballero.
¡Qué Dios le permita llegar hasta el final!» En seguida se adormeció y durmió
hasta que apareció el claro día.
Al rayar el alba, presurosa se levanta. Tan pronto se
despierta el caballero, se apresta y reviste su arnés sin más ayuda. Así que
cuándo se le presenta la doncella lo encuentra ya equipado.
-Buen día os dé Dios hoy -dice ella al verle.
«¡Y a vos, doncella, así sea!», dice él a su vez. Y agrega
que se le hace tarde; que saquen su caballo de los establos. Ella dio órdenes
de que se lo trajeran, y dice:
[1300] «Señor, yo me
iría con vos un buen trecho por ese mismo camino, si es que vos os atrevéis a
guiarme y acompañarme, de acuerdo con los usos y costumbres establecidos en el
reino de Logres desde antes de nuestro nacimiento.»
Las costumbres y franquicias eran así, por aquel entonces:
que si un caballero encontraba sola a una damisela o a una doncella villana no
la atacaba, así tuviera antes que cortarse el cuello, por todo su honor, si
pretendía conservar su buen renombre. Y, en caso de forzarla, para siempre
quedaba deshonrado en todas las cortes. Pero si la joven era acompañada por
otro, entonces a cualquiera que le gustara, que presentara batalla y venciera
por las armas a su defensor, podía hacer con ella su voluntad sin conseguir
vergüenza ni reproche. Por eso le dijo la doncella que si se atrevería a
escoltarla según esa costumbre, de modo que otro no pudiera molestarla, al ir
en su compañía.
A lo que contestó el caballero:
«Ninguno ha de causaros enojos, os lo aseguro, si antes no me
los presenta a mí.
-Entonces con vos quiero marchar», dijo ella. Hizo ensillar
su palafrén. Pronto estuvo cumplida su orden. Y sacaron el palafrén de la
doncella y el caballo al caballero. Ambos montan sin escudero. Y salen con
rápido trote.
Ella le da conversación; pero él no presta atención a su
charla. Más bien rehúsa el diálogo. Le gusta meditar; hablar le enoja.
Amor muy a menudo le reabre la herida que le ha causado.
Jamás le aplicó vendajes para curar ni sanar. No tiene intención ni deseos de
buscar emplastos ni médicos, a menos que su herida no empeore. Pero aún eso lo
incitaría más y más.
Marcharon por sendas y senderos, siguiendo el camino más
recto, hasta que llegaron a la vista de una fuente.
La fuente estaba en medio de un prado, y a su lado había un
bloque de piedra. [1350] En la roca
vecina había olvidado no sé quién un peine de marfil dorado. Jamás, desde los
tiempos del gigante Isoré no había visto uno tan bello hombre cuerdo ni loco. Y
en el peine había dejado medio puñado de cabellos la que se había peinado con
él.
Cuando la doncella atisbo la fuente y vio la escalerilla no
quiso que el caballero los apercibiera e intentó desviarse por otro camino. Él,
que iba deleitándose y saciado con su meditación muy a placer, no se dio cuenta
al momento de que ella se salía del camino. Pero cuando lo notó, temió que se
tratara de algún engaño, que la joven se apartaba y se salía del camino para
esquivar algún peligro.
«¡Atención, doncella -dijo-, que no vais bien! ¡Venid por
acá! Nunca, pienso, puede adelantarse quien se sale de esta senda.
-Señor, iremos mejor por aquí -replicó la doncella-. Lo sé
bien.»
Respondió el caballero:
«No sé yo lo que pensáis, doncella, pero bien podéis ver que
éste es el camino batido y recto. Una vez que por él he tomado, no me volveré
en otro sentido. No obstante, si os place, idos por ahí; que yo iré por éste
libremente.»
Así avanzan hasta llegar cerca de la mole de piedra y ver el
peine.
«Jamás, por cierto, en lo que recuerdo -dice el caballero- vi
tan hermoso peine como ése de ahí.
-Dádmelo -dice la doncella.
-Con mucho gusto, doncella», dice él.
Entonces se baja y lo recoge. Cuando lo tiene en sus manos,
lo mira con mucha atención, y remira los cabellos. Mientras, ella empezó a
reír. Y cuando se da cuenta, le pregunta por qué ríe, que se lo diga. Responde
la joven:
«Callad, que no he de decíroslo por ahora.
-¿Por qué? -dice él.
-Porque no me importa nada», contesta.
[1400] Entonces él
insiste, como quien piensa que ni una amiga a un amigo, ni un amigo a una amiga
deben engañarse bajo ningún pretexto:
«Si vos amáis a algún ser de todo corazón, doncella, por él
os pido y suplico que no me ocultéis más vuestro secreto.
-Demasiado en serio me lo invocáis -dijo ella-; así que os lo
diré, sin mentir en nada. Este peine, si es que alguna vez supe algo seguro,
fue de la reina. Lo sé bien. Y creedme además una cosa: los cabellos tan
bellos, lucientes y claros, que veis prendidos entre sus dientes, fueron de la
cabellera de la reina. Nunca crecieron en otro prado.
-Por mi fe, hay muchas reinas y reyes. ¿A quién queréis
referiros?», dijo el caballero.
Y ella contestó:
«¡Por la fe mía, señor, a la esposa del rey Arturo !»
Al oírla él, no pudo resistirlo su corazón y a punto estuvo
de caer doblado. Por fuerza tuvo que apoyarse por delante en el arzón de su
silla de montar. La doncella que lo vio se asombra y, sorprendida, temió que
cayera. Si tuvo tal temor no la censuréis; creyó que el caballero se había
desmayado.
Y así estaba él casi desvanecido, que muy poco le faltó.
Tenía tal dolor en el corazón que la palabra y el color tuvo perdidas por buen
rato. Con que la doncella se bajó de la montura y corrió con toda prisa para
apoyarlo y contenerlo, pues no hubiese querido, por nada en el mundo, verlo
caer a tierra.
Apenas se dio cuenta, el caballero se avergonzó, y la
interpeló:
«¿Qué venís a hacer aquí delante?»
[1450] No temáis que
la doncella le haga reconocer la razón. Que le hubiera causado vergüenza y
pesar, y se habría afligido aún más, de haber sabido la verdad. Así que le
oculta con cuidado la verdadera causa, y le contesta, la sagaz doncella:
«Señor, vengo a requerir este peine. Por eso he desmontado a
tierra. Tengo tales ansias de poseerlo, que pensé que ya tardaba en tenerlo en
mi mano.»
Como él está de acuerdo en concederle el peine, se lo da;
pero retira los cabellos de modo tan suave que no se quiebra ninguno. Jamás
ojos humanos verán honrar con tal ardor ninguna otra cosa. Empieza por
adorarlos. Cien mil veces los acaricia y los lleva a sus ojos, a su boca, a su
frente, y a su rostro. No hay mimo que no les haga. Por ellos se considera muy
rico, y por ellos alegre también. En su pecho, junto al corazón, los alberga,
entre su camisa y su piel. No preciará tanto un carro cargado de esmeraldas y
de carbunclos. No temía ya el ataque de una úlcera u otras enfermedades.
Desdeña el diamargaritón, el elixir contra la pleuresía y la triaca medicinal.
Desprecia a san Martín y a Santiago. Pues tanto confía en aquellos cabellos que
no piensa necesitar de la ayuda de los santos. ¿Pues qué valían los tales
cabellos? Por mentiroso y loco se me tendrá si digo la verdad. Ni por la fiesta
mayor de san Denis y todo su mercado de un día rebosante hubiérase decidido el
caballero, a cambio de aquellos cabellos del hallazgo; y es la pura verdad. Y
si me requerís la verdad, el oro cien veces depurado y otras cien pulido luego,
es más oscuro que la noche frente al día más bello de este verano, en
comparación con aquellos cabellos para quien los confrontara. ¿Y para qué voy a
alargar la descripción?
La doncella vuelve a montar en seguida, con el peine que
lleva consigo, mientras él se deleita y contenta con los cabellos que guarda en
su pecho.
[1500] Después de la
llanura encuentran un bosque. Siguen por una senda que se hace más estrecha
hasta tener que marchar uno tras el otro ya que de ningún modo podían pasar dos
caballos de frente. La doncella avanza delante de su huésped a buen paso por
tal atajo.
Por donde el sendero era más estrecho ven venir hacia ellos
un caballero. Tan pronto como lo vio la doncella, lo conoció y dijo así:
«Señor caballero, ¿veis a ese que viene a vuestro encuentro
todo armado y dispuesto para la batalla? Ése piensa llevárseme consigo
seguramente sin encontrar defensa ninguna. Sé muy bien lo que piensa. Porque me
ama, y no lo hace de modo sensato. Por sí mismo y con mensajes me ha requerido
desde hace mucho tiempo. Pero mi amor tiene negado. Por nada del mundo lo
podría amar. ¡Así Dios me proteja, antes moriría yo que amarlo en algún modo!
Tengo por seguro que ahora rebosa de alegría y se regocija ya tanto como si me
hubiera conquistado. ¡Ahora se mostrará si sois valiente! Ahora veré la
demostración de la garantía que vuestra escolta protectora me ofrece. Si podéis
garantizarme mi libertad, entonces diré yo sin mentir que sois valiente y gran
paladín.»
Le contesta él:
«¡Avanzad, avanzad!»
Esta palabra equivalía a decir: «Poco me inquieta lo que
decís, que por nada os asustáis».
Mientras van hablando así, se acerca a toda premura el
caballero que avanzaba en contra, a todo galope, a su encuentro. Le alegraba
apresurarse porque pensaba que no sería en vano, y por dichoso se cuenta el ver
lo que más amaba en el mundo.
[1550] Tan pronto como
está cerca la saluda, con la boca y el corazón, diciendo:
«¡El ser que yo más quiero, del que obtengo menos alegría y
más penar, sea bien venido, de doquier que venga!»
No hubiera estado bien que ella hubiera contenido su palabra,
sin devolverle, al menos con los labios, el saludo. ¡Cómo le ha complacido al
caballero que la doncella le salude! Por más que su boca no se ha fatigado ni
le ha costado nada tal envío. Y aunque hubiera salido como vencedor en un
torneo en aquel momento, no lo hubiera apreciado en tanto, ni pensara haber
conquistado tanto honor ni premio. Con tal exceso de amor y de vanagloria, la
ha tomado por la rienda de su montura y dice:
«Ahora os conduciré yo. Hoy he navegado bien y con fortuna,
que arribé a puerto feliz. Ahora he concluido con mi cautiverio. Desde el
peligro llegué al puerto; de gran tristeza a gran euforia; de gran dolor a gran
salud. Ahora se cumple todo mi deseo, ya que os encontré en tal circunstancia
que puedo llevaros conmigo, y en verdad, sin cubrirme de deshonor.»
Ella contesta:
«No os envanezcáis; que este caballero me acompaña.
-¡Desde luego que os ha acompañado por su mala fortuna!
-contestó- que ahora os llevo yo. Le sería más fácil tragarse un modio de sal
al caballero, creo, que libraros de mí. Pienso que jamás veré a un hombre
frente al que no os conquistara. Y ya que os he encontrado a mi alcance, por
mucho que le pese y le duela, os llevaré conmigo, ante sus ojos. ¡Y que haga lo
que mejor le plazca!»
El otro no se encoleriza por nada de lo que le oyó decir con
orgullo. Pero sin burla y sin jactancia acepta el reto en un principio. Dice:
«Señor, no os apresuréis ni gastéis vuestras palabras en
vano. Hablad más bien con un poco de mesura. No se os va a negar vuestro
derecho, cuando lo tengáis. [1600] Con
mi acompañamiento, bien lo sabréis, ha venido aquí la doncella. Dejadla libre:
Ya la habéis detenido demasiado. Aún no tiene ella que cuidarse de vos.»
El caballero contesta que lo quemen vivo si no se la va a
llevar, mal que le pese.
Éste replica:
«No estaría nada bien, si yo dejara que os la llevarais.
Sabedlo: Antes he de combatir por ella. Pero, si queremos pelear bien, no
podemos hacerlo en este sendero, ni con el mayor esfuerzo. Así que vayamos a un
camino llano, hasta un espacio abierto, un prado o una landa.»
El caballero dice que no pide nada mejor:
«Estoy muy de acuerdo. No os equivocáis en que este sendero
es demasiado angosto. Mi caballo ya va muy oprimido. Y aún dudo que pueda
hacerle volver grupas sin que se parta un anca.»
Entonces se da la vuelta con gran destreza, sin dañar a su
caballo ni lastimarlo en nada. Dice:
«En verdad que estoy muy furioso de que no nos hayamos
encontrado en un terreno amplio y ante gente. Me hubiera gustado que
contemplaran cuál de los dos se portaba mejor. Mas venid pues, que los iremos a
buscar. Encontraremos aquí cerca un terreno llano, espacioso y libre.»
Entonces se van hasta una pradera. En ella había doncellas,
caballeros y damas que juzgaban a varios juegos. Pues era hermoso el lugar. No
todos jugaban a charadas; sino también a tablas de damas y ajedrez, y otros a
diversos juegos de dados. Varios jugaban a estos juegos, mientras otros de los
que allí estaban, recordaban su niñez con rondas, carolas y danzas. Cantan,
brincan y saltan; incluso practican deportes de lucha.
[1650] Un caballero ya de edad estaba erguido al fondo del
prado sobre un caballo bayo de España. Tenía riendas y montura de oro; y el
cabello entremezclado de canas. Apoyaba una mano en un costado para mantener su
postura. Por el hermoso tiempo iba en camisa, sin arnés, y observaba los juegos
y bailes. Un manto le cubría desde los hombros, por entero de escarlata y piel.
Al otro lado, junto a un sendero, un grupo de veintitantos jinetes armados
velaban sobre sus buenos caballos de Irlanda.
Tan pronto como ellos tres aparecieron, todos dejaron sus
distracciones y gritaban a través del prado:
«¡Ved, ved al caballero, que fue llevado en la carreta! ¡Que
nadie se dedique a jugar mientras se encuentre aquí! ¡Maldito sea quien quiera
alegrarse con juegos o danzas, o lo intente, mientras ése esté aquí!»
He aquí que el caballero recién llegado, el que amaba a la
doncella y la consideraba como suya, era hijo del caballero canoso. Y así se
dirigió a él:
«Señor, tengo gran contento, y que lo oiga quien quiera
escucharlo, de que Dios me ha dado la cosa que más he deseado en todos mis
días. No me hubiera regalado tanto si me hubieran hecho rey coronado, ni por
ello me sentiría más agradecido ni estuviera más beneficiado. Pues tan valioso
y bello es mi botín.
-No sé si ya es tuyo», replica a su hijo el caballero. Con
brusca rapidez aquél responde:
«¿Qué no lo sabéis? ¿No lo veis pues? Por Dios, señor, no
tengáis la menor duda, puesto que lo veis en mi poder. En el bosque de donde
vengo acabo de encontrarla que venía. Pienso que Dios me la traía, y como mía
la he tomado.
-No sé aún si lo consiente ese que veo venir detrás de ti.»
[1700] Mientras hablaban estos dichos y frases, se habían
detenido las danzas, a la vista del caballero de la carreta. No se hacían más
juegos ni festejos por desprecio y ofensa de aquél.
En tanto el caballero, sin prestarles atención, vino muy
cerca de la doncella al instante y dijo al otro:
«Dejad a esta joven, caballero. Sobre ella no tenéis ningún
derecho. Si osáis otra vez, al punto la defenderé contra vos.»
Entonces dijo el viejo caballero:
«¿No me lo figuraba yo bien? Querido hijo, no retengas más a
la doncella; sino que devuélvesela.»
Nada bien le pareció a éste, que jura que no ha de dejarla.
«¡Que Dios no me dé más alegría en cuanto se la entregue! Yo
la tengo en mi poder y la retendré como cosa de mi propiedad. Antes se partirá
el tahalí y las correas de mi escudo, y he de perder toda la confianza en mi
cuerpo, mis armas, mi espada y mi lanza, antes de dejarle a mi amiga.»
Y su padre dijo:
«No voy a dejarte combatir, por más que digas. Confías
demasiado en tu valer. Pero haz lo que te ordeno.»
Por orgullo él le responde entonces:
«¿Soy quien pueda asustarse? Puedo enorgullecerme de esto: que
no hay en la extensión que ciñe el mar caballero alguno, de entre los muchos
existentes, tan valioso que yo se la cediera ni a quien no creyera que podía
someter en breve plazo.»
Su padre dijo:
«Te lo concedo, querido hijo. Así lo crees tú. Tanta confianza
tienes en tu valer. Pero no quiero ni querré que hoy tú te midas con este
rival.»
Él responde:
«¡Vergüenza tendría si escuchara vuestro consejo! ¡Condenado
sea quien lo acepte y quien por vos cobre temor de que yo no salga a combatir!
Verdad es que mal se negocia en la familia. [1750] Mejor podría yo mercar en
otra parte, pues vos me queréis engañar. Sé bien que en país extraño podría
hacerme valer mejor. Ninguno que no me conociera me haría desistir de mi
voluntad; en cambio, vos me disuadís y menospreciáis. Tanto más enojado estoy
por cuanto me habéis reprochado. Pues quien reprocha, bien sabéis, su pasión a
hombre o mujer, más la aviva e inflama. Mas si cedo en algo por vos, que Dios
no me depare más alegría. Por el contrario voy a pelear, a pesar vuestro.
-¡Por la fe que debo al apóstol san Pedro! -dijo el padre-,
ahora veo que no servirá de nada mi ruego. Pierdo el tiempo al reprenderte con
mis consejos. Pero pronto te habré mostrado argumento tal que, a tu pesar,
tendrás que hacer toda mi voluntad, porque estarás sometido a ella.»
Al momento llama a todos los caballeros de guardia, que
acuden a él. Les ordena que dominen a su hijo, que no se deja guiar por sus
consejos. Dice:
«Lo mandaría encadenar antes de dejarlo combatir. Todos
vosotros en pleno sois mis hombres. Por tanto me debéis amor y fidelidad. Por
cuanto dependéis de mí os lo ordeno, y suplico a la vez. Gran locura le mueve,
me parece, y mucho procede con exceso de orgullo, al contradecir lo que yo
quiero.»
Los otros afirman que lo prenderán, y que, después de estar
en su poder, no tendrá ganas de combatir; de modo que consentirá, a pesar suyo,
en devolver a la doncella. Entonces van todos a prenderlo y aprisionarlo por
los brazos y por el cuello.
«¿No te consideras ahora como loco? -dijo el padre-. Date
cuenta de la realidad. No tienes fuerza ni poder para combatir ni para justar,
por más que te cueste, por más que te duela y por más que te apene.
»Así que acepta lo que me parezca bien, y obrarás con
sensatez. ¿Y sabes cuál es mi propuesta? [1800] Para que tu tormento sea menor,
seguiremos, tú y yo, si tú quieres, a ese caballero durante hoy y mañana, por
el bosque y por el llano, cabalgando a la par. Tal vez podemos encontrarlo de
tal personalidad y talante que yo te permita probar contra él tu valor y
combatirlo según tu deseo.»
Así el hijo ha accedido, a pesar suyo, a lo que le ha
propuesto. Ya que no puede modificarlo, dice que se aguantará a órdenes de su
padre. Pero que ambos han de seguir al caballero.
Ante el desarrollo de esta aventura, las gentes que estaban
en el prado, decíanse uno a otro:
«¿Habéis visto? El que estuvo en la carreta ha conquistado
hoy tal honor que se lleva consigo a la amada del hijo de mi señor; aunque mi
señor lo sigue. En verdad podemos asegurar que alguna virtud habrá encontrado
en él, cuando permite que se la lleve. ¡Maldito cien veces quede quien hoy deje
de jugar y danzar a causa de él! ¡Volvamos a nuestros festejos!»
Entonces reanudan sus juguetees, danzan y bailan.
En seguida se marcha el caballero. No se demora por más
tiempo en el prado. Tampoco tras de él se detiene la doncella que le acompaña.
Ambos se alejan a toda prisa.
El hijo y su padre, de lejos, los siguen. A través de un
prado ya segado cabalgaron hasta la hora nona. Allí encuentran en un lugar muy
bello un monasterio y, cerca del coro, un cementerio rodeado de muros. No se
portó como villano ni como necio el caballero que entró a pie en el monasterio
para rezar. Y la doncella le sujetó el caballo hasta el regreso.
Cuando había acabado su plegaria y se volvía atrás se le
acerca un monje muy viejo. Lo ve ante sus ojos salirle al paso. Al encontrarle
le ruega muy amablemente que le informe de lo que hay dentro de aquellos muros.
[1850] Aquél responde que allí hay un cementerio, y él dice:
«Conducidme a él, con la ayuda de Dios.
-Muy a gusto, señor.»
Entonces le introduce en el cementerio, entre las más
hermosas tumbas que se podrían encontrar desde Bombes hasta Pamplona. Sobre
cada una figuraban los nombres de los que habían de yacer dentro de ellas. Y él
mismo, por su cuenta comenzó a leer los nombres, y encontró:
«Aquí yacerá Galván, aquí Loonís y aquí Ivain.»
Después de éstos ha leído muchos otros nombres de caballeros
escogidos, de los más apreciados y mejores en aquella tierra y de más allá.
Entre las tumbas encuentra una de mármol, que parece ser una obra maestra, la
más bella muy por encima de todas las otras.
El caballero llama al monje y dice:
«Estas tumbas de aquí ¿a qué se destinan?»
Responde él:
«Ya habréis visto las inscripciones. Si las habéis
comprendido, entonces, bien sabéis lo
que dicen y lo que significan esas tumbas.
-Entonces, decidme para qué es ésa más grande.»
El ermitaño responde:
«Os lo diré con precisión. Se trata de un sarcófago que ha
superado a todos los que jamás se han construido. Otro tan rico ni tan bien
labrado ni yo ni nadie lo ha visto nunca. Hermoso es por fuera y mucho más su
interior. Pero no os ocupéis de su belleza oculta, porque de nada os podría
servir; que no lo tenéis que ver por dentro. Pues se necesitarían siete hombres
muy fuertes y enormes para descubrirlo, si se pretendiera abrir la tumba, que
está cubierta por una pesada losa. Sabed que es cosa bien segura que se
necesitan esos siete hombres, más fuertes de lo que vos y yo somos.
»Existe una inscripción que reza así:
[1900] “Aquel que sólo
y por su propia fuerza consiga levantar esta losa, liberaría a aquellos y
aquellas que yacen en cautividad en la tierra de donde no sale nadie, ni siervo
ni gentilhombre, una vez que ha penetrado en ella.” Hasta ahora ninguno de allí
ha retornado. Los extranjeros quedan allí prisioneros. Sólo las gentes del país
van y vienen y franquean los límites a placer.»
En seguida el caballero avanza para agarrar la losa, y la
levanta como si de nada se tratara. Mejor de lo que diez hombres lo hubieran
hecho si hubieran aplicado toda su fuerza. El monje quedó tan atónito que por
poco no cae desmayado. Pues no creía que había de ver tal prodigio en toda su
vida. Dijo luego:
«Señor, ahora tengo gran deseo de saber vuestro nombre.
¿Podríais decírmelo?
-Yo no, por mi fe de caballero -contestó él.
-Por cierto que eso me pesa. Mas si me lo dijerais, haríais
una gran cortesía, de la que podríais obtener gran prez. ¿De dónde sois, cuál
es vuestro país?
-Un caballero soy, como veis, y nacido en el país de Logres.
Con eso quisiera contentaros. Y vos, si os place, decidme de nuevo, ¿quién ha
de yacer en esta tumba?
-Señor, el que ha de liberar a todos los que están cautivos
en la trampa del reino del que ninguno escapa.»
Después de que el monje le hubo respondido, el caballero lo
encomendó a Dios y a todos sus santos. Entonces sale y acude, con rápido paso,
junto a la doncella. El viejo monje, de pelo canoso, lo sigue afuera de la
iglesia. Así que llegan a mitad del camino, mientras la doncella monta en su
cabalgadura, el monje le refiere con detalle cuanto había pasado dentro y le
ruega que le diga el nombre del caballero, si ella lo sabe. [1950] De tal modo
que ella le replica que no lo sabe, pero que se atreve a afirmarle con
seguridad una cosa: que no existe en vida un caballero igual en toda la
extensión por donde soplan los cuatro vientos.
A continuación la doncella lo deja y se aleja en pos del
caballero. En ese momento llegan los que los seguían, y allí encuentran ante
sus ojos al monje solo ante la iglesia. El viejo caballero de la camisa le
dice:
«Decidme, señor: ¿visteis a un caballero que acompaña a una
doncella?
-No tendré ningún reparo en contaros toda la verdad -responde
el monje-. Precisamente ahora se alejan de aquí. El caballero penetró en el
cementerio, y ha hecho una gran maravilla. Porque él solo sin fatigarse en lo
más mínimo alzó la losa de encima de la gran tumba marmórea. Va a socorrer a la
reina. Y la socorrerá sin duda; y con ella a todos los cautivos. Vos mismo bien
los sabéis, que muchas veces habéis leído la inscripción de la lápida.
»En verdad que nunca nació de hombre y mujer ni se sentó
sobre una montura un caballero que valiera tanto como éste.»
Entonces dijo el padre a su hijo:
«¿Hijo, qué te parece? ¿Acaso no es un gran prohombre el que
ha acometido tal hazaña? Ahora ya sabes de fijo quién cometió el error. Ya te
das cuenta de si fue tuyo o mío.
»No querría, ni por la ciudad de Amiens, que le hubieras
presentado combate. Aunque antes bien te has rebelado, hasta que se te pudo
disuadir. Ahora nos podemos volver, pues haríamos gran locura en seguirlo de
aquí en adelante.
Su hijo contestó:
«Accedo a ello. No nos serviría de nada seguirle. Pues que
así os place, volvámonos.» Al aceptar la vuelta demostró gran cordura.
Entre tanto la doncella durante todo el camino se arrimaba
muy al costado del caballero, para atraer así su atención, y quería saber de él
su nombre. [2000] Le requiere para que se lo diga. Se lo suplica una y otra
vez, hasta que él le dice ya cansado:
«¿No os he dicho que yo soy del reino del rey Arturo? ¡Por la
fe que debo a Dios y por su virtud, que sobre mi nombre no habéis de saber
más!»
Entonces la joven le dice que si le da permiso para
retirarse, se volverá atrás. Y él le dice adiós con gesto alegre.
Así que la doncella se retira. Y él, hasta que se hizo muy
tarde, ha seguido cabalgando sin compañía. Al anochecer, a la hora del ángelus,
mientras proseguía su camino, vio a un caballero que venía del bosque en que
había cazado. Venía éste con el yelmo anudado y con la caza que Dios le había
concedido sobre la grupa de su caballo de color gris.
El vavasor se apresura a salir al encuentro de nuestro
caballero y le ruega que acepte su hospedaje.
«Señor, no tardará en llegar la noche. Ya es momento de
buscar albergue; así debéis hacerlo razonablemente. Tengo una casa mía aquí
cerca, adonde os puedo llevar ahora. Nadie os albergaría mejor de lo que yo lo
haré, por todos mis medios, si a vos os place. A mí me alegrará mucho.
-También yo estaré contento con ello», dijo él.
El vavasor envía al momento a su hijo, para que se adelante
en aprestar el hospedaje y en apremiar los preparativos de la cocina. El
muchacho sin demora cumple al punto la orden; muy a su gusto y con diligencia
se dirige a su casa a toda marcha. Así los demás, sin premura, continúan el
viaje hasta llegar a la casa.
El vavasor tenía como esposa una dama bien educada, y cinco
hijos muy queridos, tres cadetes y dos caballeros, y dos hijas gentiles y
hermosas que eran aún doncellas. [2050] No habían nacido sin embargo en aquel
país, sino que estaban allí detenidos y en tal cautividad habían permanecido
muy largo tiempo; ya que habían nacido en el reino de Logres.
El vavasor ha conducido al caballero hasta el interior del
patio. La dama acude a su encuentro, y salen también sus hijos e hijas. Todos
se afanan por servirlo. Le ofrecen sus saludos y le ayudan a desmontar.
Menos atenciones prestaron a su señor padre las hermanas y
los cinco hermanos, puesto que bien sabían que él prefería que obraran de tal
modo. Al caballero le colman de honores y agasajan. Después de haberle
desvestido el arnés, le ha ofrecido un manto una de las dos hijas de su
anfitrión; y le ciñe al cuello el manto propio, que ella se quita.
Si estuvo bien servido en la cena, de eso ni siquiera quiero
hablar.
Al llegar la sobremesa no hubo la menor dificultad en
encontrar motivos de charla.
En primer lugar comenzó el vavasor en requerir de su huésped
quién era, y de qué tierra; aunque no le preguntó directamente su nombre.
A tales cuestiones respondió él:
«Soy del reino de Logres; y en este país vuestro no había
estado nunca.»
Al oírlo, el vavasor se sorprende en extremo, y también su
mujer y todos sus hijos. Todos se apesadumbraron mucho, y así le empiezan a
decir:
«¡Por vuestra mayor desdicha llegasteis, amable buen señor!
Tan gran daño os alcanza. Porque ahora quedaréis como nosotros en la
servidumbre y el exilio.
-¿De dónde sois vosotros? -dice él.
-Señor, somos de vuestra tierra. En este país muchos hombres
de pro de vuestra tierra están en la servidumbre. ¡Maldita sea tal obligación y
también aquellos que la mantienen! Porque a todos los extranjeros que aquí
llegan, se les obliga a permanecer aquí, y en esta tierra quedan confinados.
[2100] Entrar puede aquí quien quiera, pero luego tiene que quedarse. Vos mismo
no tenéis más solución. No saldréis, me temo, ya nunca.
-Sí, lo haré, si puedo.»
El vavasor le volvió a decir luego: «¿Cómo? ¿Pensáis salir de
aquí?
-Sí, si Dios quiere. En ello emplearé todo mi esfuerzo.
-Entonces podrían salir sin temores todos los demás
tranquilamente. Ya que en el momento que uno, en un leal intento, logre escapar
de esta prisión, todos los demás, sin reparos, podrán marchar, sin que nadie se
lo prohíba.»
Entonces el vavasor recuerda que le habían contado que un
caballero de gran virtud vendría al país a luchar por la reina, a quien retenía
en su poder Meleagante, el hijo del rey. Dícese entonces:
«Cierto, creo que es él. Se lo preguntaré.
»No me ocultéis luego, señor, nada de vuestra empresa, a
cambio de la promesa de que os daré el mejor consejo que sepa. Yo mismo
obtendré prez si podéis cumplir tal hazaña. Descubridme la verdad por vuestro
bien y por el mío. A este país, según lo que creo, habéis venido a por la
reina, en medio de estas gentes traidoras, que son peores que los sarracenos.»
El caballero responde:
«No he venido por ninguna otra razón. No sé dónde está
encerrada mi señora. Pero vengo decidido a rescatarla, y para ello he menester
grande consejo. Aconsejadme, si sabéis.»
Dice el otro:
«Señor, habéis emprendido un muy duro camino. La senda que
seguís os lleva todo recta hacia el Puente de la Espada. [2150] Os convendría
seguir mi consejo. Si me hicierais caso, iríais al Puente de la Espada por un
camino más seguro, que os haría indicar.»
Pero él, que sólo ansiaba el más corto, respondió:
«¿Va esa senda tan derecho como este camino de aquí?
-No, desde luego. Es más larga pero más segura.
-Entonces -dijo- no me interesa. Aconsejadme sobre ésta, pues
estoy dispuesto a seguirla.
-Señor, en verdad, no vais a conseguir en ella el éxito. Si
avanzáis por tal camino, mañana llegaréis a un paso donde al pronto podréis
recibir gran daño. Su nombre es el Paso de las Rocas. ¿Queréis que os diga de
modo sencillo cuan peligroso es tal paso? No puede pasar más que un solo
caballo. No cruzarían por él dos hombres de frente. Y además el pasaje está
bien guardado y defendido. No se os cederá el paso en cuanto lleguéis.
Recibiréis muchos golpes de espada y de lanza, y tendréis que devolverlos en abundancia
antes de haberlo traspuesto.»
Cuando hubo concluido el relato, avanzó uno de los caballeros
hijos del vavasor hasta su padre y dijo:
«¡Señor, con este caballero me iré, si no os contraria!»
A la vez uno de los hijos menores se levanta y dice:
«Del mismo modo iré yo.»
El padre da su permiso para la despedida a los dos muy de
grado. Ahora ya no partirá solo el caballero. Les da las gracias, ya que en
mucho estimaba su compañía.
Con esto dejan la conversación y conducen a su dormitorio al
caballero. Allí durmió lo que le apeteció. Apenas pudo vislumbrar el día, se
puso en pie. Y lo advirtieron los que debían acompañarle. También ellos se
levantan al momento.
Los caballeros se han vestido la armadura y se ponen en
marcha, después de la despedida. El cadete se ha puesto a la cabeza y así
mantienen su marcha juntos hasta llegar directamente al Paso de las Rocas a la
hora de prima.
[2200] En medio del pasaje había una barrera fortificada sobre
la que estaba
apostado un hombre. Antes de que se acercaran, el que
estaba sobre la barrera los divisó; y grita con todas sus fuerzas:
«¡Por ahí vienen al ataque! ¡Por ahí vienen al ataque!»
Entonces aparece sobre un caballo un caballero en la
fortificación, armado con un luciente arnés, y acompañado por ambos lados de
unos criados que empuñan hachas cortantes.
Cuando el otro se acerca al paso, éste que lo contempla le
reprocha lo de la carreta con feos gritos y denuestos:
«¡Vasallo, gran osadía has cometido, y bien has obrado como
loco necio al penetrar en este país! ¡Desde luego que no debía venir un hombre
que ha viajado sobre la carreta! ¡Así Dios no te conceda más placer!»
Con que uno hacia el otro se lanzan al máximo galope de sus
caballos. El que debía guardar el paso quiebra su lanza en pedazos, y los
trozos caen de su mano a tierra. El otro le asesta el golpe en la garganta
directamente, pasando la lanza sobre el borde superior del escudo. Lo derriba
de lleno y lo tira atravesado sobre las rocas. Los sirvientes con las lanzas
saltan hacia el invasor, pero deliberadamente no le alcanzan, ya que no tienen
ganas de dañarle ni a él ni a su caballo. El caballero se da cuenta de que no
quieren perjudicarle en nada ni causarle daño. Así que sin preocuparse de sacar
la espada franquea el paso sin más dilación. Y tras de él sus compañeros. De
éstos dijo el uno al otro:
«Jamás vi tal caballero, ni hay ninguno que a él pueda
igualarse. ¿No ha realizado un gran prodigio al cruzar por aquí por la fuerza?
-Querido hermano, por Dios, apresúrate -dijo el mayor a su
hermano- hasta encontrar a nuestro padre, e infórmale de esta aventura.»
[2250] Pero el más joven se resiste y jura que no irá a
decírselo; que no se apartará de aquel caballero hasta que le dé el espaldarazo
y lo arme caballero a él. Que su hermano vaya a dar el mensaje si tiene tan
gran interés.
De modo que continúan la marcha los tres en grupo. Hasta que
ya sería la hora nona, al atardecer, cuando encontraron a un hombre, que les
pregunta quién son. Responden:
«Caballero somos, que a nuestros asuntos vamos.»
El individuo se dirigió al caballero de la carreta, que le
pareció ser el señor y jefe de los otros dos:
«Señor, me gustaría albergaros a vos y a vuestros dos
compañeros también.»
Él contestó:
«No me sería posible retirarme a un albergue a esta hora.
Pues infame es quien se demora o a su gusto reposa, cuando ha acometido tan
gran empresa como la mía. Tamaña es la que yo persigo que aún por largo tiempo
no tomaré hospedaje.»
Replicó después el hombre:
«Mi mansión no está aquí cerca, sino a una gran distancia en
adelante. Podéis venir a ella con la seguridad de que recibiréis albergue a una
hora justa, pues será muy tarde cuando allí lleguéis.
-Entonces -contestó- allí iré.»
De ese modo se ponen en ruta; el hombre por delante, para
conducirlos, y ellos tras él por el camino llano. Después de cabalgar así por
largo espacio, salió a su encuentro un escudero; que se dirigió a ellos a toda
marcha, a gran galope sobre un rocín grueso y redondo como una manzana. Dijo el
escudero al huésped:
«¡Señor, señor, venid a toda prisa! Que las gentes de Logres
se han lanzado en son de guerra contra los del país. Ya ha comenzado el
combate, la revuelta y la tumultuosa pelea.
»Corre el rumor de que en esta comarca se ha infiltrado un
caballero que ya ha combatido en numerosos lugares; y no se puede contener su
avance ni su paso adonde quiere dirigirse. Franquea el paso, sea quien sea el
que lo impida. [2300] Así murmuran todos en la región que va a liberarlos a
todos y que derribará de poder a los nuestros. Ahora pues, apresuraos, os lo
aconsejo.»
Entonces el hombre se va al galope. En tanto que ellos se
regocijan mucho, apenas oyeron la noticia. También quieren socorrer a los
suyos. Y dice el hijo del vavasor:
«Señor, oíd lo que dice ese servidor. Vayamos para ayudar a
nuestras gentes que ya pelean con los del lugar.»
Mientras tanto el hombre se va, apresurado y sin aguardarlos.
A toda prisa se dirige hacia una fortaleza que se alzaba sobre una colina. En
rápida carrera llegó hasta la entrada y ellos tras él a golpe de espuela.
El castillo estaba rodeado en torno por un alto muro y un
foso. Apenas hubieron penetrado en el recinto, allí dejaron caer una puerta
tras sus talones para impedirles salir de nuevo. Gritan ellos:
«¡Vamos, adelante, que no nos detendremos aquí!»
En pos del hombre en raudo pasar llegan hasta el portón de
salida, sin que nadie se lo impida. Pero apenas el hombre lo hubo traspuesto
dejaron caer tras él una puerta levadiza.
Quedaron muy irritados cuando se vieron encerrados allí
dentro, pues temían encontrarse con un encantamiento.
Pero aquél de que os relato la historia tenía en su dedo un
anillo, cuya piedra tenía la virtud mágica de vencer la prisión de cualquier
encantamiento, una vez que el caballero la mirase.
Pone el anillo ante sus ojos, mira la piedra y dice:
«¡Dama, dama, así Dios me proteja, ahora tendría gran
necesidad, si podéis, de vuestra ayuda!»
Aquella dama era un hada que le había dado el anillo y le
había criado en su niñez. [2350] Tenía en ella gran confianza, de que en
cualquier lugar que se encontrase, le aportaría ayuda y socorro.
Pero bien, se apercibe por su invocación y por la piedra del
anillo, de que aquí no se trata de un encantamiento, sino que se asegura de que
están sencillamente encerrados y atrapados. Entonces llegan ante una puerta con
una poterna estrecha y baja sujeta con una barra. Sacan a la vez sus espadas.
Tanto la baten los tres a golpes que al fin la quiebran.
Cuando salieron de la torre contemplan ya comenzada la
batalla en la cuenca de los valles, muy extensa y feroz. Bien podría haber mil
caballeros entre los de un bando y del otro además de la muchedumbre de
villanos.
A medida que avanzaban hacia el llano de los prados el hijo
del vavasor, joven sensato y apercibido, tomó la palabra:
«Señor, antes de que lleguemos allá, nos convendría, creo,
que alguien fuera a informarse y saber de qué lado combaten nuestras gentes. Yo
no sé de qué parte acuden, pero iré a enterarme, si queréis.
-De acuerdo -dijo él-. Id pronto y regresad pronto, como
importa.»
Se va en seguida y en seguida vuelve, diciendo:
«Hemos tenido buena fortuna, pues he reconocido con certeza
que los nuestros son los de este lado.»
Entonces el caballero, al dirigirse hacia el tumulto, se
encuentra con un caballero que avanza hacia él, y contra éste justa. Tan fuerte
lo hiere, hincándole la lanza por un ojo, que lo abate muerto. El más joven de
los hijos del vavasor desmonta, se apodera del caballo del caído y de sus
armas, y se reviste con premura del arnés. Apenas estuvo armado, sin demorarse,
sube a caballo, y agarra el escudo y la lanza, que era grande, tensa y pintada
de colores. Al costado se había ceñido la espada, cortante, luciente y clara.
A la batalla acude tras de su hermano y de su señor. Éste se
mantuvo admirablemente en la pelea durante largo rato, de tal modo que quebró,
hendió y despedazó escudos, lanzas y yelmos. [2400] Ni la madera del escudo ni
el hierro de la armadura protege a quien él alcanza de caer malherido o muerto
a los pies del caballo. Tan fuertemente luchaba él solo que por doquier ponía
en fuga al enemigo. Y muy bien le secundaban sus acompañantes detrás.
Así que los de Logres se asombraban de no reconocer al
caballero y preguntaron sobre él a un hijo del vavasor. Respondió éste a sus
repetidas preguntas:
«Señores, él es quien nos librará del exilio y de la enorme
desventura a que por largo tiempo habíamos sucumbido. De modo que le debemos
hacer gran honor, ya que, para sacarnos de prisión, ha cruzado tantos pasos
peligrosos y tantos ha de cruzar aún. Mucho ha hecho y mucho le queda por
hacer.»
Nadie dejó de sentir la alegría, apenas oyó la noticia, que
se propagó hasta que fue contada a todos. Todos la oyeron y se enteraron. Con
la alegría que tuvieron les creció la fuerza, y se esmeran tanto que matan buen
número de enemigos. Y les inflingen grandes pérdidas. Me parece que más por la
obra única de un solo caballero que por el grupo entero de los demás. De no
haber sido por la cercana noche todos los contrarios se hubieran retirado en
derrota total. Pero llegó la noche tan oscura que tuvieron que retirarse. Al
momento de la separación, todos los cautivos, como de común acuerdo, se
reunieron en torno al caballero. Por todas partes le asían del freno y le
decían:
«¡Bien venido seáis, bello señor!»
Todos repetían:
«¡Señor, por mi fe, hoy os albergaréis en mi casa! ¡Señor,
por Dios y por su nombre, no busquéis posada en otro lugar!»
Todos claman lo mismo, porque todo el mundo, tanto el viejo
como el joven, quieren darle albergue. Y dice uno y otro:
[2450] «Estaréis mejor en mi hospedaje que en cualquier
otro.»
Esto lo dice cada uno alrededor de él. Y se lo arrebatan
pronto el uno al otro, ya que todos quieren tenerlo consigo. Y a punto están de
pelear por tal motivo.
Entonces les dice él que se pelean sin motivo y con gran
necedad:
«¡Dejad -dice- esta riña que no os conviene a vosotros ni a
mí! No está bien la disensión entre nosotros, cuando uno a otro debería ayudar.
No os toca pleitear sobre la tarea de albergarme, sino que debéis acordaos para
hospedarme, en mayor beneficio de todos, en tal lugar que esté junto al camino
que he de seguir.»
Todavía dicen uno y otro de mil modos:
«¡Será en mi casa!
-¡No, en la mía!
-Aún no habláis en razón -dice el caballero-.
A mi parecer, el más sabio de vosotros está loco, por lo que
os he oído embarullaros. Deberíais ayudarme a avanzar y pretendéis desviarme.
Si todos vosotros por turno uno tras otro me hubierais colmado de honores y
servicios, tantos como pueden hacerse a un humano, ¡por todos los santos a los
que se reza en Roma!, no le estaría yo más agradecido por todos los beneficios
recibidos, cuanto lo estoy ya por tal intención. Así Dios me dé contento y
salud, esa atención me emociona tanto como si cada uno me hubiera colmado ya de
honores y beneficios. ¡Que la intención remplace a la realización!»
Con tales palabras los contiene y apacigua a todos. Lo
conducen luego a la casa de un caballero de calidad, dándole escolta por el
camino. Todos se esfuerzan por servirle. Le honraron y agasajaron toda la noche
hasta que se retiró a dormir. Pues lo estimaban todos mucho.
Por la mañana, cuando llegó la hora de partida, todos quieren
marchar con él. Cada uno se le presenta y ofrece su persona. [2500] Pero a él
no la place ni acepta que ningún otro le acompañe, a excepción, únicamente, de
los dos que había traído consigo. Éstos, y no más, le seguían.
Aquel día cabalgaron desde la mañana al caer del sol sin
encontrar aventura. Cabalgaban en muy rápida carrera cuando muy tarde salieron
de un bosque. Al salir contemplaron la mansión de un caballero. A sus puertas
estaba sentada su esposa, que parecía ser una dama distinguida.
Tan pronto como ella pudo verlos se levantó y salió a su
encuentro. Les saluda con rostro alegre y contento, con estas frases:
«¡Sed bien venidos! Quiero que aceptéis mi hospedaje. Contad
con este albergue; descended.
-Señora, cuando lo ordenéis, desmontaremos con vuestra venía.
Durante esta noche pues, aceptaremos vuestro hospedaje.»
Ponen pie a tierra. Al desmontar la dama da órdenes de que
retiren sus caballos, pues tenía abundante personal en su casa. Convoca a sus
hijos e hijas, y todos acuden a su llamada en seguida, muchachos corteses y
apuestos, caballeros, y bellas jóvenes. La dama encarga a sus hijos que quiten
las monturas a los caballos y les den forraje. Ninguno lo tomó a mal, sino que
lo hicieron muy a gusto. Ordena desarmar a los caballeros; sus hijas se
aprestan a quitarles la armadura. Desarmados quedan, y luego les ofrecen dos
cortos mantos para cubrirse los hombros. En la casa, que era muy bella, los
introducen a continuación.
Pero el castellano no estaba en el interior, sino en el
bosque, y con él estaban dos de sus hijos. Con que llegó después, y la gente de
su casa, muy bien acostumbrada, salió a darle la bienvenida. Al momento desatan
y descargan la caza que traía, mientras le informan diciendo:
[2550] «Señor, señor, no sabéis que tenéis como huéspedes a
dos caballeros.
-¡Dios sea loado!», les responde.
El caballero y sus dos hijos dispensan también una festiva
acogida a sus huéspedes. A la vez la gente de la casa no se quedaba ociosa,
sino que hasta el menor allí se aprestaba a hacer lo que debía hacerse. Unos
corren a apresurar la cena, otros a alumbrar las antorchas. Luego las
encienden. Aportan la toalla y las palanganas y ofrecen el agua de lavarse las
manos. No se muestran avaros de tal ofrecimiento. Todos se lavan y van a
sentarse. Nada de lo que se veía en el interior de la casa era de mal gusto ni
entristecedor.
Al primer plato sobrevino un acontecimiento inesperado: se
presentó ante la puerta un caballero más orgulloso que un toro, que ya es una
bestia muy orgullosa. Venia armado de la cabeza a los pies sobre un corcel. Con
una pierna fija en el estribo manteníase erguido, mientras que había colocado
la otra, por equilibrio o por jactancia, sobre el cuello del caballo de larga
melena. Figuráoslo aproximarse en tal postura, de modo que nadie se apercibió
de él, hasta que se puso delante de ellos y dijo:
«¿Quién es ése, quiero saber, que tanta locura y vanidad
rebosa, y que tan vacía tiene de seso la mollera, que llega a este país, con la
pretensión de cruzar el Puente de la Espada? Para nada ha venido a fatigarse.
Para nada ha perdido sus pasos.»
El aludido, sin amedrentarse, le responde con tono seguro.
«Yo soy quien quiere atravesar el puente.
-¿Tú? ¿Tú? ¿Cómo osas pensarlo? Antes hubieras debido
meditar, antes de emprender tal intento, a qué fin y a qué meta podrías llegar.
Debiste haberte acordado de la carreta en que montaste. No sé yo si tienes
vergüenza por haber montado en ella,
pero sí que nadie que estuviera
en sus cabales hubiera acometido tamaña
empresa, después de haberse cubierto de esa infamia.» [2600]
A lo que le oyó decir no se digna responderle una palabra.
Mas el señor de la casa y todos los demás se asombraron, con razón, en extremo:
«¡Ah, Dios! ¡Qué gran desventura! -se dice a sí mismo cada
uno-. ¡Maldita sea la hora en que se inventó y se construyó la primera carreta!
¡Bien vil y despreciable es el trasto! ¡Ah, Dios! ¿De qué fue acusado? ¿Y por
qué fue puesto en carreta? ¿Por qué pecado? ¿Por qué delito? Ahora le será
echado en cara todos los días. Si estuviera libre de tal reproche, en toda la
extensión del mundo, no se encontraría un caballero tan avezado a la proeza que
se pudiera comparar con él. Quien al punto los reuniera a todos no vería entre
ellos caballero tan hermoso y tan gentil, si dijera la verdad.»
Esto decían en común. Mientras el recién llegado volvió a
tomar la palabra orgullosamente:
«Caballero, tú que vas al Puente de la Espada, escúchame: Si
quieres, pasarás el agua muy ligera y suavemente. Yo te haré navegar al otro
lado del agua en una nave, muy de prisa. Pero sí quiero exigirte peaje; cuando
te tenga en la otra orilla, te cortaré la cabeza, si así lo quiero, o no.
Estarás a mi merced.»
Él le replica que no pretende lograr tal infortunio. Que su
cabeza en esa aventura no quedará expuesta a un necio arbitrio.
El otro replica de nuevo:
«Puesto que no quieres hacer lo que te digo, tendrás que
salir aquí afuera para combatir conmigo cuerpo a cuerpo. ¡Sea a quien sea la
derrota y el duelo!»
El caballero responde, por seguirle el juego:
«Si lo pudiera rehusar, muy de buen grado me lo ahorraría.
Pero, en verdad, he de combatir antes de soportar algo peor.»
[2650] Antes de
levantarse de la mesa, donde con los demás estaba sentado, ordena a los criados
que la servían que le preparen en seguida la silla sobre el caballo, y que
cojan sus armas y se las traigan.
Ellos se fatigan en hacerlo aprisa. Los unos se esfuerzan en
armarle; los otros le apartan su caballo. Y sabed bien, no parecía que debiera
ser descontado de los hermosos ni más nobles caballeros, según avanzaba al
paso, armado con todas sus armas, embrazando el escudo por la correa, bien
montado sobre su caballo. Bien parece que es suyo el corcel, tanto le ajusta;
así como el escudo que mantiene por su cincha embrazado. Llevaba el yelmo
lazado sobre su cabeza tan bien plantado que ni en el más mínimo detalle os
parecería prestado o alquilado. Antes hubierais dicho, tan a la medido os
habría parecido, que había nacido y crecido con él. En este punto me gustaría
ser creído.
Más allá del portal, en campo llano, donde debía de
entablarse el combate, aguarda el que la justa reclama. Tan pronto como se ven
uno a otro ambos se embisten a todo galope. Con tal ímpetu se entrechocan y
tales golpes se dan con las lanzas, que éstas se doblan, arquean y saltan las
dos en pedazos. Las espadas hieren los escudos, las cotas de malla y los
yelmos. Rajan las maderas, quiebran los hierros, hiriéndose en muchos lugares.
Con furia se intercambian los golpes por turno como si hubieran ensayado tal
pelea. Pero las espadas una y otra vez se deslizan hasta las grupas de los caballos. Allí se abrevan y
emborrachan de sangre y penetran en sus flancos, hasta que los derriban a uno y
otro muertos.
Una vez caídos en tierra, un caballero se lanza contra el
otro a pie. Aunque se odiaran mutuamente a muerte, en verdad que no se
golpearían con sus espadas con mayor ferocidad. [2700] Más rápidos redoblan sus golpes que aquel que
juega en dinero a los dados y que no deja de apostar y tirar por más que pierde
el doble y el doble. Pero muy diferente era este juego, donde no cabía el azar,
sino la ardua y fiera contienda, muy terrible y muy cruel.
Todos habían salido de la casa: el señor y la dueña, las
hijas e hijos. Tanto propios como extraños allí fuera estaban todos en hilera,
dispuestos para contemplar la pelea en el anchuroso prado. El caballero de la
carreta se censura y hace reproches de cobarde, al verse observado por su
anfitrión. También se da cuenta de que todos los demás fijan en él sus miradas.
Todo su cuerpo se estremece de ira. Que ya debería, según su opinión, haber
vencido buen rato antes al que se le enfrenta en combate. Entonces le ataca y
le envuelve con mandobles cerca de la cabeza. Le asalta como una tempestad, lo
asedia, le hostiga hasta hacerle ceder su espacio. Le fuerza a retroceder y lo
aflige tanto que ya pierde casi el aliento, y a duras penas opone resistencia.
Y entonces recuerda el caballero que su enemigo le había mentado de muy villana
manera la carreta. Carga sobre él y tanto lo tunde que no le queda ni lazo ni
correa sin romper, en torno al cuello de la armadura.
Entonces le hace volar el yelmo de la cabeza, a la par que
derriba por tierra su visera. Tanto le oprime y tanto le acosa que tiene que
rendirse a su merced; como la alondra que no puede oponerse al acoso del halcón
ni sabe dónde ponerse a seguro, cuando él la ha sobrepasado en su vuelo. [2750]
También el otro, con la más profunda vergüenza, viene a implorar y suplicar
favor, sin más remedio.
Cuando él oye que suplica merced, deja de golpearlo y
herirlo, y le dice:
«¿Quieres tú recibir merced?
-Habéis ahora hablado con gran cordura -dice el otro-. Aunque
un loco lo habría reconocido. Jamás he necesitado nada tanto como ahora os pido
merced.
-Te tocará montar en una carreta -contestóle-. En nada puedes
calcular todo-lo que se te ocurra decirme si no montas en una carreta, en pago
de los reproches que vilmente me hiciste con tan loca lengua.»
El otro caballero contesta:
«¡A Dios no plazca que la monte!
-¿No? ¡Entonces aquí vais a morir!
-Señor, bien lo podéis lograr. Pero, por Dios, os suplico y
pido merced, con cualquier condición, excepto el tener que subir a la carreta.
No hay obligación, a excepción de ésa, que yo no acepte, por dura y pesada que
sea. Pero mejor querría estar muerto que haber sufrido tal agravio. Pero
ninguna otra proposición tan fiera me haréis que yo no cumpla, por vuestra
merced y vuestra gracia.»
Mientras éste suplica tal favor, he aquí que, cruzando el
llano, ven acercarse sobre una muía amarilla una doncella con el cabello y el
vestido suelto y flotante. Con un látigo que llevaba daba a la muía grandes
golpes. Y ningún caballo a galope tendido, en verdad, habría corrido tan de
prisa que aventajara a la muía.
Al caballero de la carreta se dirige la doncella:
«¡Dios infunda, caballero, en tu corazón la más perfecta
alegría, del ser que más amas!»
La había oído con gran gozo el caballero y le responde:
«¡Dios os bendiga, doncella, y os dé alegría y salud!»
Ella le expuso entonces su petición:
«Caballero -dijo- de lejos he acudido a ti por una gran
necesidad. [2800] Para pedirte un don como galardón y a cambio de una
recompensa que te podré hacer. Pues tendrás una vez necesidad de mi ayuda,
según lo creo.»
Le responde el caballero:
«Decidme qué queréis. Y, si yo lo tengo en mi poder, lo
podréis conseguir sin demora, con tal que no sea nada muy grave.»
Ella dice:
«Es la cabeza de ese caballero al que has vencido. En verdad
que tampoco has encontrado a nadie tan felón ni desleal. No cometerás pecado ni
daño con ello, más bien limosna y bien, porque es el tipo más desleal que hubo
nunca ni habrá jamás.»
Apenas el vencido comprendió que pedía que lo matara, le
dijo:
«No la creáis de ningún modo. Ella me odia. Yo os ruego que
tengáis piedad de mí, por Dios que es padre e hijo, y que hizo su madre a
aquella de la que era hijo y que era su sierva. -¡Ah, caballero -dijo la
doncella- no creáis a ese traidor! ¡Así Dios te dé alegría y honor tan grande
como puedas ansiar, y que te conceda concluir con éxito la aventura que has
emprendido!»
El caballero se ha detenido indeciso, con la reflexión sobre
si ha de dar la cabeza a la que ruega la decapitación o preferirá proteger al
que ruega piedad para sí mismo. Tanto a una como a otro quisiera dar lo que
piden. Generosidad y Piedad le invitan a contestar a ambos, porque es a la vez
generoso y piadoso. Pero si la muchacha se lleva la cabeza quedará la Piedad
derrotada y aniquilada. Y si no se la lleva a su gusto, entonces quedará
derrotada la Generosidad. En tal aprieto, en tan gran apuro lo tienen la Piedad
y la Generosidad, pues una y otra lo afligen e incitan. La cabeza le exige la
doncella en su súplica. [2850] Y en sentido contrario le amonestan su piedad y
su buen natural. Una vez que el vencido ha suplicado perdón, ¿no ha de
obtenerlo? Sí, que no sucedió nunca que nadie, por más que fuera su enemigo,
después de haber sido derrotado y forzado a suplicar piedad, dejara de
recibirla por una vez. Pero esto ya le bastaba. Por tanto no le faltará en
absoluto a éste que le ruega y suplica, y a quien así se humilla. Y la que
reclama su cabeza ¿la obtendrá? Sí, si él puede dársela.
«Caballero -dice- de nuevo te toca luchar contra mí. Tal es
la merced que -lograrás de mí, si quieres defender tu cabeza: que te dejaré
recobrar tu yelmo y armarte de nuevo, para cubrir tu cabeza y tu cuerpo del
mejor modo que puedas. Pero sábete que morirás si te venzo otra vez.»
El otro responde:
«No quiero nada más, ni te pido ningún otro favor.
-Y aún te concedo más -dice-, yo combatiré contra ti sin
moverme de donde estoy.»
Aquél se apresta y reemprende la pelea con el mismo ardor.
Pero el caballero le volvió a dominar a su arbitrio más deprisa que antes. Y la
doncella al momento le grita:
«No le perdones, caballero, por más que te diga. Seguro que
él no te perdonaría de ningún modo si te hubiera vencido alguna vez. Sabe bien
tú, que si le crees, te engañará nuevamente. Córtale la cabeza al más desleal
individuo del imperio y del reino, buen caballero, y dámela. [2900] Por esto
debes entregármela, porque pienso devolverte el galardón, con creces, cuando
llegue un día. Si él puede, te volverá a engañar con su palabra otra vez.»
El otro que ve su muerte cercana, le suplica merced a grandes
gritos. Pero de nada le valen ni sus gritos ni todos sus argumentos. El
caballero le tira del yelmo tan bruscamente que le rompe todos los lazados del
cuello. Luego le arranca la visera y el casquete blanco y los tira al suelo. El
otro se esfuerza a más no poder: «¡Perdón, por Dios! ¡Perdón, señor!
-Si soy sensato no he de tener más piedad de ti -le
responde-, que ya una vez te he perdonado.
-Ah -dice-, cometeréis un pecado, si creéis a mi enemiga, y
me matáis de tal manera.»
La otra, que su muerte desea, le amonesta en sentido
contrario, para que a toda prisa le corte la cabeza, sin confiar en sus
súplicas. El caballero descarga el golpe y le vuela la cabeza hasta el medio
del prado mientras el cuerpo se desploma. ¡Con gran placer de la doncella! Él
toma la cabeza por los cabellos y se la tiende a ella, que experimenta tamaña
alegría que le dice:
«¡Tu corazón reciba tan gran alegría del ser que más ama,
como el mío obtiene ahora del ser que más odiaba! Por nada me amargaba tanto
sino de lo que duraba su vida. Un galardón de mi parte te espera; bien te
llegará en su momento oportuno. Por este servicio que me has hecho, gran prez
habrás, te lo aseguro. Ahora me iré. Te encomiendo a Dios, que te guarde de
todos los peligros.»
Pronto se marcha la doncella, mientras mutuamente se
encomiendan a Dios. Pero todos los que en el prado han presenciado la pelea han
sentido crecer una gran alegría. Así que luego desarman al caballero, entre
gestos de júbilo, honrándolo cuanto saben. A continuación vuelven a lavarse las
manos, ya que deseaban retornar a cenar.
Entonces estaban más alegres que de costumbre y comían entre
el contento general. [2950] Después de concluir la larga cena, el vavasor dijo
a su huésped, que a su lado estaba sentado:
«Señor, nosotros vinimos tiempo ha del reino de Logres. Allí
hemos nacido y por eso querríamos que alcanzarais honor y gran dicha y éxito en
este país. Porque nosotros obtendríamos honor junto con vos y otros muchos
serían beneficiados, si honores y éxitos consiguierais en vuestra empresa.»
Y él responde:
«¡Dios os oiga!»
Después que el vavasor acabó su arenga y quedó en silencio,
tomó la palabra uno de sus hijos:
«Señor, a vuestro servicio deberíamos poner todos nuestros
poderes y dar más que prometer. Buena necesidad tenéis de recibir ayuda, y
nosotros no debemos esperar a que nos la pidáis. Señor, no os preocupéis por
vuestro caballo, si muerto está. Pues aquí tenemos fuertes corceles. Por tanto
quiero que poseáis lo que es nuestro; y, así, dispondréis del mejor, en lugar
del vuestro. Bien lo habéis menester. -¡Con mucho gusto!», respondió.
Entretanto habían preparado las camas. Así que se van a
dormir.
Al despuntar el día se levantan y se disponen bien de mañana
a partir. En su despedida el caballero nada olvida. Se despide de la dama y del
dueño de la casa y de todos los demás.
Pero os cuento una cosa, para que nada os pase por alto. El
caballero no quiere montar sobre el caballo prestado, al ofrecérselo en el
portal. Sino que lo hizo montar, así os lo digo, a uno de los dos caballeros
que con él habían venido. Y él monta sobre el caballo de éste, puesto que así
le pareció mejor. [3000] Tras haber montado cada uno sobre su caballo, se
pusieron en camino los tres, después de saludar a su anfitrión, que les había
servido y honrado con todo su poder. Van cabalgando por el camino recto a
medida que el día pasa y declina, y después de la hora nona, al anochecer
llegan al Puente de la Espada.
A la entrada del puente, que bien terrible era, han
desmontado de sus caballos. Ante sí ven el agua asesina, negra y rugiente,
densa y espesa, tan horrorífica y espantosa como si fuese la del río del
demonio, y tan peligrosa y profunda que no hay cosa en el mundo que, sí allí
cayera, no desapareciera como en alta mar. Y el puente que estaba tendido a
través era diferente de cualquier otro; que jamás hubo otro semejante ni lo
habrá. Jamás hubo, que bien refiero la verdad, tan maligno puente ni tan
pérfida pasarela: Consistía el puente en una espada afilada y luciente recubierta
por el agua fría; pero la espada era fuerte y tensa y tenía dos lanzas de
largo. A cada lado había un gran tronco al que estaba incrustada la espada.
¡Qué nadie tema caer de ella porque se quiebre o flexione; a pesar de que no
parece, a quien la contempla, que pueda soportar un gran peso!
Pero lo que infundía mayor desánimo a los dos caballeros que
acompañaban al de la carreta, era que creían ver dos leones o dos leopardos al
otro extremo del puente, encadenados a un bloque de piedra. El agua, el puente
y los leones les causaban un espanto tal que se estremecían por completo, con
terror, y decían:
«Señor, aceptad ahora el consejo que os procura la vista, que
bien lo necesitáis en el apuro. De manera perversa está construido y ensamblado
este puente, y muy malos son sus ajustes. Si no os tornáis ahora, llegaréis
tarde a arrepentiros. Conviene que calculéis los muchos riesgos. [3050] Supongamos que lo pasarais hasta el otro
lado… Lo que no puede suceder en ningún caso, como no podéis detener los vientos
ni prohibirlos soplar, ni a los pájaros impedir cantar; ni puede el hombre
entrar en el vientre de su madre y renacer de nuevo, eso es tan imposible como
vaciar el mar. ¿Podéis saber o pensar que esos dos leones furiosos, que allá
están encadenados, no os van a matar y sorber la sangre de las venas, y devorar
la carne y roer luego los huesos? Muy valiente soy con osar mirarlos y resistir
tal espectáculo. Si no os dais por avisado, os matarán, sabedlo bien. Muy
pronto os habrán despedazado y descuartizarán los miembros de vuestro cuerpo;
que no sabrán tener piedad de vos. Así que apiadaos de vos mismo, y quedaos con
nosotros. Con vuestra persona seréis injusto si a un seguro peligro de muerte
os lanzáis con plena conciencia.»
Y él les responde, riendo:
«Señores, muchas gracias os doy por asustaros tanto de mí. Lo
motiva vuestra amistad y franqueza. Bien sé que de ningún modo desearíais mi
desdicha. Pero yo tengo gran fe y confianza en Dios, que me protegerá de todo.
Este puente y este agua no me amedrentan más que esta tierra firme. Así que
quiero arriesgarme a la aventura de cruzar al otro lado y avanzar. ¡Mejor
quiero morir que retroceder!»
Los otros no saben qué más decirle, sino que de compasión
lloran y suspiran el uno y el otro sonoramente. En tanto él a traspasar el
abismo como mejor sabe se apresta y hace muy extrañas maravillas: que sus pies
y sus manos desviste de armadura. Desde luego que no ha de llegar sin heridas e
indemne a alcanzar el otro costado. [3100]
¡Bien se mantendrá sobre la espada, que más afilada estaba que una hoz
con las manos desnudas y descalzo! Porque no se ha dejado sobre los pies ni
calzas ni antepiés. No se preocupaba en absoluto por llenarse de heridas en
pies y manos. Antes prefería llagarse que caer del puente y darse un baño en el
agua de la que jamás saldría.
Entre el gran dolor que le causaba el paso, avanza con enorme
destreza. Manos, rodillas y pies se ensangrienta. Pero pronto le conforta y
cura Amor que le conduce y guía, de modo que dulce le era el sufrimiento. Con
manos, pies y rodillas se ayuda con tanto esfuerzo que llega al otro lado.
Entonces se acuerda y rememora los dos leones que allí había
creído ver cuando estaba al otro lado. Por allí los busca su mirada: no había
ni siquiera un lagarto ni cosa alguna de temer. Eleva la mano ante su rostro,
contempla su anillo y así prueba, al no ver a ninguno de los dos leones que
creyera vislumbrar, que ha sido objeto de un encantamiento. Allí no había
ningún ser vivo.
Y los que quedaron en la otra ribera, al verlo así victorioso
del paso, dan tales muestras de alegría como se puede suponer. Pero ignoran sus
padecimientos. Él, sin embargo, considera gran provecho no haber sufrido mayor
daño. Enjuga la sangre que brota de sus heridas envolviéndolas con los paños de
su camisa.
Entonces ve ante él una torre tan fuerte como nunca en su
vida había visto ninguna. La torre no podía ser mejor.
Acodado en una ventana estaba el rey Baudemagus, que era muy
sutil y agudo para todo honor y virtud, y quería, por encima de todo, guardar y
mantener la lealtad. Y su hijo, que hacía todo lo contrario por capricho todos
los días, puesto que le agradaba la deslealtad y jamás se había cansado ni
aburrido de cometer villanía, traición ni felonías, estaba a su lado apoyado.
[3150] Desde allá arriba habían visto al caballero pasar el puente con su gran
esfuerzo y enorme dolor. De ira, de disgusto había Meleagante demudado su
color. Bien advierte que ahora le será reclamada la reina. Pero era caballero
tal que no temía a hombre alguno, por muy fuerte ni fiero que fuera. No hubiera
mejor caballero de haber sido fiel y no desleal; pero tenía un corazón de
madera, tan sin dulzura y sin compasión.
Lo que le alegraba y daba gozo al rey, dejaba al hijo lleno
de pesar. El rey sabía bien de cierto que el que había cruzado el puente era
mucho mejor que ningún otro; que no hubiera osado cruzar el puente nadie cuyo
interior albergase perversidad, que causa más baldón a los propios que honor
les proporciona la proeza. Pues no puede tanto la proeza, como la perversidad y
la pereza, porque es verdad, no lo dudéis en nada, que es más fácil hacer el
mal que el bien.
Sobre estas dos cosas os diría largamente, si me demorase en
ello; pero me encamino a otro tema, que retorno a mi asunto. Así oiréis cómo
alecciona el rey a su hijo, al que sermonea:
«Hijo -le dice-, fue aventura llegarnos aquí, yo y tú, a
asomarnos a esta ventana. Hemos tenido gran recompensa, que hemos visto la más
grande hazaña que jamás se lograra, ni en imaginación. Ahora dime si no estás
reconocido hacia el que tamaña maravilla ha realizado. Ponte de acuerdo y en
paz con él, y devuélvele sana y salva a la reina. [3200] Así harás ahora que te
tenga por sensato y por cortés, enviándole a la reina antes de que se te
presente. Hazle ese honor en tu tierra: darle lo que ha venido a buscar antes
de que te lo pida. Pues tú sabes bien de seguro que viene a buscar a la reina
Ginebra.
»No te hagas calificar de obstinado, ni de loco u orgulloso.
Si ése está en tu tierra solo, debes hacerle compañía; que un hombre de pro a
otro prohombre debe atraérselo, honrarlo y cultivarlo, sin quedarse ajeno a él.
Quien hace honor, recibe honor. Has de saber bien que tuyo será el honor, si
das honras y servicio a ése que bien se muestra el mejor caballero del mundo.»
Su hijo responde:
«¡Que Dios me confunda, si no hay otro tan bueno o mejor!»
Mal hizo su padre al olvidarlo, que él no se precia en menos,
y dice:
«¿Con pies y manos unidos pretendéis que yo me presente ante
él como su vasallo y que obtenga de él mi tierra? Pongo a Dios por testigo que
antes he de ser su vasallo que devolverle a la reina. De cierto que no la
devolveré, sino que la disputaré y defenderé ante todos cuantos sean tan locos
que osen venir a buscarla.»
Luego contesta de rechazo el rey:
«Hijo, mucho mejor harías si renunciaras cortés a esa
ofuscación. Te ruego yo que te mantengas en paz. Sabes bien que no obtendrá más
honor el caballero de no conquistar a la reina frente a ti en combate. Él
prefiere obtenerla, sin vacilar, más por combate que por generosidad; ya que
eso redundará en su fama. A mi parecer, no pretende obtenerla de grado, sino
que desea conquistarla en la batalla. Por tal motivo obrarías sabiamente si le
privaras del combate. Yo te ruego que elijas la paz. [3250] Y si tú desprecias
mi consejo, no me cuidaré de tu desdicha, y gran daño puede resultarte. El caballero
no tiene nada que temer, excepto de ti solo. De todos mis hombres y de mí he de
ofrecerle garantías y seguridad. Jamás cometí deslealtad ni traición ni
felonía, y no voy a cometerlas ahora de ningún modo ni por ti ni por nadie. Así
que no quiero que te hagas ilusiones. Es más, prometo al caballero que no
tendrá necesidad de nada, ni de armas ni caballo, por carecer de ellos, ya que
tal hazaña ha realizado al llegar hasta acá. Estará bien guardado y
aprovisionado en salvedad frente a todos los hombres, a excepción sólo de ti. Y
eso te quiero advertir: si puede defenderse ante ti, no ha de temer a ningún
otro.
-Ahora -dijo Meleagante- me es tiempo de oíros, mientras me
habláis a vuestro gusto, y de callar; pero bien poco me importa cuanto decís.
No soy en absoluto un ermitaño ni un prohombre tan caritativo, ni quiero ceder
tanto al honor, como para entregarle la cosa que más amo. No habrá de conseguir
su demanda tan pronto ni tan fácilmente; antes bien irá muy de otro modo de lo
que pensáis vos y él. Si en contra de mí le ayudáis, no he de ceder por tal
motivo. Si de vos y de todos vuestros súbditos recibe paz y treguas, ¿qué me
importa? Jamás por tal hecho me faltará corazón. Antes me place mucho, ¡así
Dios me guarde! que no tenga otro cuidado aparte de mí, y no quiero que por mí
hagáis cosa alguna de la que pueda sospecharse deslealtad o traición. Tanto
como os plazca, sed hombre de pro, y dejadme a mí ser cruel.
-¿Cómo? ¿No vas a cambiar?
-No -contestó Meleagante.
-Pues ya me callo. [3300] Ahora haz lo que te plazca; yo te
dejo y voy a ir a hablar al caballero. Quiero ofrecerle y presentarle mi ayuda
y mi consejo sin reservas, pues estoy por entero de su parte.»
Entonces descendió el rey de la torre y mandó ensillar su
caballo. Le trajeron un gran corcel, al que monta con el pie en el estribo. Y
lleva consigo a algunos de su gente, tres caballeros y dos sargentos, sin más,
a los que ordena cabalgar tras él. A todo galope llegaron hasta la boca del
puente y vieron al caballero que enjugaba y contenía la sangre de sus heridas.
El rey piensa en tenerle largo tiempo como huésped hasta curar tales heridas;
así podría también esperar que la mar se secara.
El rey se apresura a desmontar. El caballero, gravemente
malherido, se alza al momento frente a él. No porque le hubiera conocido, ni
tampoco dando muestras del doloroso estado de sus manos y pies; ni más ni menos
que como si estuviera indemne. El rey vio que se ponía en guardia, y corre muy
pronto a saludarle, diciendo:
«Señor, mucho me admiro de que de improviso os hayáis
presentado en este país ante nosotros. Pero bienvenido seáis, que ningún otro
jamás emprenderá otro tanto. Ni jamás ocurrió ni ocurrirá que nadie acometiera
tal audacia ni se metiera en tal peligro. Sabedlo: más os amo por ello, porque
habéis hecho lo que nadie antes hubiera ni siquiera pensado hacer. Me
encontraréis bien dispuesto hacia vos, leal y cortés. Yo soy de esta tierra
rey; así que os ofrezco a vuestra disposición todo mi consejo y mi servicio. Ya
me figuro con fundada razón lo que venís a demandar: venís creo yo, en demanda
de la reina.
-Señor -dijo él-, bien lo creéis. Ningún otro asunto aquí me
trae.
-Amigo, aún os toca penar -dijo el rey- antes de obtenerla.
[3350] Vos estáis fieramente herido; veo las llagas y la sangre. No vais a
encontrar tan generoso a aquél que acá la condujo, que no os la va a entregar
sin pelea. Mas os conviene reposar y dejar que mejoren vuestras heridas, hasta
que estén bien curadas. Ungüento de las tres Marías y aún mejor, si se
encontrara, os daré, pues mucho me preocupa vuestro bienestar y vuestra
curación.
»La reina tiene una prisión decente, pues nadie la toca, ni
siquiera mi hijo, por más que le pesa a él que fue quien la trajo. Jamás un
hombre desvarió tanto como él enloquece y enfurece por tal motivo. Tengo hacia
vos una afección muy cordial, así que os daré, ¡Dios me ayude!, muy a gusto
cuanto necesitéis.
»Por muy buenas armas que mi hijo tenga, y por más rencor que
me guarde, os he de dar otras tan buenas y un caballo como os hace falta. Y os
tomo bajo mi protección, pese a quien pese, frente a todos los demás hombres.
En vano desconfiaréis de cualquier otro a excepción de aquél que trajo acá a la
reina. Nunca un hombre reprendió a otro como yo le he reprendido y poco faltó
para que no lo expulsara de mi tierra por despecho de que no os la devuelva.
Pero es mi hijo. Si no os vence en batalla, no podrá causaros por encima de mi
autoridad, el menor daño.
-Señor -contestó el otro-, gracias os doy. Pero estoy
gastando aquí demasiado el tiempo, que no quiero perder ni malgastar. De
ninguna molestia me quejo ni tengo herida que me estorbe. Llevadme solo a donde
lo enfrente, pues con tales armas cuales traigo estoy presto ahora mismo a dar
y recibir golpes en la lid.
-Amigo, más os valdría esperar, quince días o tres semanas
hasta que vuestras heridas se hubieran curado. [3400] Bien os iría una demora,
por lo menos de quince días, que yo no soportaría de ningún modo ni podría
mirar que con tales armas ni en vuestro estado presente combatierais en mi
presencia.»
A lo que él respondió:
«Si así os pluguiera, no tendría yo otras armas que éstas,
con las que de buen grado entablaría la batalla, y no pediría aplazamientos de
un paso o una hora; el combate sería sin descanso término ni demora. Pero por
vos cederé tanto que aguardaré a mañana. Y sería vano hablar más de eso, que
más tiempo no aguardaré.»
Entonces el rey le ha prometido que todo irá de acuerdo con
su voluntad. Luego lo conduce al hospedaje y con ruegos y órdenes manda a los
que le albergan que se esfuercen por servirle, y ellos del todo lo procuran. Y
el rey, que muy por su gusto hubiera elegido la paz, de haber podido, se fue de
nuevo a buscar a su hijo, y le sermonea como quien desea la paz y la concordia.
Así le habla:
«Hijo mío, a ver si te reconcilias con este caballero sin
combatir. No ha venido aquí para divertirse ni para practicar el tiro de arco
ni para cazar en montería, sino que ha venido para cobrar lo buscado y
acrecentar su valor y su renombre. Bien habría menester de un largo reposo,
según le he visto yo. De haber creído mi consejo ni en este mes ni en el
siguiente se hubiera aprestado a la batalla de la que ahora está tan ansioso.
¿Si tú le devuelves a la reina, temerás incurrir en deshonor? Por eso no tengas
miedo, que de ahí no te pueden resultar enojos; más bien es pecado retener una
cosa a la que no se tiene derecho y en contra de toda razón. El otro habría
trabado la batalla muy a gusto ahora mismo, a pesar que no tiene enteros ni
pies ni manos, sino llenos de cortes y heridas.
[3450] -¡Con qué
desvarío os precipitáis! -dijo Meleagante a su padre-. ¡Por la fe que debo a
san Pedro, que no os he de hacer caso en este asunto! De cierto que deberían
descuartizarme, si os creyera. Si él busca su honor, también yo el mío; si él
busca su prez, yo también la mía; y si desea mucho la batalla, aún la deseo yo
cien veces más.
-Bien veo que te encaminas a la locura -dijo el rey-; así que
la encontrarás. Mañana probarás tu fuerza frente al caballero, cuando quieras.
-¡Que no me venga ningún mal mayor que éste! -dijo
Meleagante-. ¡Mejor quisiera que fuese hoy por la tarde que mañana! Ved ahora
cómo quedo con un talante más triste del acostumbrado. Se me han turbado mucho
los ojos y tengo una expresión mortecina. Hasta que no entre en combate no
tendré alegría ni humor ni placer, pues ningún otro suceso puede divertirme.»
El rey comprendió que de ningún modo valdrían allí sus
consejos ni sus ruegos y lo ha dejado muy a su pesar. Y escoge un caballo muy
fuerte y capaz y bellas armas, y se las envía al caballero que bien ha de
emplearlas. En el castillo había también un anciano servidor que era un devoto
cristiano; en el mundo no había otro tan leal, y sabía de curar heridas más que
todos los médicos de Montpellier. Éste se ocupó por la noche de cuidar al
caballero con todo su saber, pues el rey se lo había encomendado.
Y ya sabían las nuevas los caballeros y las doncellas, las
damas y los barones de toda la región vecina. Allí acudieron desde todo el país
de alrededor, desde una jornada de camino, los extranjeros y los naturales;
todos cabalgaron con premura toda la noche hasta el amanecer. Unos y otros ante
la torre se precipitaban a instalarse en tal aglomeración que allí no podía uno
revolver un pie. [3500]
El rey se levanta de mañana; le preocupa mucho la batalla.
Así que de nuevo acude a su hijo, quien tenía ya en su cabeza el yelmo, uno
hecho en Poitiers. No se admite la dilación, ni puede concertarse la paz; por
mucho que el rey la ha rogado, la paz no puede lograrse. Ante la torre en medio
de la plaza donde toda la gente ha convergido, allí ha de hacerse el combate,
que así lo quiere y manda el rey.
En seguida envía el rey a buscar al extranjero, y que lo
conduzcan a la plaza, que estaba llena de gentes del reino de Logres. Así como
para escuchar los órganos acuden de costumbre las gentes al monasterio en la
fiesta anual, en Pentecostés o en Navidad, de la misma manera se habían allí
reunido todos. Durante tres días habían ayunado y caminado con los pies
descalzos y con la camisa de estameña todas las doncellas exiladas del reino
del rey Arturo para que Dios fuerza y virtud le diera, contra su adversario, al
caballero que debía pelear por la liberación de los cautivos. Pero también los
del país, repetían las oraciones por su señor, para que Dios le concediere el
honor y la victoria en la pelea.
Bien de mañana, antes de que tocaran la hora prima, los
habían conducido a los dos adversarios al centro de la plaza, con toda la
armadura, sobre dos caballos recubiertos de hierro. Muy gentil apariencia tenía
Maleagante; era bien proporcionado de talle, brazos, piernas y pies, y el yelmo
y el escudo que de su cuello colgaba le caían muy bien, admirablemente. Pero
todos apostaban por el otro, incluso quienes hubieran deseado su derrota y
decían todos que de muy poca monta era Meleagante frente a él.
[3550] Tan pronto como
estuvieron ambos en mitad de la plaza, acude el rey, que los detiene en lo que
puede y se fatiga por lograr la paz, pero no puede congraciar a su hijo. Así
que les dice:
«Contened vuestros caballos por el freno por lo menos hasta
que me haya subido a lo alto de la torre. No será un exceso de bondad que por
mí os demoréis unos instantes.»
Luego se aparta de ellos, muy abatido, y va derecho a la
cámara donde sabía que estaba la reina, quien la noche anterior le había rogado
que la colocara en un lugar de donde pudiera ver con comodidad el combate. Y él
le otorgó el don; de modo que la fue a buscar para guiarla, puesto que se
esmeraba en cuidarse de su honor y servicio.
La ha colocado junto a una ventana y él mismo se ha acodado a
su lado, a su derecha, en otra ventana. También se había reunido junto a ellos
multitud de personas, caballeros y damas de buen tino; doncellas nacidas en el
país, y numerosas cautivas que estaban muy atentas en oraciones y plegarias.
Los prisioneros y las prisioneras todos rogaban por su campeón, que en Dios y
en él fiaban para la salvación y la libertad.
Entonces sin más tardanza los combatientes hacen retirarse a
todo el gentío. Ya se enfrentan, a sus costados los escudos y embrazando la
adarga. Y se golpean de tal modo que las lanzas se han hundido dos brazadas en
mitad del escudo y han estallado quebrándose como astillas del hogar. Y los
caballos lanzados en pleno galope se han entrechocado frente a frente y pecho
contra pecho; y los escudos y los yelmos han chocado con tal estrépito que
parece como si hubiera sonado un tremendo trueno. No lo resisten pretales ni
cinchas, estribos ni riendas ni correas, sin romperse; e incluso se cuartean
los arzones de las sillas, que muy fuertes eran. [3600]
No han tenido gran vergüenza por caer a tierra, después de
que todo su arnés les ha fallado así. Muy pronto se alzan en pie y se acometen
uno a otro, sin cruzar palabra, más fieramente que dos jabalís. Se hieren, sin
amenazas, con grandes mandobles de sus espadas de acero, como quienes se
detestan con fiero odio mutuo. A menudo hienden con tal furia los yelmos y las
cotas brillantes de malla que tras el hierro brota un chorro de sangre. Muy
bien hacen el gasto del combate, que se enfurecen y malparan con mandobles
pesados y cruentos. Repetidos asaltos, fieros, duros y sostenidos se
entrecambiaron por igual; en ningún momento se sabía cuál de los dos la ventaja
o el fracaso mantenía. Pero no podía dejar de suceder que el que había pasado
el puente no se resintiera agudamente en sus manos que tenía cubiertas de
heridas. Mucho se han espantado las gentes que en él confiaban, cuando ven que
sus mandobles se debilitan, y temen entonces su derrota. Ya se figuraban que el
caballero estaba sometido y Meleagante se alzaba vencedor, y de ello murmuraban
en torno.
Pero en las ventanas de la torre había una doncella muy
sagaz, que medita y se dice en su corazón que el caballero no había entablado
la batalla ni por ella ni por aquella gente humilde que se había reunido en la
plaza, y que no la hubiera presentado a no ser por la reina. Y medita que si él
supiera en qué ventana la reina estaba, y que si viera que ella le contemplaba,
recobraría vigor y audacia. Y que, si ella supiera su nombre, muy de corazón le
hubiera dicho que la mirara unos instantes. [3650] Entonces se acercó a la reina y le dijo:
«Señora, por Dios y por vuestra prez, y por la nuestra, os
requiero a que me digáis el nombre de este caballero, si lo sabéis, con el fin
de ayudarle.
-Lo que me habéis rogado -dice la reina- carece a mi entender
de malicia y perversidad. No hay sino bien en ello: Lanzarote del Lago se llama
el caballero, estoy segura.
-¡Dios mío! -dice la muchacha-, vuelve la sonrisa y la
alegría a mi corazón: ya está curado.»
Entonces salta hacia adelante y así le llama en alta voz, tan
alto que todo el gentío puede oír lo que dice:
«¡Lanzarote!, vuélvete y mira a quien de ti no aparta su
mirada.»
Al oír su nombre, Lanzarote no tardó en volverse. Gira sobre
sí mismo y ve arriba a aquélla que en el mundo más deseaba ver, a Ginebra
sentada en las tribunas de la torre. Desde el momento en que la vio, no apartó
ya su rostro de allí, ni su vista: se defendía por detrás. Maleagante, entre
tanto, le perseguía sin descanso, encarnizadamente; piensa que su enemigo no va
a poder defenderse de él por mucho tiempo, y ello constituye su alegría. Sus
compatriotas exultan de júbilo. En cuanto a los desterrados, muchos de ellos,
tan llenos de angustia que no pueden mantenerse en pie, van dejándose caer en
tierra, unos sobre sus rodillas, otros completamente tendidos. De este modo, el
gozo y la tristeza coexistían. Entonces gritó de nuevo la muchacha desde la
ventana: «¡Ah, Lanzarote! ¿Cómo es que te comportas de una forma tan insensata?
Hace bien poco que en ti se daban cita proezas y virtudes. No creo que Dios
haya creado caballero que pueda comparársete en valor y prez, y ahora te vemos
tan apurado. [3700] Vuélvete de este lado, sin que tus ojos dejen de fijarse
sobre este hermoso torreón que vale tanto contemplar.»
Lanzarote considera lo que ha hecho un deshonor y una
vergüenza, tanto que ha llegado a odiarse a sí mismo. Bien sabe que ha llevado
la peor parte de la batalla durante demasiado tiempo. Todas y todos lo han
podido ver. Entonces salta hacia atrás, dando la cara a Meleagante, y le coloca
por fuerza entre la torre y él. Meleagante no regatea esfuerzos para recuperar
la posición perdida. Pero Lanzarote se precipita sobre él y le encuentra con el
escudo con una fuerza tal que le hace girar sobre su eje dos veces, tres veces,
bien a su pesar. Crecen en el héroe fuerza y audacia. Amor le presta valiosa
ayuda, y es que no había odiado a nadie nunca tanto como a su contrincante en
este combate. Amor y un odio mortal, tan grande como nunca visteis semejante,
le hacen tan firme y tan resuelto que Meleagante no puede ver en su actitud un
juego. Tiembla el felón: jamás ha conocido un caballero tan audaz, jamás
ninguno le ha atormentado de tal modo. De buen grado se aleja de él, hurta su
cuerpo y huye, rehúsa el regalo de unos golpes que odia. Y Lanzarote no le
amenaza, sino que a tajos y estocadas le hace retroceder hasta la torre donde
la reina se apoyaba. Más de una vez la ha servido y rendido vasallaje…
Ha aproximado a su adversario a ella tan cerca como le
convenía: si diera un paso más, no la vería. Así, continuamente, Lanzarote le
llevaba hacia atrás y hacía adelante, allí por donde bien le parecía, para no
detenerse sino ante la reina su dama, la que puso en su cuerpo la llama que le
impulsa a mirarla sin cesar. Y esta llama le avivaba a tal punto su ardor
contra Meleagante que podía llevarle y perseguirle a voluntad, allí por donde
le placía. Como a ciego y como a fugitivo le pasea, sea ello o no de su grado.
Ve el rey que su hijo está extenuado: ya ni siquiera se
defiende. Ello le pesa y le mueve a compasión. Pondrá remedio, si es que puede.
Para que surta efecto, debe ir a suplicar a la reina. Comenzó entonces a
hablarle así:
«Señora, desde que os tuve a mi cargo no he dejado un solo
instante de serviros y honraros como el mejor de los amigos. Nunca he dejado de
hacer cosa que realzara vuestro honor. Pediros quiero ahora un don que a buen
seguro me otorgaréis, si obráis por amistad: ésa será mi recompensa. Me doy
perfecta cuenta de que mi hijo lleva la peor parte en este combate. No os
oculto que ello no me produce el menor pesar. Pero os ruego que Lanzarote, dueño
de su vida, no le mate. No, vos no debéis querer su muerte, por más que os haya
perjudicado mucho a vos y a él. Os suplico me concedáis la gracia de que no
llegue a herirle con el golpe definitivo. De este modo, corresponderíais a mis
servicios de ayer para con vos.
-Mi buen señor, pues que me lo rogáis, consiento en ello de
mi grado -dice la reina-. Guardara yo hacia vuestro hijo, a quien no puedo
amar, un odio mortal: me habéis servido con tanta generosidad que quiero, para
complaceros, decirle a Lanzarote que le deje vivir.»
No fueron pronunciadas estas palabras en voz baja: las oyeron
Lanzarote y Meleagante. Quien ama es obediente: con rapidez lleva a cabo lo que
place a su amiga si está profundamente enamorado. [3800] ¿Qué otra cosa hubiera
hecho Lanzarote, él que amó mucho más de lo que amara Príamo, el más leal de
los amantes? Sí, Lanzarote ha oído la respuesta de su dama; desde que las
últimas palabras fluyeron de su boca, cuando dijo: «Puesto que deseáis que no
le mate, yo también lo deseo», desde ese instante, por nada del mundo habría
tocado a Meleagante, ni se habría movido aunque su vida peligrase. No le toca
ni se mueve. Su enemigo, por el contrario, le hiere tanto como puede, fuera de
sí de ira y de vergüenza al oír que ha llegado al extremo de que ha sido
preciso suplicar por su vida. El rey, para amonestarle, ha descendido de la
torre y, llegado a la batalla, dice así a su hijo:
«¿Cómo? ¿Es decoroso que él no te toque y tú le hieras?
Furioso y cruel en demasía me pareces ahora, ¡a destiempo ha aflorado tu valor!
Sabemos con certeza que él te ha superado limpiamente.»
Y Meleagante le responde, enajenado de vergüenza:
«¡Se diría que estáis ciego! A fe que no veis nada. Ciego
está el que ponga en duda que he obtenido la victoria.
-¡Busca entonces -dice el rey- quien te crea! Bien saben
todas estas gentes si dices verdad, o si mientes. La verdad bien la conocemos.»
Ordena al punto a sus barones que retiren a su hijo. No se
demoran, pronto dan cumplimiento a su mandado: Meleagante es sometido. Para
retirar a Lanzarote no hubo que prodigar grandes esfuerzos: mucho hubiera
podido perjudicarle el otro, antes que él le tocase. Entonces dice el rey a su
hijo:
«Así Dios me valga, debes ahora hacer las paces y devolver a
la reina. [3850] Es preciso que olvides y renuncies por completo a semejante
querella.
-¡Muy grande necedad habéis dicho! ¡Demasiado os he oído
esgrimir naderías! ¡Idos! Dejadnos combatir y no os mezcléis más en esto.»
El rey dice que ha obrado así «porque bien sé que te mataría
si os dejase combatir».
«¿Que él me mataría? Antes sería yo quien le matase, si vos
no nos estorbaseis y nos dejaseis combatir.»
Responde el rey:
«Así Dios me salve, no vale nada cuanto dices.
-¿Por qué?
-No quiero oírte. No voy a confiar en la locura y el orgullo
que te matarían. Loco está quien su muerte desea, como tú, que ni siquiera lo
sabes. Sé bien que me odias porque quiero impedir que mueras. Espero que Dios
no me dejará ver con estos ojos tu muerte, porque sería para mí un dolor
excesivo.»
Tanto le dice y tanto le amonesta que han fijado paces y
acuerdos. Se estipula que Meleagante devolverá a la reina, a condición de que,
al cabo de un año a partir del día elegido por él para el reto, Lanzarote, sin
demora alguna, se enfrentará de nuevo con él. El acuerdo no entristece en
absoluto a Lanzarote. Todo el pueblo acepta la paz, y desea que la batalla
tenga lugar en la corte del rey Arturo, señor de la Bretaña y Cornualles. Allí
desean que tenga lugar, si la reina promete, y Lanzarote garantiza, que, si
Meleagante consiguiera vencerle, ella regresará con el vencedor y nadie la
retendrá. Conforme está la reina, y Lanzarote sale fiador. De este modo los han
puesto de acuerdo, a más de separarlos y desarmarlos.
[3900] Era costumbre
del país: cuando uno era liberado, los demás regresaban con él. Así, pues,
todos bendecían a Lanzarote. Podéis haceros una idea de la inmensa alegría que
debía reinar allí entonces: reinó, sin duda alguna. Todos juntos, los
desterrados hacen visible su alegría ante Lanzarote, y así le dicen, todos
juntos, para que él pueda oírles:
«Señor, mucho nos alegramos, en verdad, tan pronto oímos
vuestro nombre, pues al punto supimos con certeza que nos liberaríais a todos.»
A la alegría se une un gran afán: cada cual, con fatiga y
dificultades, intenta tocar a su libertador. El que consigue aproximarse más,
conquista una alegría inenarrable. Al mismo tiempo reinan el gozo y la
tristeza: los que han sido rescatados se abandonan a su dicha; Meleagante y los
suyos no tienen nada que celebrar: pensativos están, sombríos y abatidos.
El rey gira sobre sus pasos. Con él va Lanzarote, no le ha
olvidado. Éste le ruega ser conducido ante la reina.
«Por mí no queda -dice el rey-, que me parece oportuno hacer
lo que decís. Os mostraré también a Keu el senescal, si lo deseáis.»
Poco falta para que Lanzarote se arroje a sus pies, tan loco
de alegría se halla. El rey le condujo al instante a la sala donde esperaba la
reina, recién llegada. Cuando la reina ve al rey trayendo a Lanzarote por un
dedo, se pone en pie aparentando malhumor, baja la cabeza y no pronuncia
palabra.
«Señora, ved aquí a Lanzarote -dice el rey-, que viene a
veros. Ello habrá de agradaros sobremanera.
-¿A mí? Señor, no puede agradarme. Su presencia no me
interesa en absoluto.
-¡Cómo! Señora -responde el rey generoso y cortés-, ¿de qué
corazón os habéis investido? [3950] Por cierto que cometéis sinrazón excesiva
con el hombre que tanto os ha servido. En su búsqueda ha puesto por vos su vida
en peligro mortal, y os ha rescatado y defendido de mi hijo Meleagante, quien
muy a su pesar os ha devuelto.
-Señor, a la verdad, ha gastado su tiempo. No negaré que no
le guardo la menor gratitud.»
He aquí a Lanzarote fulminado. Como respuesta, dice muy
suavemente, como cuadra a un amante cumplido:
«Señora, verdad es que me duelen vuestras palabras, y no me
atrevo a preguntaros el motivo.»
Mucho se hubiera lamentado Lanzarote si la reina le hubiese
escuchado; pero, para atormentarle y confundirle, no quiso responder una sola
palabra, retirándose a una cámara cercana. Y Lanzarote la escoltó hasta la
entrada con los ojos y con el corazón. Corto fue el viaje de los ojos, que
demasiado cerca estaba la cámara; muy de su grado hubiesen entrado tras ella,
si fuera posible. El corazón, que es amo y señor mucho más poderoso, pasó tras
su señora al otro lado de la puerta. Los ojos se han quedado fuera, llenos de
lágrimas, junto con el cuerpo. El rey, entonces, a título confidencial, le
dice:
«Lanzarote, mucho me maravilla qué signifique o de dónde
proceda el que la reina no os quiera ver ni se digne dirigiros la palabra. Si
nunca le plugo hablaros, no debiera precisamente ahora dispensaros esta acogida
ni rechazar vuestra conversación, después de lo que habéis hecho por ella.
Vamos, decidme, si lo sabéis, por qué causa, por qué sinrazón os ha mostrado
una apariencia semejante.
-Señor, hace sólo un momento no lo hubiera creído. Pero no
hay duda de que no quiere verme ni oír mi voz: ello me duele y pesa mucho.
-En verdad -dice el rey- no tiene razón, pues por ella
habéis acometido mortales
aventuras. [4000] Y bien, querido amigo, venid. Vais a hablar con el
senescal.
-Iré con mucho gusto.»
Ambos se dirigen hacia el senescal. Cuando Lanzarote llegó ante
él, Keu le espetó a manera de saludo:
«¡Cómo me has deshonrado!
-¿Yo? -dice Lanzarote-, decidme en qué. ¿Qué vergüenza he
podido causaros?
-Una muy grande, que tú has llevado a cabo la empresa que yo
no he podido concluir. Has hecho lo que yo no pude hacer.»
Entre tanto, el rey se va, los deja solos: de la cámara todos
han salido. Lanzarote pregunta al senescal si ha padecido mucho:
«Si -responde Keu-, y padezco todavía: nunca he sufrido tanto
como ahora. Y hubiese muerto largo tiempo ha, a no ser por el rey que acaba de
irse. Él se ha apiadado de mí, demostrándome siempre dulzura y amistad; nunca,
enterado él, me ha faltado cosa alguna de la que hubiese menester que no me
fuese aparejada al punto, ni una sola vez. Pero por cada bien que me hacía, su
hijo Meleagante, lleno de malas artes, mandaba llamar cabe sí y a traición a
los médicos, y les ordenaba poner sobre mis llagas ungüentos tales que me
hiciesen morir. De este modo tenía yo padre y padrastro; cuando el rey,
queriendo contribuir a mi pronta curación, hacía colocar un buen emplasto sobre
mis llagas, su hijo, traicioneramente, hacía que me lo cambiaran por un
ungüento lesivo, siempre con la intención de matarme. Sé con absoluta certeza
que el rey nada sabía de ello: no habría consentido en guisa alguna tal crimen
ni tal felonía. Además, no sabéis de su generosidad para con mi señora la
reina; nunca fue por ninguna guarda tan 4050 bien guardada torre ni frontera,
desde el tiempo en que Noé construyó el arca, como ha sido guardada ella por
él. A su hijo no le permite ni siquiera verla, de no ser ante el común de las
gentes o en su propia presencia; mucho se duele Meleagante por ello. Con tan
gran honra la ha tratado y trata el noble rey (¡gracias le sean dadas!) como
ella misma ha querido disponer, que nunca hubo en esto otro arbitro que ella. Y
el rey más y más la ha ido estimando, al ver la lealtad que le demuestra. Pero,
¿es verdad lo que me han dicho? ¿Tan gran cólera siente hacia vos que su
palabra, delante de todos, os ha retirado terminantemente?
-La verdad os han dicho -responde Lanzarote-, la pura verdad.
Pero, por Dios, ¿sabríais decirme por qué me odia?»
Keu le contesta que no sabe, que se encuentra también
extrañamente sorprendido.
«¡Sea según sus órdenes!», dice Lanzarote, resignado, y
añade: «Debo despedirme. Iré en busca de mi señor Galván, también entrado en
esta tierra: me prometió que se dirigiría en línea recta hacia el Puente bajo
el Agua.»
Dicho esto, ha salido de la cámara y ha llegado delante del
rey, a quien pide licencia para partir. El rey la otorga de su grado. Pero
aquellos a los que había liberado de su prisión le preguntan qué harán. Y él
les dice:
«Vendrán conmigo todos los que quieran venir. Quédense
los que
quieran quedarse junto a la reina; no es razón que conmigo vengan.»
Con él van todos los que quieren, más alegres y felices de lo
que acostumbraban. Con la reina permanecen las doncellas, manifestando su
alegría, y las damas, y más de un caballero. [4100] No hay nadie de los que se
quedan que no prefiera volver a su país antes que prolongar su estancia allí.
Pero la reina los retiene; mi señor Galván está cerca, y ella no quiere moverse
hasta saber noticias suyas.
Por todas partes se ha extendido la nueva: la reina está
libre por completo; y todos los cautivos han sido liberados con ella. Se irán
sin falta cuando les plazca y les convenga. Unos a otros se preguntan si es
verdad: no hablaban de otra cosa cuando estaban juntos. Desde luego no les
enoja que sean destruidos los pasos peligrosos. Se va y se viene a voluntad.
Nada hay de lo que antes solía haber.
Cuando supieron las gentes del país -los que no habían
presenciado la batalla- cómo se había comportado Lanzarote, se dirigieron todos
hacia aquel lugar por donde sabían que él marchaba; cuidan que al rey le
agradaría que condujesen ante él a Lanzarote prisionero. Éste y los suyos se
hallaban desguarnecidos de armas; por ello los sorprendieron, que los del país venían
armados. No es maravilla que prendiesen a Lanzarote, que iba desarmado, y que
le hicieran retroceder con los pies atados bajo su caballo.
«Muy mal obráis, señores -dicen los desterrados-, pues el rey
nos protege. Todos estamos bajo su guarda.
-Nada sabemos -les responden-. Habéis de venir con nosotros a
la corte en calidad de prisioneros.»
La noticia corre, vuela hasta llegar al rey: sus gentes han
apresado a Lanzarote y le han matado. En cuanto el rey lo sabe, mucho se
aflige, y jura, cuando menos por su cabeza, que quienes le mataron morirán; no
se podrán justificar y, cuando caigan en su poder, no habrá cuestión sino de
darles muerte en la horca, en la hoguera o en el agua. [4150] Y si se atreven a
negarlo, no les creerá a ningún precio; demasiado han sumido su corazón en
duelo, y le han causado una deshonra tal que sobre él deberían caer los
reproches, si no tomase venganza. Pero la tomará sin duda alguna.
La nueva, que por todas partes se expande, ha llegado hasta
la reina, cuando estaba sentada en la sala de banquetes. A punto estuvo de
matarse al oír la noticia. Aunque era falsa, ella la reputaba verdadera. Tan
infelizmente desfallece que falta poco para que pierda la palabra. No obstante,
dice con claridad a cuantos allí estaban:
«Mucho me pesa su muerte, a la verdad. Y si me pesa no es sin
razón, que él vino en mi busca a este país; por eso siento este pesar.»
Acto seguido -en voz muy baja, para que nadie la oiga- se
dice a sí misma que no beberá ni comerá en lo sucesivo, si es verdad que está
muerto aquél por cuya vida ella vivía. Al punto, se levanta muy dolorida de la
mesa y va a lamentarse donde nadie pueda escucharla. Tan ansiosa está de
matarse que a menudo se aferra la garganta. Pero antes se confiesa consigo
misma: se arrepiente y fustiga su culpa, mucho se censura y se acusa del pecado
que había cometido contra aquél que siempre había sido suyo -bien lo sabía
ella- y todavía lo sería si estuviese vivo. Tal duelo hace por su pasada
crueldad que ha perdido gran parte de su belleza. El recuerdo de su
perversidad, junto con la vigilia y el ayuno, la han vuelto pálida y sombría.
Ha reunido todas sus faltas, y ahora desfilan ante ella; a todas las recuerda:
«¡Ay, desdichada! ¿En
qué pensaría cuando mi amigo se presentó ante mí, que no le dispensé una buena
acogida, y ni siquiera me digné escucharle? [4200] Cuando le rehusé vista y palabra, ¿no cometí
una locura? ¿Una locura? Así Dios me valga, cometí más bien una perversa
crueldad. Yo cuidaba que todo era un juego, pero él no lo entendió así, y no ha
podido perdonarme. Nadie sino yo le he asestado el golpe mortal, por mi fe.
Cuando llegó a mí sonriendo, seguro de que yo me alegraría al verle, ¿no fue un
golpe mortal el no querer concederle una mirada? Cuando le retiré mi palabra,
cuido que en ese instante le arranqué la vida con el corazón. Estos dos golpes
le han matado, ningún otro asesino a sueldo. ¡Dios mío! ¿Podré algún día
rescatarme de este crimen, de este pecado? Bien sé que no; antes se secarían
todos los ríos y el mar se agotaría. ¡Ay! ¡Cómo me reconfortaría y cuánto mejor
me sentiría si, al menos una vez antes de muerto, le hubiese tenido entre mis
brazos! ¿Cómo? Muy fácilmente: desnuda yo y desnudo él, para que mayor fuese el
placer. Pero está muerto, y muy cobarde seré si no me doy la muerte yo también.
Aunque, ¿irá en perjuicio de mi amigo el que yo conserve la vida después de su
muerte, cuando nada me produce placer en el mundo sino el dolor que padezco por
él? Ésa es mi única alegría tras su muerte; muy dulce hubiera sido para él,
mientras vivía, este sufrimiento de amor por el que ahora siento un deseo
semejante. Cobarde me parece la amiga que prefiere morir a sufrir por su amigo.
De grado elijo, pues, prolongar durante largo tiempo mi dolor. Antes quiero
vivir y sufrir que morir y descansar.»
Dos días se mantuvo la reina en este duelo, sin comer ni
beber, tanto que se creyó que había muerto. Muchos hay que transmiten noticias:
antes la triste que la agradable. [4250] A Lanzarote llega la nueva de que ha
muerto su dama y amiga. Mucho le ha pesado, no lo dudéis. Bien puede imaginar
cualquiera el grado de su dolor. A la verdad, si queréis oírme y saberlo,
estaba tan afligido que llegó a sentir desprecio por su vida: quiere matarse
sin demora, pero antes se lamentará. En uno de los cabos del cinturón que le
ciñe anuda un lazo corredizo, y se dice a sí mismo, arrasados los ojos de agua:
«¡Ah, Muerte! ¡Qué emboscada me has tendido! Sano estaba y tú
me has hecho caer enfermo. Enfermo estoy, ningún mal siento fuera del duelo que
me oprime el corazón. Este duelo es mi enfermedad, y mortal es. Mi afán es que
lo sea, y, si a Dios place, moriré. (¡Cómo? ¿No podré morir de otra manera, si
ésa no es del agrado de Dios? Sí podré, con tal que me permita apretar este
lazo en torno a mi garganta: así espero vencer a la muerte. Me mataré a
despecho suyo. Mi cinturón la conducirá prisionera ante mí, por más que ella no
quiera llegarse nunca a los que no la temen, y, tan pronto se encuentre en mi
jurisdicción, hará cuanto desee. Lentos serán, a la verdad, los pasos con que
venga: tan deseoso estoy de poseerla.»
No se demora entonces, ni se tarda: antes bien, pasa su
cabeza por el lazo, y fija éste alrededor de su cuello. Para que el mal se
cumpla, ata fuertemente el otro cabo del cinturón al arzón de su silla, sin que
nadie se aperciba de ello. Y se deja en seguida caer a tierra. Quiere hacerse
arrastrar por su caballo hasta morir: no juzga digno vivir una hora más. Cuando
los que con él cabalgaban le ven caído en tierra, cuidan que se ha desvanecido:
ninguno de ellos ha reparado en el nudo que oprimía su cuello. Le han levantado
al punto entre sus brazos. [4300] Fue entonces cuando encontraron el lazo que
le había convertido en su propio enemigo, el lazo que en torno a su cuello
había dispuesto. Se lo cortan rápidamente. Pero el lazo había mortificado con
tanto rigor a la garganta que no pudo hablar en algún tiempo: por poco se le
rompen todas las venas del cuello. En lo sucesivo, es incapaz de hacerse mal,
por más que lo desee. Mucho le pesaba la vigilancia. A punto estuvo su duelo de
consumirle: muy a su gusto se habría matado, si nadie estuviera vigilándole.
Viendo que no puede hacerse daño, dice:
«¡Ah, Muerte vil y despreciable! Muerte, por Dios, ¿no tenías
poder y fuerza suficientes para matarme a mí en lugar de mi dama? Tal vez no te
dignaste ni quisiste hacerlo por miedo a hacer un bien a alguien. Tu felonía no
lo permitió: ninguna otra razón. ¡Qué servicio el tuyo! ¡Qué bondad! ¡En qué
lugar te has situado! ¡Maldito sea quien te guarde gratitud! No sé quien me
odia más, si la Vida que me desea, o la Muerte que no quiere matarme: una y
otra me matan. Pero es con razón, así Dios me valga, si vivo yo a pesar mío,
pues debería haberme matado cuando mi señora la reina me mostró semblante de
odio. Y no lo hizo sin motivo; tenía una buena razón, aunque a mí se me escape
cuál fuera. Si hubiese conocido esta razón antes de que su alma fuese al
encuentro de Dios, habría reparado mi falta con tanta vehemencia como a ella le
pluguiera, con tal que se apiadase de mí. Dios, ¿cuál ha podido ser mi crimen?
[4350] Quizá ha sabido que subí en la carreta. No veo qué baldón puede
imputarme si no es ése, que me ha traicionado. Si fue la causa de su odio,
Dios, ¿por qué ese crimen me ha dañado tanto? Quien me lo reproche no sabe lo
que es Amor. La boca no debe censurar nada de lo que Amor inspira: todo lo que
se hace por la amiga se llama amor y cortesía. Pero yo nada he hecho por mi
amiga. No sé qué decir, ¡ay! No sé si decir amiga o no. No me atrevo a darle
ese nombre. Cuido saber de amor lo bastante para afirmar que ella no debió
considerarme el más vil de los hombres, si me hubiese amado. Antes bien,
debería haberme llamado su amigo fiel, por cuanto honor me parecía todo lo que
Amor deseaba: subir a la carreta, en ese caso. En ello sólo amor hubiera debido
ver ella, y su probanza: así pone a prueba Amor, y de este modo reconoce a los
suyos. Pero no tuvo a bien mi dama estas servidumbres: bien pude advertirlo en
la acogida que me dispensó. Y sin embargo, por ella hizo su amigo lo que más de
una vez le supuso vergüenza, reproches y censuras. He jugado ese juego que
todos vituperan, y mi felicidad, tan dulce, se me ha tornado amarga melancolía.
A fe que tal es la costumbre de aquéllos que de amor nada saben y lavan su honor
en la vergüenza: quien sumerge su honra en el oprobio, no hace otra cosa que
ensuciarla más. Son los mismos ignorantes que publican su desdén hacia Amor;
los que, muy lejos de él, no cumplen sus mandatos. Ño saben que mucho se ayuda
quien hace lo que Amor ordena -no hay nada más digno de perdón-, y que mucho
pierde quien rehúsa hacerlo.»
Así se lamenta Lanzarote. A su lado se duelen sus compañeros,
los que le guardan y vigilan. Entre tanto, llegan noticias de que la reina no
está muerta. [4400] Al punto, Lanzarote
se conhorta: si antes por su muerte había hecho enorme duelo, ahora la alegría
por su vida es cien mil veces mayor. Como no se encontraban sino a seis o siete
leguas de donde estaba el rey Baudemagus, llegó a éste la noticia de que
Lanzarote vivía y que llegaba sano y salvo; de grado escuchó el monarca la
buena nueva, y, galantemente, fue en seguida a decírselo a la reina.
«Mi buen señor -responde ella-, lo creo, pues que vos lo
decís. Si hubiese muerto, os lo prometo, no habría yo jamás recobrado la
alegría. Para siempre se habría desvanecido mi gozo, si un caballero hubiese
recibido la muerte en mi servicio.»
Dicho esto, el rey de allí se parte. Muy impaciente está la
reina de que regrese su alegría junto con su amigo. No tiene el más mínimo
deseo de mostrarle rigor en nada. Y he aquí que, de nuevo, el rumor que no
descansa y corre siempre sin interrupción llega a la reina: ¡Lanzarote se
habría matado por ella, si se lo hubiesen permitido! Muy alegre está, y no duda
en dar crédito a lo que oye: por nada del mundo querría que le hubiese
sobrevenido una desgracia irreparable.
Entre tanto ahí tenéis a Lanzarote, recién llegado a toda
prisa. En cuanto el rey le ve, corre a besarle y a darle el abrazo de
bienvenida. Se diría que vuela: tan ligero le vuelve su alegría. Pero quienes
capturaron y ataron al héroe la nublan bruscamente; el rey les dice que han
llegado para su desgracia, pues que van a morir sin remedio. Ellos le han
respondido que creían obrar según su deseo.
«Me contraría -dice el rey- que hayáis pensado así. [4450] No
está implicado sólo Lanzarote. A él no le habéis deshonrado, sino a mí, que era
su salvoconducto. En cualquier caso, la vergüenza es mía. Pero no bromearéis
cuando salgáis de aquí.»
Lanzarote se esfuerza lo mejor que puede en poner paz y
sosegar la ira del monarca, tanto que lo consigue. Entonces el rey le conduce a
ver a la reina. Esta vez ella no dejó caer sus ojos en tierra. Por el
contrario, fue alegremente a recibirle, le honró cuanto pudo y le hizo sentar a
su lado. Hablaron luego a su placer de cuanto les venía en gana. Temas no
faltaban, que Amor se los brindaba. Cuando Lanzarote ve que la ocasión le es
propicia y que no dice nada que no agrade a la reina, le dice en voz muy baja:
«Señora, mucho me pregunto maravillado el porqué de vuestra
acogida el otro día. Al verme, ni una sola palabra me dirigisteis: un poco más,
y hubiese muerto. No fue entonces tan audaz que me atreviera a preguntaros el
motivo, pero ahora sí me atrevo. Señora, estoy dispuesto a reparar mi falta,
pero os ruego que me descubráis el crimen que tanto me ha turbado.»
Le responde la reina:
«¿Cómo? ¿No tuvisteis vergüenza de la carreta? ¿Acaso no
dudasteis? Muy a vuestro pesar subisteis en ella, pues que os demorasteis dos
pasos. Es por eso, en verdad, por lo que no he querido ni hablaros ni miraros.
-¡Dios me libre otra vez de semejante fechoría! -dice
Lanzarote-. Que Dios no tenga jamás piedad de mí si no obrasteis con toda
justicia. Señora, por Dios, aceptad lo antes posible la reparación de mi culpa.
Si algún día me vais a perdonar, decídmelo, por Dios.
-Amigo, yo os libero por completo de vuestra falta. Os
perdono de todo corazón. [4500]
-Gracias os sean dadas, señora. Pero aquí no puedo deciros
cuanto quisiera. Con gusto os hablaría más despacio, si fuese posible.»
La reina le señala una ventana con la mirada, no con el dedo,
y dice:
«Venid a hablarme a esta ventana a medianoche, cuando todos
duerman aquí dentro. Pasaréis por ese vergel. Pero aquí no podréis entrar, ni
albergar vuestro cuerpo como un huésped. Yo estaré dentro y vos fuera, que
dentro no podréis pasar. Yo tampoco podré llegar hasta vos, no siendo con la boca
o con la mano. Hasta el amanecer estaré allí, si ése es vuestro gusto. No
podríamos reunimos: en mi cámara, delante de mí, se acuesta Keu, el senescal,
quien, cubierto de llagas, languidece en el lecho. La puerta tampoco está
abierta: bien cerrada queda, y bien guardada. Cuando vengáis, tened cuidado de
no toparos con ningún espía.
-Señora -responde Lanzarote-, como pueda evitarlo, no me verá
ningún espía de los que piensan mal o alimentan murmuraciones.»
Así conciertan su entrevista y, llenos de alegría, se
separan.
Lanzarote sale fuera de la cámara, tan alegre que no recuerda
ninguno de los dolores pasados. La noche tarda demasiado. El día se le antoja,
en su impaciencia, más largo que cien días o que un año entero. Muy gustoso
habría acudido a la cita, si fuese ya de noche. Tanto ha luchado la noche por
vencer al día que lo ha cubierto con su oscuridad, a modo de capa sombría sobre
los hombros de la luz. Cuando ya ha oscurecido, muestra el héroe visos de
cansancio y fatiga, y dice a los circunstantes que ha velado mucho y le es
menester reposo. [4550] Bien podéis comprender, vosotros que habéis acometido
empresas de este género, que él se finge cansado y que, engañosamente, se hace
conducir a su cámara por las gentes de su posada. Pero su lecho no le parecía
atractivo: no hubiese reposado allí por nada del mundo. No habría podido ni se
hubiera atrevido. No hubiese querido tampoco atreverse ni poder.
Pronta y sigilosamente se levantó, sin lamentar en absoluto
que no lucieran luna ni estrellas, ni que no ardiese en la mansión antorcha,
lámpara ni linterna. Así se fue, acechando que ninguno le viese: cuidaban que
dormiría en su lecho durante toda la noche. Sin compañía ni escolta se dirige
rápidamente hacia el vergel. No encontró a nadie. Y tiene suerte: un lienzo de
la pared que cercaba el jardín se había derrumbado recientemente. Por esa
brecha para veloz y pronto llega a la ventana. Allí se detiene, sin hacer
ruido, sin toser, sin estornudar, hasta que llega la reina, envuelta en la
blancura de una camisa. No lleva encima saya ni brial, tan sólo un manto corto
de escarlata y cisemus. ([1]) Cuando Lanzarote ve a la reina que se inclina
sobre la ventana, guarnecida de barrotes de hierro, con un dulce saludo la ha
saludado. Y ella se lo devuelve al punto, que mucho estaban deseosos él de ella
y ella de él. Nada hay de mal tono, nada triste en la conversación que
mantienen. Uno y otra se aproximan, y mano a mano se entrelazan. Pero les pesa
demasiado no poder juntarse más, y ambos denigran los hierros que les separan.
[4600] Con todo, Lanzarote se jacta de que, si a la reina le 4600 place,
conseguirá forzar la entrada: unos hierros no le detendrán.
«¿No veis -responde ella- que es muy difícil doblarlos, y más
aún romperlos? Por más que los apretéis y atraigáis hacia vos y estiréis, no
podréis arrancarlos.
-Señora, no os preocupéis. Esos hierros no valen nada. Nadie
salvo vos puede impedirme reunirme con vos. Si me otorgáis licencia, el camino
me es franco. Pero si no es de vuestro gusto, será tan peligroso que por nada
del mundo pasaría.
-Sí -dice ella-, bien lo quiero. Mi voluntad no es lo que os
detiene. Pero os conviene esperar a que esté acostada en mi lecho, y habréis de
obrar en el mayor de los sigilos. No sería ni motivo de diversión el que el
senescal, que duerme aquí, se despertase a causa del alboroto. Es razón, pues,
que regrese a mi lecho, pues él no podría interpretar favorablemente el verme
estar de pie en este lugar.
-Señora, idos sin perder un instante. Pero no temáis que vaya
a hacer ruido. Tan suavemente pienso arrancar los barrotes que en modo alguno
me fatigaré, y nadie se despertará.»
Dicho esto, la reina se va, y él se dispone a deshacerse de
la ventana. Se agarra a los barrotes, los sacude violentamente, tira de ellos
tanto que consigue doblarlos y arrancarlos de raíz. Pero era tan cortante su
hierro que le hendió la primera falange del dedo meñique hasta los nervios, y
le produjo un profundo corte en el primer nudillo del dedo contiguo. No se da
cuenta el héroe de la sangre que mana, gota a gota, de sus heridas: está
pensando en algo muy diferente. No es baja ni mucho menos la ventana, pero
Lanzarote la franquea con ligereza y soltura. En su lecho encuentra a Keu,
dormido, y por fin llega al lecho de la reina. [4650] Ante ella se postra, y la adora: en ningún
cuerpo santo creyó tanto como en el cuerpo de su amada. La reina le encuentra
en seguida con sus brazos, le besa, le estrecha fuertemente contra su corazón y
le atrae a su lecho, junto a ella. Allí le dispensa la más hermosa de las
acogidas, nunca hubo otra igual, que Amor y su corazón la inspiran. De Amor
procede tan cálido recibimiento. Si ella siente por él un gran amor, él la ama
cien mil veces más: Amor ha abandonado todos los demás corazones para
enriquecer el suyo. En su corazón ha recobrado Amor la vida, y de una forma tan
pictórica que en los demás se ha marchitado. Ahora ve cumplido Lanzarote cuanto
deseaba, pues que a la reina le son gratas su compañía y sus caricias, y la tiene
entre sus brazos y ella a él entre los suyos. Tan tiernos y agradables son sus
juegos, tanto han besado y han sentido, que les sobreviene en verdad un
prodigio de alegría: nadie oyó hablar jamás de maravilla semejante. Pero nada
diré al respecto: mi relato debe guardar silencio. De entre las alegrías,
quiero la historia mantener oculta y en secreto la más selecta y deleitable.
La mucha alegría y el placer ocuparon a Lanzarote toda la
noche. Pero viene el día, su tormento, pues que ha de levantarse de junto a su
amiga. Mientras amanece, semeja en todo un mártir: tanto le apena su partida
que sufre gran martirio. Su corazón regresa en seguida” al lugar donde queda la
reina. No tiene poder para detenerlo. Tanto le satisface su dueña que no desea
abandonarla. El cuerpo parte, permanece el corazón.
Derechamente, Lanzarote se vuelve hacia la ventana. Ha dejado
tras él un rastro de sangre: las sábanas están manchadas de la que cayó de sus
dedos. [4700] Muy destruido parte el héroe, todo lágrimas y suspiros. No han
fijado el momento de volver a verse: ello le pesa, pero no puede ser de otro
modo. De mala gana vuelve a pasar por la ventana por donde entró con tanto
placer. Sus dedos ya no están enteros, que muy graves fueron las heridas. Sin
embargo, ha enderezado los barrotes de hierro y los ha vuelto a poner en su
lugar, de tal manera que ni por delante ni por detrás, ni por un lado ni por
otro podía advertirse que hubiese arrancado o doblado uno solo de ellos. Antes
de partir, se humilla vuelto hacia la cámara, como si se encontrase delante de
un altar. Después se va, cercado por la angustia. No encuentra hombre que le
reconozca hasta que llega a su posada, y en su lecho se acuesta, después de
desnudarse, sin despertar a nadie. Es entonces cuando, por vez primera,
descubre maravillado las llagas de sus dedos. Pero éstas no le inquietan, pues
está completamente seguro de que se hirió al arrancar del muro los hierros de
la ventana. No se lamenta por ello: hubiese preferido que le arrancaran ambos
brazos del cuerpo a no pasar al otro lado. Si en cualquier otra situación
hubiese sido herido de una forma tan deshonrosa, mucho se habría dolido y
encolerizado.
Por la mañana, la reina dormía muy dulcemente en su cámara de
hermosos tapices. No podía imaginar que sus sábanas estuviesen manchadas de
sangre: cuidaba que conservarían su blancura acostumbrada. Meleagante, por su
parte, apenas se vistió, se dirigió a la cámara donde yacía la reina. Despierta
la encuentra, y ve también las gotas de sangre fresca, aquí y allá dispersas
por las sábanas. [4750] Con el codo ha empujado a sus acompañantes, y,
presintiendo el mal, mira hacia el lecho de Keu, el senescal, y ve las sábanas
igualmente manchadas de sangre (habéis de saber que sus heridas se habían
abierto de nuevo durante la noche).
«Señora -dice-, acabo de encontrar las pruebas que buscaba.
Muy loco está en verdad quien se afana en guardar el honor de una mujer. Pierde
su tiempo y sus desvelos: que antes engaña ella a quien mejor la guarda que a
quien no la vigila. Mi padre os ha guardado admirablemente de mí, pero esta
noche Keu, el senescal, os ha examinado atentamente y, mal que le pese a
vuestro guardián, ha hecho con vos toda su voluntad. Harto fácil será probarlo.
-¿Cómo? -responde ella.
-He encontrado sangre en vuestras sábanas: ella es mi
testigo, puesto que es necesario que os lo diga. Todo lo sé y todo lo probaré
por el hecho de que estoy viendo en vuestras sábanas y en las suyas la sangre
que manó de sus heridas. Veraz indicio me parece.»
Entonces ve la reina por primera vez las sábanas sangrantes
en uno y otro lecho. Mucho se maravilla. Ha sentido vergüenza, y enrojece.
«Así Dios me proteja -dice-, esa sangre que contemplo sobre
mis sábanas no la derramó Keu, en modo alguno. Me ha sangrado la nariz esta
noche. De mi nariz procede, estoy segura.»
Y piensa estar diciendo la verdad.
«Por mi cabeza -dice Meleagante-, todo lo que decís no vale
nada. No os conviene seguir fingiendo. Sois convicta de infamia: será probada
la verdad.»
Y añade a los guardianes allí presentes:
«Señores, no os mováis de aquí y vigilad que nadie quite las
sábanas del lecho hasta que yo vuelva. Quiero que el rey me dé la razón cuando
lo haya visto con sus propios ojos.»
Tanto busca a su padre que le ha encontrado. A sus pies se
arroja, y le dice:
«Señor, venid a ver algo que no podéis imaginar. [4800] Venid a ver a la reina y veréis la probada maravilla
que yo he visto y tenido ante mis ojos. Pero, antes de venir, os ruego que no
me neguéis justicia ni derecho. Bien sabéis en qué aventuras he arriesgado mi
cuerpo por ella. Obtuve a cambio vuestra enemistad, ya que la hicisteis
custodiar por mi causa. Pues bien, hoy por la mañana he ido a observarla a su
lecho, y tanto he visto allí que he comprendido fácilmente que cada noche Keu
duerme con ella. Señor, por Dios, no os extrañe si sufro y me lamento, pues
gran desdén considero el que me odie a mí y me desprecie, mientras yace con Keu
todas las noches.
-¡Cállate! -dice el rey-. No puedo creerlo.
-Señor, venid entonces a ver cómo ha dejado Keu las sábanas.
Puesto que no creéis en mi palabra y pensáis que os miento, voy a mostraros las
sábanas y la colcha ensangrentadas por las heridas de Keu.
-Vamos allá, que quiero verlo. Mis ojos me enseñarán la
verdad.»
Al punto se dirige Baudemagus a la cámara de la reina, y la
encuentra levantándose. Ve en su lecho las sábanas sangrantes, y en el de Keu
también.
«Señora -dice-, mal están las cosas si mi hijo me ha dicho la
verdad.»
Responde ella:
«Así Dios me valga, no se ha contado nunca, ni siquiera
hablando de una pesadilla, mentira tan funesta. Creo que Keu, el senescal, es
lo bastante cortés y leal como para no haber dado jamás motivos de sospecha. En
cuanto a mí, yo no hago de mi cuerpo una mercancía, ni me entrego a quien me
desea. Keu, en verdad, no es hombre que requiera de mí tal ultraje, ni yo he
tenido nunca el corazón de cometerlo, ni lo tendrá jamás.
-Señor, mucho os agradecía -dice Meleagante a su padre- que
Keu expiase su crimen de modo que la vergüenza alcanzara también a la reina.
[4850] Vos tenéis el poder de hacer justicia: reclamo y ruego que hagáis uso de
él. Al rey Arturo, su señor, ha traicionado Keu, en quien tanto confiaba que le
había encomendado lo que en este mundo le era más querido.
-Señor -exclama Keu-, hora es de que me permitáis responder,
y de este modo podré exculparme. Que Dios, cuando abandone el siglo, no conceda
perdón a mi alma si alguna vez gocé a mi señora la reina. Sí, preferiría estar
muerto a haber cometido contra mi señor semejante sinrazón. Que Dios no me
conceda salud mayor de la que ahora tengo y que la muerte se apodere de mí en
este instante, si alguna vez siquiera pensé en ello. Yo sólo sé que mis llagas
han sangrado con exceso esta noche, y han ensangrentado mis sábanas. Vuestro
hijo no me cree, pero es él quien no tiene razón.
-Así Dios me ayude -responde Meleagante-, los diablos os han
traicionado, los demonios en persona. Demasiado os habéis acalorado esta noche:
por eso os fatigasteis y vuestras llagas reventaron. Cuanto decís es pura
ficción: la sangre en ambos lechos lo atestigua con absoluta evidencia. Razón
es que paguéis, pues que sois convicto del crimen que se os imputa. Un
caballero de vuestro rango, ¿llevó a cabo jamás algo tan deshonroso? La
vergüenza es ahora vuestra única compañera.
-Señor, señor -dice Keu al rey-, por mi dama y por mí habré
de defenderme de lo que vuestro hijo me acusa. Sin razón me atormenta y me
aflige.
-No estáis en condiciones de presentar batalla -le responde
el rey-. Aún no estáis curado.
-Señor, si me lo permitís, voy a enfrentarme con él, a pesar
de mi enfermedad, y sabré demostrar que no tengo culpa en ese crimen que me atribuye.»
[4900]
Entre tanto, la reina ha enviado a buscar secretamente a
Lanzarote, y dice al rey que sabe de un caballero que defenderá al senescal
contra Meleagante, si éste se atreve a mantener su acusación.
«No existe ningún caballero -exclama Meleagante- con el que
yo no acepte entrar en batalla hasta que uno de los dos quede vencido, aunque
un gigante sea mi adversario.»
Precisamente entonces entra Lanzarote. Tal muchedumbre hay de
caballeros que la sala está llena. Ahora que él está aquí puede contar la reina
ya lo sucedido, y, ante todos, jóvenes y canos, dice:
«Lanzarote, aquí mismo me ha imputado Meleagante esta
vergüenza. Cuantos le han oído se inclinan en mi disfavor, si no conseguís vos
que se desdiga. Según él, Keu ha yacido esta noche conmigo, pues que ha visto
mis sábanas y las suyas manchadas de sangre, y afirma que será condenado por
ello si no puede defenderse en persona de la acusación, o si nadie quiere
librar batalla para defenderle.
-No necesitáis añadir nada más -dice Lanzarote-, estando yo a
vuestro lado. ¡No quiera Dios que pese sobre vos y sobre Keu semejante
sospecha! Estoy dispuesto a presentar batalla para probar que el senescal ni
tan siquiera lo pensó. Yo seré su defensa, y le defenderé lo mejor que pueda.
Por él emprenderé batalla.»
Entonces Meleagante da un salto hacia adelante, y dice:
«Así Dios me salve, bien lo quiero y mucho me agrada. Nadie
vaya a pensar que me resulta gravoso.
-Rey y señor -dice Lanzarote-, sé de procesos y de leyes,
conozco bien los juicios. Sin juramentos no debe celebrarse una batalla en la
que está en juego una sospecha tal.»
Y Meleagante, sin dudarlo, le responde rápidamente:
«¡Bienvenidos sean los juramentos! [4950] ¡Que traigan
inmediatamente los santos! Sé bien que
la razón me asiste.
-Así Dios me ayude -replica Lanzarote-, no conoció jamás a
Keu, el senescal, quien le atribuye este crimen.»
Al punto reclaman sus armas y mandan traer a sus caballos.
Los escuderos les arman: ya están armados. Y los santos ya están aquí.
Meleagante se acerca y Lanzarote hace otro tanto. Ambos se arrodillan.
Meleagante tiende su mano hacia las reliquias y jura con potente voz:
«Juro por Dios y por estas reliquias que Keu, el senescal,
acompañó a la reina en su lecho esta noche y de ella obtuvo todo su deleite.
-Y yo te acuso de perjuro -dice Lanzarote-, y torno a jurar
que él no la ha gozado. Tome Dios, si le place, venganza contra quien ha
mentido, y dígnese probar la verdad. Pero voy a añadir un segundo juramento,
pese a quien pese: si hoy consigo tener a mi merced a Meleagante, juro por Dios
y por estas reliquias que no tendré piedad de él.»
No se ha regocijado el rey al escuchar este juramento.
Después de haber jurado, les han traído sus caballos, magníficos ejemplares.
Cada uno ha subido sobre el suyo, y el uno contra el otro se dirige tan aprisa
como puede su caballo. El choque es tan formidable que de ambas lanzas no les
queda sino el extremo que empuñaban. Uno y otro ruedan por tierra, pero no
están muertos, que muy pronto se levantan y se hieren todo lo que pueden con el
filo de sus espadas desnudas. [5000] Chispas ardientes brotan de los yelmos
hacia las nubes. Con tan gran ira se acometen que sus espadas van y vienen sin
reposo, sin tregua para recuperar el aliento. El rey está sufriendo mucho. Decide
recurrir a la reina, que seguía el combate desde arriba, apoyada en las
tribunas de la torre. Por Dios Creador le suplica que ponga fin al combate.
«Cuando os place y agrada -dice la reina-, en buena fe no
atenta contra mi voluntad.»
Bien ha escuchado Lanzarote la respuesta de la reina. Desde
entonces no quiere combatir: para él ha terminado la batalla. Por su parte,
Meleagante le hiere y le golpea sin tregua. Entonces el rey se interpone entre
ambos y detiene a su hijo, quien jura y perjura que no le preocupa la paz:
«Batalla quiero, no me cuido de paz.»
-Cállate -responde el rey- y hazme caso: obrarás cuerdamente.
Si confías en mí, no te sobrevendrá vergüenza ni perjuicio. Haz lo que debes
hacer. ¿Has olvidado que hay una batalla concertada entre tú y él en la corte
del rey Arturo? ¿Dudas de que es allí, y no en otro lugar, donde debes adquirir
la mayor honra posible?»
Dice esto el rey por ver si consigue convencer a su hijo.
Logra que se apacigüe, y les separa.
Retrasábase mucho Lanzarote en encontrar a mi señor Galvan.
Por ello va a pedir licencia de partida al rey, y después a la reina. [5050]
Con el permiso de ambos se encamina hacia el Puente bajo el Agua. Le sigue un
nutrido grupo de caballeros: más de uno le hubiera complacido quedándose en la
corte. A marchas forzadas se han acercado al Puente bajo el Agua, tanto que les
separa una sola legua de él. Antes de llegar al puente, antes de poder verlo,
un enano sale a su encuentro, montado en un enorme caballo de caza y con un
látigo en la mano para empujar a su montura y estimularla. Inmediatamente
pregunta, como si hubiese recibido órdenes de hacerlo:
«¿Quién de vosotros es Lanzarote? No me lo ocultéis, soy de
los vuestros. Pero decídmelo con seguridad, pues mi pregunta no tiene otro
objeto que ayudaros.»
Lanzarote en persona le responde:
«Yo soy por quien preguntas y a quien buscas.»
-¡Ah! Lanzarote, noble caballero, deja a tu gente, ten
confianza y ven solo conmigo, que te quiero conducir a un lugar muy bueno para
ti. Pero nadie debe seguirte. Que te esperen aquí. Volveremos en seguida.»
Sin recelar mala intención, el héroe ordena a su gente que le
aguarde, y sigue al enano que le acaba de traicionar. Largo tiempo podrían
esperar los que allí le esperaban, pues quienes le han prendido y apresado
ningún deseo tienen de devolverle. Como ni regresa ni reaparece, sus hombres
sufren y no saben qué hacer. Todos piensan que el enano les ha traicionado, y
si ello les indigna, locura sería preguntárselo. En medio de su dolor comienzan
a buscar, pero no saben dónde encontrarle o por dónde iniciar su búsqueda.
Celebran consejo todos juntos. Los más razonables y juiciosos acuerdan, pienso,
dirigirse al paso del Puente bajo el Agua, que no está lejos, y buscar en
seguida a Lanzarote con la aprobación de mi señor Galván, si es que llegan a
encontrarle en floresta o en llano. [5100] Todos aceptan este plan: ni un ápice
se alejan de él.
Hacia el Puente bajo el Agua se dirigen. Recién llegados, ven
a mi señor Galván, que había tropezado y caído en el agua, a la sazón profunda.
Ora asoma, ora se hunde; ora le ven, ora le pierden de vista. Llegan los caballeros
a la orilla y consiguen asirle con ramas de árbol, pértigas y ganchos. No tenía
más que la cota de malla en la espalda, y sobre la cabeza puesto un yelmo que
bien valía diez de los otros, y las calzas de hierro calzadas, pero enmohecidas
por el sudor, pues muchos trabajos había padecido, y muchas refriegas y
peligros había atravesado como vencedor. En la orilla estaban su lanza, su
escudo y su caballo.
No piensan que esté vivo los que le han sacado del agua: de
ella tenía lleno el cuerpo. Hasta que la hubo desalojado por completo, no le
han oído decir palabra. Pero cuando ve que puede oír y pueden ser oídas su
palabra y su voz, cuando su corazón vuelve a latir y su pecho vuelve a
respirar, rompe a hablar sin perder un instante: pregunta al punto a quienes
tiene delante si conocen alguna novedad referente a la reina. Y le responden
que el rey Baudemagus la tiene bajo su protección en la corte, colmándola de
cortesía y de atenciones.
«¿No ha llegado nadie después que yo -dice mi señor Galván- a
buscarla a esta tierra?
-Sí -responden los caballeros-, Lanzarote del Lago. Logró
franquear el Puente de la Espada: así la rescató y liberó, y con ella a todos
nosotros. Pero nos ha traicionado un vil canalla, un enano giboso y
gesticulante: nos ha engañado miserablemente, arrebatándonos a Lanzarote.
[5150] No sabemos qué habrá sido de él.
-¿Cuándo fue eso?
-Señor, ha sido hoy cuando nos ha burlado el enano, muy cerca
de aquí, mientras nos dirigíamos él y nosotros a vuestro encuentro.
-¿Y cómo se ha portado Lanzarote desde que llegó a este
país?»
Proceden ellos a informarle: de cabo a rabo le refieren todo,
sin olvidar un solo detalle. Y le dicen que la reina le espera y ha prometido
que nada le haría moverse del país hasta volverle a ver, aunque tuviera noticias
suyas.
«Cuando nos alejemos de este puente -pregunta mi señor
Galván-, ¿iremos en busca de Lanzarote?»
La opinión general es que primero deben reunirse con la
reina. Baudemagus le hará buscar, pues creen que su hijo Meleagante, que mucho
le odia, le ha hecho prisionero a traición. Esté donde esté Lanzarote, si el
rey lo sabe, ordenará su devolución. Puesto que están así las cosas, pueden
esperar. Todos aceptaron esta decisión y se dirigieron hacia la corte, donde
estaban el rey y la reina, y Keu con ellos, el senescal, y aquel felón, lleno
hasta el colmo de traiciones, que ha sembrado el desconcierto por la suerte de
Lanzarote entre todos los que ahora llegan. Muertos se consideran, después de
la traición, y hacen visible un gran duelo, que mucho les pesa.
No es cortés la noticia que semejante duelo trae a la reina.
Sin embargo, sabe disimular lo mejor que puede su dolor. Por mi señor Galván se
imponía regocijarse, y así lo hace. Pero no puede ocultar por completo su pena:
a veces aparece. De este modo coexisten en su ánimo la alegría y el dolor: le
falla el corazón por Lanzarote, pero ante mi señor Galván aparenta una alegría
sin límites. [5200]
Nadie hay que oiga la noticia que no se duela y desespere, al
saber que Lanzarote ha desaparecido. Hubiese el rey gozado de la llegada de
Galván, mucho le hubiera complacido conocerle, pero tal dolor tiene, tal pesar
de que Lanzarote haya sido traicionado que mudo está, y abatido. La reina le
suplica que le haga buscar de un extremo a otro de su tierra, y sin tardanza.
Galván y Keu se lo ruegan también. Ni uno solo ha dejado de unirse al ruego de
la reina.
«Dejad este cuidado sobre mí -dice el rey-, ni una palabra
más. Hace ya tiempo que lo tenía decidido. Sin súplicas ni ruegos por vuestra
parte, pensaba y pienso llevar a cabo tal búsqueda.»
Todos se inclinan ante él. Inmediatamente envía el rey a
través de su reino a sus mensajeros, servidores expertos y avezados que por
todo el país difunden la noticia y preguntan por Lanzarote, pero no consiguen
obtener ninguna información positiva. No encontraron, pues, nada, y regresaron
adonde permanecían los caballeros, Galván y Keu y todos los demás. Declaran
éstos que, lanza en ristre y armados hasta los dientes, partirán en su busca: a
ningún otro enviarán en su lugar.
Un día, después de comer, se armaban todos en la sala -había
llegado el momento de cumplir con el deber y ponerse en camino-, cuando entró
un paje que, pasando a través de ellos, fue a detenerse ante la reina. Ésta no
conservaba su tinte rosa habitual, pues, al no recibir noticias de Lanza-rote,
sentía un gran dolor y llegó a mudársele el tono de su cara. El paje saludó a
la reina, y al rey que se sentaba junto a ella, a Keu y a mi señor Galván, y a
todos los demás después. Una carta llevaba en la mano: se la tiende al rey, y
éste la toma, haciéndola leer en alta voz por alguien ducho en semejantes lides.
El que lee sabe decirles sin errores lo que ve escrito en el pergamino: que
Lanzarote saluda al rey como a su señor y le agradece la honra y los servicios
que le ha prestado, como quien se considera por completo a sus órdenes. Sabed
con certeza que él está ahora con el rey Arturo, lleno de fuerza y de salud, y
hace saber a la reina -si ello no contradice su voluntad-, así como a Galván y
Keu, que pueden emprender el camino de regreso. Por las señas, la carta parecía
auténtica: así lo creyeron todos.
La noticia inundó la corte de alegría. Al día siguiente, con
el alba, hablan de regresar. El amanecer les sorprende preparando la marcha.
Muy pronto ensillan, montan y se ponen en camino. Muy de su grado el rey les
acompaña una gran parte de la ruta. Hasta los confines de su tierra va con
ellos, y, una vez traspasados, se despide de la reina y de todos en general.
Ella, a su vez, le da las gracias por todos los favores prestados, y le rodea
el cuello con sus brazos ofreciéndole sus servicios y los de Arturo, su señor:
más no le puede prometer. Y mi señor Galván y Keu y todos los demás lo prometen
también, tratándole de amigo y de señor. Esto dicho, prosiguen su camino, no
sin que el rey encomiende a Dios a la reina y a ambos caballeros, salude a los
demás y regrese con los suyos.
[5300] No descansa la
reina a lo largo de una semana, cabalga sin interrupción, tanto que la corte ha
llegado a saberlo. Muy grato es para el rey Arturo el que la reina se aproxime,
y el regreso de su sobrino le llena de alegría el corazón: cuidaba que por sus
proezas había sido la reina liberada, y Keu y los demás desterrados. La verdad
es bien diferente.
La ciudad está vacía, todos han salido al encuentro de los
que llegan. Caballero o villano, todos dicen al verles:
«Bienvenido sea mi señor Galván, que nos ha devuelto a la
reina, a tanta dama cautiva y a tanto prisionero.»
Les ha respondido Galván:
«Señores, me alabáis sin razón. Cesad en vuestras alabanzas,
que en nada me conciernen. Me causan vergüenza vuestros honores. Cuando llegué,
ya era tarde: mi lentitud me hizo fracasar. Pero Lanzarote sí llegó a tiempo, y
la honra que obtuvo no la alcanzó jamás ningún caballero.
-¿Y dónde está él, mi buen señor, puesto que no le vemos a
vuestro lado?
-¿Dónde? -responde mi señor Galván-. En la corte del rey
nuestro señor. ¿Acaso no está allí?
-A fe que no, ni en ninguna otra parte de este país. Desde
que mi señora la reina fue arrebatada, no hemos tenido de él noticia alguna.»
Tan sólo entonces comprendió Galván que la carta era falsa,
que por ella habían sido traicionados y burlados. Helos aquí de nuevo sumidos
en la tristeza. A la corte llegan, en medio de su dolor. El rey quiere saber
sin tardanza noticias del asunto. No faltan quienes le refieren cómo ha actuado
Lanzarote, cómo gracias a él fue liberada la reina y los demás cautivos, cómo y
por qué traición aquel enano consiguió hacerle prisionero. Mucho le aflige al
rey semejante relato, y mucho se lamenta. [5350] Pero tanto es el gozo que
siente al volver a ver a la reina que el corazón se le subleva: el duelo acaba
en alegría. Tiene la cosa que más quiere, lo demás apenas le preocupa.
Mientras la reina estuvo fuera del país, celebraron consejo
las damas y doncellas privadas de protección, y decidieron que querían casarse
lo antes posible. Para ello, la asamblea creyó oportuno organizar un gran
torneo. Presidían ambos bandos la dama de Pomelegoi y la dama de Noauz. Los
vencidos no obtendrán de ellas sino silencio: dicen, en cambio, que concederán
su amor a los vencedores. Así, anunciaron el torneo por las tierras vecinas, y
por las lejanas también, y fijaron un día no demasiado próximo, para que la
concurrencia fuese más numerosa.
Dentro del plazo que pusieron, llegó la reina al país. Apenas
supieron que había regresado, la mayor parte de ellas se dirigió a la corte y,
una vez ante el rey, le suplicó que un don les concediese y les otorgara un
deseo. Antes incluso de conocer la voluntad de las doncellas, el rey les
prometió que haría lo que le pedían. Entonces le dijeron que su deseo era que
permitiese a la reina asistir a su torneo. Él dice que le place, si ella
acepta. Felices con el permiso real, vanse a buscar a la reina, y le dicen
súbitamente: [5400] «Señora, no nos
retiréis lo que el rey nos ha dado.
-¿De qué se trata? -pregunta ella-. No me lo ocultéis.
-Si queréis venir a nuestro torneo, él no os retendrá ni se
opondrá a ello.»
La reina dice que acudirá, pues que el rey lo permitía. Por
su parte, las doncellas envían mensajeros y hacen saber por todos los países de
la corona que el día fijado para el torneo traerían a la soberana. Por todas
partes se ha extendido la noticia, lejos y cerca, aquí y allá, tanto que ha
llegado hasta el reino de donde nadie regresar solía (aunque ahora todo el
mundo puede entrar y salir, sin que se lo impidan). Y tanto se ha extendido por
ese reino la noticia que llegó a casa de un senescal de Meleagante, ese traidor
que en mal fuego se queme. Dicho senescal tenía a Lanzarote bajo su custodia:
su casa era la prisión donde Meleagante, su enemigo que con gran odio le
aborrece, le tenía encerrado. La nueva del torneo conoció Lanzarote, la hora y
la fecha, y sus ojos no escasearon lágrimas, ni su corazón se alegró cuando lo
supo. Doliente y pensativo le ve la dama de la casa, y en secreto le dice:
«Señor, por Dios y vuestra alma, decidme la verdad, ¿por qué
estáis tan cambiado? No bebéis ni coméis, no os veo bromear ni reír. Podéis
confiarme sin temor alguno vuestro pensamiento y vuestro dolor.
-¡Ah! Señora, no os maravilléis, por Dios, si estoy triste.
Desamparado estoy, en verdad, cuando no puedo estar allí donde todo lo hermoso
del mundo se da cita, en este torneo que reúne, según se dice, a todo un
pueblo. [5450] Sin embargo, si
quisierais y Dios os hiciese tan generosa que me dejaseis ir, estad
completamente segura de que, como respuesta a vuestro gesto, regresaría aquí
inmediatamente, en calidad de prisionero.
-En verdad que lo haría muy gustosa, si no significase mi
destrucción y mi muerte. Pero tanto temo a mi señor, el despreciable
Meleagante, que no me atrevería a hacerlo, pues sería capaz de dar muerte a mi
esposo. No es maravilla que le tema: vos conocéis su crueldad.
-Señora, si tenéis miedo de que yo, después del torneo, no
vuelva a mi prisión, obtendréis de mí un juramento que sabré respetar: nada me
impedirá volver a vuestra casa inmediatamente después del torneo.
-A fe que os lo concedo, pero con una condición.
-¿Cuál es, señora?
-Señor, vais a jurar vuestro regreso, y, además, me vais a
asegurar que obtendré vuestro amor.
-Señora, todo aquél del que puedo disponer, os lo daré, en
verdad, a mi regreso.
-¡Heme aquí reducida a nada! -dice la dama, sonriendo-. Por
lo que puedo inferir, habéis entregado y confiado a otra el amor que yo os he
pedido. No obstante, sin ningún desdén, acepto lo que pueda conseguir. Me
bastará con lo que podáis darme, pero habéis de jurar que volveréis aquí, como
mi prisionero.»
Lanzarote jura sobre la santa Iglesia que volverá sin falta,
así como quería ella. [5500] La dama al
punto le proporciona las armas de su esposo, bermejas, y un hermoso caballo,
fuerte y audaz a maravilla. Ensilla el héroe, y monta, y ha partido armado de
muy hermosas armas, completamente nuevas. Tanto cabalga que a Noauz llega. A
este bando se adscribe, y toma alojamiento fuera de la ciudad. Jamás hombre tan
señalado se hospedó en otro igual, pues muy pequeño era, y bajo de techo. Pero no
quería hospedarse en lugar donde fuese reconocido.
La flor y nata de los caballeros se amontonaba en el
castillo. La mayoría, sin embargo, estaba fuera, pues tantos habían venido a
causa de la reina que uno de cada cinco no había podido instalarse dentro.
Contra uno solo, siete no habrían acudido sin la presencia de la reina. En
cinco leguas a la redonda se fueron alojando los varones, en tiendas, chozas y
cabañas. Maravilla era ver reunidas allí tantas damas y gentiles doncellas.
Lanzarote ha colgado su escudo en la puerta de su posada.
Para estar más cómodo, se desarma y se acuesta sobre un lecho que muy poco le
conhorta, estrecho como era, con un colchón delgado cubierto por una grosera
sábana de cáñamo. Sobre este lecho reposa Lanzarote, completamente desarmado,
sobre este pobre lecho yace el héroe, sin defensa posible, cuando he aquí que
llega un heraldo de armas en camisa: su saya la había dejado en la taberna,
junto con su calzado. Y he aquí que viene a toda prisa, con los pies desnudos,
inerme frente al viento. Reparó en el escudo sobre la puerta de la calle, y lo
examinó detenidamente: lo ignoraba todo acerca de ese escudo y de su poseedor.
Ve que la puerta está entornada, entra en la casa y ¡ve tendido en el lecho a
Lanzarote! [5550] Al reconocerle, no
pudo por menos de persignarse. Lanzarote fijó su mirada sobre él, y le prohibió
que hablase de su presencia en el torneo, allí donde se dirigiese. Y si lo
hacía, más le valdría que le arrancasen los ojos o le rompieran el cuello.
«Señor -dice el heraldo-, mucho os he apreciado y siempre os
apreciaré. Mientras viva, no haré nada que no sea de vuestro agrado.»
De un salto sale de la casa, y se marcha gritando a voz en
cuello:
«¡Ha llegado el que vencerá! ¡Ha llegado el que vencerá!»
([2])
A tal punto no ceja el pícaro en su griterío que de todas
partes salen gentes, y le preguntan qué es lo que grita. Él no es tan atrevido
que lo diga. Antes bien se aleja, gritando lo mismo. Y sabed que fue entonces
cuando se dijo por primera vez «¡Ha llegado el que vencerá!». Nuestro maestro
fue este heraldo: él nos enseñó a decirlo, pues por vez primera lo dijo.
Ya se han reunido los grupos. La reina con todas las damas,
los caballeros y sus gentes. Muchos servidores había por todas partes, a la
derecha y a la izquierda. Donde el torneo iba a tener lugar, se construyó una
gran tribuna de madera: allí se situarían la reina, las damas y las doncellas.
Jamás se había visto una tribuna tan bella, tan amplia, tan bien hecha.
Al día siguiente, allí están todas, junto a la reina. Quieren
ver el torneo y juzgar quién lo hará mejor y quién peor. Entonces se presentan
los caballeros, diez y diez, veinte y veinte, treinta y treinta, ochenta aquí,
noventa allí, hasta cien, por aquí más aún y dos veces más por allí. Tan
numerosa es la asamblea congregada delante y alrededor de la tribuna que la
pugna va a dar comienzo. Con o sin armadura, acuden al choque. [5600] Las lanzas semejan un gran bosque, pues los
que quieren obtener placer de ellas han traído tantas que no eran visibles sino
los extremos, con las banderas y los gonfalones. Se lanzan a la justa los
justadores: bastantes compañeros han encontrado que venían con la misma
intención. Los demás se preparaban para llevar a cabo otras caballerías.
Repletas están las praderas, y los campos y tierras de labor; no se puede contar
el número de los caballeros. Lanzarote no tomó parte en este primer encuentro.
Pero cuando avanzaba por la pradera, el heraldo le vio venir, y no pudo por
menos de gritar:
«¡Ved al que vencerá! ¡Ved al que vencerá!»
Le preguntan:
«¿Quién es?» Él no les quiere decir nada.
En cuanto Lanzarote ha entrado en la contienda, él solo vale
por veinte de los mejores. Comienza a hacerlo tan bien que nadie aparta los
ojos de él, allí donde esté. Había en el bando de Pomelegoi un caballero muy
valiente. Iba sobre un caballo brincador que corría más y mejor que un ciervo
de los llanos. Era hijo del rey de Irlanda: notablemente se portaba. Pero a
todos complacía cuatro veces más el caballero desconocido. Y se preguntan
angustiados:
«¿Quién es el que tan bien lo hace?»
La reina, en secreto, llama a una doncella prudente y
juiciosa, y le dice:
«Doncella, os es preciso transmitir un mensaje. Lo llevaréis
en seguida, pues tiene pocas palabras. Bajad de esta tribuna e id al encuentro
de ese caballero que lleva escudo bermejo. Le diréis en voz baja que yo le
ordeno: lo peor posible.»
Rápida y hábilmente, cumple la joven el encargo de la reina.
[5650] Se dirige al caballero, le sigue
hasta llegar muy cerca de él, y le dice, cuidando que no escuche vecino ni
vecina:
«Señor, mi señora la reina os ordena a través de mí: lo peor
posible.»
Apenas lo oye, responde él que lo haría muy de su grado, como
quien es enteramente de la reina. Y cabalga al punto a todo galope contra un
caballero, y falla en el encuentro, cuando le debió herir. Desde entonces hasta
el anochecer se comportó lo peor que pudo, pues que la reina así lo deseaba. El
adversario, por su parte, no ha fallado en su ataque: antes bien le ha asestado
un duro golpe, encontrándole con su lanza. Entonces Lanzarote emprende la
huida. No volvió más en aquel día el cuello de su caballo hacia caballero
alguno. Nada hubiera hecho, aun a precio de muerte, que no contribuyera a su
vergüenza y a cubrirle de deshonor. Aparenta tener miedo de cuantos van y
vienen. Los caballeros que antes le admiraban ahora se burlan y se mofan de él.
Y el heraldo que solía decir: «¡Él les vencerá a todos, uno tras otro!», se
encuentran mal y muy desengañado pues debe soportar toda clase de chanzas:
«Debes callarte, amigo, tu caballero no vencerá. De tanto
varear, su vara se ha quebrado, la que tanto nos has encarecido.» ([3])
Y la mayoría se dice:
«¿Cómo puede ser esto? Hace un momento era el más valiente, y
ahora es tan cobarde que no se atreve a enfrentarse con ningún caballero. Quizá
lo hizo tan bien porque era primerizo en la batalla: por eso fue tan fuerte en
sus ataques que ningún caballero, por experto que fuese, le pudo contener;
golpeaba como fuera de sí. Pero ha aprendido lo que son las armas y, mientras
viva, no va a sentir deseos de llevarlas. Su corazón no lo soporta: nadie en el
mundo hay más miserable.»
La reina, por su parte, no está enojada. [5700] Antes bien está alegre, y mucho le place,
pues sabe bien, aunque se calla, que el caballero es con certeza Lanzarote. De
este modo, hasta el anochecer se hizo pasar por un cobarde. Después, al caer la
noche, los justadores se separan. Gran debate se ha suscitado sobre quiénes han
sido los mejores. El hijo del rey de Irlanda piensa que, sin lugar a ninguna
duda, él ha sido quien se merece premios y honores. En ello se equivoca por
completo, que bastantes hubo con méritos parecidos. Por su parte, el caballero
bermejo agradó a damas y doncellas -las más hermosas y gentiles-, tanto que a
nadie como a él otorgaron sus preferencias durante la jornada. Bien habían
visto cómo se había portado al comienzo, qué valiente y audaz había sido; y
cómo, después, tan acobardado estaba que no se atrevió a hacer frente a ningún
caballero: el peor de ellos podría haberle derribado y. prendido, si se lo
hubiera propuesto. Todas y todos decidieron en fin regresar al día siguiente al
torneo. Así tomarán las doncellas por esposos a los que obtengan el honor de la
jornada. Eso era lo acordado. Dicho esto, se vuelven a sus alojamientos.
Mientras vuelven a sus posadas, por todas partes encuentran
gentes que murmuran:
«¿Dónde está el peor de los caballeros, el que no vale nada y
es digno del mayor desprecio? ¿Dónde ha ido? ¿Dónde se ha agazapado? ¿Dónde ha
ido? ¿Dónde le buscaremos? Quizá no le veamos más, pues Cobardía le ha
expulsado; tanto de ella lleva en sus brazos que no hay en el mundo nadie más
cobarde. Y tiene razón: cien mil veces más cómodo vive un cobarde que un
valiente guerrero. Muy agradable es Cobardía, por ello la ha besado en señal de
vasallaje y ha tomado de ella cuanto es. [5750] Jamás fue Valentía tan vil que
viniese a habitar en él ni a residir a su lado. Es Cobardía quien se ha
hospedado dentro de él. Tanto la adora y sirve su huésped que ha perdido el
honor para aumentar el suyo.»
Durante toda la noche se burlan: enronquecen a fuerza de
murmurar. A menudo, quien dice mal del prójimo muy peor es que aquél a quien
censura y desprecia. Cada uno dice lo que le place.
Al amanecer, todo el mundo estaba preparado para volver al
torneo. La reina se sentó de nuevo en la tribuna con las damas y las doncellas.
Con ellas se sentaron numerosos caballeros que no justaban: eran prisioneros o
cruzados. Y describían a las beldades las armas de los caballeros que más
admiraban:
«¿Veis a aquél del escudo rojo con una franja dorada? Es
Governal de Roberdic. ¿Y veis a aquél que sobre su escudo tiene un águila y un
dragón? Es el hijo del rey de Aragón, y ha venido a esta tierra para conquistar
honor y prez. Ved al que está a su lado, ¡qué bien ataca y qué bien justa! La
mitad de su escudo es verde, y lleva un leopardo pintado; la otra mitad, azul.
Es el ardiente Ignauro, tan agradable como enamorado. ¿Y aquél que lleva
pintados en el escudo esos faisanes pico con pico? Es Coguillante de Mautirec.
¿Y aquellos dos junto a él, sobre caballos tordos, y leones grises en el escudo
de oro? Llámase uno Semíramis, el otro es su compañero fiel: por eso sus
escudos son similares. ¿Veis a aquél que lleva una puerta figurada en su
escudo? [5800] Se diría que un ciervo sale de ella. Ése es el rey Yder, a la
fe.»
De este modo describen a los héroes desde la tribuna:
«Ese escudo se fabricó en Limoges; Pílades lo ha traído, y
está deseoso de entrar en combate. Ese otro fue hecho en Tolosa, como todo el
arnés: es el conde de Estral quien quien lo trajo de allí. Ése vino de Lyon
sobre el Ródano: ninguno hay tan bello bajo el trono celeste. A cambio de un
gran servicio prestado lo obtuvo Taulas del Desierto: sabe llevarlo con
gallardía y cubrirse con él. Aquel otro salió de los talleres ingleses, fue
fabricado en Londres; veis sobre él dos golondrinas: se diría que van a emprender
el vuelo, pero no se mueven, soportando muchos mandobles de acero pata vino. Es
el joven Toante quien lo lleva.»
Así describen y detallan las armas que les son conocidas.
Pero no divisan a aquél que se había granjeado su desprecio; piensan que ha emprendido
la huida para no tomar parte en la contienda. La reina tampoco le ve, y decide
enviar a alguien a través de las filas para que le busque y encuentre. No
conoce nadie mejor para ello que aquélla a la que enviara el día anterior. La
llama inmediatamente y le dice así:
«Id ahora, doncella, a montar sobre vuestro palafrén. Os
envío al caballero de ayer. Le buscaréis, le encontraréis. No os retraséis por
nada del mundo. De nuevo le diréis que se comporte todavía lo peor posible. Y
cuando se lo hayáis advertido, escuchad bien lo que os responda.»
No tarda la doncella en obedecer. Se había fijado la noche
pasada hacia dónde se dirigía el caballero, pues algo le decía con plena
seguridad que sería enviada de nuevo a él. Sabe orientarse entre las filas hasta
llegar a su destino. Rápidamente se acerca, y le repite en voz muy baja que
todavía debe comportarse lo peor posible, si quiere conservar el amor y la
gracia de la reina: órdenes suyas son.
Responde Lanzarote:
«Gracias le sean dadas a ella, pues tal cosa me ordena.»
La doncella se fue. Mientras, se deja oír el griterío que
levantan criados y escuderos diciendo:
«¡Maravilla! ¡Ha regresado el caballero de las armas
bermejas, venid a verle! Pero, ¿para qué? No hay en el mundo hombre tan vil,
tan digno de desprecio y tan cobarde. La cobardía le domina, y él nada puede
hacer contra ella.»
Ha vuelto la doncella junto a la reina. Ésta no deja de
apremiarla hasta conocer la respuesta. Al oírla, mucho se ha alegrado, pues
ahora sabe sin ninguna duda que ese caballero no es otro que aquél a quien ella
pertenece por entero, y que le sigue perteneciendo él también a ella sin falta.
Entonces ordena a la muchacha que vuelva aprisa sobre sus pasos, y diga al
caballero que ella le prescribe y suplica que se comporte lo mejor posible.
«Iré -responde la doncella-, sin concederme el menor reposo.»
Ha bajado a tierra desde la tribuna: allí la espera un
criado, guardándole su palafrén. Ensilla, monta y parte al encuentro del
caballero. Inmediatamente le dice:
«Ahora mi dama os manda, señor, que lo hagáis lo mejor
posible.
-Le diréis -responde Lanzarote- que no me ordena nada que no
me plazca, pues que a ella le agrada. Todo lo que a ella place me es grato a
mí.»
No fue lenta ella en transmitir su mensaje, pues sabe que va
a hacer feliz a la reina. Por el camino más corto ha regresado a la tribuna.
[5900] Al verla, se ha levantado la
reina, y se adelanta a su encuentro. Pero no baja hasta abajo: la espera en la
plataforma. La doncella se acerca, muy complacida en referir la nueva. Comienza
a subir los peldaños de la escalera. Llega por fin al lado de la reina.
«Señora -le dice-, nunca vi caballero de carácter tan
complaciente. Tan extremadamente quiere hacer lo que vos le ordenáis que, a
deciros verdad, acoge con idéntico semblante honra y deshonra, bien y mal.
-A fe -dice la reina-, puede que sea así.»
Y vuelve a la tribuna para ver a los caballeros. Por su
parte, Lanzarote no espera más: ardiendo en deseos por mostrar toda su
valentía, coge su escudo por las correas. Endereza el cuello de su caballo y se
precipita entre dos hileras de justadores. Boquiabiertos quedan aquéllos a
quienes ha engañado su fingimiento: buena parte del día y de la noche han
estado burlándose de él, durante demasiado tiempo se han divertido a sus
expensas. Con el escudo firmemente sujeto, pica espuelas contra él, desde el
otro bando, el hijo del rey de Irlanda. Tanto se hieren mutuamente que el hijo
del rey de Irlanda no piensa ya en justar: su lanza ha quedado hecha pedazos,
pues no ha golpeado sobre musgo, sino sobre un escudo de planchas muy duras y
secas. Lanzarote le enseñó en esta justa uno de sus golpes maestros:
ajustándole el escudo sobre el brazo, le apretó el brazo contra el costado y le
echó a rodar por tierra. En ese punto se precipitan los caballeros de ambos
bandos, picando espuelas. Unos combaten para liberar al vencido, otros para
acabar con él. [5950] Los primeros
cuidan ayudar a su señor: la mayoría vacía sus arzones en el tumulto de la
refriega. Galván, que se encontraba entre los segundos, se abstuvo de hacer
armas aquel día; tanto le placía mirar las proezas de aquél que llevaba las
armas pintadas de sinople que eclipsadas le parecían las de los demás
caballeros; no brillaban al lado de las suyas. En cuanto al heraldo, goza a sus
anchas, y grita de manera que todos puedan oír lo que dice:
«¡Ha venido el que vencerá! ¡Es hoy cuando veréis de lo que
es capaz! ¡Hoy aparecerá su valentía!»
Entonces el caballero hace girar a su caballo y pica espuelas
contra un adversario muy señalado. De tal forma le hiere que le envía a tierra,
a cien pies por lo menos de su caballo. Tan bien comienza a comportarse con la
espada y la lanza que no hay nadie que al verle no se regocije. Incluso entre
los que llevan armas cunde el placer y la alegría: gran fiesta es verle
derribar al mismo tiempo caballos y caballeros. Apenas uno de los que ataca
consigue permanecer en la silla. Los caballos que obtiene de ese modo los
regala a quien los quiere. Y aquéllos que burlarse de él solían, dicen:
«Deshonrados estamos y perdidos. Muy grande sinrazón hemos
cometido injuriándole y despreciándole. Bien vale él solo por un millar de los
valientes que no escasean en este campo. Ha vencido y sobrepasado a todos los
caballeros del mundo. Nadie puede compararse con él.»
Y las doncellas pensaban, mirándole con ojos maravillados,
que no podrían desposarle: no se atrevían a fiar de su belleza ni de su
fortuna, no era suficiente un origen ilustre, por alto que fuese. [6000] Ninguna de ellas se reputaba digna del
caballero, ni en hermosura ni en riquezas: era un hombre de excesivo valor. La
mayor parte de ellas, empero, se obligan por votos tales que, si no consiguen
desposarle, no se casarán ese año, ni serán dadas en matrimonio a marido ni a
señor. La reina, que ha oído estos ingenuos propósitos, sonríe para sí
burlonamente. Bien sabe que él no aceptaría a la más bella y más gentil de las
doncellas ni por todo el oro de Arabia. En su común deseo, cada una querría
guardarle para ella, y tiene celos de su compañera, como si él fuese ya su
esposo. Y es que le ven tan diestro en el combate que piensan -tanto les placía-
que ningún otro caballero podría llevar a cabo tales hazañas.
Tan bien lo hizo que, al final del torneo, ambas partes
dijeron sin mentir que no había tenido rival el caballero del escudo bermejo.
Todos lo decían, y era verdad. Entonces, al partir, dejó caer su escudo a toda
prisa allí donde más gente había, y su lanza, y la gualdrapa de su caballo.
Acto seguido, se alejó a toda velocidad. Tan furtivamente escapó que nadie de
cuantos allí estaban se apercibió de ello. Y se puso en camino, cabalgando en
línea recta hacia aquel lugar de donde había venido, con el fin de cumplir su
juramento.
Entretanto, terminado el torneo, todos buscan y reclaman al
vencedor. Pero no le encuentran: ha huido, no quiere ser reconocido. Gran duelo
y gran angustia sienten los caballeros. Grande alegría habrían, si le tuviesen
con ellos. Pero si a los caballeros les produjo pesar su partida, las doncellas
lo hubieron mucho mayor cuando supieron la noticia. [6050] Juran por san Juan que no se casarán ese año.
Puesto que aquél a quien querían se ha marchado, conceden la libertad a todos
los demás. De este modo terminó el torneo, sin que una sola de ellas obtuviese
marido.
Lanzarote no se detiene. Pronto regresa a su prisión. Dos
días o tres antes de volver él, llegó a su casa el senescal que le guardaba, y
preguntó dónde estaba su prisionero. La dama no ocultó la verdad a su marido:
había prestado a Lanzarote su armadura bermeja lista para el combate, su arnés
y su caballo, y le había permitido acudir al torneo de Noauz.
«Señora -dice el senescal-, no podíais haber obrado peor, a
la verdad. Ello traerá consigo para mí la desgracia mayor, pues mi señor
Meleagante me tratará peor que el gigante ([4]) a los náufragos indefensos.
Moriré entre tormentos cuando lo sepa. No tendrá piedad de mí.
-Mi buen señor -responde la dama-, no desmayéis. Ningún
motivo hay para sentir el miedo que sentís. Nada ni nadie retendrá a Lanzarote
lejos de aquí. Me juró sobre sus santos que volvería tan pronto como pudiese.»
El senescal ensilla sin demora y cabalga hacia su señor,
poniéndole al corriente del suceso. Pero mucho le tranquiliza diciéndole cómo
su mujer recibió de Lanzarote el juramento de regresar a su prisión.
«No faltará a su palabra, bien lo sé -responde Meleagante-.
Sin embargo, no dejo de lamentar vivamente lo que ha hecho vuestra mujer. A
ningún precio hubiese querido que participara en ese torneo. [6100] Pero idos en seguida y cuidad que, cuando
regrese Lanzarote, sea dispuesta para él una prisión tal que no pueda salir
fuera ni hacer libre uso de su cuerpo. Me enviaréis noticias de ello en cuanto
suceda.
-Se hará como ordenáis.»
Parte de regreso el senescal, encontrando en su casa a
Lanzarote, prisionero de nuevo. Un mensaje circula sin tardanza: se lo envía el
senescal a Meleagante por el camino más corto. En él le comunica que Lanzarote
ha vuelto a su prisión. Tan pronto como el felón lo oye, congrega albañiles y
carpinteros que de grado o por fuerza harán lo que les mande. Se hizo traer a
los mejores del país y les dijo que hiciesen una torre, y que no regateasen
esfuerzos hasta su total construcción. De piedra había de ser, y situada a la
orilla del mar. En efecto, cerca de Gorre fluye un ancho brazo de mar en cuya
centro hay una isla: bien la conoce Meleagante. Es allí donde ordena que se
extraigan la piedra y la madera para levantar la torre. En menos de cincuenta y
siete días fue construida, fuerte y espesa, larga y ancha. De este modo la
construyeron, y allí hizo conducir el felón a Lanzarote. Después mandó tapiar
las puertas e hizo jurar a todos los albañiles que jamás en su vida dirían
palabra de esta torre. Con ello perseguía que fuese ignorada por el mundo.
Salvo una pequeña ventana, no tiene huecos ni aberturas. Allí es donde se ve
obligado a vivir Lanzarote. Le daban de comer, escasamente, por la antedicha
ventana: así lo ha prescrito el felón desleal.
…………………………………………………………………..
[A partir de aquí Godefroi de Leigni, un discípulo de
Chrétien, termina la novela]
Por el momento, Meleagante ha hecho toda su voluntad. [6150]
Acto seguido, endereza sus pasos hacia la corte del rey Arturo. Llega allí, y
cuando está delante del rey, comienza a decirle, lleno de orgullo y sinrazón:
«Rey, he concertado una batalla ante ti en tu corte; pero no
veo aquí a Lanzarote, que es quien se ha comprometido a luchar contra mí. No
obstante, mi deber es reiterar mi oferta de combate ante todos los que me están
escuchando. Si él está aquí, que se adelante y se declare dispuesto a
mantenerme su palabra en vuestra corte de hoy en un año. No sé si os han dicho
de qué manera y en qué guisa fue concertada esta batalla, pero veo caballeros
aquí presentes que presenciaron el acuerdo, y bien os lo sabrían ratificar, si
quisieran confesar la verdad. Pero si alguien lo niega, no recurriré a un
mercenario: yo mismo le daré su merecido.»
La reina, que se sentaba junto al rey, atrae a éste cabe sí y
le dice:
«Señor, ¿sabéis quién os ha hablado? Es Meleagante, mi
raptor. Me arrebató cuando me escoltaba Keu, el senescal: mucha vergüenza y mal
le ha causado.
-Señora -le responde Arturo-, me he apercibido de ello. Sé
muy bien que es aquél que retenía a mis gentes en el destierro.»
Nada añadió la reina. Entonces el rey se volvió hacia
Meleagante y le dijo:
«Amigo, por Dios os aseguro que no sabemos noticia de
Lanzarote. Ése es nuestro gran duelo.
-Señor rey -dice Meleagante-, Lanzarote me dijo que aquí le
encontraría sin falta. No debo reclamarle esta batalla si no es en vuestra
corte. Quiero que todos estos varones me sean testigos: de hoy en un año le
requiero para que cumpla la promesa que hicimos cuando acordamos este combate.»
[6200]
En este punto se levanta mi señor Galvan, a quien no
complacía un requerimiento semejante. «Señor -dice-, ni rastro de Lanzarote se
encuentra en todo este país. Pero le haremos buscar y le encontraremos, si
place a Dios, antes de que se cumpla el plazo de un año, a no ser que esté
muerto o en prisión. Y si él no puede estar presente, concededme esa batalla,
yo lucharé. Me armaré en su lugar el día señalado, si no regresa antes.
-¡Ah! Mi buen señor rey -responde Meleagante-, concedédselo.
Él lo desea y yo os lo ruego, que no hay en el mundo caballero, fuera de
Lanzarote, con el que más a gusto mediría mis fuerzas. Pero sabed con seguridad
que si uno de los dos no me combate, no aceptaré ningún otro a cambio.»
El rey dice que se lo otorga, si es que Lanzarote no vuelve
dentro del plazo. Meleagante se marcha, y no descansa hasta regresar junto al
rey Baudemagus, su padre. En su presencia, comenzó a alardear y a jactarse,
aparentando una valentía de mérito singular. Aquel día muy alegre tenía a su
corte el rey Baudemagus en Bade ([5]) su ciudad. Cumplíase el aniversario de su
nacimiento, y todo estaba lleno a rebosar. Le acompañaba una muchedumbre
innumerable de gentes de las más diversas procedencias. En el palacio se
apiñaban caballeros y doncellas. Entre ellas había una (era la hermana de
Meleagante) a la que más tarde dedicaré mi atención. Ahora no quiero decir más,
pues no conviene a mi relato el que deba decirlo en este punto. No quiero
desfigurar mi historia, ni alterarla, ni forzarla: quiero que siga siempre un
camino recto. [6250]
Por ahora sólo os diré que Meleagante, recién llegado, ante
toda la corte -grandes y pequeños- dice a su padre en alta voz:
«Padre, así Dios os salve, decidme si os place la verdad: ¿no
tiene motivos para estar alegre y no se halla en posesión de un gran valor
aquél que en la corte del rey Arturo por sus armas se hace temer?»
Su padre, sin escuchar más, responde a su pregunta:
«Hijo, todos los valientes deben honrar y servir a aquél que
pudo merecer tal honra, y deben mantener su compañía.»
Ello le adula y le invita a no seguir callando el motivo que
le ha impulsado a hablar así. Diga, pues, lo que ansia decir y de dónde viene:
«Señor, no sé si recordáis los términos del acuerdo que, por
mediación vuestra, puso fin a la batalla que Lanzarote y yo librábamos.
Recordaréis sin duda que muchos estaban presentes cuando se dijo que en el
plazo de un año a partir de mi requerimiento debíamos acudir a la corte de
Arturo, dispuestos para un nuevo combate. Allí me presenté como era mi deber,
preparado a la empresa que me obligaba a ir. Hice lo que debía hacer: pregunté
por Lanzarote, reclamé a aquél contra quien debía luchar. Pero no pude verle ni
encontrarle: se ha dado a la fuga, me ha evitado. Pero no he vuelto de vacío:
Galván me ha prometido por su fe que, si Lanzarote no está vivo o no regresa
dentro del plazo señalado, no se diferirá la batalla, que él mismo me combatirá
en lugar de Lanzarote. No tiene Arturo otro caballero tan valioso como él, es
bien sabido. [6300] Pero antes que
florezcan de nuevo los saúcos comprobaré sí los hechos concuerdan con su fama,
en cuanto intercambiemos unos golpes. ¡Ojalá fuese ahora mismo!
-Hijo -responde Baudemagus-, te esfuerzas en conducirte como un
loco. Tú mismo das a conocer tu locura. Verdad es que se humilla quien tiene
buen corazón, pero el loco y el engreído no tienen salvación posible. Por ti lo
digo, hijo, porque tu carácter es tan duro y tan seco que no conoces la
dulzura, ni la amistad. Tu corazón no sabe lo que es la piedad: la locura lo ha
extraviado. Es por eso por lo que te desprecio, ello te hará caer. Si eres
valiente, no faltará quien dé testimonio de ello cuando sea necesario. Un
valiente no necesita alabar su valor para ensalzar sus hechos: sus proezas se
alaban por sí solas. El elogio que de ti mismo haces no te ayuda a aumentar tu
valor, sino a disminuirlo. Hijo, estás advertido; pero, ¿de qué te vale? Lo que
se dice a un loco son palabras perdidas. Inútilmente se debate aquél que quiere
liberar de su locura a un loco. De nada sirve un consejo si no se pone en
práctica: en seguida se pierde y desaparece.»
Fuertemente turbado está Meleagante, como fuera de sí. Jamás
hombre nacido de mujer -os estoy diciendo la verdad- visteis tan lleno de ira
como él. Entonces se rompió el último lazo entre ellos, cuando, lleno de
indignación, dijo contra su padre estas palabras, abiertamente agresivas:
«¿Estáis soñando o
deliráis cuando decís que yo he perdido la razón por lo que acabo de contaros?
Cuidaba haber venido a vos como a mi padre y señor. [6350] Pero, según parece, ello no es así, puesto
que más vilmente me insultáis -ése es mi parecer- de lo que debierais.
¿Sabríais decirme una razón para explicar vuestra actitud?
-La tengo, y suficiente.
-¿Cuál es ella?
-Ninguna cosa veo en ti sino rabia y locura. Conozco muy bien
tu corazón que aún será para ti fuente de males. ¡Maldito sea quien piense que
Lanzarote, ese espejo de caballeros en quien tú solo no te miras, haya huido
por miedo de ti! Quizá ya esté enterrado, o secuestrado en una prisión cuyas
puertas estén tan herméticamente cerradas que no pueda salir sin licencia del
carcelero. Sentiría un inmenso dolor si hubiese muerto o se encontrara en mala
situación. Gran pérdida sería el hecho de que una criatura tan perfecta, tan
hermosa y valiente, tan mesurada, hubiese perecido tan temprano. ¡Quiera Dios
que no sea verdad!»
Después de estas palabras, Baudemagus guarda silencio. Pero
cuanto se ha dicho y referido lo ha oído su hija. Sabed bien que era la
doncella de la que os hablé más arriba. No le alegraron semejantes noticias de
Lanzarote, y dedujo que le tenían prisionero en un lugar secreto, pues que ni
rastro había de él.
«¡Dios me lo tome en cuenta -pensó-, si me concedo algún reposo
antes de saber noticia cierta de su paradero!»
Sin demora, corrió con gran sigilo a montar sobre una muy
hermosa muía de paso muy suave. Al salir de la corte, no sabe hacía qué lado
dirigirse. Y sin saber dónde ir, toma el primer camino que encuentra, a la
aventura, sin caballero ni sirviente. [6400]
Mucho se apresura: tanto desea alcanzar lo que persigue. Gran ardor pone
en su búsqueda, pero no la culminará tan pronto. No puede descansar, ni
detenerse en un lugar por mucho tiempo, si es que quiere llevar a buen término
lo que se ha propuesto: arrancar a Lanzarote de su prisión, con tal que le
encuentre y pueda hacerlo. Pero antes de conseguirlo, antes de saber nuevas de
él, cuido que muchas vueltas habrá dado en todos los sentidos por el país,
muchas comarcas habrá explorado. Pero, ¿de qué valdría que os hablara de sus
paradas nocturnas y de sus jornadas? Tantos caminos ha recorrido por monte,
valle, arriba, abajo, que ha pasado un mes largo y sabe lo de antes, ni más ni
menos: nada.
Atravesaba un día la campiña, cabalgando doliente y
pensativa, cuando vio a lo lejos, sobre la orilla, junto a un brazo de mar, una
torre: en una legua a la redonda no se veía choza, cabaña ni vivienda alguna.
Meleagante había hecho encerrar allí a Lanzarote, pero ella no lo sabía. Sin
embargo, no puede separar sus ojos de lo que ve. Su corazón le dice que ha
encontrado al fin lo que buscaba. Fortuna la ha conducido por el camino recto,
después de haberla extraviado durante tanto tiempo.
Se aproxima la joven a la torre, tanto que llega a tocarla.
La rodea, atentos sus oídos a la escucha. Toda su atención tiende a percibir
algo que pueda devolverle su alegría. Mira hacia abajo, después hacia arriba:
puede calibrar así la altura y el volumen de la torre. Le maravilla no ver
puerta ni ventana, a no ser una, pequeña y estrecha. [6450] Por lo demás, la torre que es alta y erguida,
no tiene escala ni escalera. Ello le hace sospechar que se hizo a sabiendas y
que Lanzarote está dentro; no comerá bocado hasta saber si es verdad o no. Iba
a llamar a Lanzarote por su nombre, pero optó por callarse: una voz se dolía en
la singular torre, una voz que no pedía sino la muerte. Quien así despreciaba
cuerpo y vida decía débilmente, en baja y ronca voz:
«¡Ah! ¡Qué infelizmente para mí ha girado tu rueda, Fortuna!
Ayer estaba arriba y hoy abajo. Ayer era feliz, hoy desgraciado. Ayer me
sonreías, hoy me inundas de llanto. ¡Pobre de mí! ¿Por qué confiaría en ella
cuando tan pronto me ha abandonado? En poco tiempo me ha derribado desde lo más
alto hasta lo más bajo. Fortuna, muy mal obraste cuando te burlaste de mí.
Pero, ¿qué te importa? Nada en absoluto. ¡Ay, santa Cruz, Espíritu Santo, estoy
perdido, estoy perdido y voy a perecer! ¡Ah, Galván, vos que tanto valéis y no
tenéis igual en valentía, mucho me maravillo de que no vengáis en mi socorro,
ahora que me encuentro completamente consumido! Demasiado tardáis, así no me
hacéis cortesía. Bien debería obtener vuestra ayuda aquél a quien tanto solíais
amar. Sí, de este lado o del otro de la mar puedo decir sin miedo que no hay
lugar remoto ni escondite donde yo no fuese a buscaros, durante siete años o
diez, hasta encontraros, si llegara a saber que estabais en prisión. Pero, ¿a
qué debatirme? [6500] No significo nada
para vos, pues no queréis arriesgaros por mí. Dice el villano con razón que
difícilmente se puede encontrar un amigo; en la necesidad se comprueba quién es
el buen amigo. ¡Ay! Más de un año hace que estoy aquí, prisionero en esta
torre. Galván, por despreciable tengo el que me hayáis abandonado. Pero si vos
no conocierais mi desgracia os habría insultado sin razón. Sí, verdad es, un
gran ultraje he perpetrado contra vos, gran mal os hice cuando os juzgué
insensible, pues estoy seguro de que nada de cuanto las nubes cubren os habría
impedido a vos y a vuestras gentes arrancarme de esta desgracia y de este azar
adverso, si conocierais la verdad. Por amistad y por amor habríais debido
hacerlo: ése es mi pensamiento. Pero no es cierto, no puede serlo. ¡Ay!
¡Maldito sea de Dios y de san Silvestre quien así me ha condenado a tamaña
deshonra! Es Meleagante, el peor de los hombres. Por envidia me ha hecho todo
el mal que ha podido.»
En este punto calla e interrumpe sus quejas aquél cuya vida
no es sino dolor. Pero aquélla que abajo aguardaba ha oído todo cuanto ha
dicho. No quiere demorarse por más tiempo: sabe que ha llegado al final. Y así
se dirige al cautivo:
«¡Lanzarote! -lo más alto que puede-, amigo, vos que estáis
arriba, hablad a una vuestra amiga.»
Pero él, dentro, no oye nada. Y ella más y más se esfuerza,
tanto que él alcanza a oír su voz, en medio de su postración. Maravilla era:
¿quién podría llamarle? Oye la voz que le llama, pero no sabe de quién es:
concluye que se trata de una alucinación. Dirige sus miradas en derredor: no
hay nadie. [6550] No están más que la torre y él.
«Dios -dice-, ¿qué es lo que oí? He oído hablar y a nadie he
visto. Esto, a fe mía, es increíble. Y no estoy soñando. Estoy despierto. Si me
hubiese ocurrido mientras dormía, cuidaría que es pura ilusión. Pero estoy
despierto, y por eso me inquieto.»
Entonces se levanta a duras penas y se dirige, paso a paso,
lentamente, hacia la pequeña angostura. Llegado allí, se apoya y mira hacia
arriba y hacia abajo, de frente y de costado. Después de dirigida su vista al
exterior, escudriña cuanto puede y ve al fin a quien le había llamado. No la
conoce, pero la ve. Ella, por su parte, le conoció al momento, y le dijo:
«Lanzarote, he venido de lejos para encontraros. La cosa es
hecha, os he encontrado. Sean dadas gracias a Dios. Yo soy aquélla que os rogó
un don cuando ibais hacia el Puente de la Espada, y me concedisteis de grado lo
que deseaba de vos: la cabeza del caballero derrotado a quien yo odiaba. Yo os
la hice cortar. En pago de ese don y de esa gracia, me he puesto por vos en
estos trabajos. Os sacaré fuera de aquí.
-Doncella, mi gratitud es grande -dijo entonces el
prisionero-. Bien recompensado será el servicio que os hice si consigo salir de
aquí. Si sucediera de ese modo, puedo prometeros por san Pablo apóstol que
consagraré todos mis días a vos. Pongo a Dios por testigo de que no habrá día
en que no haga lo que gustéis ordenarme. No sabréis pedirme cosa que yo no os
obtenga al instante, si depende de mí el obtenerla.
-Amigo, nada temáis. Muy pronto saldréis de vuestra prisión.
[6600] Hoy mismo series libre. Ni por
mil libras renunciaría a veros libre antes de un nuevo día. Después os
proporcionaré alojamiento, reposo y bienestar. No habrá cosa que os plazca que
no tengáis si la queréis. Pero no desmayéis ahora. Primero he de buscar en esta
tierra, no sé dónde, algún utensilio, si es que lo encuentro, que pueda
ensanchar esta angostura hasta que podáis salir por ahí.
-¡Dios os ayude a encontrarlo! -dice él, de acuerdo en todo
con ella-. Aquí tengo yo abundante cuerda, la que los carceleros me han dado
para subir mi comida, un pan duro de cebada y agua turbia que perjudica el
cuerpo y el corazón.»
La hija de Baudemagus encuentra entonces un pico fuerte,
macizo y agudo. Lanzarote se sirve de él, y tanto golpea, hendiendo el muro con
todas sus fuerzas, que consigue por fin una abertura por donde sale sin
dificultad. ¡Qué gran alivio, qué alegría salir de su prisión, donde tanto
tiempo ha estado encerrado! Le espera el aire libre. Aunque le ofreciesen todo
el oro que hay en el mundo sabed bien que no querría regresar a su cárcel.
Ya ha salido Lanzarote de su encierro. Se tambalea de
debilidad. La doncella, muy suavemente, le ha colocado sobre su muía. Juntos se
alejan a buen paso. Pero ella elige los caminos escondidos, para que nadie
pueda verles. Cabalgan secretamente, pues, si no se ocultasen, quien les
reconociera podría causarles complicaciones; y ella no quería que esto les
sucediese. [6650] Por eso esquiva los pasos peligrosos, hasta que por fin
llegan a un refugio donde solía a menudo residir, pues era agradable y hermoso.
Todos allí acataban de grado su voluntad. Abundaban los frutos. El clima era
sano y el retiro seguro. A este lugar ha venido a para Lanzarote: recién
llegado, la doncella le ha despojado de su ropa, y en un lecho alto y hermoso
le ha depositado con dulzura. Después le baña, después le prodiga tantos
cuidados que no sería capaz de deciros la mitad. Suavemente le da masaje y le
mima, como si se tratara de su padre: le renueva totalmente, le restituye a su
antiguo estado.
Ahora no es menos hermoso que un ángel, ya no le roe el
hambre, es fuerte y bello. En este nuevo estado se levanta del lecho.
La joven le había buscado el vestido más hermoso que tenía.
Al levantarse, él se lo puso alegremente, más ligero que pájaro que vuela. A la
doncella abraza y besa, después le dice amablemente:
«Amiga, a vos sola y a Dios debo agradecer esta mi vuelta a
la salud. Por vos estoy fuera de prisión. Podéis tomar a cambio de ello mi
corazón, mi cuerpo, mis servicios, todo lo que tengo, en el momento en que os
plazca. Tanto habéis hecho por mí que vuestro soy. Largo tiempo hace que falto
de la corte de Arturo, mi señor, de quien tanta honra he recibido; bastante
tendría que hacer allí. Mi noble y dulce amiga, por amor os pediría licencia de
partir; hacia allá me dirigiría con gran placer, si me lo permitís.
-Lanzarote, mi querido amigo, mi dulce y bello amigo -dice la
joven-, consiento en ello. No quiero otra cosa que vuestra honra y vuestro
bien, aquí y allá.»
[6700] Un maravilloso
caballo que ella tiene, el mejor que visteis jamás, se lo obsequia, y él salta
encima, sin pedir licencia a los estribos: en un suspiro se encontró en la
silla. Entonces, ambos se encomiendan mutuamente a Dios que nunca es mentiroso.
Lanzarote se ha puesto en camino, tan alegre que no sabría
describiros cuánto, por haber escapado así del lugar en que estuvo prisionero.
Muy a menudo se dice para sí que Meleagante, el traidor indigno de su estirpe,
le ha tenido en prisión para su propio mal, y que pagará cara su traición. «A
pesar suyo, yo estoy fuera», se repite. Y jura en cuerpo y alma por Aquél que
creó el universo que no hay tesoro ni riqueza de Babilonia a Gante por el que
dejaría escapar con vida al felón, si le tuviera a su merced como vencedor:
demasiada vergüenza y perjuicios le ha causado.
Pero la venganza se acerca, y el mismo Meleagante a quien
amenaza ya ha llegado a la corte, sin que nadie le hubiese hecho venir. Una vez
llegado, preguntó por mi señor Galván, tanto que obtuvo verle. Entonces el
traidor probado se interesa por Lanzarote, si ha sido visto o encontrado, como
si él nada supiera a ese respecto. (De hecho, no sabía nada, pero creía
saberlo). Galván le dice la verdad: que no le ha visto y no ha llegado aún.
«Y bien -dice Meleagante-, puesto que aquí os encuentro,
venid y mantenedme la palabra. No esperaré más tiempo.
-Cumpliré mi palabra, si a Dios place -responde Galván-. Haré
frente a mi compromiso con vos: con creces me liberaré de mi promesa.
[6750] Pero, si lanzamos los dados por
ver quién consigue más puntos y yo consigo más que vos, así me valga Dios y
santa Fe, no cejaré hasta haberme llevado todo el dinero de las apuestas.»
Entonces, Galván ordena que al punto se extienda una alfombra
ante él. Rápidamente y en silencio, cumplen su mandato los escuderos: sin
gruñir ni mascullar nada entre dientes, han emprendido su tarea. Cogen la
alfombra y la colocan en lugar señalado. No tarda Galván en saltar encima, y
solicita ser armado inmediatamente por los pajes que ante sí encuentra todavía
sin manto. Eran tres los que allí estaban, no sé si primos o sobrinos, todos
expertos y avezados. Irreprochablemente le han armado: en punto alguno se
podría poner objeciones a su trabajo. Acto seguido, uno de ellos le trae un
corcel de España, más rápido por campo, bosque, monte o valle que lo fuera el
magnífico Bucéfalo. Sobre semejante animal montó Galván, famoso caballero, el
mejor enseñado de cuantos recibieron el signo de la cruz.
Iba ya a coger su escudo cuando vio a Lanzarote descender del
caballo ante sus ojos. No lo esperaba. Maravillado se quedó mirando a quien tan
repentinamente había llegado. A la verdad, le parecía una maravilla mayor que
si hubiese caído de las nubes en ese instante, delante de él. Pero cuando
comprueba que está ahí de verdad y no se trata de un error, nada le impide a él
descender del caballo también. [6800] Se
dirige hacia Lanzarote con los brazos extendidos, le saluda, le abraza, le
besa. Gran alegría es para él haber encontrado a su compañero. Os diré la
verdad, no dejéis de creerme: en este momento, no se hubiera cambiado por un
rey, si tuviese que prescindir de su amigo.
Ya sabe el rey -y todos- que Lanzarote, tan largo tiempo
retenido, ha llegado sano y salvo a su cita en el día de hoy. Todos manifiestan
gran alegría y, para festejarle, toda la corte se reúne, después de haberle
esperado durante tanto tiempo. Nadie hay de avanzada o corta edad que no haga
público su gozo. La alegría ha borrado el dolor anterior; desaparece el duelo y
el placer vuelve a nutrir los corazones. Y la reina, ¿no participa de este
júbilo? Por supuesto que sí, es la primera en alegrarse. Pero, Dios mío, ¿dónde
se halla? Jamás sintió una dicha tan grande como ahora. ¿Cómo no habrá venido?
A la verdad, está tan cerca de su amado que poco falta para que el cuerpo siga
al corazón. ¿Dónde está el corazón? Recibe a Lanzarote con besos y caricias. Y
el cuerpo, ¿por qué se oculta? ¿Acaso no es completa su alegría? ¿Le consume
tal vez la indignación o el odio? No por cierto, ni una cosa ni la otra. Es que
el rey y los demás que están allí tienen los ojos muy abiertos, y podrían
apercibirse de todo el asunto si, a la vista de todos, quisiera hacer el cuerpo
lo que hace el corazón. Si la razón no pusiera freno a su loco pensamiento y a
su extravío, todos sus sentimientos se harían visibles: inútil y excesiva
locura. [6850] Por ello es por lo que la
razón ha doblegado corazón y pensamiento. Vale más esperar el instante
oportuno, en un lugar idóneo y adecuado, no donde se encuentran ahora.
Mucho honra el rey a Lanzarote y, después de haberle tributado
la mejor de las acogidas, le dice:
«Amigo, hace tiempo que no sentía la alegría que hoy siento
al veros entre nosotros. Pero mucho me pregunto extrañado en qué tierra y país
habéis permanecido durante todo este tiempo. En invierno y verano os he hecho
buscar por todas partes. Nadie os pudo encontrar.
-Mi buen señor -responde Lanzarote-, en breves palabras os
diré cuanto me ha sucedido. Meleagante, el felón traidor, me ha tenido
prisionero desde que fueron liberados de su tierra los cautivos, condenándome a
vivir vergonzosamente en una torre, a la orilla del mar. Allí me hizo encerrar,
y allí sufriría hoy el peor de los destinos, si no fuese por una mi amiga, una
doncella a la que presté hace tiempo un pequeño servicio. A cambio de aquel
favor, ¡gran galardón me ha vuelto! Gran honra he recibido de ella, e impagable
servicio. En cuanto a aquél a quien no amo en absoluto, de quien he recibido
tanta deshonra, quisiera pagarle cuanto le debo en este lugar y sin tardanza.
Ha venido a buscarme: aquí me tiene. No es preciso que aguarde por más tiempo.
Él está preparado y yo también. ¡Dios quiera que no tenga en lo sucesivo
motivos para jactarse!»
Entonces dice Galván a Lanzarote:
«Amigo, si pago vuestra deuda a vuestro acreedor, pequeña
bondad será ésta. Ya estoy armado y sobre mi montura, como veis. Hermoso y
dulce amigo, no me neguéis este favor os lo suplico encarecidamente.»
[6900] Lanzarote
responde que se dejaría arrancar ambos ojos de la cabeza antes de que lograra
persuadirle. Jura que nada de eso sucederá. Sólo él debe pagar una deuda que ha
prometido satisfacer. Galván ve bien que todo cuanto diga no surtirá efecto.
Así, pues, se despoja de la cota de malla y se desarma por completo. De estas
armas se reviste Lanzarote sin perder un instante. Le parece que nunca va a
llegar la hora de la satisfacción y la venganza. Ningún placer habrá para él
mientras Meleagante no obtenga el fruto de lo pactado. El felón, completamente
fuera de razón, está maravillado del espectáculo que se ofrece a sus ojos. Un
poco más y perdería el juicio.
«Sí -se dice a sí mismo-, loco había de estar para no ir a
ver, antes de venir aquí, si todavía tenía cautivo en mi prisión, en mi torre,
a aquel que ahora se burla de mí. ¡Ah, Dios! Pero, ¿por qué habría de ir? ¿Cómo
iba a imaginarme que podría salir de allí? ¿No están los muros sólidamente
construidos? ¿No es la torre lo suficientemente fuerte y alta? No había salida
posible sin ayuda del exterior. Quizá alguien me haya traicionado. Porque, si
los muros se hubiesen venido abajo, precozmente arruinados, ¿no habría muerto
él confundido con ellos, y desmembrado, y roto? Si hubiese caído, así Dios me
ayude, habría muerto sin escape posible. Pero antes de creer que los muros
fallaron, prefiero creer que el mar no tiene una gota de agua y que el mundo ha
llegado a su fin, a no ser que hayan sido abatidos por la fuerza. No, ocurrió
de otro modo: alguien le ayudó a salir; de no ser así, no hubiera conseguido
escapar. Convengo en que no ruedan para mí bien las cosas. [6950] Sea como sea, él está fuera. Si le hubiese
guardado bien entonces, no habría sucedido esto ni hubiera él regresado a esta
corte jamás. Pero es tarde para arrepentirse. El villano, que no suele mentir,
dice verdad: es demasiado tarde para cerrar el establo cuando ya se han llevado
el caballo. Sé bien que ahora sólo me espera la vergüenza, si no supero con mi
propio sufrimiento este difícil trance. Pero, ¿hasta qué punto lograré
resistir? En fin, haré cuanto pueda, lucharé contra él con todas mis fuerzas,
si place a Dios, mi única esperanza.»
De ese modo, va cobrando vigor y no pide otra cosa que ser
conducido junto con su enemigo al campo de batalla. Mucho no esperará, me
parece, pues Lanzarote lo requiere a su vez: quiere luchar y piensa vencerle de
inmediato. Pero, antes de que se ataquen mutuamente, les dice el rey que vayan
a la llanura que se extiende bajo el torreón: de aquí a Irlanda no existe otra
tan bella. Así lo hacen, hacia allá se dirigen. Muy pronto están en el lugar
señalado. Les sigue el rey, todos y todas en tropel, una gran muchedumbre.
Nadie ha quedado atrás. Y en las ventanas vense muchos caballeros, gentiles
damas y hermosas doncellas, todos por ver a Lanzarote en acción.
Había en la llanura un sicómoro: más bello no podía ser.
Cubría un gran espacio, y estaba orlado todo alrededor de hierba fresca y menuda,
siempre nueva y hermosa. Bajo este sicómoro bello y gentil, que fue plantado en
tiempo de Abel, brota una clara fuente que fluye con ligereza. La arena parece
de plata y el conducto de oro, el más precioso y puro. Y corre a través de la
llanura, entre dos bosques, hasta un valle.
Al rey le place sentarse junto a ese manantial: no encuentra
nada allí que le desagrade. [7000] Acto
seguido, ordena a sus gentes que se sitúen arriba. Fue entonces cuando
Lanzarote cargó contra Meleagante con gran ira, como quien mucho le odiaba.
Antes de herirle, empero, le dijo en alta y fiera voz:
«¡Acercaos, yo os desafío! Y sabed bien que no tendré piedad
de vos.»
Espolea entonces a su corcel y vuelve atrás un poco a tiro de
arco, para tomar impulso. Después se precipitan el uno contra el otro a todo
galope de sus caballos, e intercambian sendos golpes en los muy sólidos
escudos, tales que han conseguido traspasarlos. Pero ninguno de los dos está
herido: no llegaron las lanzas a la carne en este primer encuentro. Cada uno ha
pasado al lado del contrario en un instante. En seguida, a todo correr, vuelven
a dirigirse mutuamente grandes golpes en los fuertes escudos. Gran esfuerzo
despliegan los valientes caballeros, y no es menor el de los rápidos y potentes
caballos. A través de los escudos, sin embargo, han pasado las lanzas, que no
habían sido quebradas, y por fuerza han llegado hasta la carne desnuda. El
ímpetu de su ataque ha derribado a ambos en tierra. Correas, cincha, estribos:
nada puede impedir su caída. Uno y otro vacían sus arzones y se desploman sobre
la tierra inculta. Sus corceles están espantados, van al azar de un lado a
otro, cocea el uno, el otro muerte, quisieran darse muerte mutuamente.
Los caballeros caídos se levantan lo más pronto que pueden, y
desenvainan las espadas donde figuran sus divisas. [7050] Ponen el escudo a la altura del rostro, y se
disponen en lo sucesivo a hacerse el mayor daño posible con el filo cortante de
sus aceros. Lanzarote no tiene miedo: su esgrima es, por lo menos, dos veces
superior a la de su adversario, pues había aprendido este arte en su infancia.
Ambos intercambian grandes golpes sobre los escudos y sobre los yelmos
laminados de oro, tanto que los han hendido y abollado. Fuertemente le apremia
Lanzarote: de un tremendo golpe le ha cortado el brazo derecho, por más que lo
tenía cubierto de hierro, por la zona que el escudo dejaba al descubierto.
Meleagante, afrentado como se siente por la diestra perdida, dice que hará
pagar cara esta pérdida. Si hay lugar para la venganza, hacia allá piensa
dirigirse: tan loco está de irá y de dolor. Poco puede hacer ya, si no es
intentar alguna astucia. Corre hacia su enemigo cuidando sorprenderle, pero
Lanzarote se ha dado cuenta, y, con su espada bien corta, le asesta un tajo tal
que pasarán abril y mayo antes de que el felón pueda recuperarse de la herida.
Le ha hundido la nariz hasta los dientes, rompiéndole tres de ellos.
Meleagante, en medio de su ira, no puede articular palabra.
Ni siquiera se digna suplicar la merced del vencedor: hasta tales extremos su
loco corazón le ha desviado el seso. Lanzarote se acerca a él, le desata las
cintas del yelmo y le corta la cabeza. Ya no volverá a traicionarle: muerto ha
caído, y él le ha matado. Yo os digo que ninguno de los espectadores se ha
compadecido de su suerte. El rey y todos los que están allí manifiestan su
júbilo. Los más alegres desarman a Lanzarote, y se lo llevan ebrios de alegría.
Señores, si yo dijese más, sería fuera de materia. Por eso me
dispongo a acabar: aquí termina mi relato. [7100] Godefroi de Leigni, el clérigo, ha llegado al
final de La Carreta. Nadie le reconvenga ni le reproche haber llevado su tarea
más allá de Chrétien, pues ha obrado de acuerdo con él, que la comenzó. Su
parte comprende desde que Lanzarote fue encerrado en la torre hasta el fin de
la historia. Tal es su parte, ni más ni menos. De otro modo, saldría
perjudicado el cuento.
FIN
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