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La
idea de que Leonor amase a su nuevo amigo, infundió a Rivas cierta
reserva para con éste, a pesar de la viva simpatía que hacia él le
arrastraba. Durante varios días trató en vano de aclarar sus
sospechas en sus conversaciones con Rafael San Luis. Las confidencias
no vinieron jamás a satisfacerle.
Una
tarde, después de comer en casa de don Dámaso, se retiraba Martín,
como de costumbre, antes que hubiese llegado la hora de las visitas.
-¿Es
usted aficionado a la música? -le dijo Leonor, cuando él había
tomado su sombrero. Martín sintió que la turbación se apoderaba de
su pecho al responder. Le parecía tan extraño que la orgullosa niña
le dirigiese la palabra, que al oír su voz se figuró estar bajo la
alucinación de un sueño. Con esta impresión se había vuelto hacia
Leonor sin responderle y como creyendo haber oído mal.
Leonor
repitió su pregunta con una pequeña sonrisa. -Señorita contestó
Rivas, conmovido-, he oído tan poco, que no puedo calificar de gusto
la afición que tengo por ella.
-No
importa dijo la niña con tono imperativo-; oirá usted lo que voy a
tocarle, y siéntese al lado del piano, porque tengo que hablar con
usted. Martín siguió a Leonor abismado de admiración. Don Dámaso,
su mujer y Agustín jugaban al juego francés llamado patience, que
el joven les enseñaba.
Leonor
principió a tocar la introducción de un vals después de mostrar a
Rivas un asiento muy cerca de ella. El joven la miraba extasiado en
su belleza y dudando de la realidad de aquella situación que no se
habría atrevido a imaginar un momento antes.
Leonor
tocó la introducción y los primeros compases del vals sin dirigirle
la palabra. Y cuando Martín empezaba a figurarse que era el juguete
de un capricho de la niña, ésta fijó en él su mirada altanera.
-¿Usted
conoce a Rafael San Luis? -le preguntó.
-Sí,
señorita contestó Rivas, mirando en esta pregunta la confirmación
de sus sospechas que le atormentaban.
-¿Le
ha hablado a usted de alguien de mi familia? -volvió a preguntarle
Leonor.
-Muy
poco; le creo muy reservado -contestó él.
-¿Usted
es amigo suyo? -Muy reciente; le he conocido en el colegio hace pocos
días. -Pero, en fin, usted ha hablado con él.
-Casi
todos los días desde que hicimos amistad.
-¿Y
nada de particular le ha dicho a usted sobre alguien de mi familia?
-Nada; ah, sí, me preguntó una vez por usted. Martín añadió la
segunda parte de esta contestación con la esperanza de leer en el
rostro de la niña la confirmación de la sospecha que aumentaba en
su espíritu.
-¡Ah!
-dijo Leonor-.
¿Y
nada más? -Nada más. señorita contestó el joven, desesperado de
la majestuosa impasibilidad de aquel rostro lindísimo.
Leonor
siguió tocando algunos instantes, sin decir una palabra. Martín se
sentía sofocado, inquieto, descontento ante la arrogancia de aquella
niña que sólo se dignaba dirigirle la palabra para hablar de un
hombre a quien tal vez amaba.
Su
amor propio le infundía violentos deseos de poseer una belleza
singular, una inmensa fortuna o una celebridad; algo, en fin, que le
pusiese a la altura de Leonor, para arrastrar su atención y ocupar
su espíritu, que acaso en este instante se olvidaba de él como de
los muebles que había en torno suyo. Humillábanle más que nunca su
oscuridad y su pobreza, y se sentía capaz de un crimen para ocupar
los pensamientos de la niña, aunque fuera con el temor. Al cabo de
cortos momentos, ella le miró de nuevo.
-Pero,
en fin -dijo, anudando la conversación interrumpida-, usted debe
saber lo que ese joven hace o adonde visita.
-Siento
en el alma, señorita, no poder satisfacer la curiosidad que usted me
manifiesta contestó Martín con cierta dureza de acento-.
No
he recibido de San Luis ninguna confidencia ni sé absolutamente las
casas que visite; sólo nos vemos en el colegio. Leonor dejó de
tocar, hojeó algunas piezas de música y se levantó.
-¿Ya
están ustedes muy diestros en ese juego? -dijo, acercándose a la
mesa en que jugaban sus padres y su hermano.
-Tan
diestros como yo dijo Agustín. Rivas se puso rojo de vergüenza y de
despecho. Leonor no le había dirigido ni una sola palabra, ni una
sola mirada. Se había retirado como si él no estuviese allí por
orden suya.
-¿Usted
no entiende este juego? -le preguntó por fin Leonor, como
acordándose sólo entonces de que le había dejado junto al piano.
-No,
señorita contestó él. Y salió al cabo de algunos minutos, que
empleó en buscar la manera de hacerlo sin llamar la atención.
Martín entró en su cuarto con el corazón despedazado. Su angustia
le impedía el explicarse los encontrados y violentos sentimientos
que le agitaban.
Mudas
imprecaciones contra su destino y el orgullo de los ricos, locos
proyectos de venganza, un desaliento sin límites al mirar hacia el
porvenir, arrebatos de conquistarse un nombre que le atrajese la
admiración de todos, mil ideas confusas, hiriendo, como otros tantos
rayos, su cerebro, haciendo dilatarse su corazón, agitando la
velocidad de su sangre, destrozándole el pecho, arrancándole
lágrimas de fuego he aquí lo que le hacía retorcerse desesperado
sobre una silla, mirarse con ojos espantados al espejo; y, como un
relámpago en medio de una deshecha tempestad, aparecía en su mente
a cada instante y cortando la ilación de sus demás ideas, ésta,
que sus labios no formulaban, pero que hacía estremecérsele el
corazón: "¡Ah, y ser tan bella!, ¡tan bella!".
La
calma sobrevino poco a poco, haciéndole pasar a los encantados
idilios del amor primero. ¡Había perdonado! Leonor descubría de
repente los tesoros de su corazón virgen y fogoso; aceptaba un amor
lleno de sumisión y de ternura, ¡se dejaba adorar! Martín recorrió
así un mundo fantástico, oyendo la música celestial de un vals a
cuyos compases se repetían él y Leonor los juramentos para toda la
vida.
Juramentos
que ignoran los días de la vejez y piden una tumba para renacer
juntos en la mansión de la vida infinita. Vio que puede de repente
nacer en el pecho una pasión que pisotea al orgullo, que encuentra
en la tierra los elementos de una felicidad reputada como quimérica,
y se acostó distraído, olvidándose de la verdad.
Mientras
Rivas pasaba por esta crisis, en la que al fin se dibujó radiante su
amor, como aparece en el fondo de un crisol la plata que la acción
del fuego hace desprenderse del metal, Leonor se retiraba con Matilde
a un sofá apartado del gran salón en que conversaban algunas
visitas.
Como
te dije el otro día -principió por decir Leonor, estrechando una
mano de su prima-, Martín habló en la mesa de Rafael San Luis, a
quien yo defendí de los ataques de mi padre. Matilde apretó la mano
de Leonor con reconocimiento, y ésta continuó.
-Esta
tarde llamé a Martín junto al piano y le hice varias preguntas
sobre San Luis. Es amigo de él, pero de poco tiempo a esta parte.
Nada me ha podido informar sobre la vida que lleva, pues Rafael
parece no haberle confiado aún ninguna cosa que revele el estado de
su corazón, pero te prometo que yo lo averiguaré. Rivas es
inteligente, y espero que pronto se captará su entera confianza. Así
sabremos si todavía te ama.
Las
dos niñas continuaron su conversación hasta que Emilio Mendoza
ocupó un asiento del lado de Leonor y comenzó a hablarle de su
amor, sin que ella manifestase el menor desagrado ni diese tampoco
ninguna contestación propia para alentar las esperanzas de aquel
joven.
Al
día siguiente, Martín recibió con frialdad el saludo de su amigo.
Este, que había concebido por él un cariño verdadero, notó al
instante su reserva.
-¿Qué
tienes? -le preguntó, empleando por primera vez aquel tono
familiar-: te veo triste. Martín se sintió desarmado en presencia
de la cordialidad que San Luis le manifestaba, cuando le había visto
tratar a todos sus condiscípulos con la mayor indiferencia. Se hizo,
además, la reflexión de que Rafael no tenía ninguna culpa de lo
que le atormentaba, y tuvo bastante razón para conocer la ridiculez
de sus celos. -Es verdad -dijo, estrechando la mano que San Luis le
había presentado-, anoche sufrí mucho. -¿Puedo saber la causa?
-preguntó Rafael. -¿Para qué? -respondió Rivas-. Nada podrías
hacer para darme la felicidad. -¡Cuidado, Martín!, no olvides mi
consejo. El amor, para un estudiante pobre, debe ser como la manzana
del paraíso: si lo pruebas, te perderás. -Y ¿qué puedo hacer
cuando...? San Luis no le dejó terminar. -No quiero saber nada -le
dijo; hay ciertos sentimientos que aumentan en el alma cuando se
confían, y el amor es uno de ellos. No me digas nada. Pero tengo por
ti un verdadero interés y quiero curarte antes de que el mal haya
echado raíces. La soledad es un consejero fatal y tú vives muy
solo. Es necesario que te distraigas -añadió, viendo que Martín se
quedaba pensativo, y yo me encargo de hacerlo.
-Difícil
me parece dijo Martín, que se sentía bajo la impresión de la
escena de la víspera.
-No
importa; haremos un ensayo, nada se pierde. Vente a mi casa mañana a
las ocho de la noche y te llevaré a ver cierta gente que te
divertirán.
Los
dos amigos se separaron, dirigiéndose Martín a casa de don Dámaso.
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