En
Siria, donde el presidente ha bombardeado sus propias ciudades antes
que dejar el poder, no debería escandalizar que sus oponentes hayan
recurrido a la violencia. Desde el comienzo del conflicto, las
fuerzas de seguridad de Assad han demostrado una extraordinaria
capacidad para la crueldad.
Las
protestas contra el régimen comenzaron en forma pacífica y se
tornaron violentas sólo después de que la policía disparó a los
manifestantes y torturó a muerte a un grupo de adolescentes, cuyos
cuerpos volvieron a sus familias ahuecados a cuchillo y, en algunos
casos, castrados. Cuando Assad fue acusado de matar civiles, insistió
en que las víctimas eran combatientes –hablando, como siempre, con
el monocorde tono de un gerente de tienda que revela flacas cifras de
venta.
Los
rebeldes han evitado, por lo general, dañar a civiles, y muchos de
los combatientes que conocí parecían seriamente preocupados por el
destino de su país. Y, sin embargo, un creciente número de ellos
están probando ser tan capaces para la crueldad con sus enemigos
como el régimen –por el cual, claro, muchos de ellos han combatido
hasta hace muy poco.
El
núcleo armado del Ejército Sirio Libre está compuesto en su
mayoría de ex soldados, que se definen como “desertores” –en
un momento disparando a manifestantes desarmados en nombre del
régimen y al siguiente disparando a sus ex camaradas de armas.
Durante
meses, políticos y comentaristas han debatido si Siria se encontraba
en guerra civil. Hoy es innegable, pero no en el sentido de la frase
en los manuales, con sus connotaciones de dos bandos prolijamentes
opuestos –Yankees y Rebeldes alineándose en Antietam. En su lugar,
la guerra abarca un sorprendente surtido de facciones. La mayoría de
los rebeldes, como el 75 por ciento de los ciudadanos sirios,
son árabes sunitas, mientras que el régimen de Assad está dominado
por los alawitas, miembros de una rama chiíta que compone un 11 por
ciento de la población.
Pero
el país también tienen cristianos de diversas sectas, kurdos,
chiítas no alawitas, armenios, drusos, nómades beduinos e incluso
algunos Roma. Cada grupo tiene sus propios intereses económicos y
políticos y sus alianzas tradicionales, algunas de las cuales se
solapan y otras entran en conflicto. Hay kurdos que son cercanos al
régimen y otros que se oponen.
Alrededor
de las ciudades de Hama y Homs, los matones paramilitares del régimen
son alawitas; en Alepo, sunitas a sueldo hacen, a menudo, el trabajo
sucio.
Mientras
que, hasta ahora, los Estados Unidos y Europa han decidido que el
conflicto es demasiado complicado de resolver con una misión al
estilo de Libia, la mayoría de los países de la región están
tomando partido. Los Estados liderados por chiitas apoyan al
gobierno.
Tres
semanas antes del atentado en Damasco, Assad emergió de su escondite
para reunirse con el consejero de seguridad nacional iraní Saeed
Jalili, quien dijo: “Irán nunca permitirá, de forma alguna, la
ruptura del eje de resistencia”, una referencia a Siria, Irán y
Hezbollah, la milicia chiita libanesa.
Del
otro lado, los Estados sunitas respaldan a los rebeldes. Arabia
Saudita y Qatar han provisto armas y efectivo. El primer ministro
turco estableció discretamente un campamento base en la frontera
para oficiales del régimen que se pasan al ESL y declaró que, si
las fuerzas sirias se aproximan a ella, serán recibidas con
disparos. Fuera del mundo musulmán, el conflicto ha sido no menos
divisivo. China se ha alineado con Assad, y lo mismo Rusia, que tiene
una base naval en Siria y un acuerdo de armamento en gran escala con
el régimen.
Los
Estados Unidos están incuestionablemente del lado de los rebeldes.
Según se ha informado, Obama firmó un “finding” (memorándum)
secreto que les provee apoyo encubierto y la administración está
trabajando a través de intermediarios, incluyendo a Turquía y los
Estados del Golfo (Pérsico) para establecer un plan político para
el futuro del país.
Pero
Obama y sus consejeros están preocupados porque el único objetivo
que une a las muchas facciones rebeldes es el deseo de deponer a
Assad. ¿Qué mantendrá unido al país después de que esa causa
común desaparezca?
El
campo agrícola al norte de Alepo es un mosaico de ciudades y
poblados, cada uno alineado con su propia secta o etnia. Pero los
sunitas dominan la región y durante el levantamiento de julio los
rebeldes “liberaron” un número de ciudades allí.
Uno
de ellas era Azas, una ciudad de treinta y cinco mil personas ubicada
a pocas millas de la actual frontera con Turquía.
Durante
mil años, Azaz ha sido una puerta hacia Alepo y escenario para
aspirantes a conquistadores. En 1030, fue el sito de una batalla
central entre las fuerzas del emperador de Bizancio y las de Midasid,
los gobernantes dinásticos de la provincia. Los restos de un fuerte
de la Edad de Bronce se alzan, de manera incongruente, en el centro
de la ciudad.
Llegué
a Azaz dos días después de que los rebeldes tomaran el poder, y
había señales de combate reciente por todas partes. Las tiendas
estaban cerradas y las calles, vacías; las líneas eléctricas
colgaban de los postes; las casas estaban salpicadas de huecos de
balas y aplastadas por munición de morteros. Un puñado de rebeldes
armados se hallaba de guardia a la sombra del ex cuartel general del
partido Baath de Assad, ahora el centro de las operaciones locales
del Ejército Sirio Libre. Vestían ropas civiles, pero llevaban
gorras de béisbol adornadas con los colores de la bandera rebelde
–lo más próximo a un uniforme que tenían.
Después
de asegurar Azaz, me dijeron unos oficiales rebeldes, habían enviado
a algunos combatientes a reforzar las filas de sus camaradas en
Alepo. Las ciudades de la región eran la principal fuente de
combatientes de la ciudad. Cada una había enviado un puñado de
hombres, unas decenas –a cualquiera del que se pudiera prescindir–,
sumando en total, quizás, unos centenares. En una oficina del ex
cuartel general del partido, un televisor mostraba una filmación
agitada de la batalla en curso: combatientes celebrando arriba de un
tanque capturado en una calle de Alepo. Pero era claro que sería una
lucha dura. Los francotiradores del régimen estaban demorando el
avance rebelde, y helicópteros y aviones de combate atacaban y
lanzaban bombas. Los rebeldes parecían nerviosos, pero insistían en
que pronto controlarían toda el área.
Durante
el asedio rebelde de Azaz, las fuerzas de Assad se habían
atrincherado en un complejo de edificios en el centro de la ciudad.
Habían colocado francotiradores en el techo y en los minaretes
gemelos de una mezquita grande y recién construida; ésta había
sido bombardeada, y ahora la fachada tenía huecos abiertos de hasta
siete pisos de alto. Calle abajo, el cuartel de la inteligencia
militar también había sido bombardeado, y varios pisos habían
colapsado como un sándwich, escupiendo escombros a la vereda.
Adentro
de los edificios había evidencia de una última, desesperada
resistencia: pisos untados de comida y excrementos, casquillos,
uniformes, botas y mantas. Graffitti pintarrajeados en los muros
rezaban: “Assad, o quemamos el país”; “Dios para el culto y
Assad para el liderazgo”.
En
el techo de la mezquita, los rebeldes habían instalado una bandera
negra que portaba una inscripción devota. Cuando pregunté a Yasir
al-Haji, mi guía sirio, me miró intensamente y dijo: “No es Al
Qaeda, si es lo que estás pensando”. En días recientes, habían
circulado informes que afirmaban que Al Qaeda se había infiltrado
entre los rebeldes sirios.
Yasir,
un hombre de negocios de cuarenta y pico, originario de la cercana
ciudad de Mara, era un líder prominente de los Comités de
Coordinación Local, la red de apoyo civil del levantamiento; de
opiniones políticas moderadas, le preocupaba que los informes
pudieran disuadir a Occidente de ayudar a la causa. Cuando el ESL
comenzó a formarse, dijo yasir, resultaba poco atractivo para los
granjeros conservadores de la zona; en su lugar, un grupo islamista
de línea dura llamado Hizb ut-Tahrir había crecido en influencia.
“Al principio, la revolución se alió con ellos”, explicó
Yasir. “Pero, cuando intentaron volverla demasiado extrema, no nos
gustó y les dijimos que no. Así que convinimos en una bandera negra
que dijera, simplemente: “No hay otro Dios que Allah, y Mahoma es
Su profeta”.
No
había duda, sin embargo, de que células extremistas-islamistas
estaban activas en Siria. Aunque su número era incierto –un
funcionario norteamericano me dijo: “No hablamos de decenas de
personas, ni tampoco de miles”–, su presencia era evidente. En
Reyhanli, una ciudad del lado turco de la frontera, conocí a
un médico sirio llamado Ahmed, que había establecido una red de
paramédicos y un hospital de campaña en Siria para combatientes y
civiles heridos. Con él había dos jóvenes musculosos, de barbas
largas al estilo jihadi, a quienes estaba pasando por la frontera.
Lucían paquistaníes, pero hablaban inglés con acento británico, y
dijeron que eran del Reino Unido. Después de que me identifiqué
como periodista, abandonaron abruptamente el cuarto, insistiendo en
que el Dr. Ahmed los acompañara. Volvió solo y rehusó contestar
preguntas sobre sus invitados, diciendo sólo que venían a “ayudar
a Siria”.
A
la noche siguiente, dos fotógrafos, uno holandés y otro británico,
desaparecieron cerca, después de cruzar a Siria, y corrió el rumor
de que habían sido capturados por jihadis extranjeros. Después de
una semana, los fotógrafos escaparon con ayuda de combatientes del
ESL. Dijeron que habían sido esposados y golpeados, y acusados de
ser espías occidentales. Sus captores, dijeron, eran un grupo de
varias decenas de extremistas religiosos extranjeros, varios de ellos
paquistaníes que hablaban con acento británico.
Pocas
semanas atrás, en un cuartel rebelde cerca de Alepo, un oficial del
Ejército Sirio Libre me mostró un mapa de una ofensiva. En papel y
tinta, delineaba los distritos de la ciudad e identificaba a cada uno
con una letra, lo que les permitía monitorear la expansión de su
territorio.
El
oficial señaló los distritos C y B, y dijo: “Esos están
liberados”. Señalando A, agregó: “Hace media hora, llegamos al
centro de la ciudad, cerca de la Citadela” –la fortaleza medieval
que asoma sobra una colina. Pregunté por el distrito D, un área más
adentro de la ciudad. “Todavía no está en manos del ESL”, dijo
sin hesitar.
Otro
mapa mostraba dónde se habían establecido los grupos rebeldes.
“Este nos permite saber cuántos hay y dónde”, dijo, “y nos
ayuda a decidir cuánta comida y medicina, y otras provisiones,
enviar”. Sonrió ante la evidencia de la conquista y remató: “Es
un buen sistema”.
Durante
diecisiete meses, el presidente Bashar al-Assad ha mantenido una
trituradora campaña contra los rebeldes, que ha matado a unos 20.000
de sus ciudadanos. Pero el mes pasado una espectacular serie de
eventos replanteó el patrón de la guerra.
El
18 de julio, los rebeldes bombardearon un cuartel de inteligencia del
régimen en la capital, Damasco, matando a cuatro altos oficiales
militares y de inteligencia. En la confusión, los rebeldes lanzaron
grandes ataques, tomando barrios de Damasco por primera vez. Assad
desapareció –provocando enloquecidos rumores de que había
despachado a su familia a Moscú y había huido a la costa
mediterránea—y decenas de miles de sirios se marcharon en pánico
a países vecinos.
En
los días siguientes, los rebeldes también irrumpieron en Alepo, la
ciudad más grande de Siria y su centro comercial, presionando hasta
los muros de la Ciudad Vieja –un laberinto de callejones y calles
estrechas que contiene edificios antiguos, hoteles chic y una villa
que pertenece al diseñador de zapatos Christian Louboutin, un
favorito de la Primera Dama de Siria.
La
Vieja Ciudad de Alepo ha persistido durante cinco mil años, pero no
hay garantías de que sobreviva a esta guerra. En 1982, cuando el
padre de Assad, Hafez al-Assad, aplastó un levantamiento en la
ciudad de Hama, unas 30.000 personas murieron y la ciudad vieja fue
completamente arrasada.
Entré
en Alepo en la mañana del 26 de julio (de 2012). Un contrataque del
régimen era inminente: de acuerdo con los informes, Assad había
despachado una gran columna blindada para retomar la ciudad y los
rebeldes, al sur, estaban atacando a las tropas en un intento de
lentificar su avance.
En
un aparente esfuerzo por asustar a cualquier civil que hubiera
permanecido en los distritos en poder de los rebeldes, el régimen
envió cazas MIG a sobrevolarlos, lanzar ondas supersónicas y
bombas. En camino a la ciudad, víique la mayoría del tráfico
marchaba en la dirección contraria: pequeñas vans chinas
repletas de personas y bienes, evacuando hacia ciudades y poblados
del norte.
En
el noreste de Alepo, donde los rebeldes habían atacado, las calles
estaban sembradas de autobuses, automóviles y tanques calcinados.
Los rebeldes tenían su base en el barrio Sheikh Najjar, en una
escuela ubicada junto a una cancha de básquetbol cuyos muros estaban
decorados con grandes retratos de Mickey Mouse y Bob Esponja.
Era
un día muy caluroso, y alguien había amontonado cajas de gaseosas
de naranja. Los corredores y cuartos estaban llenos de combatientes
que llevaban armas, guiaban a prisioneros maniatados y discutían
sobre planes. Había pocos civiles a la vista.
El
líder de la fuerza rebelde, una figura delgada y barbuda que se
hacía llamar Haji Mara, declaró que él y sus hombres estaban
listos para las fuerzas de Assad. “No nos preocupan”, me aseguró.
El régimen todavía tenía tropas en el interior de la ciudad, pero
eran demasiado débiles para contratacar, afirmó. El principal
problema de los rebeldes eran los francotiradores y la shabiha,
los paramilitares civiles que sirven como escuadrón de la muerte del
régimen.
Lashabiha,
cuyo nombre deriva de la palabra árabe para “fantasmas”, estuvo
involucrada en algunas de las peores atrocidades del régimen,
incluyendo la masacre del 25 de mayo en la ciudad de Hula, en la que
108 civiles fueron asesinados, en su mayoría mujeres y niños.
En
Alepo, la shabiha estaba
torturando y matado a todo rebelde que podía apresar. Pero Haji Mara
parecía dispuesto a tolerarlos si no interferían con su causa. “Les
hemos dicho que permanezcan en sus casas y, si tienen un arma, que la
bajen”, dijo. “No tenemos disputa con ellos”. En un punto, un
rebelde le pasó un teléfono celular, con un llamado de un oficial
enemigo acorralado en una estación de policía que sus hombres
asediaban.
En
un tono cuidadosamente controlado, Haji Mara lo urgió a desertar.
Separándose del auricular, susurró: “Tiene miedo del gobierno”.
Dijo al oficial: “Nosotros somos el gobierno ahora. Si desertás,
no serás castigado”.
Hubo
una conmoción justo afuera de su oficina: golpes, un grito y el
sonido de una pelea y de protestas enojadas. En un salón de clases
al otro lado del pasillo, hombres armados vigilaban a un grupo de
prisioneros que se hallaban sentados, con cara de susto, en los
pupitres de los niños, mientras un hombre era golpeado frente a
ellos. Pocos minutos después, fue conducido afuera: era un rebelde
que había sido arrestado bajo sospecha de pertenecer a la shabiha.
Aulló con rabia y miedo, y otro combatiente, un hombre fornido de
barba, aulló en respuesta.
Se
formó un coro, mientras el barbudo golpeaba al acusado, que peleaba
para defenderse. Al final, fue esposado y conducido afuera.
Haji
Mara mostraba poca compasión por sus prisioneros. “Son ladrones,
saqueadores y de la policía secreta”, dijo.
Según
resultó, el grupo que había volado el cuartel general de la
inteligencia militar y la mezquita de Azaz también era islamista, y
estaba encabezado por un hombre que se hacía llamar Abu Anas. Como
muchos rebeldes, sus hombres habían establecido una base en una
escuela –en este caso, una escuela secundaria para chicas en el
centro de la ciudad. Un hombre delgado de veintipico de años, con
desgreñado cabello negro y una barba, Abu Anas vestía una camiseta
Polo negra y una pistola en banderola cuando me recibió en su
oficina.
Con
sus muros lila y cortinas color salmón, la oficina resultaba un
lugar difícil para transmitir una impresión de ferocidad, pero Abu
Anas había hecho el esfuerzo. En un escritorio había dispuesto un
Corán y otro libro sagrado, y una espada con una gastada funda
dorada, con inscripciones coránicas grabadas. Detrás de él colgaba
una bandera negra, como la que ondeaba sobre la mezquita.
Un
joven asistente trajo unos mapas de Azaz fotocopiados de Google
Earth, y Abu Anas, señalando cuáles habían sido las posiciones
clave del enemigo, explicó cómo los rebeldes habían tomado la
ciudad. “Primero, les cortamos el agua y la electricidad”, dijo.
“Luego, gradualmente los rodeados y les disparamos y tratamos de
que nos respondieran hasta quedarse sin municiones”. La batalla
final se había extendido durante 24 horas, dijo, y terminó sólo
cuando algunos de los soldados de Assad comenzaron a desertar.
En
una laptop, mostró una filmación en la que sus hombres disparan
furiosamente a soldados del régimen que están adentro de la
mezquita y luego se meten allí. “Matamos y capturamos a algunos, y
otros escaparon”, dijo. “Intentaron salir de la ciudad, pero los
emboscamos y matamos a la mayoría”.
Abu
Anas había capturado a algunos heridos, pero descubrió que no
tenían suficientemente medicinas siquiera para sus propios
combatientes. “No podíamos cuidarlos, así que los dejamos morir”,
dijo.
Otra
filmación mostraba a tanques que se retiraban de la ciudad; uno de
ellos estallaba en una gran explosión. “Ese fue mi IED (NDT:
aparato explosivo)”, dijo con orgullo Abu Anas. “Yo lo hice y él
–señaló a su asistente—lo colocó”. El asistente, advertí,
tenía un vendaje en la mano.
Abu
Anas también se atribuyó el mérito de la explosión que había
sacudido a la mezquita. “Lo hice yo mismo”, dijo. “Soy un
experto en explosivos. El gobierno tenía francotiradores en los
minaretes y pensamos que era mejor destruirlos, en caso de que el
gobierno volviera”.
Cuando
le preguntó cómo había aprendido, respondió. “Me enseñó
cierta gente –sirios que estuvieron en Irak y Afganistán. Los
explos8ivos son del mismo tipo que fueron utilizados para volar
tanques norteamericanos”.
Más
allá de que había nacido en 1987 y que era de Idlib, una provincia
al sur de Alepo, Abu Anas rehusó revelar cosa alguno sobre sus
antecedentes o los orígenes de su grupo. “Todo lo anterior a la
revolución es secreto”, dijo. Quería un Estado islámico en
Siria: mencionó a Umar ibn Abdulaziz, un califa del siglo VIII, y
dijo: “Me gustaría regresar a esa época”.
Pero
cuando le preguntó qué Estados islámicos actuales admiraba,
pareció perdido. ¿Arabia Saudita? Hizo una mueca y sacudió la
cabeza. “No son islámicos”, afirmó. ¿Y los talibán afganos?
“No estoy seguro”, dijo, y lucía confundido.
Dijo
que el Islam ofrecí mucho al mundo. Había oído que los poderes
occidentales estaban estudiando el sistema bancario islámico como
una solución a sus problemas financieros. Pero, añadió
amargamente, “la mayoría de nuestros países son meras dictaduras,
y los líderes gobiernan como reyes.
La
mayoría de ellos, además, son apoyados por los Estados Unidos. Si
no les gustaran, los Estados Unidos se hubieran deshecho de ellos”.
Alzó el Corán y la espada y declaró solemnemente: “Queremos el
sistema islámico. Y aquellos que sólo piensan en sí mismo deberían
ser asesinados: Bashar, Mubarak, el Rey Abdullah de Jordania, el rey
de Arabia Saudita y los reyes de Kuwait y Marruecos”. Su asistente
añadió: “Y también Vladimir Putin, y los líderes de Irán”.
“¿Y
los chiitas sirios?”, pregunté.
Abu
Anas replicó: “Mataremos a todos los que han luchado contra
nosotros, incluyendo a los sunitas”. Su asistente añadió: “No
nos gusta hacerlo, pero el gobierno nos ha llevado a esto. Irán ha
estado ayudando a Bashar al-Assad, y también Nasrallah (Hassan
Nasrallah, el líder de Hezbollah). Y el régimen ha armado a los
alawitas y chiitas en contra de nosotros”.
En
forma creciente, la cuestión de la lealtad al régimen ha derivado
en una afiliación sectaria: una mayoría de los soldados rasos del
Ejército son conscriptos sunitas, mientras que los comandantes
militares y dela miríada de agencias de inteligencia son alawitas.
El
asistente de Abu Anas era un desertor, que había huido dos meses
antes: “Creo que al ochenta por ciento de los soldados del Ejército
le gustaría desertar, pero tienen miedo”, dijo. “Si sospechan de
vos, te matan en el acto”.
En
el Ejército, agentes de asuntos internos están constantemente en
búsqueda de potenciales traidores, que son asesinados a menudo para
disuadir a otros. Como soldado, dijo, había sido forzado a hacer
cosas de las que ahora se sentía culpable. “Teníamos que
bombardear una ciudad sólo para complacer a un oficial, o porque
había una manifestación. Una noche, vimos una casa con luces
encendidas. El oficial dijo: ‘No había luces ayer. Bombardéenla’.
Y lo hicimos”.
En
una de las filmaciones de Abu Anas, sus hombres aparecían
reuniéndose cerca de una mezquita con otra columna de combatientes.
“Son los hombres de Abu Ibrahim”, explicó. Había tres grupos
rebeldes operando en Azaz, cada uno con control sobre un diferente
sector de la ciudad y, aunque habían cooperado vagamente para echar
al Ejército de Assad, cada grupo parecía cerrado sobre sí mismo.
Abu Ibrahim, líder de una de las milicias, había establecido una
base en el puesto fronterizo fuera de Azaz, y un día fui a
conocerlo.
Si
Abu Anas era un guerrero sagrado, Abu Ibrahim parecía un jefe
mafioso de nivel medio: un hombre robusto de cuarenta y pico, vestido
con una camiseta manchada, una gorra de béisbol y pantalones de
jogging con una pistola encajada en la cintura.
Caminaba
rengueando: un francotirador le había disparado en la pantorrilla
izquierda, en uno de tres recientes intentos de asesinato. Cuando me
reuní con él, estaba sentado con algunos de sus hombres en la
oficina de la Aduana. La puerta de la frontera, a unos cientos de
metros, colgaba abierta, pero no había tráfico alguno.
Abu
Ibrahim estaba recibiendo a una delegación kurda –tres hombres
desarmados de civil. Uno de ellos, un hombre bajo, de papada, en los
cuarenta, quien dijo que su nombre era Abu Ahmed, explicó que eran
de Afrin, un distrito sirio cercano, poblado en su mayoría por
kurdos. Habían permanecido neutrales en el conflicto, pero ahora,
dijo, “sabemos que hay una revolución en Siria y queremos unirnos
a ella”.
Abu
Ibrahim agitó una mano y dijo: “Pueden unirse, pero sin drogas”.
Sus hombres intercambiaron miradas y rieron. Abu Ibrahim se definió
como un “mercader de frutos”, pero tenía reputación de ser un
comerciante de todo que trabajaba en una frontera conocida como un
punto de cruce central de las drogas de Asia Central.
Los
kurdos de Turquía estaban inmersos en una lucha para obtener una
nación independiente; durante años, el Partido de Trabajadores de
Kurdistán –un grupo separatista conocido como PKK—había luchado
contra el Ejército turco.
En
semanas recientes, Turquía había acusado a Assad de armar a
combatientes del PKK en Siria, y Abu Ahmed informó lo mismo. “El
Ejército se ha retirado de nuestra zona y ha entregado armas al
PKK”, dijo. Assad, sugirió, esperaba iniciar un conflicto entre
los kurdos para debilitar una posible alianza con los rebeldes.
Los
visitantes remarcaron que su organización se oponía al PKK.
“Estamos en su contra porque ellos están con el gobierno”,
declaró Abu Ahmed. Había cientos de poblados kurdos en el distrito
Afrin, indicó, y “en todos ellos hay gente que quiere unirse a la
revolución, pero el PKK no nos deja. Así que hemos venido a ver a
Abu Ibrahim para ver cómo podemos unirnos a la revolución, y ver
qué hacer después de que el gobierno sea derrocado”.
Para
poder enfrentar al PKK, él y sus camaradas necesitaban armas, dijo.
Asintiendo sin comprometerse, Abu Ibrahim susurró a un adláter.
Estrechó las manos de los kurdos mientras se iban del cuarto.
Se
volvió a mí, sonriendo ampliamente, y dijo que quería que Siria
fuera una democracia con un parlamento electo y buenas relaciones con
los países occidentales, incluyendo a Israel –“en tanto
devuelvan las Alturas del Golán”.
Preguntó
con intención: “¿Por qué los norteamericanos no nos han
ayudado?”. Pese al “memorándum” secreto de Obama, no había
recibido ayuda alguna de Occidente, me aseguró. “Mientras tanto,
Bashar está recibiendo ayuda de Irán, Rusia, China, Irak y
Hezbollah”, apuntó con amargura.
Nasrallah,
el líder de Hezbollah, se ha referido a Assad y sus oficiales como
“camaradas de armas”, pero no ha llegado a ofrecer ayuda militar
en público. Cuando pregunté a Abu Ibrahim qué clase de ayuda
recibía el régimen de Hezbollah, ordenó a sus combatientes que
dejaran el cuarto.
En
mayo, me dijo, sus hombres habían capturado a once libaneses en un
puesto de control. Los visitantes afirmaban ser peregrinos, en un
viaje en autobús a los sitios sagrados chiitas en la región, pero
Abu Ibrahim estaba seguro de que eran agentes de Hezbollah; aseguró
que se habían vanagloriado de ello ante sus hombres, a quienes
confundieron con soldados de Assad.
Desde
entonces, los había mantenido ocultos, y su presencia había hecho
mucho por su reputación. Antes del conflicto, Abu Ibrahim había
sido un hombre sin relevancia alguna en la zona. Ahora controlaba lo
que llamaba “un batallón” –quizás trescientos hombres. Sus
combatientes habían capturado la mayor parte de sus armas de manos
del Ejército sirio, dijo, pero el gobierno de Qatar le había dado
1.3 millones de euros en efectivo, que habían ayudado para obtener
comida y medicinas.
Cuando
le pedí ver a los prisioneros, dijo que debía pensarlo. Pero señaló
que sus “invitados” habían cambiado en el tiempo en que habían
estado con él. “Ahora entienden mejor quiénes son, realmente, los
rebeldes sirios”, dijo. “Saben que lo que les dijeron sobre
nosotros era mentira”.
Pocos
días después, Abu Ibrahim me recibió en Azaz, en la oficina del ex
jefe del Partido Baath, e hizo que sus guardias trajeran a tres
hombres, vestidos informalmente y con sandalias. Uno de ellos, un
hombre de barba de casi treinta años, dijo que era un predicador.
Con aspecto ansioso, se irguió y declaró: “Primero, quiero decir
que no somos secuestrados. No lo somos. Somos los invitados de un
hombre realmente grande”.
Otro,
un agente de viajes de mirada penetrante y unos cuarenta años, dijo:
“Con Dios como testigo, y lo repito tres veces, nunca he visto un
hombre como este”. Mirando al frente, Abu Ibrahim se recostó y
sonrió.
Los
rebeldes controlaban el terreno que rodeaba a Mara, pero Assad
todavía controlaba el aire. Un día, conduciendo por el campo, Yasir
y yo pasamos una colina y divisamos a uno de los helicópteros rusos
MI-24 del régimen. Esas naves de guerra, que Assad comenzó a
desplegar a principios de este año, pueden viajar casi trescientas
millas por hora y están armadas con cohetes y metralletas pesadas.
El
campo de la zona es fértil, con cultivos de papas y tomates y
huertos de olivos y damascos, e, incluso mientras los helicópteros
volaban sobre sus cabezas, los granjeros conducían tractores
cargados con la cosecha. Pero se estaba haciendo difícil mantener
una vida normal. Tarde, una noche, me hallaba en el techo de una casa
en Mara cuando un proyectil llegó silbando por arriba y explotó
cerca. Mis anfitriones y yo nos arrojamos al piso –la casa había
sido blanco de cohetes y bombas varias veces antes—y descubrimos
que el proyectil había dado contra otra casa. Todos los miembros de
la familia estaban heridos, pero todavía vivos.
El
proyectil provenía de una base de Rangers del Ejército Sirio, a
siete millas al sudeste. Los Rangers rara vez se aventuraban afuera,
pero disparaban periódicas ráfagas detrás e sus murallas, y a
menudo oíamos el golpeteo de los disparos, como un martillo gigante
que golpeara la tierra. En su mayoría se dirigían a objetivos en
Alepo, pero a veces disparaban a cualquier parte. Desde la
perspectiva del régimen, casi todo era, ahora, territorio enemigo.
El
régimen de Assad ha jugado con las tensiones sectarias, pero su
poder coercitivo también restringió el conflicto. Con la guerra,
esas restricciones se estaban aflojando. “El tejido social en el
norte de Siria es tan complejo, y unas de las tragedias del conflicto
es la ruptura de ese tejido”, me dijo Fawaz George, director del
Middle East Centre en la London School of Economics. “Al final de
la guerra puede que veamos un largo, extendido conflicto entre, y en
el interior de, esas facciones”.
Con armas y combatientes fluyendo hacia la zona, era arriesgado mantenerse aislado y también declarar alianzas. Unos pocos alawitas prominentes habían desertado y pasado al lado rebelde, y la sustancial población cristiana de Alepo permanecía cautelosamente neutral; Yasir contó sobre intentos en vano de interesar a cristianos influyentes que conocía. Los chiitas de la región no estaban afiliados con la secta alawita, pero debían, con todo, ser cuidadosos de no mostrarse partidarios de Assad.
Después
de la reunión en la oficina de Abu Ibrahim, Yasir estaba ansioso por
descubrir dónde yacían las simpatías de los kurdos locales. Llamó
a Jamil Rahmano, un político del poblado kurdo de Emhoush, e hizo
arreglos para que nos encontráramos. Condujimos al poblado y nos
detuvimos frente a una escuela en las afueras, según nos había
instruido Rahmano: llamó para decir que estaría allí en diez
minutos. Un par de jóvenes emergieron del complejo amurallado de la
escuela y, mirando con suspicacia, preguntaron quiénes éramos y de
dónde veníamos. Cuando Yasir anunció nuestras nacionalidades, los
jóvenes se fueron y volvieron con escopetas. Apuntándonos,
gritaron: “¡No queremos a los Estados Unidos aquí! ¡Fuera de
Siria!”. Yasir arrancó el automóvil y salimos a toda velocidad.
Pocos
días después, Rahmano vino a vernos en Mara. Se disculpó
ceremoniosamente, diciendo que se había retrasado porque estaba
evacuando a otros kurdos de Alepo. Los hombres que nos habían
amenazado eran guardias encargados de la defensa del poblado. “No
representan nuestro punto de vista”, dijo. Explicó que su
organización era una ex afiliada siria del PKK, pero negó que fuera
pro-régimen. “Hemos estado con la revolución desde el comienzo”,
dijo. ¿Entonces sus hombres combatirían por el Ejército
Sirio Libre? “Estamos en contra de Bashar al-Assad de modo
pacífico”, respondió. Después de pensar un momento, cambió su
posición: “En nuestras zonas, estamos armados y
podemos, definitivamente, defendernos del Ejército sirio”.
Yasir
estaba molesto: esa clase de ambigüedad era cada vez más común en
la región. Más tarde, el funcionario norteamericano explicó que el
grupo de Rahmano había estado cerca del régimen de Assad pero había
acordado recientemente cambiar de bando y pelear con los rebeldes. La
alianza estaba marcada por la desconfianza, y variable entre ciudad y
ciudad. “Hemos visto actuar esto de modo muy diferente en
didiferentes sitios a lo ancho del norte”, indicó. “Todo se
reduce a política local”.
Con
la esperanza de descifrar ese panorama, Yasir me llevó a ver a Abdul
Nasser Khatib, uno de los principales comandantes del ESL en Mara. Un
hombre grueso con una barba gris, era un ex decorador de interiores y
padre de nueve hijos. El régimen estaba armando a los kurdos en
otras pares, pero, afirmó, “los kurdos de aquí están trabajando
con nosotros. Porque nos ven ganando, ven provechoso hacerlo. Los
kurdos, usted sabe cómo son –siempre quieren estar con el más
fuerte”.
Khatib
también tenía sospechas sobre los chiitas.
“No confío en ellos para nada”, dijo. “Han estado aislados y no tenemos nada que ver con ellos”. Pero si los rebeldes ganaban poder, tendrían que solucionar sus diferencias. “Es un problema”, admitió. “Si tomamos Alepo, creo que vendrán y pedirán perdón. Y sería algo bueno, porque solían hacer el trabajo de la shabiha para el régimen”.
“Si
los chiitas no piden perdón ¿qué?”, pregunté.
“Esa
es una pregunta que consideraremos después de la revolución”,
dijo Khatib.
El
23 de julio, cuarenta y ocho horas después de que los rebeldes
irrumpieran en Alepo, su asalto comenzó a aletargarse. No tenían
suficientes armas y combatientes para avanzar, mientras sostenían
los barrios que ya habían tomado, así que se asentaron y
concentraron sus ataques sobre las estaciones de policía y otros
objetivos estratégicos. Mientras tanto, francotiradores y matones de
civil mataban a sus hombres.
Ese
día, Yasir y yo asistíamos en Mara al velatorio de un joven de 24
años llamado habib al-Akramah, que había muerto en Alepo esa
mañana. Habib había sido taxista pocos días antes, cuando se unió
a una fuerza rebelde que combatía en el nordeste de la ciudad. La
shabiha lo había capturado, torturado hasta la muerte y arrojado su
cuerpo a la calle, donde sus camaradas lo encontraron.
Llegamos
a la casa familiar justo cuando entregaban el cuerpo de Habib. Una
camioneta se detuvo y un grupo de hombres retiró el cuerpo y lo
llevó adentro, pasando por en medio de una multitud silenciosa de
amigos y parientes varones. En un patio cubierto depositaron el
cuerpo. Estaba sin camisa y cubierto de sangre; el cuello tenía un
tajo debajo de la mandíbula. Un hombre levantó el cinturón de
Habib y señaló las heridas punzantes en su abdomen, haciendo el
gesto de apuñalar para mostrar lo que había ocurrido.
El
padre de Habib, preguntó lastimeramente: “No era un israelí –¿por
qué le hicieron esto?”. Su hermano dijo: “Tengo otros cinco
hermanos. Tan pronto como termine el funeral, me voy a Alepo a
combatir”. Haciendo un gesto hacia los hombres que lo rodeaba,
añadió: “Todos los que están aquí irán también”. Al
unísono, todos rugieron: “¡Allahu Akbar!”.
Un
auto se detuvo afuera, y algunos hombres ayudaron a una anciana
robusta que llevaba un pañuelo en la cabeza a bajarse. Era la madre
de Habib, Fatima. Cayó sobre el pavimento, gritando. Uno de los
hombres, tratando de consolarla, dijo: “Dios es grande. Piense en
Mahoma”.
“No
hay Mahoma”, gimió ella. Los hombres la levantaron, implorándole,
pero ella se arrojó al piso de nuevo. Tomó varios minutos llevarla
a la casa y, para cuando llegó hasta el cuerpo, todos los asistentes
estaban llorando, su furia cediendo ante la desazón. Fatima se sentó
junto a la destrozada cabeza de su hijo muerto y la acunó,
repitiendo una y otra vez “Habib, Habib, hijo mío”.
A
medida que los rebeldes de Alepo tomaban prisioneros, los enviaban a
la escuela secundaria de Mara (las escuelas de Siria –construidas
fuertes, con ventanas cubiertas con alambre tejido— servían bien
como cárceles). Visité la nueva prisión una noche, y fue admitido
en forma reticente por el hombre a cargo, un ex camionero apodado
Jumbo. De constitución similar a la de un luchador de sumo, con
bhombro, estaba embolsando cuchillos y armas de fuego confiscadas
cuando sus guardias me llevaron ante él.
Jumbo
era terso y directo, un hombre ocupado. Fumaba cigarrillos, uno tras
otro, inhalando profundamente cada vez. Antes de su trabajo actual,
había sido un activo combatiente rebelde y había sido herido varias
veces; llevó mi mano hasta su nuca para que sintiera una bala
incrustada allí. Tenía 66 prisioneros, dijo, y llegaban más todo
el tiempo.
Diez
de ellos eran ladrones, y el resto shabiha o informantes. Jumbo
ordenó a sus hombres que trajeran a una pareja de sospechosos, y
pocos minutos después dos hombres desarreglados, atados y vestidos
con ropas manchadas de sangre, fueron arrojados al interior del
cuarto.
Uno
de ellos, con una barba tupida, dijo que su nombre era Zakariyya
Gazmouz, y que tenía treinta y tres años. Mientras yo miraba, Jumbo
ordenó que le quitaran la camisa.
Tenía
tatuajes por todas partes: rostros de mujeres, espadas, águilar, un
par de tigres que soplaban fuego. “Es no es nada”, dijo Jumbo.
“Mostrales las palmas de tus manos”. Las manos de Gazmouz también
tenían tatuajes, así como sus pies. En medio del pecho había
retratos en tinta de Assad, de su difunto padre Hafez y de su difunto
hermano Basil, como en una sagrada trinidad.
La
imagen de Bashar estaba cubierta de heridas frescas, como si alguien
hubiera intentado taparla; había más marcas de cortes en el abdomen
del hombre, donde un poema en árabe elogiaba a Bashar y a Nasrallah.
“Cuando estaba en el Ejército, a todo el mundo les encantaba”,
dijo Gazmouz.
“Pero
ahora estoy dispuesto a ir y volarme por el aire para matar a
Bashar”. Dijo que sus heridas eran auto-infligidas; se había
acercado a los rebeldes en Alepo y, para demostrar su lealtad, se
había ofrecido a donar sangre; en cambio, lo habían arrestado; se
había cortado con una navaja para probar lo que decía. Admitió que
había trabajado como informante de la Policía en una panadería,
para sostener una adicción a las drogas, pero negó ser shabiha.
Jumbo
se burló. “Por supuesto que sos shabiha”. Los tatuajes de Assad,
señaló, eran característicos de algunos de los más rudos leales
al régimen. La espalda de Gazmouz mostraba los resultados del
escepticismo de Jumbo: entre otros tatuajes había grandes y vivos
verdugones, allí donde había sido golpeado.
El
segundo hombre, Mohamed Shihan, dijo que tenía treinta años y había
sido empleado en el distrito financiero de Alepo hasta que el
edificio donde trabajaba fue volado. Mientras estaba sin trabajo, la
policía le ofreció pagarle por ayudar en uno de los puestos de
control de la ciudad, y aceptó –pero, se apresuró a decir, esto
había sido apenas un mes atrás. Tenía un corte en la nariz y otro
en su ceja derecha; dijo que los rebeldes habían atacado su puesto
de control y había “caído” mientras intentaba huir. Dos de sus
camaradas de guardia habían muerto.
Cuando
le preguntó que esperaba, miró a Jumbo y dijo: “Sólo quiero que
gane el Ejército Sirio Libre. Y que esto se termine”. Jumbo ordenó
que sacaran a los sospechosos y los guardias los empujaron hacia la
puerta, apuntándoles con sus armas. Los dos hombres comenzaron a
gritar crudamente: “¡Larga vida al Ejército Sirio Libre!”,
mientras eran conducidos fuera del cuarto.
Antes
de dejar Mara, fui al cementerio de la ciudad para el funeral de
Habib al Akramah, el rebelde muerto. Los enterradores, dos jóvenes
hermanos, se turnaban bajo el caluroso sol de media mañana. Dado que
era Ramadan, ninguno podía beber agua, pero no se quejaban. Estaban
ganado “mérito ante dios”, explicó Yasir, añadiendo una broma
lúgubre: “Aquí no cuesta nada ser enterrado”.
Ambos
hermanos eran desertores. Uno de ellos, Mohamed, un policía, había
desertado quince meses antes; todavía vestía una camisa marrón que
decía “Policía” en árabe. El otro, Hussam, había desertado
tres meses antes; había estado en el servicio secreto, en la ciudad
de Hama, dijo, y pudo escapar al norte cuando un contacto en el ESL
le dio un documento falso de identidad. Le preguntó en qué tipo de
misiones había estado. “Quemar casas, hace arrestos y traer
mujeres para presionar a hombres que se creía estaban en el ESL”,
dijo.
Cuando
la tumba fue excavada, una muchedumbre de hombres y muchachos llegó
caminando por el cementerio. La madre de Habib, Fatima, estaba allí
también, aunque las mujeres musulmanas tradicionalmente no asisten a
los entierros. Habib era cargado en una manta convertida en camilla
entre dos postes, y los hombres depositaron su cuerpo en la tumba.
Mientras arrojaban tierra encima, Fatima se desmayó. Los hombres
cantaron: “Dios es grande, Bashar es el enemigo de Dios”.
La
frase “enemigo de Dios” es utilizada con creciente frecuencia en
estos días. A principios de este mes (agosto de 2012), el primer
ministro de Siria, un sunita, desertó y, una semana más tarde,
aplicó el epíteto al régimen de su ex jefe. Fawaz Georges, de la
London School of Economics, me dijo que temía que se estaban
apoderando del objetivo de derrocar a Assad con miras ideológicas e
individuales. Las principales facciones que ganan fuerza en el caos
de Siria –los kurdos que reúnen armas, los líderes de las
reciente creadas milicias, los criminales y los jihadíes
extranjeros—tienen, todas, sus propios objetivos, y una nación
unificada puede no ser el primero de ellos “La siguiente fase será
la más sangrienta y será la guerra interna”, afirmó Georges.
Una
semana después del funeral, en el cuartel central de Hija Mara, en
la escuela de Alepo, los rebeldes condujeron a cuatro prisioneros
fuera del salón de clases y los obligaron a ponerse de rodillas al
pie del muro, frente a la imagen de Mickey Mouse. Eran ex shabiha que
habían acordado trabajar con los rebeldes y luego los traicionaron,
abriendo fuego sobre sus nuevos aliados durante un ataque a una
estación de policía.
En
el patio de la escuela, varios de ellos estaban cubiertos de sangre;
habían sido golpeados con dureza. Mientras uno de los rebeldes
filmaba con un teléfono, otra media docena abrió fuego con sus
armas de asalto. En una ráfaga que duró cuarenta y cinco segundos,
dispararon cientos de balas sobre los cuerpos de los hombres, creando
tal estrépito que otros combatientes se taparon los oídos y
huyeron.
En
buena parte del país, la lucha sangrienta persiste, sin que ningún
lado esté en condiciones de una clara victoria. El 8 de agosto (de
2012), el régimen comenzó una ofensiva en Alepo y, después de
varios días de intenso bombardeo, los rebeldes se retiraron para
continuar luchando en otra parte. Una semana después, un caza arrojó
bombas poderosas sobre un barrio pobre de Azaz, destruyendo casas y
matando al menos a cuarenta civiles. El edificio donde eran retenidos
los rehenes libaneses de Abu Ibrahim fue destruido y cuatro de ellos
murieron. En Líbano, sus parientes se desquitaron secuestrando a
varios sirios.
Yasir
llamó para decirme que había estado en Azaz y que había visto
mujeres y niños cortados en pedazos –cosas que “nunca esperé
ver en mi vida”. Con voz conmocionada, dijo: “¿Qué piensa
Assad? No entiendo”.
El 17 de agosto, la ONU anunció que cerraría su misión de observadores en Siria; después de cuatro meses de esfuerzos infructuosos, parecía no tener sentido seguir. Edmond Mulet, subjefe de la ONU para las operaciones de mantenimiento de la paz, dijo: “Es claro que ambos lados han elegido el camino de la guerra”.
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