El cuento Las zapatillas rojas (De
røde Skoe) es un cuento de hadas del escritor y poeta danés
de la colección de Hans
Christian Andersen,.
El cuento narra la historia de una niña tan pobre que ni
siquiera podía comprar zapatos, y por eso andaba siempre descalza. Su madre
murió y una anciana, apiadándose de ella, la tomó a su cargo. Y así llegó el
día en el que debía hacer la confirmación y le compró unas zapatillas rojas de
las que se había encaprichado. Eran muy bonitas, pero guardaban una sorpresa:
desde que se las puso, no podía dejar de bailar. Lo que en principio podría
parecer fascinante, pronto se convirtió en una tortura que sólo terminó con la
intervención de la misericordia de Dios.
MORALEJA:
Entusiasmarse con sueños imposibles e inalcanzables no sólo puede acarrear consecuencias impensadas, sino que volverá más triste la realidad.
Entusiasmarse con sueños imposibles e inalcanzables no sólo puede acarrear consecuencias impensadas, sino que volverá más triste la realidad.
CUENTO: LAS ZAPATILLAS ROJAS
Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza.
Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.
Su familia era muy pobre, así que no podía comprarle aquello que ella deseaba por encima de todas las cosas: unas zapatillas de baile de color rojo.
Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.
Su familia era muy pobre, así que no podía comprarle aquello que ella deseaba por encima de todas las cosas: unas zapatillas de baile de color rojo.
Porque lo que más le gustaba
a Karen era bailar, cosa que hacía continuamente. A menudo se imaginaba a sí
misma como una estrella del baile, recibiendo felicitaciones y admiración de
todo el mundo.
Al morir su madre, ...
La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. |
Cuando se organizó el funeral. Como había sido una persona muy buena, llegó
gente de todas partes para celebrar el funeral.
Cuando Karen se vestía para
acudir, vio los zapatos rojos con su charol brillando en la oscuridad. Sabía
que no debía hacerlo, pero, sin pensárselo dos veces, cogió las zapatillas
encantadas y metió dentro sus piececitos:
Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no
tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con
los zapatos rojos, y sin medias.
Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un
grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a
la niñita, la señora sintió mucha pena por ella, y dijo al sacerdote:
-Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con
todo cariño.
Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: "Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!"
Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: "Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!"
La atesorada señora acogió a la niña y la cuidó como si fuera hija suya. Cuando llegó el momento de su puesta de largo, la llamó a su presencia:
– Ve y cómprate calzado adecuado para la ocasión – Le dijo su benefactora alargándole el dinero.
Pero Karen, desobedeciendo, y aprovechando que la vieja dama no veía muy bien, encargó a la zapatera un par de zapatos rojos de baile.
El día de la celebración, todo el mundo miraba los zapatos rojos de Karen
Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país,
llevando consigo a su hijita la Princesa.
La gente, y Karen entre ella, se
congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La
princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro,
pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de
marroquí rojo.
Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de
aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo
podía compararse con aquellos zapatitos rojos.
Llegó el tiempo en que Karen tuvo edad para recibir el
sacramento de la confirmación.
Le hicieron un vestido nuevo y necesitaba un
nuevo par de zapatos. El zapatero de lujo que había en la ciudad fue encargado
de tomarle la medida de sus piececitos. El establecimiento estaba lleno de
cajas de vidrio que contenían los más preciosos y relucientes zapatos, pero la
anciana señora no tenía muy bien la vista, de modo que no halló nada de interés
en ellos. Entre las demás mercaderías había también un par de zapatos rojos
como los que usaba la Princesa. ¡Qué bonitos eran! El zapatero les dijo que
habían sido hechos para la hija de un conde, pero que le resultaban ajustados.
-¡Cómo brillan! -comentó la señora-. Supongo que serán de
charol.
-Sí que brillan y mucho -aprobó Karen, que estaba
probándoselos. Le venían a la medida, y los compraron, pero la anciana no tenía
la mejor idea de que eran rojos, o de lo contrario nunca habría permitido a
Karen usarlos el día de su confirmación.
Todo el mundo le miraba los pies a la niña, y en el momento
de entrar en la iglesia aún le parecía a ella que hasta los viejos cuadros que
adornaban la sacristía, retratos de los párrocos muertos y desaparecidos, con
largos ropajes negros, tenían los ojos fijos en los rojos zapatos de Karen.
Ésta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del santo bautismo, la alianza con Dios, y dijo que desde ahora Karen sería ya una cristiana enteramente responsable. Respondieron las solemnes notas del órgano, los niños cantaron con sus voces más dulces, y también cantó el viejo preceptor, pero Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos.
Ésta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del santo bautismo, la alianza con Dios, y dijo que desde ahora Karen sería ya una cristiana enteramente responsable. Respondieron las solemnes notas del órgano, los niños cantaron con sus voces más dulces, y también cantó el viejo preceptor, pero Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos.
Al llegar la tarde ya la señora había oído decir en todas
partes que los zapatos eran rojos, lo cual le pareció inconveniente y poco
decoroso para la ocasión. Resolvió que en adelante cada vez que Karen fuera a
la iglesia llevaría zapatos negros, aunque fueran viejos. Pero el domingo
siguiente, fecha en que debía recibir su primera comunión, la niña contempló
sus zapatos rojos y luego los negros... Miró otra vez los rojos, y por último
se los puso.
-¡Vaya! ¡Qué hermosos zapatos de baile! -exclamó el soldado-.
Procura que no se te suelten cuando dances. -Y al decir esto tocó las suelas de
los zapatos con la mano.
La anciana dio al soldado una moneda de cobre y entró en la
iglesia acompañada por Karen. Toda la gente, y también las imágenes, miraban
los zapatos rojos de la niña. Cuando Karen se arrodilló ante el altar en el
momento más solemne, sólo pensaba en sus zapatos rojos, que parecían estar
flotando ante su vista. Olvidó unirse al himno de acción de gracias, olvidó el
rezo del Padrenuestro.
Finalmente la concurrencia salió del templo y la anciana se
dirigió a su coche. Karen levantó el pie para subir también al carruaje, y en
ese momento el soldado, que estaba de pie tras ella, dijo:
-¡Lindos zapatos de baile!
Sin poder impedirlo, Karen dio unos saltos de danza, y una
vez empezado el movimiento siguió bailando involuntariamente, llevada por sus
pies. Era como si los zapatos tuvieran algún poder por sí solos. Siguió
bailando alrededor de la iglesia, sin lograr contenerse. El cochero tuvo que
correr tras ella, sujetarla y llevarla al coche, pero los pies continuaban
danzando, tanto que golpearon horriblemente a la pobre señora. Por último,
Karen se quitó los zapatos, lo cual permitió un poco de alivio a sus miembros.
Al llegar a la casa, la señora guardó los zapatos en un
armario, pero no sin que Karen pudiera privarse de ir a contemplarlos.
Por aquellos días la anciana cayó enferma de gravedad. Era
necesario atenderla y cuidarla mucho, y no había nadie más próxima que Karen
para hacerlo. Pero en la ciudad se daba un gran baile, y la muchacha estaba
también invitada. Miró a su protectora, y se dijo que después de todo la pobre
no podría vivir. Miró luego sus zapatos rojos y resolvió que no habría ningún
mal en asistir a la fiesta. Se calzó, pues, los zapatos, se fue al baile y
empezó a danzar. Pero cuando quiso bailar hacia el fondo de la sala, los
zapatos la llevaron hacia la puerta, y luego escaleras abajo, y por las calles,
y más allá de los muros de la ciudad.
Siguió bailando y alejándose cada vez más sin poder contenerse, hasta llegar al bosque. Al alzar la cabeza distinguió algo que se destacaba en la oscuridad, entre los árboles, y le pareció que era la luna; pero no; era un rostro, el del viejo soldado de la barba roja.
El soldado meneó la cabeza en señal de aprobación y dijo:
Siguió bailando y alejándose cada vez más sin poder contenerse, hasta llegar al bosque. Al alzar la cabeza distinguió algo que se destacaba en la oscuridad, entre los árboles, y le pareció que era la luna; pero no; era un rostro, el del viejo soldado de la barba roja.
El soldado meneó la cabeza en señal de aprobación y dijo:
-¡Qué lindos zapatos de baile!
Aquello infundió a la niña un miedo terrible; quiso quitarse
los zapatos y tirarlos lejos, pero era imposible: los tenía como adheridos a
los pies. Cuanto más danzaba más tenía que bailar, por campos y praderas, bajo
la lluvia y bajo el sol, de día y de noche, pero por la noche aquello era
terrible.
Entró bailando por las puertas del cementerio, pero los
muertos no la acompañaron en su danza: tenían otra cosa mejor que hacer. Trató
de sentarse sobre la tumba de un mendigo, sobre la cual crecía el amargo ajenjo,
pero no había descanso posible para ella. Y cuando se acercó, bailando, al
portal de la iglesia, vio a un ángel de pie junto a la puerta, con larga túnica
blanca y alas que llegaban de los hombros al suelo. El rostro del ángel
mostrábase grave y sombrío, y su mano sostenía una espada.
-Tendrás que bailar -le dijo-. Tendrás que bailar con tus
zapatos rojos hasta que estés pálida y fría, y la piel se te arrugue, y te
conviertas en un esqueleto. Bailarás de puerta en puerta, y allí donde
encuentres niños orgullosos y vanidosos llamarás para que te vean y tiemblen.
Sí, tendrás que bailar...
-¡Piedad! -gritó Karen, pero no alcanzó a oír la respuesta
del ángel, porque los zapatos la habían llevado ya hacia los campos, por los
caminos y senderos. Y sin cesar seguía bailando.
Cierta mañana pasó danzando ante una puerta que ella conocía
muy bien. Del interior procedía un rumor de plegarias, y salió un cortejo
portador de un ataúd cubierto de flores. Y Karen supo así que la anciana señora
había muerto, y se sintió desamparada por todo el mundo, maldita hasta por los
santos ángeles de Dios.
Siguió, siguió danzando. Tenía que bailar, aun en las noches
más oscuras. Los zapatos la llevaban por sobre zarzas y rastrojos hasta dejarle
los pies desgarrados, sangrantes. Más allá de los matorrales llegó a una casita
solitaria, donde ella sabía que vivía el verdugo. Golpeó con los dedos en el
cristal de la ventana y llamó:
-¡Ven! ¡Ven! ¡Yo no puedo entrar, estoy bailando!
-¿Acaso no sabes quién soy yo? -respondió el verdugo-. Yo soy
el que le corta la cabeza a la gente mala. ¡Y mira! ¡Mi hacha está temblando!
-¡No me cortes la cabeza -rogó Karen-, pues entonces nunca
podría arrepentirme de mis pecados!
Pero, por favor, ¡córtame los pies, con los zapatos rojos!
Le explicó todo lo ocurrido, y el verdugo le cortó los pies
con los zapatos, pero éstos siguieron bailando con los piececitos dentro, y se
alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque.
Luego el verdugo le hizo un par de pies de madera y dos
muletas, y le enseñó un himno que solían entonar los criminales arrepentidos.
Ella le besó la mano que había manejado el hacha, y se alejó por entre los
matorrales.
"Ya he padecido bastante con estos zapatos -se dijo-.
Ahora iré a la iglesia, par que todos puedan verme".
Y se dirigió tan rápidamente como pudo a la puerta del
templo. Al llegar allí vio a los zapatos que bailaban ante ella, y aquello le
dio tanto terror que se volvió a su casa.
Toda la semana estuvo muy triste, derramando lágrimas
amargas, pero al llegar el domingo se dijo:
"Ahora sí que ya he sufrido bastante. Me parece que
estoy a la par de muchos que entran en la iglesia con la cabeza alta".
Salió a la calle sin vacilar más, pero apenas había pasado de
la puerta volvió a ver los zapatos rojos bailando ante ella. Se sintió más
aterrorizada que nunca, y volvió la espalda, pero esta vez con verdadero
arrepentimiento en el corazón.
Se dirigió entonces a la casa del párroco y suplicó que la
tomaran a su servicio, prometiendo trabajar cuánto pudiera, sin reclamar otra
cosa que un techo y el privilegio de vivir entre gente bondadosa. La esposa del
sacristán tenía buenos sentimientos, se compadeció y habló por ella al párroco.
Karen demostró ser muy industriosa e inteligente, y se hizo querer por todos,
pero cuando oía a las niñas hablar de lujos y vestidos, y pretender ser lindas
como reinas, meneaba la cabeza.
El domingo siguiente fueron todos al templo, y preguntaron a
Karen si quería ir con ellas. Pero Karen miró sus muletas tristemente y con
lágrimas en los ojos. Y se fueron sin ella a la iglesia, mientras la niña se
quedó sentada sola en su pequeña habitación, donde no cabía más que una cama y
una silla. Estaba leyendo en su libro de oraciones, con humildad de corazón,
cuando oyó las notas del órgano que el viento traía desde la iglesia. Levantó
su rostro cubierto de lágrimas y dijo: "¡Oh, Dios, ayúdame!"
En ese momento el sol brilló alrededor de ella, y el ángel de
túnica blanca que ella viera aquella noche a la puerta del templo se presentó
de pie ante sus ojos. Ya no tenía en la mano la espada, sino una hermosa rama
verde cuajada de rosas.
Con esa rama tocó el techo, y éste se levantó hasta gran altura, y en cualquier otra parte que tocaba la rama aparecía una estrella de oro. Al tocar el ángel las paredes, el ámbito de la habitación se ensanchó, y en su interior resonaron las notas del órgano, y Karen vio las imágenes en sus hornacinas.
Toda la congregación estaba en sus bancos, cantando en voz alta, y la misma Karen se encontró a sí misma en uno de los asientos, al lado de otras personas de la parroquia. Cuando acabó el himno, todos volvieron la vista hacia ella y dijeron: "¡Qué alegría verte de nuevo entre nosotros después de tanto tiempo, pequeña Karen!"
Con esa rama tocó el techo, y éste se levantó hasta gran altura, y en cualquier otra parte que tocaba la rama aparecía una estrella de oro. Al tocar el ángel las paredes, el ámbito de la habitación se ensanchó, y en su interior resonaron las notas del órgano, y Karen vio las imágenes en sus hornacinas.
Toda la congregación estaba en sus bancos, cantando en voz alta, y la misma Karen se encontró a sí misma en uno de los asientos, al lado de otras personas de la parroquia. Cuando acabó el himno, todos volvieron la vista hacia ella y dijeron: "¡Qué alegría verte de nuevo entre nosotros después de tanto tiempo, pequeña Karen!"
-Todo ha sido por la misericordia de Dios -respondió ella. El
órgano resonó de nuevo y las voces de los niños le hicieron eco dulcemente en
el coro. La cálida luz del sol penetró a raudales por las ventanas y fue a
iluminar plenamente el sitio donde estaba sentada Karen. Y el corazón de la
niña se colmó tanto de sol, de luz y de alegría, que acabó por romperse. Su
alma voló en la luz hacia el cielo, y ninguno de los presentes hizo siquiera
una pregunta acerca de los zapatos rojos.
VER:
- Las Zapatillas Rojas (Cuentos Clásicos)
- Las Zapatillas Rojas - Drama Pelicula.
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