BUENOS AIRES — 14 junio 2016 - Argentina
necesita enfrentar a la corrupción de raíz para combatir con éxito a este viejo
flagelo que corroe a una democracia todavía frágil.
Argentina volvió a cambiar de dirección política en un zigzag
centenario que va de izquierda a derecha y viceversa. Aunque este ritual
obsesivo es traumático, lo más sorprendente es que el lenguaje casi nunca
cambia: los gobernantes son corruptos, sácalos del gobierno.
Esto es válido para todo el espectro político. Cuando un
titular es acusado de corrupción, lo sacan los votantes o un golpe de Estado. A
menudo son citados en los tribunales pero los procesos judiciales no llegan a
ninguna parte en manos de investigadores o jueces políticamente cautelosos. Con
el tiempo, los reformadores también son acusados de corrupción y el ciclo se
repite.
El actual giro involucra a la populista Cristina Fernández de
Kirchner, quien fue presidenta desde 2007 hasta el año pasado, y su marido
Néstor, quien la precedió en el periodo 2003-2007 y murió en 2010. Su sucesor,
Mauricio Macri, de centro-derecha, prometió acabar con la corrupción y
dinamizar la economía argentina.
El resultado: Cristina Fernández ha sido acusada de organizar
una operación de divisas a un precio artificialmente bajo que benefició a los
inversores ricos y le costó miles de millones de dólares al Banco Central de la
República Argentina.
Mientras tanto las noticias de los canales de televisión
transmiten imágenes de retroexcavadoras en una granja de la Patagonia, donde se
rumorea que la supuesta gran fortuna de los Kirchner está enterrada. Otros
funcionarios de la época kirchnerista son acusados de soborno, malversación y
apropiación indebida de fondos públicos.
¿Esto significa que Fernández de Kirchner ha sido humillada
para siempre? Difícilmente. Un gran segmento de la población todavía la ve como
una defensora de los pobres y la consideran una aspirante con fuerte potencial
para las elecciones presidenciales de 2019.
Aunque eso pueda parecer extraordinario para los extranjeros,
nada de esto es nuevo para los argentinos.
Las grandes divisiones políticas se remontan a la
independencia de Argentina a principios del siglo XIX, una época de disputas
sangrientas entre los defensores de la autoridad local o el fuerte gobierno
central. Revueltas y guerras civiles se sucedieron una tras otra, mientras los
propietarios se enfrentaban a sus rivales y usaban gauchos como soldados.
En el siglo XX, las grietas volvieron a abrirse entre los
caudillos y líderes más elitistas, con todos los bandos acusando de corrupción
a sus enemigos.
En 1930 un golpe militar derrocó al presidente progresista
Hipólito Yrigoyen, quien fue encarcelado por cargos relacionados con compras
fraudulentas del gobierno. Pero ninguna de las acusaciones fue demostrada.
En las décadas de 1940 y 1950, el general populista Juan
Domingo Perón y su segunda esposa, Eva, acusaron a los “oligarcas” de la
explotación vivida por la clase obrera.
Los generales alineados con la clase alta que Perón
vilipendiaba lo expulsaron de la presidencia en 1955 y ordenaron una
investigación por acusaciones en su contra que incluyó la malversación de los
ingresos por exportaciones agrícolas y relaciones sexuales con chicas
adolescentes. Pero luego de una larga investigación (y una exposición de la
colección de joyas de Eva, quien ya había fallecido) no se llegó a resultados
concluyentes.
Durante los 18 años siguientes, mientras Perón estaba
exiliado en Madrid, los gobiernos militares expulsaron a los sucesivos
presidentes elegidos y, por lo general, citaban cargos de corrupción como una
justificación de sus actos.
Perón volvió al poder en 1973 pero murió un año después y fue
sucedido por Isabel, su tercera esposa. Ella fue acusada de quedarse con las
ganancias de una institución gubernamental de caridad y en 1976 fue expulsada
por otro golpe de Estado, ostensiblemente para reactivar una economía
empobrecida por las políticas populistas impulsadas por Perón.
Fue entonces cuando la división política argentina alcanzó su
punto más bajo, con un descenso a la barbarie de un gobierno militar que
implementó la tortura, el asesinato y la desaparición de decenas de miles de
opositores, muchos de ellos jóvenes.
Solo después de que los generales provocaron y perdieron una
guerra con el Reino Unido por las Islas Malvinas e incurrieron en una deuda
externa agobiante se logró que convocaran a unas elecciones democráticas en
1983.
Luego empezó un raro interludio. Parecía que la amplia
repulsión por los horrores de los gobiernos militares disiparon los viejos
odios de Argentina cuando un político llamado Raúl Alfonsín, conocido por su
honestidad, fue elegido presidente.
Pero el sueño de una Argentina unida no duró. Carlos Menem
ganó la presidencia en 1989, un peronista de derecha que conducía un Ferrari
Testarossa que le habían regalado unos empresarios italianos.
Durante su gobierno privatizó las empresas de telefonía, gas,
electricidad y petroleras por lo que pronto se vio envuelto en acusaciones de
corrupción. Él no ayudó a disipar las dudas cuando los periodistas le
preguntaron por el Ferrari y les respondió: “¡Es mío, mío, mío!”.
Sin embargo, su reputación de corrupto no afectó a los
votantes. Incluso se las arregló para cambiar la constitución y lograr su
reelección en 1995. Una observación que se oía a menudo cuando la gente se
refería a él, explica muchas cosas: “Roba pero hace”.
Por desgracia, las radicales reformas de libre mercado que
ejecutó incrementaron y agravaron el desempleo por un periodo que duró más que
su gobierno. El impago de la deuda externa y la catastrófica crisis económica
de 2001 llevaron a su sucesor, Fernando de la Rúa, a decretar un estado de
emergencia y renunciar a la presidencia. Después De la Rúa enfrentó
acusaciones, que no fueron probadas, de haber sobornado a senadores para que
aprobaran una reforma a la ley laboral.
Esto nos lleva de nuevo a la populista Fernández de Kirchner
y los esfuerzos de Macri por conseguir que los jueces argentinos notoriamente
flexibles la investiguen.
¿Finalmente Argentina enfrenta su corrupción endémica? Es
difícil de decir. Sebastián Casanello, el juez que ordenó las excavaciones en
la granja de la Patagonia, también investiga a Macri porque su nombre aparece en
el consejo de administración de una sociedad offshore que apareció en el
escándalo de los Papeles de Panamá.
Sin embargo, cuando la corrupción y las acusaciones
escabrosas se vuelven tan escandalosas, alcanzan un punto en el que los
ciudadanos apenas se asombran. En Argentina ese límite se cruzó hace mucho
tiempo. Hoy en día los tribunales federales son extremadamente lentos con un
laberinto de jueces, a menudo tan corruptos como los políticos que investigan,
dice Luis Moreno Ocampo, un activista contra la corrupción. “Es un sistema de
jueces que encubren la corrupción en lugar de investigarla”, dice.
Y la impunidad de la corrupción crea un profundo cinismo en
toda la sociedad.
Vale la pena recordar el caso de René Favaloro, un célebre
cardiólogo argentino de la década de 1960, quien fue el pionero de una técnica
de bypass coronario en Cleveland, y luego regresó a su país para establecer una
fundación cardiovascular. Su integridad y generosidad (operaba gratis a los
pacientes más pobres) lo convirtieron en una leyenda.
Pero esos rasgos fueron su perdición. Cuando se negó a pagar
los sobornos exigidos por los funcionarios de los servicios de salud, el
instituto estatal de pensionistas se negó a cancelar lo que le debía de las
operaciones dejándolo al borde de la quiebra.
“He sido derrotado por esta sociedad corrupta que lo controla
todo”, escribió en una famosa carta en la que decía que prefería morir antes
que sobornar. A continuación se pegó un tiro en el corazón.
Eso fue hace 16 años. En vez de sucumbir una vez más al uso
cíclico de la corrupción para ensuciar a oponentes políticos, Argentina
necesita enfrentar a la corrupción en su núcleo para combatir con éxito a este
viejo flagelo que corroe a una democracia todavía frágil.
Para esto será necesario, antes que nada, tener un poder
judicial verdaderamente independiente que descarte rápidamente las acusaciones
sin fundamento y que, cuando determine culpabilidad verdadera, dictamine algo
más que condenas simbólicas destinadas principalmente a desacreditar a los
oponentes políticos.
Ante todo la guerra contra la corrupción debe ser librada
dondequiera que ella ocurra, no solo entre los enemigos políticos.
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