domingo, 22 de febrero de 2015

MARTÍN RIVAS - Alberto Blest Gana - Cap 9

9



La idea de que Leonor amase a su nuevo amigo, infundió a Rivas cierta reserva para con éste, a pesar de la viva simpatía que hacia él le arrastraba. Durante varios días trató en vano de aclarar sus sospechas en sus conversaciones con Rafael San Luis.
Las confidencias no vinieron jamás a satisfacerle. Una tarde, después de comer en casa de don Dámaso, se retiraba Martín, como de costumbre, antes que hubiese llegado la hora de las visitas.
-¿Es usted aficionado a la música? -le dijo Leonor, cuando él había tomado su sombrero. Martín sintió que la turbación se apoderaba de su pecho al responder. Le parecía tan extraño que la orgullosa niña le dirigiese la palabra, que al oír su voz se figuró estar bajo la alucinación de un sueño.
Con esta impresión se había vuelto hacia Leonor sin responderle y como creyendo haber oído mal. Leonor repitió su pregunta con una pequeña sonrisa. -Señorita contestó Rivas, conmovido-, he oído tan poco, que no puedo calificar de gusto la afición que tengo por ella.
-No importa dijo la niña con tono imperativo-; oirá usted lo que voy a tocarle, y siéntese al lado del piano, porque tengo que hablar con usted.
Martín siguió a Leonor abismado de admiración. Don Dámaso, su mujer y Agustín jugaban al juego francés llamado patience, que el joven les enseñaba. Leonor principió a tocar la introducción de un vals después de mostrar a Rivas un asiento muy cerca de ella. El joven la miraba extasiado en su belleza y dudando de la realidad de aquella situación que no se habría atrevido a imaginar un momento antes. Leonor tocó la introducción y los primeros compases del vals sin dirigirle la palabra. Y cuando Martín empezaba a figurarse que era el juguete de un capricho de la niña, ésta fijó en él su mirada altanera.
-¿Usted conoce a Rafael San Luis? -le preguntó. -Sí, señorita contestó Rivas, mirando en esta pregunta la confirmación de sus sospechas que le atormentaban.
-¿Le ha hablado a usted de alguien de mi familia? -volvió a preguntarle Leonor. -Muy poco; le creo muy reservado -contestó él.
-¿Usted es amigo suyo? -Muy reciente; le he conocido en el colegio hace pocos días. -Pero, en fin, usted ha hablado con él.
-Casi todos los días desde que hicimos amistad.
-¿Y nada de particular le ha dicho a usted sobre alguien de mi familia? -Nada; ah, sí, me preguntó una vez por usted. Martín añadió la segunda parte de esta contestación con la esperanza de leer en el rostro de la niña la confirmación de la sospecha que aumentaba en su espíritu.
-¡Ah! -dijo Leonor-. ¿Y nada más? -Nada más. señorita contestó el joven, desesperado de la majestuosa impasibilidad de aquel rostro lindísimo.
Leonor siguió tocando algunos instantes, sin decir una palabra. Martín se sentía sofocado, inquieto, descontento ante la arrogancia de aquella niña que sólo se dignaba dirigirle la palabra para hablar de un hombre a quien tal vez amaba.
Su amor propio le infundía violentos deseos de poseer una belleza singular, una inmensa fortuna o una celebridad; algo, en fin, que le pusiese a la altura de Leonor, para arrastrar su atención y ocupar su espíritu, que acaso en este instante se olvidaba de él como de los muebles que había en torno suyo. Humillábanle más que nunca su oscuridad y su pobreza, y se sentía capaz de un crimen para ocupar los pensamientos de la niña, aunque fuera con el temor. Al cabo de cortos momentos, ella le miró de nuevo.
-Pero, en fin -dijo, anudando la conversación interrumpida-, usted debe saber lo que ese joven hace o adonde visita.
-Siento en el alma, señorita, no poder satisfacer la curiosidad que usted me manifiesta contestó Martín con cierta dureza de acento-. No he recibido de San Luis ninguna confidencia ni sé absolutamente las casas que visite; sólo nos vemos en el colegio. Leonor dejó de tocar, hojeó algunas piezas de música y se levantó.
-¿Ya están ustedes muy diestros en ese juego? -dijo, acercándose a la mesa en que jugaban sus padres y su hermano.
-Tan diestros como yo dijo Agustín. Rivas se puso rojo de vergüenza y de despecho. Leonor no le había dirigido ni una sola palabra, ni una sola mirada. Se había retirado como si él no estuviese allí por orden suya.
-¿Usted no entiende este juego? -le preguntó por fin Leonor, como acordándose sólo entonces de que le había dejado junto al piano.
-No, señorita contestó él. Y salió al cabo de algunos minutos, que empleó en buscar la manera de hacerlo sin llamar la atención. Martín entró en su cuarto con el corazón despedazado. Su angustia le impedía el explicarse los encontrados y violentos sentimientos que le agitaban. Mudas imprecaciones contra su destino y el orgullo de los ricos, locos proyectos de venganza, un desaliento sin límites al mirar hacia el porvenir, arrebatos de conquistarse un nombre que le atrajese la admiración de todos, mil ideas confusas, hiriendo, como otros tantos rayos, su cerebro, haciendo dilatarse su corazón, agitando la velocidad de su sangre, destrozándole el pecho, arrancándole lágrimas de fuego he aquí lo que le hacía retorcerse desesperado sobre una silla, mirarse con ojos espantados al espejo; y, como un relámpago en medio de una deshecha tempestad, aparecía en su mente a cada instante y cortando la ilación de sus demás ideas, ésta, que sus labios no formulaban, pero que hacía estremecérsele el corazón: "¡Ah, y ser tan bella!, ¡tan bella!".
La calma sobrevino poco a poco, haciéndole pasar a los encantados idilios del amor primero. ¡Había perdonado! Leonor descubría de repente los tesoros de su corazón virgen y fogoso; aceptaba un amor lleno de sumisión y de ternura, ¡se dejaba adorar! Martín recorrió así un mundo fantástico, oyendo la música celestial de un vals a cuyos compases se repetían él y Leonor los juramentos para toda la vida. Juramentos que ignoran los días de la vejez y piden una tumba para renacer juntos en la mansión de la vida infinita.
Vio que puede de repente nacer en el pecho una pasión que pisotea al orgullo, que encuentra en la tierra los elementos de una felicidad reputada como quimérica, y se acostó distraído, olvidándose de la verdad. Mientras Rivas pasaba por esta crisis, en la que al fin se dibujó radiante su amor, como aparece en el fondo de un crisol la plata que la acción del fuego hace desprenderse del metal, Leonor se retiraba con Matilde a un sofá apartado del gran salón en que conversaban algunas visitas. Como te dije el otro día -principió por decir Leonor, estrechando una mano de su prima-, Martín habló en la mesa de Rafael San Luis, a quien yo defendí de los ataques de mi padre. Matilde apretó la mano de Leonor con reconocimiento, y ésta continuó.
-Esta tarde llamé a Martín junto al piano y le hice varias preguntas sobre San Luis. Es amigo de él, pero de poco tiempo a esta parte. Nada me ha podido informar sobre la vida que lleva, pues Rafael parece no haberle confiado aún ninguna cosa que revele el estado de su corazón, pero te prometo que yo lo averiguaré.
Rivas es inteligente, y espero que pronto se captará su entera confianza. Así sabremos si todavía te ama. Las dos niñas continuaron su conversación hasta que Emilio Mendoza ocupó un asiento del lado de Leonor y comenzó a hablarle de su amor, sin que ella manifestase el menor desagrado ni diese tampoco ninguna contestación propia para alentar las esperanzas de aquel joven.
Al día siguiente, Martín recibió con frialdad el saludo de su amigo. Este, que había concebido por él un cariño verdadero, notó al instante su reserva.
-¿Qué tienes? -le preguntó, empleando por primera vez aquel tono familiar-: te veo triste. Martín se sintió desarmado en presencia de la cordialidad que San Luis le manifestaba, cuando le había visto tratar a todos sus condiscípulos con la mayor indiferencia. Se hizo, además, la reflexión de que Rafael no tenía ninguna culpa de lo que le atormentaba, y tuvo bastante razón para conocer la ridiculez de sus celos.
-Es verdad -dijo, estrechando la mano que San Luis le había presentado-, anoche sufrí mucho.
-¿Puedo saber la causa? -preguntó Rafael.
-¿Para qué? -respondió Rivas-.
Nada podrías hacer para darme la felicidad.
-¡Cuidado, Martín!, no olvides mi consejo.
El amor, para un estudiante pobre, debe ser como la manzana del paraíso: si lo pruebas, te perderás.
-Y ¿qué puedo hacer cuando...? San Luis no le dejó terminar. -No quiero saber nada
-le dijo; hay ciertos sentimientos que aumentan en el alma cuando se confían, y el amor es uno de ellos. No me digas nada.
Pero tengo por ti un verdadero interés y quiero curarte antes de que el mal haya echado raíces. La soledad es un consejero fatal y tú vives muy solo.
Es necesario que te distraigas -añadió, viendo que Martín se quedaba pensativo, y yo me encargo de hacerlo. -Difícil me parece dijo Martín, que se sentía bajo la impresión de la escena de la víspera. -No importa; haremos un ensayo, nada se pierde. Vente a mi casa mañana a las ocho de la noche y te llevaré a ver cierta gente que te divertirán. Los dos amigos se separaron, dirigiéndose Martín a casa de don Dámaso.

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