Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar
tranquilo.
Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de
pronto, rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud
de mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida.
Comenzaba otro día de ajetreos.
Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, está
practicando Juan Salvador Gaviota. A treinta metros de altura, bajó sus pies
palmeados, alzó su pico, y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y
difícil posición requerida para lograr un vuelo pausado.
Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue más que un
susurro en su cara, hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. Entornó
los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión
un... sólo... centímetro... más...
Encrespárnosle sus plumas, se atascó y cayó.
Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se
detienen.
Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es
deshonor.
Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender
otra vez sus alas en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, y
atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera.
La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las
normas de vuelo más elementales: como ir y volver entre playa y comida.
Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa,
sino comer. Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba,
sino volar. Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar.
Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno
se hace popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al
ver a Juan pasarse días enteros, solo, haciendo cientos de planeos a baja
altura, experimentando.
No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el
agua a alturas inferiores a la mitad de la envergadura de sus alas, podía
quedarse en el aire más tiempo, con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban
con el normal chapuzón al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí
una estela plana y larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en
aerodinámico gesto contra su cuerpo. Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas
recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- que sus padres se desanimaron
aún más.
-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-. ¿Por qué te
resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? ¿Por qué no dejas
los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? ¿Por qué no comes? ¡Hijo,
ya no eres más que hueso y plumas!
-No me importa ser hueso y plumas, mamá. Sólo pretendo saber
qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. Sólo deseo saberlo.
-Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-. El invierno
está cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se habrán ido a las
profundidades. Si quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla.
Esto de volar es muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? No
olvides que la razón de volar es comer.
Juan asintió obedientemente. Durante los días sucesivos,
intentó comportarse como las demás gaviotas; lo intentó de verdad, trinando y batiéndose
con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros, lanzándose sobre un pedazo de
pan y algún pez. Pero no le dió resultado.
Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa
duramente disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. Podría
estar empleando todo este tiempo en aprender a volar. ¡Hay tanto que aprender!
No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera
solo de nuevo hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.
El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había
aprendido más acerca de la velocidad que la más veloz de las gaviotas.
A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus
fuerzas, se metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió
por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. En sólo seis
segundos voló a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual el ala levantada
empieza a ceder.
Una vez tras otra le sucedió lo mismo. A pesar de todo su
cuidado, trabajando al máximo de su habilidad, perdía el control a alta
velocidad.
Subía a trescientos metros. Primero con todas sus fuerzas
hacia arriba, luego inclinándose, hasta lograr un picado vertical. Entonces,
cada vez que trataba de mantener alzada al máximo su ala izquierda, giraba
violentamente hacia ese lado, y al tratar de levantar su derecha para
equilibrarse, entraba, como un rayo, en una descontrolada barrena.
Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. Diez
veces lo intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora,
terminó en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua.
Empapado, pensó al fin que la clave debía ser mantener las
alas quietas a velocidad; aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces
dejar las alas quietas.
Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura,
descendiendo en vertical, el pico hacia abajo y las alas completamente
extendidas y estables desde el momento en que pasó los setenta kilómetros por
hora. Necesitó un esfuerzo tremendo, pero lo consiguió. En diez segundos,
volaba como una centella sobrepasando
los ciento treinta kilómetros por hora. ¡Juan había conseguido una marca
mundial de velocidad para gaviotas!
Pero el triunfo duró poco. En el instante en que empezó a
salir del picado, en el instante en que cambió el Angulo de sus alas, se
precipitó en el mismo terrible e incontrolado desastre de antes y, a ciento
treinta kilómetros por hora, el desenlace fue como un dinamitazo. Juan Gaviota
se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo.
Cuando recobró el sentido, era ya pasado el anochecer, y se
halló a la luz dela Luna y flotando en el océano. Sus alas desgreñadas parecían
lingotes de plomo, pero el fracaso le pesaba aún más sobre la espalda.
Débilmente deseó que el peso fuera suficiente para arrastrarle al fondo, y así
terminar con todo.
A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su
interior. No hay forma de evitarlo. Soy gaviota. Soy limitado por la
naturaleza. Si estuviese destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por
cerebro cartas de navegación. Si estuviese destinado a volar a alta velocidad,
tendría las alas cortas de un halcón, y comería ratones en lugar de peces.
Mi padre tenía razón. Tengo que olvidar estas tonterías.
Tengo que volar a casa, a la Bandada, y estar contento de ser como soy: una
pobre y limitada gaviota.
La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. Durante la
noche, el lugar para una gaviota es la playa y, desde ese momento, se prometió
ser una gaviota normal. Así todo el mundo se sentiría más feliz.
Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra,
agradecido de lo que había aprendido sobre cómo volar a baja altura con el
menor esfuerzo.
-Pero no -pensó-. Ya he terminado con esta manera de ser, he
terminado con todo lo que he aprendido. Soy una gaviota como cualquier otra
gaviota, y volaré como tal.
Así es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó
con más fuerza luchando por llegar a la orilla.
Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera
de la Bandada. Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le
impulsaba a aprender, no habría más desafíos ni más fracasos. Y le resultó
grato dejar ya de pensar, y volar, en la oscuridad, hacia las luces de la
playa.
¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. ¡Las
gaviotas nunca vuelan en la oscuridad!
Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. La Luna
y las luces centelleando en el agua, trazando luminosos senderos en la
oscuridad, y todo tan pacífico y sereno...
¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! ¡Si
hubieras nacido para volar en la oscuridad, tendrías los ojos de búho!
¡Tendrías por cerebro cartas de navegación! ¡Tendrías las alas cortas de un
halcón!
Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador
Gaviota parpadeó.
Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron.
¡Alas cortas! ¡Las alas cortas de un halcón!
¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! ¡No necesito más
que un ala muy pequeñita, no necesito más que doblar la parte mayor de mis alas
y volar sólo con los extremos! ¡Alas cortas!
Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar
por un momento en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las antealas a su
cuerpo, dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento, y
cayó en picado vertical.
El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. Cien
kilómetros por hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido.
La tensión de las alas a doscientos kilómetros por hora no
era ahora tan grande como antes a cien, y con un mínimo movimiento de los
extremos de las alas aflojó gradualmente el picado y salió disparado sobre las
olas, como una gris bala de cañón bajo la Luna.
Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos
pequeñas rayas, y se regocijó. ¡A doscientos kilómetros por hora! ¡Y bajo
control! ¿Si pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?
Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por
ese gran viento. Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que
había hecho consigo mismo. Tales promesas existen solamente para las gaviotas que
aceptan lo corriente.
Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no
necesita esa clase de promesas.
Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. Desde
dos mil metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, la Bandada
de la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación.
Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que
su miedo estuviera bajo control. Entonces, sin ceremonias, encogió sus
antealas, extendió los cortos y angulosos extremos, y se precipitó directamente
hacia el mar. Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento
era una sólida y palpitante pared sonora contra la cual no podía avanzar con más
rapidez.
Ahora volaba recto
hacia abajo a trescientos veinte kilómetros por hora. Tragó saliva,
comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a desdoblarse a esa
velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de gaviota. Pero la
velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad era pura belleza.
Empezó su salida del picado a trescientos metros, los
extremos de las alas batidos y borrosos en ese gigantesco viento, y justamente
en su camino, el barco y la multitud de gaviotas se desenfocaban y crecían con
la rapidez de una cometa.
No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad.
Una colisión sería la muerte instantánea.
Así es que cerró los ojos.
Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer,
Juan Salvador Gaviota se disparó directamente en medio de la
Bandada de la Comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, los
ojos cerrados y en medio de un rugido de viento y plumas. La Gaviota de la Providencia
le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto.
Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun zumbaba
a doscientos cuarenta kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender sus
alas otra vez, el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo.
Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad máxima! ¡Una gaviota
a trescientos veinte kilómetros por hora! Era un descubrimiento, el momento más
grande y singular en la historia de la Bandada, y en ese momento una nueva época
se abrió para Juan Salvador Gaviota.
Voló hasta su solitaria área de prácticas, y doblando sus alas para un picado desde tres mil metros, se puso a trabajar en seguida para descubrir la forma de girar.
Se dio cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de
su ala una fracción de centímetro, causaba una curva suave y extensa a tremenda
velocidad. Antes de haberlo aprendido, sin embargo, vio que cuando movía más de
una pluma a esa velocidad, giraba como una bala de rifle... y así fue Juan la
primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas.
No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas,
sino que siguió volando hasta después de la puesta del Sol. Descubrió el rizo,
el balance lento, el balance en punta, la barrena invertida, el medio rizo
invertido.
Cuando Juan volvió a la Bandada ya en la playa, era
totalmente de noche.
Estaba mareado y rendido. No obstante, y no sin satisfacción,
hizo un rizo para aterrizar y un tonel rápido justo antes de tocar tierra.
Cuando sepan, pensó, lo del Descubrimiento, se pondrán locos
de alegría.
¡Cuánto mayor sentido tiene ahora la vida! ¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a los pesqueros, hay una razón para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia, podremos descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia y habilidad. ¡Podremos ser libres! ¡Podremos aprender a volar!
¡Cuánto mayor sentido tiene ahora la vida! ¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a los pesqueros, hay una razón para vivir! Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia, podremos descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia y habilidad. ¡Podremos ser libres! ¡Podremos aprender a volar!
Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas.
Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando
Juan tomó tierra, y parecía que habían estado así reunidas durante algún
tiempo.
Estaban, efectivamente, esperando.
-¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! -Las palabras de
la Gaviota Mayornsonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias.
Ponerse en el Centro sólo significaba gran vergüenza o gran
honor.
Situarse en el Centro por Honor, era la forma en que se
señalaba a los jefes más destacados entre las gaviotas. ¡Por supuesto, pensó,
la Bandada de la Comida... esta mañana: vieron el Descubrimiento!
Pero yo no quiero honores. No tengo ningún deseo de ser
líder. Sólo quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos nuevos
horizontes que nos están esperando. Y dio un paso al frente.
-Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-. ¡Ponte al Centro para
tu Vergüenza ante la mirada de tus semejantes!
Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. Sus
rodillas empezaron a temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaron los oídos.
¿Al Centro para deshonrarme? ¡Imposible! ¡El Descubrimiento! ¡No entienden!
¡Están equivocados! ¡Están equivocados!
-... por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz
solemne-, al violar la dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas...
Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de
la sociedad de las gaviotas, desterrado a una vida solitaria en los Lejanos
Acantilados.
-... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la
irresponsabilidad se paga. La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo
que hemos nacido para comer y vivir el mayor tiempo posible.
Una gaviota nunca replica al Consejo de la Bandada, pero la
voz de Juan se hizo oír:
-¿Irresponsabilidad? ¡Hermanos míos! -gritó-. ¿Quién es más
responsable que una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, un
fin más alto para la vida? ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas
de los peces, pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, para descubrir;
para ser libres!
Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre lo que he
encontrado...
La Bandada parecía de piedra. -Se ha roto la Hermandad
-entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo cerraron solemnemente sus
oídos y le dieron la espalda.
VER: Be Neil Diamond
VER: Be Neil Diamond
Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá de los Lejanos Acantilados. Su único pesar no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a
alta velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba
a tres metros bajo la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros
ni pan duro para sobrevivir. Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta durante
la noche a través del viento de la costa, atravesando ciento cincuenta
kilómetros de sol a sol.
Con el mismo control interior, voló a través de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Con el mismo control interior, voló a través de espesas nieblas marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y deslumbradores... mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada,
lo obtuvo ahora para sí mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio
que había pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la
ira, son las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, y al
desaparecer aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena.
Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan
planeando, pacífico y solitario en su querido cielo. Las dos gaviotas que
aparecieron junto a sus alas eran puras como luz de estrellas, y su resplandor
era suave y amistoso en el alto cielo nocturno. Pero lo más hermoso de todo era
la habilidad con la que volaban; los extremos de sus alas avanzando a un
preciso y constante centímetro de las suyas.
Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna
gaviota había superado jamás. Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo
kilómetro por hora, casi parándose. Aquellas dos radiantes aves redujeron también
la suya, en formación cerrada. Sabían lo que era volar lento.
Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros
por hora. Se dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación
impecable.
Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un
giro lento y vertical.
Giraron con él, sonriendo.
Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo
antes de decir:
-Muy bien. ¿Quiénes sois?
-Somos de tu Bandada, Juan. Somos tus hermanos. -Las palabras
fueron firmes y serenas-. Hemos venido a llevarte más arriba, a llevarte a
casa.
-¡Casa no tengo! Bandada tampoco tengo. Soy un Exiliado. Y
ahora volamos a la vanguardia del Viento de la Gran Montana. Unos cientos de
metros más, y no podré levantar más este viejo cuerpo.
-Sí que puedes, Juan. Porque has aprendido. Una etapa ha
terminado, y ha llegado la hora de que empiece otra.
Tal como le había iluminado toda su vida, también ahora el
entendimiento iluminó ese instante de la existencia de Juan Gaviota. Tenían
razón.
Él era capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.
Echó una larga y última mirada al cielo, a esa magnífica
tierra de plata donde tanto había aprendido.
-Estoy listo -dijo al fin.
Y Juan Salvador Gaviota se elevó con las dos radiantes
gaviotas para desaparecer en un perfecto y oscuro cielo.
Juan Salvador Gaviota: un relato
Segunda Parte
De modo que esto es el cielo, pensó, y tuvo que sonreírse. No
era muy respetuoso analizar el cielo justo en el momento en que uno está a
punto de entrar en él.
Al venir de la Tierra por encima de las nubes y en formación
cerrada con las dos resplandecientes gaviotas, vio que su propio cuerpo se
hacía tan resplandeciente como el de ellas.
En verdad, allí estaba el mismo y joven Juan Gaviota, el que
siempre había existido detrás de sus ojos dorados, pero la forma exterior había
cambiado.
Su cuerpo sentía como gaviota, pero ya volaba mucho mejor que
con el antiguo. ¡Vaya, pero si con la mitad del esfuerzo, pensó, obtengo el
doble de velocidad, el doble de rendimiento que en mis mejores días en la
Tierra!
Brillaban sus plumas, ahora de un blanco resplandeciente, y
sus alas eran lisas y perfectas como láminas de plata pulida. Empezó, gozoso, a
familiarizarse con ellas, a imprimir potencia en estas nuevas alas.
A trescientos cincuenta kilómetros por hora le pareció que
estaba logrando su máxima velocidad en vuelo horizontal. A cuatrocientos diez
pensó que estaba volando al tope de
Había un límite a lo que podía hacer con su nuevo cuerpo, y aunque
iba mucho más rápido que en su antigua marca de vuelo horizontal, era sin
embargo un límite que le costaría mucho esfuerzo mejorar. En el cielo, pensó,
no debería haber limitaciones.
De pronto se separaron las nubes y sus compañeros gritaron:
-Feliz aterrizaje, Juan -y desaparecieron sin dejar rastro.
Volaba encima de un mar, hacia un mellado litoral. Una que
otra gaviota se afanaba en los remolinos entre los acantilados. Lejos, hacia el
Norte, en el horizonte mismo, volaban unas cuantas más.
Nuevos horizontes, nuevos pensamientos, nuevas preguntas.
¿Por qué tan pocas gaviotas? ¡El paraíso debería estar lleno de gaviotas! ¿Y
por qué estoy tan cansado de pronto? Era de suponer que las gaviotas en el
cielo no deberían cansarse, ni dormir.
¿Dónde había oído eso? El recuerdo de su vida en la Tierra se
le estaba haciendo borroso. La Tierra había sido un lugar donde había aprendido
mucho, por supuesto, pero los detalles se le hacían ya nebulosos; recordaba algo
de la lucha por la comida, y de haber sido un Exilado.
La docena de gaviotas que estaba cerca de la playa vino a
saludarle sin que ni una dijera una palabra. Sólo sintió que se le daba la
bienvenida y que esta era su casa. Había sido un gran día para él, un día cuyo
amanecer ya no recordaba.
Giró para aterrizar en la playa, batiendo sus alas hasta
pararse un instante en el aire, y luego descendió ligeramente sobre la arena.
Las otras gaviotas aterrizaron también, pero ninguna movió ni una pluma.
Volaron contra el viento, extendidas sus brillantes alas, y luego,
sin que supiera él cómo, cambiaron la curvatura de sus plumas hasta detenerse
en el mismo instante en que sus pies tocaron tierra. Había sido una hermosa
muestra de control, pero Juan estaba ahora demasiado cansado para intentarlo.
De pie, allí en la playa, sin que aún se hubiera pronunciado ni una sola
palabra, se durmió.
Durante los próximos días vio Juan que había aquí tanto que
aprender sobre el vuelo como en la vida que había dejado. Pero con una
diferencia. Aquí había gaviotas que pensaban como él. Ya que para cada una de
ellas lo más importante de sus vidas era alcanzar y palpar la perfección de lo
que más amaban hacer: volar.
Eran pájaros magníficos,
todos ellos, y pasaban hora tras hora cada día ejercitándose en volar,
ensayando aeronáutica avanzada.
Durante largo tiempo Juan se olvidó del mundo de donde había
venido, ese lugar donde la Bandada vivía con los ojos bien cerrados al gozo de
volar, empleando sus alas como medios para encontrar y luchar por la comida.
Pero de cuando en cuando, sólo por un momento, lo recordaba.
Se acordó de ello una mañana cuando estaba con su instructor
mientras descansaba en la playa después de una sesión de toneles con ala
plegada.
-¿Dónde están los demás, Rafael? -preguntó en silencio, ya
bien acostumbrado a la cómoda telepatía que estas gaviotas empleaban en lugar de
graznidos y trinos-. ¿Por qué no hay más de nosotros aquí? De donde vengo
había...
-... miles y miles de gaviotas. Lo sé. -Rafael movió su
cabeza afirmativamente-. La única respuesta que puedo dar, Juan, es que tú eres
una gaviota en un millón. La mayoría de nosotros progresamos con mucha lentitud.
Pasamos de un mundo a otro casi exactamente igual, olvidando en seguida de
donde habíamos venido, sin preocuparnos hacia dónde íbamos, viviendo solo el
momento presente. ¿Tienes idea de cuántas vidas debimos cruzar antes de que
lográramos la primera idea de que hay más en la vida que comer, luchar. o
alcanzar poder en la Bandada? ¡Mil vidas, Juan, diez mil! Y luego cien vidas
más hasta que empezamos a aprender que hay algo llamado perfección, y otras
cien para comprender que la meta de la vida es encontrar esa perfección y
reflejarla. La misma norma se aplica ahora a nosotros, por supuesto: elegimos
nuestro mundo venidero mediante lo que hemos aprendido de éste.
No aprendas nada, y el
próximo será igual que éste, con las mismas limitaciones y pesos de plomo que
superar.
Extendió sus alas y volvió su cara al viento.
-Pero tú, Juan -dijo-, aprendiste tanto de una vez que no has
tenido que pasar por mil vidas para llegar a esta.
En un momento estaban otra vez en el aire, practicando. Era
difícil mantener la formación cuando giraban para volar en posición invertida,
puesto que entonces Juan tenía que ordenar inversamente su pensamiento,
cambiando la curvatura, y cambiándola en exacta armonía con la de su
instructor. -Intentemos de nuevo -decía Rafael una y otra vez-: Intentemos de
nuevo. - Y por fin-: Bien. -Y entonces empezaron a practicar los rizos
exteriores.
Una noche, las gaviotas que no estaban practicando vuelos
nocturnos se quedaron de pie sobre la arena, pensando. Juan echó mano de todo
su coraje y se acercó a la Gaviota Mayor, de quien, se decía, iba pronto a trasladarse
más allá de este mundo.
-Chiang... -dijo, un poco nervioso.
La vieja gaviota le miró tiernamente.
-¿Si, hijo mío?
En lugar de perder la fuerza con la edad, el Mayor la había
aumentado; podía volar más y mejor que cualquier gaviota de la Bandada, y había
aprendido habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.
-Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?
El Mayor sonrió a la luz de la Luna.
-Veo que sigues aprendiendo, Juan -dijo.
-Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un
lugar que sea como el cielo?
-No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un
tiempo. El cielo consiste en ser perfecto. -Se quedó callado un momento-. Eres
muy rápido para volar, ¿verdad?
-Me... me encanta la velocidad -dijo Juan, sorprendido, pero
orgulloso de que el Mayor se hubiese dado cuenta.
-Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que
palpes la perfecta velocidad. Y esto no es volar a mil kilómetros por hora, ni
a un millón, ni a la velocidad de la luz. Porque cualquier número es ya un
límite, y la perfección no tiene límites. La perfecta velocidad, hijo mío, es
estar allí.
Sin aviso, y en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció
y apareció al borde del agua, veinte metros más allá. Entonces desapareció de
nuevo y volvió en una milésima de segundo, junto al hombro de Juan.
-Es bastante divertido -dijo.
Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.
-¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia
puedes llegar?
-Puedes ir al lugar y al tiempo que desees -dijo el Mayor-.
Yo he ido donde y cuando he querido. -Miró hacia el mar-. Es extraño. Las
gaviotas que desprecian la perfección por el gusto de viajar, no llegan a
ninguna parte, y lo hacen lentamente. Las que se olvidan de viajar por alcanzar
la perfección, llegan a todas partes, y al instante.
Recuerda, Juan, el cielo no es un lugar ni un tiempo, porque
el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es...
-¿Me puedes enseñar a volar así? -Juan Gaviota temblaba ante
la conquista de otro desafío.
-Por supuesto, si es que quieres aprender.
-Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?
-Podríamos empezar ahora, si lo deseas.
-Quiero aprender a volar de esa manera -dijo Juan, y una luz
extraña brilló en sus ojos-. Dime qué
hay que hacer.
Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy cuidadosamente.
-Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier
sitio que exista - dijo-, debes empezar por saber que ya has llegado...
El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de
verse a sí mismo como prisionero de un cuerpo limitado, con una envergadura de
ciento cuatro centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El
secreto era saber que su verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un
número no escrito, simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del tiempo.
Juan se dedicó a ello con ferocidad, día tras día, desde el
amanecer hasta después de la medianoche. Y a pesar de todo su esfuerzo no logró
moverse ni un milímetro del sitio donde se encontraba.
-¡Olvídate de la fe! -le decía Chiang una y otra vez-. Tú no
necesitaste fe para volar, lo que necesitaste fue comprender lo que era el
vuelo.
Esto es exactamente lo mismo. Ahora intentalo otra vez...
Así un día, Juan, de pie en la playa, cerrado los ojos,
concentrado, como un relámpago comprendió de pronto lo que Chiang habíale
estado diciendo.
-¡Pero si es verdad! ¡Soy una gaviota perfecta y sin
limitaciones! -Y se estremeció de alegría.
-¡Bien! -dijo Chiang, y hubo un tono de triunfo en su voz.
Juan abrió sus ojos. Quedó solo con el Mayor en una playa
completamente distinta; los árboles llegaban hasta el borde mismo del agua, dos
soles gemelos y amarillos giraban en lo alto.
-Por fin has captado la idea -dijo Chiang-, pero tu control
necesita algo más de trabajo...
Juan se quedó pasmado.
-¿Dónde estamos?
En absoluto impresionado por el extraño paraje, el Mayor
ignoró la pregunta.
-Es obvio que estamos en un planeta que tiene un cielo verde
y una estrella doble por sol.
Juan lanzó un grito de alegría, el primer sonido que haba
pronunciado desde que dejara la Tierra:
-¡RESULTO!
-Bueno, claro que resultó, Juan. Siempre resulta cuando se
sabe lo que se hace. Y ahora, volviendo al tema de tu control...
Cuando volvieron, había anochecido. Las otras gaviotas,
miraron a Juan con reverencia en sus ojos dorados, porque le habían visto
desaparecer de donde había estado plantado por tanto tiempo.
Aguantó sus felicitaciones durante menos de un minuto.
-Soy nuevo aquí. Acabo de empezar. Soy yo quien debe aprender
de vosotros.
-Me pregunto se eso es cierto, Juan -dijo Rafael, de pie
cerca de él-.
En diez mil años no he visto una gaviota con menos miedo de
aprender que tú. –La Bandada se quedó en silencio, y Juan hizo un gesto de
turbación.
-Si quieres, podemos empezar a trabajar con el tiempo -dijo
Chiang-, hasta que logres volar por el pasado y el futuro. Y entonces, estarás
preparado para empezar lo más difícil, lo más colosal, lo más divertido de
todo. Estarás preparado para subir y comprender el significado de la bondad y
el amor.
Pasó un mes, o algo que pareció un mes, y Juan aprendía con
tremenda rapidez. Siempre había sido veloz para aprender lo que la experiencia
normal tenía para enseñarle, y ahora, como alumno especial del Mayor en
Persona, asimiló las nuevas ideas como si hubiera sido una super computadora de plumas.
Pero al fin llegó el día en que Chiang desapareció. Había
estado hablando calladamente con todos ellos, exhortándoles a que nunca dejaran
de aprender y de practicar y de esforzarse por comprender más acerca del perfecto
e invisible principio de toda vida. Entonces, mientras hablaba, sus plumas se
hicieron más y más resplandecientes hasta que al fin brillaron de tal manera
que ninguna gaviota pudo mirarle.
-Juan -dijo, y estas fueron las últimas palabras que pronunció-,
sigue trabajando en el amor.
Cuando pudieron ver otra vez, Chiang había desaparecido.
Con el pasar de los días, Juan se sorprendió pensando una y
otra vez en la Tierra de la que había venido. Si hubiese sabido allí una
décima, una centésima parte de lo que ahora sabía, ¡cuanto más significado
habría tenido entonces la vida!
Quedose allí en la
arena y empezó a preguntarse si habría una gaviota allá abajo que estuviese
esforzándose por romper sus limitaciones, por entender el significado del vuelo
más allá de una manera de trasladarse para conseguir algunas migajas caídas de
un bote.
Quizás hasta hubiera un Exilado por haber dicho la verdad
ante la Bandada. Y mientras más practicaba Juan sus lecciones de bondad, y
mientras más trabajaba para conocer la
naturaleza del amor, más deseaba volver a la Tierra. Porque, a pesar de su
pasado solitario, Juan Gaviota había nacido para ser instructor, y su manera de
demostrar el amor era compartir algo de la verdad que había visto, con alguna
gaviota que estuviese pidiendo sólo una oportunidad de ver la verdad por sí
misma.
Rafael, adepto ahora a los vuelos a la velocidad del
pensamiento y a ayudar a que los otros aprendieran, dudaba.
-Juan, fuiste Exilado una vez. ¿Por qué piensas ahora que
alguna gaviota de tu pasado va a escucharte ahora? Ya sabes el refrán, y es
verdad: Gaviota que ve lejos, vuela alto. Esas gaviotas de dónde has venido se
lo pasan en tierra, graznando y luchando entre ellas. Están a mil kilómetros
del cielo. ¡Y tú dices que quieres mostrarles el cielo desde donde están
paradas! ¡Juan, ni siquiera pueden ver los extremos de sus propias alas!
Quédate aquí.
Ayuda a las gaviotas novicias de aquí, que están bastante
avanzadas como para comprender lo que tienes que decirles.
Se quedó callado un momento, y luego dijo:
-¿Qué habría pasado si Chiang hubiese vuelto a sus antiguos
mundos?
¿Dónde estarías tú ahora?
El último punto era el decisivo, y Rafael tenía razón. Gaviota que ve
lejos, vuelta alto.
Juan se quedó y trabajó con los novicios que iban llegando,
todos muy listos y rápidos en sus deberes. Pero volvióle el viejo recuerdo, y
no podía dejar de pensar en que a lo mejor había una o dos gaviotas allá en la
Tierra que también podrían aprender.
¡Cuánto más habría sabido ahora si Chiang le hubiese ayudado
cuando era un Exilado!
-Rafa, tengo que volver -dijo por fin-. Tus alumnos van bien.
Te podrán incluso ayudar con los nuevos.
Rafael suspiró, pero prefirió no discutir. -Creo que te
echaré de menos, Juan
-fue todo lo que le dijo.
-¡Rafa, qué vergüenza! -dijo Juan reprochándole-. ¡No seas
necio! ¿Qué intentamos practicar todos los días? ¡Si nuestra amistad depende de
cosas como el espacio y el tiempo, entonces, cuando por fin superemos el espacio
y el tiempo, habremos destruido nuestra propia hermandad!
Pero supera el espacio, y nos quedará sólo un Aquí. Supera el
tiempo, y nos quedará sólo un Ahora. Y entre el Aquí y el Ahora, ¿no crees que
podremos volver a vernos un par de veces?
Rafael Gaviota tuvo que soltar una carcajada.
-Estás hecho un pájaro loco -dijo tiernamente-. Si hay
alguien que pueda mostrarle a uno en la Tierra cómo ver a mil millas de
distancia, ése será Juan
Salvador Gaviota. -Quedóse mirando la arena-: Adiós, Juan,
amigo mío.
-Adiós, Rafa. Nos volveremos a ver. -Y con esto, Juan evocó
en su pensamiento la imagen de las grandes bandadas de gaviotas en la orilla de
otros tiempos, y supo, con experimentada facilidad, que ya no era sólo hueso y
plumas, sino una perfecta idea de libertad y vuelo, sin limitación alguna.
Pedro Pablo Gaviota era aún bastante joven, pero ya sabía que
no había pájaro peor tratado por una Bandada, o con tanta injusticia.
-Me da lo mismo lo que digan -pensó furioso, y su vista se
nubló mientras volaba hacia los Lejanos Acantilados-. ¡Volar es tanto más
importante que un simple aletear de aquí para allá! ¡Eso lo puede hacer hasta
un... hasta un mosquito! ¡Sólo un pequeño viraje en tonel alrededor de la
Gaviota Mayor, nada más que por diversión, y ya soy un Exilado! ¿Son ciegos
acaso? ¿Es que no pueden ver? ¿Es que no pueden imaginar la gloria que
alcanzarían si realmente aprendiéramos a volar?
Me da lo mismo lo que piensen. ¡Yo les mostraré lo que es
volar! No seré más que un puro Bandido, si eso es lo que quieren. Pero haré que
se arrepientan...
La voz surgió dentro de su cabeza, y aunque era muy suave, le
asustó tanto que se equivocó y dio una voltereta en el aire.
-No seas tan duro con ellos, Pedro Gaviota. Al expulsarte,
las otras gaviotas solamente se han hecho daño a sí mismas, y un día se darán
cuenta de ello; y un día verán lo que tú ves. Perdónales y ayúdales a
comprender.
A un centímetro del extremo de su ala derecha volaba la
gaviota más resplandeciente de todo el mundo, planeando sin esfuerzo alguno,
sin mover una pluma, a casi la máxima velocidad de Pedro.
El caos reino por un momento dentro del joven pájaro.
-¿Qué está pasando? ¿Estoy loco? ¿Estoy muerto? ¿Qué es esto?
Baja y tranquila continuó la voz dentro de su pensamiento,
exigiendo una contestación:
-Pedro Pablo Gaviota, ¿quieres volar?
-¡SI, QUIERO VOLAR!
-Pedro Pablo Gaviota, ¿tanto quieres volar que perdonarás a
la Bandada, y aprenderás, y volverás a ella un día y trabajarás para ayudarles
a comprender?
No había manera de mentirle a este magnífico y hábil ser, por
orgulloso o herido que Pedro Pablo Gaviota se sintiera.
-Sí, quiero -dijo suavemente.
-Entonces, Pedro -le dijo aquella criatura resplandeciente, y
la voz fue muy tierna-, empecemos con el Vuelo Horizontal...
Juan Salvador Gaviota: un relato
Tercera Parte
Juan giraba lentamente sobre los Lejanos Acantilados;
observaba. Este rudo y joven Pedro Gaviota era un alumno de vuelo casi
perfecto. Era fuerte, y ligero, y rápido en el aire, pero mucho más importante,
¡tenía un devastador deseo de aprender a volar!
Aquí venia ahora, una forma borrosa y gris que salía de su
picado con un rugido, pasando como un bólido a su instructor, a doscientos
veinte kilómetros por hora. Abruptamente se metió en otra pirueta con un
balance de dieciséis puntos, vertical y lento, contando los puntos en voz alta.
...ocho... nueve... diez...
ves-Juan-se-me-está-terminando-la-velocidad –del aire... once...
Quiero-paradas-perfectas-y-agudas-como-las-tuyas... doce......
pero-¡caramba!-no-puedo-llegar... trece... a-estos-últimos puntos... sin...
cator... ¡aaakk...!
La torsión de la cola le salió a Pedro mucho peor a causa de su ira y furia al fracasar. Se fue de espaldas, volteó, se cerró salvajemente en una barrena invertida, y por fin se recuperó, jadeando, a treinta metros bajo el nivel en que se hallaba su instructor.
-¡Pierdes tu tiempo conmigo, Juan! ¡Soy demasiado tonto! ¡Soy demasiado estúpido! Intento e intento, ¡pero nunca lo lograré!
Juan Gaviota lo miró desde arriba y asintió.
-Seguro que nunca lo conseguirás mientras hagas ese
encabritamiento tan brusco. Pedro, ¡has perdido sesenta kilómetros por hora en
la entrada!
¡Tienes que ser suave! Firme, pero suave, ¿te acuerdas?
Bajó al nivel de la joven gaviota.
-Intentémoslo juntos ahora, en formación. Y concéntrate en
ese encabritamiento. Es una entrada suave, fácil.
Al cabo de tres meses, Juan tenía otros seis aprendices,
todos Exilados, pero curiosos por esta nueva visión del vuelo por el puro gozo
de volar.
Sin embargo, les resultaba más fácil dedicarse al logro de
altos rendimientos que a comprender la razón oculta de ello.
-Cada uno de nosotros es en verdad una idea de la Gran
Gaviota, una idea ilimitada de la libertad -diría Juan por las tardes, en la
playa -, y el vuelo de alta precisión es un paso hacia la expresión de nuestra
verdadera naturaleza.
Tenemos que rechazar todo lo que nos limite. Esta es la causa
de todas estas prácticas a alta y baja velocidad, de estas acrobacias...
... y sus alumnos se dormirían, rendidos después de un día de
volar.
Les gustaba practicar porque era rápido y excitante y les
satisfacía esa hambre por aprender que crecía con cada lección. Pero ni uno de
ellos, ni siquiera Pedro Pablo Gaviota, había llegado a creer que el vuelo de
las ideas podía ser tan real como el vuelo del viento y las plumas.
-Tu cuerpo entero, de extremo a extremo del ala -diría Juan
en otras ocasiones-, no es más que tu propio pensamiento, en una forma que
puedes ver. Rompe las cadenas de tu pensamiento, y romperás también las cadenas
de tu cuerpo. -Pero dijéralo como lo dijera, siempre sonaba como una agradable
ficción, y ellos necesitaban más que nada dormir.
Había pasado un mes tan sólo cuando Juan dijo que había
llegado la hora de volver a la Bandada.
-¡No estamos preparados! -dijo Enrique Calvino Gaviota-. ¡Ni
seremos bienvenidos! ¡Somos Exilados! No podemos meternos donde no seremos bienvenidos,
¿verdad?
-Somos libres de ir donde queramos y de ser lo que somos
-contestó Juan, y se elevó de la arena y giró hacia el Este, hacia el país de
la Bandada.
Hubo una breve angustia entre sus alumnos, puesto que es Ley
de laBandada que un Exilado nunca retorne, y no se había violado
la Ley ni una sola vez en diez mil años. La Ley decía quédate, Juan decía
partid; y ya volaba a un kilómetro mar adentro. Si seguían allí esperando, él
encararía por si solo a la hostil Bandada.
-Bueno, no tenemos por qué obedecer la Ley si no formamos
parte de la Bandada, ¿verdad? -dijo Pedro, algo turbado-. Además, si hay una
pelea, es allá donde se nos necesita.
Y así ocurrió que, aquella mañana, aparecieron desde el Oeste
ocho de ellos en formación de doble-diamante, casi tocándose los extremos de
las alas.
Sobrevolaron la Playa del Consejo de la Bandada a doscientos
cinco kilómetros por hora, Juan a la cabeza, Pedro volando con suavidad a su
ala derecha, Enrique Calvino luchando valientemente a su izquierda. Entonces la
formación entera giró lentamente hacia la derecha, como si fuese un solo pájaro...
de horizontal... a... invertido... a... horizontal, con el viento rugiendo
sobre sus cuerpos.
Los graznidos y trinos de la cotidiana vida de la Bandada se
cortaron como si la formación hubiese sido un gigantesco cuchillo, y ocho mil
ojos de gaviota les observaron, sin un solo parpadeo. Uno tras otro, cada uno
de los ocho pájaros ascendió agudamente hasta completar un rizo y luego realizó
un amplio giro que terminó en un estático aterrizaje sobre la arena. Entonces, como
si este tipo de cosas ocurriera todos los días, Juan Gaviota dio comienzo a su
crítica de vuelo.
-Para comenzar -dijo, con un sonrisa seca-, llegasteis todos
un poco tarde al momento de juntaros...
Un relámpago atravesó a la Bandada. ¡Esos pájaros son
Exilados! ¡Y han vuelto! ¡Y eso... eso no puede ser! Las predicciones de Pedro
acerca de un combate se desvanecieron ante la confusión de la Bandada.
-Bueno, de acuerdo: son Exilados -dijeron algunos de los
jóvenes-, pero, oye, ¿dónde aprendieron a volar así?
Pasó casi una hora antes de que la Palabra del Mayor lograra
repartirse por la Bandada: Ignoradlos. Quien hable a un Exilado será también un
Exilado.
Quien mire a un Exilado viola la Ley de la Bandada.
Espaldas y espaldas de grises plumas rodearon desde ese
momento a Juan, quien no dio muestras de darse por aludido. Organizó sus
sesiones de prácticas exactamente encima de la Playa del Consejo, y, por
primera vez, forzó a sus alumnos hasta el límite de sus habilidades.
-¡Martín Gaviota -gritó en pleno vuelo-, dices conocer el
vuelo lento!
Pruébalo primero y alardea después! ¡VUELA!
Y de esta manera, nuestro callado y pequeño Martín Alonso
Gaviota, paralizado al verse el blanco de los disparos de su instructor, se
sorprendió a sí mismo al convertirse en un mago del vuelo lento. En la más
ligera brisa, llegó a curvar sus plumas hasta elevarse sin el menor aleteo, desde
la arena hasta las nubes y abajo otra vez.
Lo mismo le ocurrió a Carlos Rolando Gaviota, quien voló
sobre el Gran Viento de la Montana a ocho mil doscientos metros de altura y
volvió, maravillado y feliz y azul de frío, y decidido a llegar aún más alto al
otro día.
Pedro Gaviota, que amaba como nadie las acrobacias, logró
superar su caída "en hoja muerta", de dieciséis puntos, y al día
siguiente, con sus plumas refulgentes de soleada blancura, llegó a su culminación
ejecutando un tonel triple que fue observado por más de un ojo furtivo.
A toda hora Juan estaba allí junto a sus alumnos, enseñando,
sugiriendo, presionando, guiando. Voló con ellos contra noche y nube y
tormenta, por el puro gozo de volar, mientras la Bandada se apelotonaba
miserablemente en tierra.
Terminado el vuelo, los alumnos descansaban en la playa y
llegado el momento escuchaban de cerca a Juan. Tenía él ciertas ideas locas que
no llegaban a entender, pero también las tenía buenas y comprensibles.
Poco a poco, por la noche, se formó otro círculo alrededor de
los alumnos; un círculo de curiosos que escuchaban allí, en la oscuridad, hora
tras hora, sin deseo de ver ni de ser vistos, y que desaparecían antes del
amanecer.
Un mes después del Retorno, la primera gaviota de la Bandada
cruzó la línea y pidió que se le enseñara a volar. Al preguntar, Terrence
Lowell Gaviota se convirtió en un pájaro condenado, marcado por el Exilio y
octavo alumno de Juan.
La próxima noche vino de la Bandada Esteban Lorenzo Gaviota,
vacilante por la arena, arrastrando su ala izquierda hasta desplomarse a los
pies de Juan.
-Ayúdame -dijo apenas, hablando como los que van a morir-.
Más que nada en el mundo, quiero volar...
-Ven entonces -dijo Juan-. Subamos, dejemos atrás la tierra y
empecemos.
-No me entiendes. Mi ala. No puedo mover mi ala.
-Esteban Gaviota, tienes la libertad de ser tú mismo, tu
verdadero ser, aquí y ahora, y no hay nada que te lo pueda impedir. Es la Ley
de la Gran Gaviota, la Ley que Es.
-¿Estás diciendo que puedo volar?
-Digo que eres libre.
Y sin más, Esteban Lorenzo Gaviota extendió sus alas, sin el
menor esfuerzo, y se alzó hacia la oscura noche. Su grito, al tope de sus
fuerzas y desde doscientos metros de altura, sacó a la Bandada de su sueño: -¡Puedo
volar! ¡Escuchen! ¡PUEDO VOLAR!
Al amanecer había cerca de mil pájaros en torno al círculo de
alumnos, mirando con curiosidad a Esteban. No les importaba si eran o no
vistos, y escuchaban, tratando de comprender a Juan Gaviota.
Habló de cosas muy sencillas: que está bien que una gaviota
vuele; que la libertad es la misma escencia de su ser; que todo aquello que le
impida esa libertad debe ser eliminado, fuera ritual o superstición o
limitación en cualquier forma.
-Eliminado -dijo una voz en la multitud-, ¿aunque sea Ley de
la Bandada?
-La única Ley verdadera es aquella que conduce a la libertad
-dijo Juan-. No hay otra.
-¿Cómo quieres que volemos como vuelas tú? -intervino otra
voz-. Tú eres especial y dotado y divino, superior a cualquier pájaro.
-¡Mirad a Pedro, a Terrence, a Carlos Rolando, a María
Antonio! ¿Son
También ellos especiales y dotados y divinos? No más que
vosotros, no más que yo. La única diferencia, realmente la única, es que ellos
han empezado a comprender lo que de verdad son y han empezado a ponerlo en
práctica.
Sus alumnos, salvo Pedro, se revolvían intranquilos. No se
habían dado cuenta de que era eso lo que habían estado haciendo.
Día a día aumentaba la muchedumbre que venía a preguntar, a
idolatrar, a despreciar.
-Dicen en la Bandada que si no eres el Hijo de la misma Gran
Gaviota –le contó Pedro a Juan, una mañana después de las prácticas de
Velocidad Avanzada-, entonces lo que ocurre contigo es que estás mil años por
delante de tu tiempo.
Juan suspiró. Este es el precio de ser mal comprendido,
pensó. Te llaman diablo o te llaman dios.
-¿Qué piensas tú, Pedro? ¿Nos hemos anticipado a nuestro
tiempo?
Un largo silencio.
-Bueno, esta manera de volar siempre ha estado al alcance de
quien quisiera aprender a descubrirla; y esto nada tiene que ver con el tiempo.
A lo mejor nos hemos anticipado a la moda; a la manera de volar de la mayoría
de las gaviotas.
-Eso ya es algo -dijo Juan, girando para planear
invertidamente por un rato-.
Eso es algo mejor que aquello de anticiparnos a nuestro
tiempo.
Ocurrió justo una semana más tarde. Pedro se hallaba
explicando los principios del vuelo a alta velocidad a una clase de nuevos
alumnos.
Acababa de salir de su picado desde cuatro mil metros -una
verdadera estela gris disparada a pocos centímetros de la playa-, cuando un
pajarito en su primer vuelo planeó justamente en su camino, llamando a su
madre. En una décima de segundo, y para evitar al joven, Pedro Pablo Gaviota
giró violentamente a la izquierda, y a más de trescientos kilómetros por hora
fue a estrellarse contra una roca de sólido granito.
Fue para él como si la roca hubiese sido una dura y
gigantesca puerta hacia otros mundos. Una avalancha de miedo y de espanto y de
tinieblas se le echó encima junto con el golpe, y luego se sintió flotar en un
cielo extraño, extraño, olvidando, recordando, olvidando; temeroso y triste y
arrepentido; terriblemente arrepentido.
La voz le llegó como en aquel primer día en que había
conocido a Juan Salvador Gaviota.
-El problema, Pedro, consiste en que debemos intentar la
superación de nuestras limitaciones en orden, y con paciencia. No intentamos
cruzar a través de rocas hasta algo más tarde en el programa.
-¡Juan!
-También conocido como el Hijo de la Gran Gaviota -dijo su
instructor, secamente.
-¿Qué haces aquí? ¡Esa roca! ¿No he... no me había... muerto?
-Bueno, Pedro, ya está bien. Piensa. Si me estás viendo
ahora, es obvio que no has muerto, ¿verdad? Lo que sí lograste hacer fue
cambiar tu nivel de conciencia de manera algo brusca. Ahora te toca escoger.
Puedes quedarte aquí y aprender en este nivel -que para que te enteres, es
bastante más alto que el que dejaste-, o puedes volver y seguir trabajando con
la Bandada.
Los Mayores estaban deseando que ocurriera algún desastre y
se han sorprendido de lo bien que les has complacido.
-¡Por supuesto que quiero volver a la Bandada. Estoy apenas
empezando con el nuevo grupo!
-Muy bien, Pedro. ¿Te acuerdas de lo que decíamos acerca de
que el cuerpo de uno no es más que el pensamiento puro...?
Pedro sacudió la cabeza, extendió sus alas, abrió sus ojos, y
se halló al pie de la roca y en el centro de toda la Bandada allí reunida. De
la multitud surgió un gran clamor de graznidos y chillidos cuando empezó a
moverse.
-¡Vive! ¡El que había muerto, vive!
-¡Le tocó con un extremo del ala! ¡Lo resucitó! ¡El Hijo de
la Gran Gaviota!
-¡No! ¡Él lo niega! ¡Es un diablo! ¡DIABLO! ¡Ha venido a
aniquilar a la Bandada!
Había cuatro mil gaviotas en la multitud, asustadas por lo
que había sucedido, y el grito de ¡DIABLO! cruzó entre ellas como viento en una
tempestad oceánica. Brillantes los ojos, aguzados los picos, avanzaron para destruir.
-Pedro, ¿te parecer mejor si nos marchásemos? -preguntó Juan.
-Bueno, yo no pondría inconvenientes si...
Al instante se hallaron a un kilómetro de distancia, y los
relampagueantes picos de la turba se cerraron en el vacío.
-¿Por qué será -se preguntó Juan perplejo- que no hay nada
más difícil en el mundo que convencer a un pájaro de que es libre, y de que lo
puede probar por sí mismo si sólo se pasara un rato practicando? ¿Por qué será
tan difícil?
Pedro aún parpadeaba por el cambio de escenario.
-¿Qué hiciste ahora? ¿Cómo llegamos hasta aquí?
-Dijiste que querías alejarte de la turba, ¿no?
-¡Si! pero, ¿cómo has...?
-Como todo, Pedro. Práctica.
A la mañana siguiente, la Bandada había olvidado su demencia,
pero no Pedro.
-Juan, ¿te acuerdas de lo que dijiste hace mucho tiempo
acerca de amar lo suficiente a la Bandada como para volver a ella y ayudarla a
aprender?
-Claro.
-No comprendo cómo te las arreglas para amar a una turba de
pájaros que acaba de intentar matarte.
-Vamos, Pedro, ¡no es eso lo que tú amas! Por cierto que no
se debe amar el odio y el mal. Tienes que practicar y llegar a ver a la
verdadera gaviota, ver el bien que hay en cada una, y ayudarlas a que lo vean
en sí mismas. Eso es lo que quiero decir por amar. Es divertido, cuando le
aprendes el truco.
Recuerdo, por ejemplo, a cierto orgulloso pájaro, un tal
Pedro Pablo Gaviota.
Exilado reciente, listo para luchar hasta la muerte contra la
Bandada, empezaba ya a construirse su propio y amargo infierno en los Lejanos Acantilados. Sin embargo, aquí lo tenemos ahora, construyendo
su propio cielo, y guiando a toda la Bandada en la misma dirección.
Pedro se volvió hacia su instructor, y por un momento surgió
miedo en sus ojos.
-¿Yo guiando? ¿Qué quieres decir: yo guiando? Tú eres el
instructor aquí. ¡Tú no puedes marcharte!
-¿Ah, no? ¿No piensas que hay acaso otras Bandadas, otros
Pedros, que necesitan más a un instructor que ésta, que ya va camino de la luz?
-¿Yo? Juan, soy una simple gaviota, y tú eres...
-...el único Hijo de la Gran Gaviota, ¿supongo? -Juan suspiró
y miró hacia el mar-. Ya no me necesitas. Lo que necesitas es seguir
encontrándote a ti mismo, un poco más cada día; a ese verdadero e ilimitado
Pedro Gaviota. Él es tu instructor. Tienes que comprenderle, y ponerlo en
práctica.
Un momento más tarde el cuerpo de Juan trepidó en el aire,
resplandeciente, y empezó a hacerse transparente.
-No dejes que se corran rumores tontos sobre mí, o que me
hagan un dios.
¿De acuerdo, Pedro? Soy gaviota. Y quizá me encante volar...
-¡JUAN!
-Pobre Pedro. No creas lo que tus ojos te dicen. Sólo
muestran limitaciones.
Mira con tu entendimiento, descubre lo que ya sabes, y hallarás
la manera de volar.
El resplandor se apagó. Y Juan Gaviota se desvaneció en el
aire.
Después de un tiempo, Pedro Gaviota se obligó a remontar el
espacio y se enfrentó con un nuevo grupo de estudiantes, ansiosos de empezar su
primera lección.
-Para comenzar -dijo pesadamente-, tenéis que comprender que
una gaviota es una idea ilimitada de la libertad, una imagen de la Gran
Gaviota, y todo vuestro cuerpo, de extremo a extremo del ala, no es más que
vuestro propio pensamiento.
Los jóvenes lo miraron con extrañeza. ¡Vaya, hombre!,
pensaron, eso no suena a una norma para hacer un rizo...
Pedro suspiró y empezó otra vez:
-Hum... ah... muy bien -dijo, y les miró críticamente-.
Empecemos con el vuelo horizontal. -Y al decirlo, comprendió de pronto que, en
verdad, su amigo no había sido más divino que el mismo Pedro.
¿No hay límites, Juan? pensó. Bueno, ¡llegará entonces el día
en que me apareceré en tu playa, y te enseñaré un par de cosas acerca del
vuelo!
Y aunque intentó parecer adecuadamente severo ante sus
alumnos, Pedro Gaviota les vio de pronto tal y como eran realmente, sólo por un
momento, y más que gustarle, amó aquello que vio. ¿No hay límites, Juan?,
pensó, y sonrió. Su carrera hacia el aprendizaje había empezado....
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