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Reinaba,
como dijimos, grande animación entre las personas que componían la
tertulia ordinaria de don Dámaso Encina.
Era
la noche del 19 de agosto, y desde algún tiempo circulaba la noticia
de que la Sociedad de la Igualdad sería disuelta por orden del
Gobierno. Citábase como prueba el ataque de cuatro hombres armados,
hecho en una de las noches anteriores, al tiempo de instalarse en la
Chimba el grupo número 7 de los que componían esa sociedad.
Martín
se sentó después de ser presentado por don Dámaso a las personas
de su tertulia, y la conversación, interrumpida un momento, siguió
de nuevo.
-La
autoridad -dijo don Fidel Elías, respondiendo a una objeción que se
le acababa de hacer- está en su derecho de disolver esa reunión de
demagogos, porque ¿qué se llama autoridad?
El
derecho de mando; luego, mandando disolver, está, como dije, en su
derecho. Doña Francisca, mujer del opinante, se cubrió el rostro,
horrorizada de aquella lógica autoritaria.
-Además
-repuso don Simón Arenal, viejo solterón que presumía de hombre de
importancia-, un buen pueblo debe contentarse con el derecho de
divertirse en las festividades públicas y no meterse en lo que no
entiende.
Si
cada artesano da su opinión en política, no veo la utilidad de
estudiar. Don Dámaso, que tenía perdida la esperanza de ser
comisionado por el Gobierno, como se le había hecho esperar, se
hallaba en aquella noche bajo la influencia de los periódicos
liberales, cuyos artículos recordaba perfectamente. -El derecho de
asociación -dijo- es sagrado.
Es
una de las conquistas de la civilización sobre la barbarie.
Prohibirlo es hacer estéril la sangre de los mártires de la
libertad y además...
-Yo
te viera hablar de mártires y de libertad cuando te vengan a quitar
tu fortuna -exclamó interrumpiéndole don Fidel.
-Aquí
no se trata de atacar la propiedad -replicó don Dámaso.
-Se
equivoca usted dijo don Simón Arenal-.
¿Cree
usted que ese título es tomado sin premeditación? Sociedad de la
Igualdad quiere decir que trabajará para establecer la igualdad, y
como lo que más se opone a ella es la diferencia de fortunas, claro
es que los ricos serán los patos de la boda. -Eso es: les canards
des noces -dijo el elegante Agustín. -Sobre eso no hay duda, señor
-le dijo también Emilio Mendoza, que había aprobado hasta entonces
con la cabeza. Don Dámaso se quedó pensativo.
Aquellos
argumentos contra la seguridad de su fortuna, con que por entonces se
trataba de intimidar a todo rico que se presentaba con tendencias al
liberalismo, le dejaron perplejo y taciturno.
-Los
hombres de valor como usted -le dijo Emilio- deben aprovechar esta
oportunidad para ofrecer su apoyo al Gobierno.
Claro
-repuso don Fidel con su afición a los silogismos-: es el deber de
todo buen patriota, porque la patria está representada por el
Gobierno; luego, apoyándolo es el modo de manifestarse patriota.
-Pero,
hijo -replicó doña Francisca-, tu proposición es falsa porque...
-Ta, ta, ta, -interrumpió don Fidel-, las mujeres no entienden de
política; ¿no es así, caballero? -añadió dirigiéndose a Martín,
que era el más próximo que tenía.
-No
es ésa mi opinión, señor -respondió Rivas con modestia.
Don
Fidel le miró con espanto.
-¡Cómo!
-exclamó. Luego, cual si una idea súbita le iluminase: -¿Es usted
soltero? -le preguntó. -Si, señor.
-Ah,
por eso, pues hombre; no hablemos más. En este momento entró
Clemente Valencia, que siempre llegaba más tarde que los demás.
-Vengo
de la calle de las Monjitas -dijo-, donde me detuvo un tropel de
gente.
-¿Qué
es revolución? -preguntaron a un tiempo palideciendo don Fidel y don
Simón. -No es revolución; pero si la hay, el Gobierno tiene la
culpa contestó Valencia, causando con esta frase gran admiración a
los que le oían, porque estaban acostumbrados a la dificultad con
que el capitalista hilvanaba una frase.
-Creo
que con política, hasta los tontos se ponen elocuentes -dijo doña
Francisca a Leonor, que tenía a su lado. -Vamos, hombre, ¿qué
hay?, estás esuflado -dijo Agustín a Valencia, que se calló cuando
todos esperaban en silencio la explicación de aquellas palabras.
-Si,
¿qué es lo que hay? -dijeron los demás. -Había sesión general en
la Sociedad de la Igualdad -contestó Clemente.
-Eso
ya lo sabíamos. -La sesión concluyó a las diez.
-Gran
noticia -dijo doña Francisca por lo bajo.
-Esto
es lo que me contaron en la calle -añadió el joven. -¿Y qué más?
-preguntó Agustín-, ¿qué arribó después? -Entraron unos hombres
al salón donde quedaban algunos socios y cargaron a palos con ellos.
-¡A
palos! -dijeron hombres y mujeres.
-¡A
golpes de bastones! -exclamó Agustín con acento afrancesado.
-Es
una atrocidad -dijo indignada doña Francisca-; parece que no
estuviéramos en país civilizado.
-¡Mujer,
mujer! -replicó don Fidel-, el Gobierno sabe lo que hace; ¡no te
metas en política! -Si pero esto es muy fuerte -dijo Agustín-, esto
depasa los límites. -El deber de la autoridad -exclamó don Simón-
es velar por la tranquilidad, y esta asociación de revoltosos la
amenazaba directamente.
-¡Pero
eso es exasperar! objetó exaltada doña Francisca.
-¡Qué
importa; el Gobierno tiene la fuerza! -Bien hecho, bien hecho, que
les den duro -dijo don Fidel-; ¿no les gusta meterse en lo que no
deben? -Pero esto puede traer una revolución -dijo don Dámaso.
-Ríase de eso -le contestó don Simón-; es la manera de hacerse
respetar. Todo Gobierno debe manifestarse fuerte ante los pueblos; es
el modo de gobernar.
-Pero
eso es apalear y no gobernar -replicó Martín, cuyo buen sentido y
generosos instintos se rebelaban contra la argumentación de los
autoritarios.
-Dice
bien el señor don Simón -replicó Emilio Mendoza-; al enemigo, con
lo más duro.
-Extraña
teoría caballero -repuso Martín, picado-; hasta ahora había creído
que la nobleza consistía en la generosidad para con el enemigo.
-Con
otra clase de enemigos; pero no con los liberales -contestó Mendoza
con desprecio. Rivas se acercó a una mesa, reprimiendo su despecho.
-No
discuta usted, porque no oirá otras razones -le dijo doña
Francisca. Continuó la conversación política entre los hombres, y
las señoras se acercaron a una mesa, sobre la cual un criado acababa
de poner una bandeja con tazas de chocolate. Martín observó a
Leonor durante todo el tiempo que duró la visita y le fue imposible
conocer la opinión de la niña respecto de las diversas opiniones
emitidas.
Otro
tanto le sucedió cuando quiso averiguar si Leonor daba la
preferencia a alguno de sus dos galanes, con cada uno de los cuales
la vio conversar alternativamente, sin que en su rostro se pintase
más que una amabilidad de etiqueta, muy distinta de la turbación
que retrata el rostro de la mujer cuando escucha palabras a las que
responde su corazón. Mas este descubrimiento, lejos de alegrar a
Martín, le dio un profundo desconsuelo.
Pensó
que si Leonor miraba con indiferencia al empleado elegante y al
fastuoso capitalista, nunca su atención podría fijarse en él; que
no contaba con ningún medio de seducción capaz de competir con los
que poseían los que ya reputaba como sus rivales.
Y
al mismo tiempo sentía cada vez más avasallado el corazón por la
altanera belleza que su amor rodeaba con una aureola divina. Cada uno
de sus pensamientos eran, en ese instante, otros tantos idilios
sentimentales de los que nacen en la mente de todo enamorado sin
esperanzas, y se le figuraba, por momentos, que Leonor era demasiado
hermosa para rebajarse hasta sentir amor hacia ningún hombre.
Mientras
Rivas luchaba para no dirigir sus ojos sobre Leonor, temiendo que los
demás adivinasen lo que pasaba en su corazón, Matilde y su prima se
habían separado de la mesa.
-Este
joven es el amigo de Rafael -dijo Leonor.
-¿Sabes
que es interesante? -contestó Matilde.
-Tu
opinión no es imparcial -repuso Leonor, sonriendo.
-¿Le
has vuelto a preguntar algo sobre Rafael? -No, porque mis preguntas
le hicieron creer que era yo la enamorada y además se ofendió
porque sólo le llamaba para hacerle esas preguntas.
-¡Ah,
es orgulloso! -Mucho, y me extraña que haya venido esta noche aquí,
porque jamás lo había hecho. En la mesa habla rara vez sin que le
dirijan la palabra y, cuando lo hace, es para manifestar su desprecio
por las opiniones vulgares.
-Veo
que lo has estudiado con detención -dijo Matilde en tono de malicia
a su prima-, y creo que te estás ocupando de él más que de todos
los jóvenes que vienen aquí.
-¡Qué
ocurrencia! -contestó Leonor, volviendo desdeñosamente la cabeza.
La observación de Matilde había, sin embargo, hecho pensar a Leonor
que Martín, sin saberlo ella misma, preocupaba su pensamiento más
que lo que ordinariamente lo hacían los otros jóvenes de que en
todas partes se veía rodeada.
Esta
idea introdujo una extraña turbación en su espíritu e hizo
cubrirse de rubor sus mejillas al recordar que ella coincidía con el
pensamiento que le ocurrió al ver la alegría con que el joven había
recibido antes su disculpa sobre el motivo de sus preguntas acerca de
su amigo San Luis. Esa turbación y ese rubor en la que desdeñaba el
homenaje de los más elegantes jóvenes de la capital se explican
perfectamente en el carácter de una niña mimada por sus padres y
por la naturaleza.
Por
más que Leonor había manifestado a su prima el deseo de amar, se
veía que gran parte de su orgullo estaba cifrado en la indiferencia
con que trataba a los jóvenes más admirados por sus amigas. Así es
que la idea de haber fijado su atención en uno que miraba como
insignificante la disgustó consigo misma, e hizo formar el propósito
de poner a prueba su voluntad para triunfar de lo que ella calificó
de involuntaria debilidad.
El
corazón de la mujer es aficionado especialmente a esta clase de
pruebas, en las que encuentra un pasatiempo para disipar el hastío
de la indiferencia. Leonor miró a Rivas desde ese instante como a un
adversario, sin advertir que su propósito la obligaba a caer en la
falta que acababa de reprocharse como una debilidad; es decir, a
ocuparse de él. Martín, mientras ella formaba esa resolución, se
retiró desesperado.
Como
todo el que ama por primera vez, no trataba de combatir su pasión,
sino que se complacía en las penas que ella despertaba en su alma.
Hallábase bajo el imperio de la dolorosa poesía que encierran los
primeros sufrimientos del corazón y saboreaba su tormento
encontrando un placer desconocido en abultarse su magnitud. El amor,
en estos casos, produce en el alma el vértigo que experimenta el que
divisa el vacío bajo sus plantas desde una altura considerable.
Rivas
divisó ese vacío de toda esperanza para su alma y la lanzó a
estrellarse contra la imposibilidad de ser amado. Estas sensaciones
le hicieron olvidar la cita que Rafael le había dado para el día
siguiente, y sólo pensó en ella cuando su amigo le dijo al salir de
clase: -No olvides que debes venir esta noche a casa.
-¿A
dónde vas a llevarme? -preguntó él.
-No
faltes y lo verás; quiero ensayar una curación. -¿Con quién?
-Contigo; te veo con síntomas muy alarmantes.
-Creo
que es inútil -dijo Martín con tristeza, estrechando la mano de San
Luis, que se despedía. Este nada contestó, y a dos pasos de Rivas
dio un suspiro que desmentía el contento con que acababa de hablar
para infundir alegres esperanzas a su amigo.
Cap 12 -->
http://www.letrasdechile.cl/Joomla/images/martin_rivas.pdf
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