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Desde
el día siguiente principió Martín sus tareas con el empeño del
joven que vive convencido de que el estudio es la única base de un
porvenir feliz cuando la suerte le ha negado la riqueza.
El
pobre y anticuado traje provinciano llamó desde el primer día la
atención de sus condiscípulos, la mayor parte jóvenes elegantes
que llegaban a la clase con los recuerdos de un baile de la víspera
o de las emociones de una visita mucho más frescos en la memoria que
los preceptos de las Siete Partidas o del Prontuario de los Juicios.
Martín
se encontró por esta causa aislado de todos. Entre nuestra juventud,
el hombre que no principia a mostrar su superioridad por la elegancia
del traje, tiene que luchar con mucha indiferencia, y acaso con un
poco de desprecio, antes de conquistarse las simpatías de los demás.
Todos
miraron a Rivas como a un pobre diablo que no merecía más atención
que su raída catadura, y se guardaron muy bien de tenderle una mano
amiga.
Martín
conoció lo que podría muy propiamente llamarse el orgullo de la
ropa, y se mantuvo digno en su aislamiento, sin más satisfacción
que la de manifestar sus buenas aptitudes para el estudio cada vez
que la ocasión se le presentaba. Una circunstancia había llamado su
atención, y era la ausencia de un individuo a quien los demás
nombraban con frecuencia.
-¿Rafael
San Luis no ha venido? -oía preguntar casi todos los días. 18 Y
sobre la respuesta negativa, oía también variados comentarios sobre
la ausencia del que llevaba aquel nombre, y que, a juzgar por la
insistencia con que se recordaba, debía ejercer cierta superioridad
entre los otros que así se ocupaban de él.
Dos
meses después de su incorporación a la clase, notó Martín la
presencia de un alumno a quien todos saludaban cordialmente, dándole
el nombre que había oído ya. Era un joven de veintitrés o
veinticuatro años, de pálido semblante y de facciones de una finura
casi femenil, que ponían en relieve la fina curva de un bigote negro
y lustroso.
Una
abundante cabellera, dividida en la mitad de la frente, realzaba la
majestad de ésta y dejaba caer, tras dos pequeñas y rosadas orejas,
sus hebras negras y relucientes. Sus ojos, sin ser grandes, parecían
brillar con los destellos de una inteligencia poderosa y con el fuego
de un corazón elevado y varonil.
Esta
expresión enérgica de su mirada cuadraba muy bien con las elegantes
proporciones de un cuerpo de regular estatura y de simétricas y bien
proporcionadas formas. Al principio de la clase, Rivas fijó con
interés su vista en aquel joven, hasta que éste habló a un
compañero después de mirarle.
En
ese momento, el profesor pidió a Martín su opinión sobre un
cuestión jurídica que se debatía, y después de darla recibió una
contestación destemplada del alumno a quien acababa de corregir.
Martín replicó con energía y altivez, dejando la razón de su
parte, lo que hizo enrojecer de despecho a su adversario.
Entre
el joven que había llamado la atención de Martín y el que estaba a
su lado había mediado la siguiente conversación: -¿Quién es ése?
-preguntó Rafael, al ver la atención con que le observaba Rivas.
-Es
un recién incorporado -contestó el compañero-.
Por
la traza parece provinciano y pobre.
No
conoce a nadie y sólo habla en clase cuando le preguntan algo. No
parece nada tonto. Rafael observó a Rivas durante algunos instantes
y pareció tomar interés en la cuestión que éste debatía con su
adversario.
Al
salir de clase, el que había manifestado su despecho al verse
vencido por Martín se le acercó con ademán arrogante: -Bien está
que usted corrija -le dijo, mirándolo con orgullo; pero no vuelva a
emplear el tono que ha usado hoy.
-No
sufriré la arrogancia de nadie y responderé siempre en el tono que
usen conmigo -dijo Martín-, y ya que usted se ha dirigido a mí
-añadió-, le advertiré que aquí sólo admito lecciones de mi
profesor, únicamente en lo que concierne al estudio.
-Tiene
razón este caballero exclamó Rafael San Luis, adelantándose-; tú,
Miguel, has contestado al señor con aspereza, cuando él sólo
cumplía con su obligación corrigiéndote. Además, el señor está
recién llegado y le debemos a lo menos las consideraciones de la
hospitalidad. La discusión terminó con estas palabras, que el joven
San Luis había pronunciado sin afectación ni dogmatismo.
Martín
se acercó a él con aire tímido. Creo que debo dar a usted las
gracias por lo que acaba de decir en favor mío -le dijo-, y le ruego
las acepte con la sinceridad con que se las ofrezco. -Así lo hago
-le contestó Rafael, tendiéndole la mano con franca cordialidad.
-Y
ya que usted se ha dignado hablar en mi favor -continuó Rivas-, le
suplico que cuando pueda me guíe con sus consejos. Hace muy poco
tiempo que habito en Santiago e ignoro las costumbres de aquí. -Por
lo que acabo de ver -contestó Rafael-, usted poco necesita de
consejos.
Lo
que predomina en Santiago es el orgullo, y usted parece tener la
suficiente energía para ponerlo a raya. Ya que hablamos sobre esto,
le confesaré a usted que intercedí hace poco en su favor, porque me
dijeron que era pobre y no conocía a ninguno de nuestros
condiscípulos.
Aquí
la gente se paga mucho de las exterioridades, cosa con la cual no
convengo. La pobreza y el aislamiento de usted me han inspirado
simpatía, por ciertas razones que nada tienen que ver con este
asunto. -Me felicito por tales simpatías dijo Martín-, y me
alegraré mucho si usted me permite cultivar su amistad.
-Tendrá
usted un triste amigo -replicó San Luis con una sonrisa
melancólica-; pero no me falta cierta experiencia que acaso pueda
aprovecharle. En fin, eso lo dirá el tiempo; hasta mañana.
Con
estas palabras se despidió dejando una extraña impresión en el
ánimo de Martín Rivas, que se quedó pensativo, mirándole
alejarse. Había, en verdad, cierto aire de misterio en torno de
aquel joven, cuya poética belleza llamaba la atención a primera
vista.
Martín
observó con curiosidad sus maneras, en las que resaltaba la
dignidad en medio de la sencillez, y la vaga melancolía de su voz le
inspiró al instante una poderosa simpatía.
Llamó
la atención de Rivas el traje de Rafael, en el que parecían reinar
el capricho y un absoluto desprecio a la moda que uniformaba a casi
todos los otros alumnos de la clase.
Su
cuello vuelto contrastaba con la rigidez de los que llevaban los
demás, y su corbata negra, anudada con descuido, dejaba ver una
garganta, cuyos suaves alineamientos traían a la memoria la que los
escultores han dado al busto de Byron.
Martín
vio, además, en las últimas palabras de aquel joven, una ligera
analogía con su situación, complaciéndose en aumentarla con la
idea de que sería como él un hijo desheredado de la fortuna.
Este
pensamiento le hizo acercarse a Rafael al día siguiente y reanudar
con él la conversación interrumpida el anterior.
-Cuando
usted quiera -le dijo San Luis-, véngase a comer conmigo a un hotel
de pobre apariencia que suelo frecuentar, y allí conversaremos más
amigablemente. ¿Dónde vive usted? -En casa de don Dámaso Encina.
-¡En
casa de don Dámaso! -exclamó con admiración-; ¿es usted su
pariente? -No; he traído un carta de mi padre para él, y me ha
hospedado en su casa.
¿Usted
le conoce? -Algo -contestó San Luis con disimulada turbación. Los
dos jóvenes permanecieron silenciosos algunos instantes, hasta que
Rafael rompió el silencio hablando de asuntos indiferentes y muy
distintos del que les acababa de ocupar.
Al
salir de la clase, San Luis convidó a almorzar a Martín, y se
dirigieron a un hotel de pobre apariencia, como lo había calificado
el primero.
Una
botella estableció más franqueza en la conversación de los dos
jóvenes.
-Aquí
no comerá usted con el hijo de don Dámaso -dijo Rafael-, pero sí
con más libertad.
-¿Ha
visitado usted su casa? -preguntó Rivas, a quien había picado la
curiosidad y turbación de su nuevo amigo al hablar de su protector.
-Sí;
en mejores tiempos contestó este-.
¿Y
su hija? -Oh, está lindísima -dijo Martín con entusiasmo.
-¡Cuidado: esa respuesta revela una admiración que puede a usted
serle fatal -observó San Luis, poniéndose serio.
-¿Por
qué? -preguntó Rivas. -Porque lo peor que puede suceder a un joven
pobre como usted es el enamorarse de una niña rica. Adiós estudios,
porvenir, esperanzas exclamó San Luis, empinando con febril
entusiasmo un vaso de vino-.
Usted
me pidió consejos ayer; pues bien, ahí tiene usted uno, y es de los
más cuerdos. El amor, para un joven estudiante, debe ser como la
manzana del paraíso: fruto vedado. Si usted quiere ser algo, Martín,
y le digo esto porque usted parece dotado de la noble ambición que
forma los hombres distinguidos, rodee su corazón de una capa de
indiferencia tan impenetrable como una roca.
-No
pienso enamorarme -contestó Martín-, y tengo para ello muy
poderosas razones: entre ellas, la que usted acaba de apuntar. San
Luis cambió entonces de conversación y habló sobre tan distintas
materias y con tal verbosidad, que parecía tener empeño en hacer
olvidar a Martín las primeras palabras que había dicho
aconsejándole.
En
casa de don Dámaso habló Martín de su nuevo amigo, a quien Agustín
había nombrado. -Ese mocito es muy intrigante dijo don Dámaso, y
busca niña con buena dote. -Pero, papá -replicó Leonor-, es
necesario no ser injusto; yo tengo mejor idea de San Luis. -Es un
parvenido -dijo Agustín-, papá tiene razón. A la época donde
estamos, todos quieren plata.
-Y
hacen bien, cuando hay pobres que la merecen más que muchos ricos
exclamó Leonor.
Estas
pocas palabras arrojaron la duda en el espíritu de Rivas.
La
energía con que Leonor defendía a Rafael de los ataques de su padre
y de su hermano, y las palabras de su amigo sobre el amor, hicieron
brillar de repente cierta luz a sus ojos, que hirió su corazón con
un malestar desconocido.
No
podía pensar sino que San Luis había amado a Leonor y que su pasión
había sido condenada por don Dámaso. Semejante descubrimiento le
desazonó como si acabase de recibir alguna triste noticia, y se
entregó al trabajo sin explicarse el descontento que le hacía mirar
el porvenir bajo un prisma sombrío.
Cuando
hubo despachado la correspondencia de don Dámaso, su pensamiento,
después de dar mil vueltas a la misma idea, no había llegado más
que a esta conclusión, que le llenaba de desconsuelo: "No hay
duda de que se han amado, y puesto que Leonor le defiende, debe
amarle todavía".
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