domingo, 12 de octubre de 2014

SANTA MARÍA DE LAS FLORES NEGRAS

Hernán Rivera Letelier




PRIMERA PARTE

Señoras y señores
venimos a contar
aquello que la historia
no quiere recordar
«Cantata Popular Santa María de Iquique»
Letra y música Luis Advis
Interpretes: Quilapavún
ver..


1
Sobre el techo de la casa, recortados contra la luz del amanecer, los jotes semejan un par de viejitos acurrucados, vestidos de frac y con las manos en los bolsillos.

Estáticos como figuras de veletas, y nimbados por un vaho de podredumbre, parecen dormir hondamente uno junto al otro. Sin embargo, cuando desde el interior de la vivienda, por un forado en el techo, les son arrojados los primeros trozos de carnaza, enarcan nerviosamente sus cabezas coloradas y, emitiendo sus guturales gruñidos de aves carroñeras, se dan a una barullosa rapiña sobre las planchas de zinc.

Mientras oye el raspilleo de las garras resbalando sobre las calaminas, Olegario Santana, aún en camiseta, termina de devorar su propio trozo de carne sangrante, acompañado de una porción de cebolla picada como para pavo, como dice su amigo Domingo Domínguez. Después, tras beberse un tacho de té bien amargo, acerca el rostro a la cocina de ladrillos y enciende su segundo Yolanda del día (el primero se lo fuma en la cama y a oscuras). Acodado en la mesa desnuda, deja pasar entonces los minutos que faltan fumando parsimoniosamente, mientras contempla el rostro de la mujer dibujado en la cajetilla de cigarrillos.

A sus cincuenta y siete años, Olegario Santana nunca ha visto una mujer de verdad con un rostro tan bello como ese. Además, no entiende por qué diantres el solo nombre Yolanda le trae la imagen de una mujer fatal, una de esas hembras desmelenadas de pasión que evocan los viejos en las calicheras mientras trituran piedras bajo un sol tan ardiente como sus delirios. 

La única mujer que ha tenido en su vida fue una viuda que conoció en Agua Santa, con la que vivió abarraganado sin pena ni gloria durante catorce años largos, y que hacía cuatro había muerto de la bubónica, peste traída a Iquique por «el barco maldito», como llamó la gente al «Columbia», el vapor infectado. La mujer, una matrona boliviana diez años mayor que él, gorda y de mal aliento, y de una mansedumbre más bien sosa (fornicar con ella no era muy diferente que hacerlo con una oveja aturdida), se murió sin dejarle siquiera la compañía de un recuerdo amable contra el cual acurrucar su pena de hombre solo. 

Desde entonces que no comparte el cilicio de su colchón de hojas de choclos con nadie, y en el revoltijo triste de su casa desgobernada se cocina voluntariamente al fuego lento de su soledad llena de polvo; meticulosa soledad ahora último mitigada en parte por la compañía peregrina de sus dos jotes domésticos, avechuchos tan agrios y silenciosos como él mismo. Catalogado de huraño y hombre de pocas palabras, nadie en verdad sabe mucho del pasado de Olegario Santana. 

Un corvo de acero que usa para pelar la mecha de los tiros, y que más de una vez ha empuñado en alguna pelea de trabajo —muchos aseguran por ahí que ya se ha desgraciado con más de un cristiano—, hace pensar a los demás calicheros que combatió en la heroica campaña del 79. Pero él nunca dice nada al respecto. Y tampoco pertenece a ninguna de las sociedades de veteranos de guerra que proliferan en los pueblos y en las oficinas salitreras. 

Admirado como uno de los mejores particulares de San Lorenzo —nadie le puede competir con el macho de 25 libras—, lo único que se le ve hacer día a día es explotar, triturar, acopiar y cargar piedras de caliche con una consagración y una porfía de penitente malo de la cabeza. Pocas veces se le ha visto arrimado al mesón de la fonda, y nunca en los bailes y veladas artísticas del salón de la Filarmónica. Cuando bebe lo hace encerrado en su casa. 

Tiene dos o tres amigos personales y un solo traje dominguero: un terno negro en cuyo bolsillo del chaleco se extraña el relampagueo de la leontina de oro, adminículo lucido con gran pavoneo por los pampinos. Nadie sabe en qué se gasta lo que gana. El único malbaratamiento que se le conoce públicamente son los cuarenta Yolandas que se fuma al día, y que le tienen los dientes y sus negros mostachos de alambre manchados de nicotina.

A las seis y media de la mañana, ya vestido con su cotona de trabajo y sus pantalones de diablo fuerte encallapados por los cuatro costados, Olegario Santana se cala su sombrero de pita, se cuelga la botella de agua al hombro y sale tranqueando rumbo a la calichera. Afuera el cielo ya se ha metalizado de un azul opalescente y, a juzgar por la calidez del aire y la luminosidad del amanecer, el día viene caluroso como el diantre. Al verlo asomar en la calle, los jotes emprenden el vuelo desde el techo y lo siguen hacia el trabajo planeando en lentos círculos sobre su cabeza.

La oficina San Lorenzo, del cantón de San Antonio, está conformada por el Campamento de Arriba y el Campamento de Abajo; y la casa de Olegario Santana, construida, como todas las casas de los obreros, de calaminas aportilladas y palos de pino Oregón, está ubicada en el último número de la última calle del Campamento de Abajo. Más allá sólo se extiende la soledad infinita de las arenas y la ilusión fatídica de los espejismos del desierto.

A poco de adentrarse en la pampa, algo le parece extraño al calichero. Con los sentidos engrifados, se detiene a mitad de camino. Mientras gira lentamente en círculo auscultando señudo la redondela del horizonte, saca, enciende y exhala el humo grisáceo de otro de sus Yolandas arrugados. 

El silencio mineral de los cerros le resuena más agudo que de costumbre. Sus oídos no perciben el chirriar de las ruedas de ninguna carreta calichera, y la sombra de ningún trabajador se recorta en los senderos polvorientos. 

Tras una segunda pitada a su cigarrillo, rehace su camino, cavilante. Algo no encaja bien en la carreta del día. De pronto, casi llegando a las primeras calicheras, un grupo de hombres se le aparece desde unos acopios y rodeándolo y mirándolo con recelo, le espetamos hoscamente que si acaso el asoleado del carajo no sabía que ayer en la noche se declaró la huelga general en San Lorenzo. «Ayer, martes 10 de diciembre de 1907, año del Señor», le recalcamos guasonamente, por si el viejito de los jotes no estaba enterado ni de la fecha en que vivía. Olegario Santana no lo sabía.

Luego de ponerlo al tanto de los hechos, lo conminamos, como a todos los que hallamos en la pampa esa mañana, a que nos acompañara a recorrer las calicheras instando a los demás operarios a que pararan las faenas y se plegaran al conflicto. Después iríamos todos juntos a la Administración a pedir aumento de salario. Que en esta huelga nadie podía tomar balcón. Que mientras más tumulto viera el gringo del carajo frente a su puerta, tanto mejor para el movimiento. «Por consiguiente, hasta los jotes nos sirven para hacer número», dijo, mirando hacia el cielo y soltando una ronca carcajada, el mayor de los hermanos Ruiz, operario reconocido públicamente como uno de los más indóciles y ariscos de la oficina

San Lorenzo, y que estaba entre los que lideraban la huelga. Visiblemente sorprendido, Olegario Santana mira a los hombres uno a uno y a la cara. Salvo a algunos que trabajan en las calicheras de por ahí cerca, a la mayoría los conoce sólo de lejos. Aunque de él, por lo visto, sí saben, pues le han sacado a colación los jotes. Calmosamente, entonces, da la última pitada a lo que le queda de su cigarrillo y, refunfuñando que él no es ningún guarisapo rompehuelgas, se cambia de hombro la botella de agua y se va con ellos a recorrer las calicheras que faltan.

Arriba, en el cielo, dejándose llevar cada vez más alto en las corrientes de aire tibio, los jotes comienzan a alejarse hacia el interior de la pampa en busca de carroña, mientras sus sombras, entrecruzándose en el suelo, van rayando la blancura infinita de las planicies salitreras.

Fue un helado día de julio que Olegario Santana se halló a los jotes en el interior de su calichera, cuando eran apenas un par de polluelos feos y enclenques. Por hacerle una broma (debido a su nariz ganchuda y a su costumbre de vestir siempre de negro, algunos lo llaman el Jote Olegario), los calicheros más viejos se los dejaron dentro de una caja de zapatos, como regalo de onomástico.

Era día de Santa Ana. Él, un poco por seguirles la broma y otro tanto llevado por las morriñas de su soledad penitenciaria, se los llevó a su casa. Primero les hizo un nido en el patio y comenzó a darles de comer con la mano. Para calmarles la sed embebía agua en motas de algodón y se la dejaba caer de a gotitas en el pico. A contar por su exiguo plumaje, las crías no tendrían entonces más de dos meses de vida. Después, ya un tanto creciditas, las instaló en el techo, les puso agua en un lavatorio viejo y, por el agujero de una calamina, les comenzó a tirar piltrafas de carne, desechos rancios que el gordo carnicero de la pulpería le vendía a chaucha el kilo.

Después de algunos afanosos intentos de vuelo, una mañana de sábado, al salir al trabajo, los jotes lo sorprendieron al elevarse, al unísono, en una perfecta maniobra de despegue. Deslizándose livianamente en el aire lo siguieron hasta el mismo trabajo. Desde entonces y cada día de la semana los pajarracos lo acompañan en su camino hasta llegar a las calicheras. «Por allá viene Olegario», dicen los demás viejos al divisar los jotes en el cielo. Por el resto del día, mientras él cumple con su jornada fragorosa, los pajarracos se pierden detrás de los cerros en busca de alimento.

 Al caer la tarde, a la hora de la puesta del sol, reaparecen para acompañarlo de vuelta a casa. En las ocasiones en que Olegario Santana se queda acopiando caliche hasta más tarde y llega a casa ya con noche, se halla a los dos jotes, uno junto al otro, instalados impávidamente sobre el techo. Una tarde, luego de una jornada particularmente dura, en que además había muerto un operario alcanzado por una explosión de pólvora, el calichero llegó enrabiado y quiso echarlos a piedrazos del techo. Pero en medio de la trifulca y el escándalo de los vecinos, le fue imposible hacerlo. Los jotes se elevaban, revoloteaban un rato y luego volvían a posarse en las calaminas, inmutables. «Usted es como su mamá, pues, amigazo» lo jorobaron todo el resto del mes sus compañeros de calichera.

El recorrido de los huelguistas por la pampa es fructuoso. En verdad los operarios no se hacen mucho de rogar y en medio de un alegre chivateo van parando las faenas y uniéndose al grupo. A mitad de la marcha, entre el obreraje acumuchado, Olegario Santana se encuentra con dos de los pocos amigos que tiene en San Lorenzo. El barretero Domingo Domínguez, que es casi el único que lo visita en su casa de vez en cuando, y José Pintor, un carretero conocido entre los sanlorencinos como un ácrata crónico, «de esos que leen el diario en la mesa» como dicen los viejos en la pampa. 

Apenas Domingo Domínguez lo ve entre la masa de operarios, se acerca sonriéndole con toda su dentadura recién estrenada. Echándole su perpetuo aliento licoroso, le secretea que la noche anterior se había visto en el Campamento de Arriba nada menos que a José Brigg, el más renombrado anarquista de la oficina Santa Ana y de todo el cantón de Tarapacá. «Esto va en serio, compadre Olegario», le dice por lo bajo.

Cerca de las nueve de la mañana, ya con el sol chorreando espeso en la frente de cada uno, el tumulto de obreros que emergimos por el lado de las calicheras era simplemente glorioso. Los barreteros, los carreteros, los chulleros, los falqueadores, los punteros, los cateadores, los sacaboneros, los particulares y todos los patizorros, o asoleados, como les decían a los que trabajaban en el cerro, enarbolando sus herramientas de trabajo y rugiendo enronquecidos que viva la huelga, carajo, que ya estaba bueno de tanta jodienda, que la cuestión era ahora o nunca, ingresamos en una sola tolvanera de polvo por la calle principal de la oficina, rumbo al edificio de la Administración. 

El clamoreo de la huelga copaba el aire de las callejas de San Lorenzo y se colaba por las hendijas de las casas de calaminas, y su estruendo hacía abrir puertas y ventanas por donde se asomaban mujeres y niños maravillados haciendo señas de adiós a los hombres que marchaban con aire resuelto en la insurgente procesión proletaria.

Reunidos en la explanada de la administración, sin dejar de gritar por nuestras reivindicaciones, oímos de pronto —y nos quedamos arrobados por un instante de la emoción tremenda— cómo se paraban las máquinas de la planta procesadora: los chancadores, los cachuchos, las poleas rotatorias y cada uno de los motores, tornos y fresas de la maestranza. Y luego, de entre el silencio titánico de los fierros, vimos emerger una sucia nube de operarios de expresión dura y decidida. 

Eran los tiznados, como les decían a los compañeros que laboraban en las máquinas. Unos viniendo hacia nosotros con sus caras, manos y ropas ennegrecidas de alquitrán, y los otros a torso desnudo, embarrados de pies a cabeza y caminando a tranco firme con sus fragorosos calamorros de cuatro suelas superpuestas. Ahí estaban los derripiadores, los torneros, los herreros, los chancheros, los acendradores, los canaleros, los arrinquines y hasta los matasapos —en su mayoría niños de edad escolar—, gritando también, a coro y mano en alto, que viva la huelga, carajo; que aquí estamos junto a ustedes, hermanitos. Y hasta las últimas consecuencias. Exaltados y conmovidos, sentíamos como si en vez de sangre nos corriera salitre ardiendo por las venas.

La policía y los serenos de la oficina, esbirros del gringo Turner, sin poder hacer nada ante el tumulto enardecido de trabajadores, sólo se limitaban a observar desde lejos y a tomar nota mentalmente de nuestras caras. Éramos más de ochocientos los huelguistas reunidos en torno a los hermanos Ruiz, que no paraban de arengarnos y darnos ánimos para que no entregáramos la oreja al capitalismo, compañeritos; que lo que pedíamos era justo, que ya era hora de poner coto a la explotación y a la rapiña sin control de los oficineros abusadores.

Mientras nosotros, eufóricos y vociferantes hasta la afonía, asentíamos a grito pelado enarbolando palas, machos, barretas y martillos como las más nobles banderas de lucha.

Se decía que los hermanos Ruiz habían oído hablar una vez a don Luis Emilio Recabarren en el puerto de Tocopilla y que ahí se les pegó el espíritu de la revolución. Y habían sido ellos, sin tener ninguna experiencia en movimientos laborales, los que planearon la huelga. 

Sin ser agitadores de profesión, ni logreros ni holgazanes ni inmorales —como catalogaban los salitreros a todo el que osara levantar la voz para reclamar sus derechos—, sino unos simples operarios explotados, igual que todos, habían llevado el trámite del conflicto con tanta convicción y de manera tan silenciosa, que incluso muchos de nosotros, los trabajadores, lo mismo que la jefatura de la oficina, habíamos sido sorprendidos en gran manera por la noticia.

Y es que hacía tiempo que los obreros de la pampa veníamos realizando peticiones salariales y sociales, no sólo en San Lorenzo sino que en todas las oficinas de todos los cantones de la pampa de Tarapacá. Y siempre habíamos recibido por única respuesta el desprecio de los administradores, el despido inmediato, sin ninguna clase de contemplaciones por la familia, y una represión siniestra para los cabecillas de la rebelión, como llamaban ellos al acto legítimo de pedir aumento de salario. Ahora la cosa era distinta. 

Se sabía, por los diarios de Iquique, que varios gremios de embarque de ese puerto salitrero se habían declarado también en huelga. 

De modo que ya no éramos los únicos. Y es que si la carestía de la vida producida por la baja de la moneda era malo para el país entero, para los pampinos resultaba angustiante y nefasto. 

El cambio de la libra a ocho peniques nos había rebajado el sueldo en casi un cincuenta por ciento, mientras que en las pulperías, de propiedad de los mismos oficineros, el precio de los artículos había subido al doble. ¡Si una sola marraqueta de pan costaba un peso enterito! ¡O sea, la cuarta parte del salario nuestro de cada día, paisanito, por la poronga del mono!

Y todo eso le dijimos al gringo Turner cuando, luciendo botas de montar, su cachimba entre los dientes, y ciñendo su cucaleco de safari que no se quitaba ni para tomar el té de las cinco, se dignó a encararnos en el porche del edificio.

Resguardado por el sereno mayor que nos apuntaba con su rifle, mientras el calor del mediodía hacía crepitar las calaminas, el gringo nos oyó como se oyen ladrar los perros a la distancia. Endureciendo aún más la desdeñosa expresión de su rostro mofletudo, sin dejar de masticar su cachimba, con su jodido acento extranjero, nos dijo lo que ya sabíamos de antemano que nos iba a decir —lo mismo que decían siempre todos los administradores de todas las oficinas cada vez que los operarios se atrevían a pedir algunas mejoras salariales—: que él no estaba autorizado para esos menesteres de beneficencia; que debía consultar a la gerencia central en Iquique; que mañana, o tal vez pasado mañana, nos podría dar una respuesta. Sólo tal vez.

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