I
PARADIGMAS Y PRINCIPIOS
De adentro hacia fuera
No hay en todo el mundo
un triunfo verdadero que pueda separarse de la dignidad en el vivir.
DAVID STARR JORDÁN
Durante más de veinticinco años de trabajo con la gente en
empresas, en la universidad y en contextos matrimoniales y familiares, he
estado en contacto con muchos individuos que han logrado un grado increíble de éxito
extremo, pero han terminado luchando con su ansia interior, con una profunda
necesidad de congruencia y efectividad personal, y de relaciones sanas y
adultas con otras personas.
Sospecho que algunos de los problemas que compartieron
conmigo pueden resultarles familiares al lector.
En mi carrera me he planteado metas que siempre he alcanzado
y ahora gozo de un éxito profesional extraordinario, pero al precio de mi vida
personal y familiar. Ya no conozco a mi mujer ni a mis hijos.
Ni siquiera estoy seguro de conocerme a mí mismo, ni de saber
lo que me importa realmente. He tenido que preguntarme:
¿Vale la pena?
He iniciado una nueva dieta (por quinta vez en este año). Sé
que peso demasiado, y realmente quiero cambiar. Leo toda la información nueva
sobre este problema, me fijo metas, me mentalizo con una actitud positiva y me
digo que puedo hacerlo. Pero no puedo. Al cabo de unas semanas, me derrumbo.
Simplemente parece que no puedo mantener una promesa que me haga a mí mismo.
He asistido a un curso tras otro sobre dirección de empresas.
Espero mucho de mis empleados y me empeño en ser amistoso con ellos y en
tratarlos con corrección. Pero no siento que me sean leales en absoluto.
Creo que, si por un día me quedara enfermo en casa, pasarían
la mayor parte del tiempo charlando en los pasillos. ¿Por qué no consigo que
sean independientes y responsables, o encontrar empleados con esas características?
Mi hijo adolescente es rebelde y se droga. Nunca me escucha.
¿Qué puedo hacer?
Hay mucho que hacer y nunca tengo el tiempo suficiente. Me
siento presionado y acosado todo el día, todos los días, siete días por semana.
He asistido a seminarios de control del tiempo y he intentado una media docena
de diferentes sistemas de planificación.
Me han ayudado algo, pero todavía no siento estar llevando la
vida feliz, productiva y tranquila que quiero vivir.
Quiero enseñarles a mis hijos el valor del trabajo. Pero para
conseguir que hagan algo, tengo que supervisar cada uno de sus movimientos... y
aguantar que se quejen cada vez que dan un paso. Me resulta mucho más fácil
hacerlo yo mismo. ¿Por qué no pueden estos chicos hacer su trabajo animosamente
y sin que nadie tenga que recordárselo?
Estoy ocupado, realmente ocupado. Pero a veces me pregunto si
lo que estoy haciendo a la larga tendrá algún valor. Realmente me gustaría
creer que mi vida ha tenido sentido, que de algún modo las cosas han sido distintas
porque yo he estado aquí.
Veo a mis amigos o parientes lograr algún tipo de éxito o ser
objeto de algún reconocimiento, y sonrío y los felicito con entusiasmo. Pero
por dentro me carcome la envidia. ¿Por qué siento esto?
Tengo una personalidad fuerte. Sé que en casi todos mis
intercambios puedo controlar el resultado. Casi siempre incluso puedo hacerlo
influyendo en los otros para que lleguen a la solución que yo quiero.
Reflexiono en todas las situaciones y realmente siento que las ideas a las que
llego son por lo general las mejores para todos.
Pero me siento incómodo. Me pregunto siempre qué es lo que
las otras personas piensan realmente de mí y mis ideas.
Mi matrimonio se ha derrumbado. No nos peleamos ni nada por
el estilo; simplemente ya no nos amamos.
Hemos buscado asesora-miento psicológico, hemos intentado
algunas cosas, pero no podemos volver a revivir nuestros antiguos sentimientos.
Estos son problemas profundos y penosos, problemas que un
enfoque de arreglos transitorios no puede resolver.
Hace unos años, mi esposa Sandra y yo nos enfrentábamos con
una preocupación de este tipo. Uno de nuestros hijos pasaba por un mal momento
en la escuela. Le iba fatal con el aprendizaje, ni siquiera sabía seguir las
instrucciones de los tests, por no hablar ya de obtener buenas puntuaciones.
Era socialmente inmaduro, y solía avergonzarnos a quienes estábamos más cerca
de él. Físicamente era pequeño, delgado, y carecía de coordinación (por
ejemplo, en el béisbol bateaba al aire, incluso antes de que le hubieran arrojado
la pelota). Los otros, incluso sus hermanos, se reían de él.
A Sandra y a mí nos obsesionaba el deseo de ayudarlo. Nos
parecía que si el «éxito» era importante en algún sector de la vida, en nuestro
papel como padres su importancia era suprema. De modo que vigilamos cuidadosamente
nuestras actitudes y conducta con respecto a él, y tratamos de examinar las
suyas propias.
Procuramos mentalizarlo usando técnicas de actitud positiva. «
¡Vamos, hijo! ¡Tú puedes hacerlo! Nosotros sabemos que puedes. Toma el bate un
poco más arriba y mantén los ojos en la pelota. No batees hasta que esté cerca
de ti.» Y si se desenvolvía un poco mejor, no escatimábamos elogios para
reforzar su autoestima.
«Así se hace, hijo, no te rindas.»
Cuando los otros se reían, nosotros nos enfrentábamos con
ellos. «Déjenlo en paz. Dejen de presionarlo.
Está aprendiendo.» Y nuestro hijo lloraba e insistía en que
nunca sería nada bueno y en que de todos modos el béisbol no le gustaba.
Nada de lo que hacíamos daba resultado, y estábamos realmente
preocupados. Advertíamos los efectos que esto tenía en la autoestima del niño.
Tratamos de animarlo, de ser útiles y positivos, pero después de repetidos
fracasos finalmente hicimos un alto e intentamos contemplar la situación desde
un nivel diferente.
En ese momento de mi trabajo profesional yo estaba ocupado
con un proyecto de desarrollo del liderazgo con diversos clientes de todo el
país. En este sentido preparaba programas bimensuales sobre el tema de la comunicación
y la percepción para los participantes en el Programa de Desarrollo para
Ejecutivos de la IBM.
Mientras investigaba y preparaba esas exposiciones, empezó a
interesarme en particular el modo en que las percepciones se forman y gobiernan
nuestra manera de ver las cosas y comportarnos. Esto me llevó a estudiar las
expectativas y las profecías de autocumplimiento o «efecto Pigmalión», y a
comprender lo profundamente enraizadas que están nuestras percepciones. Me
enseñó que debemos examinar el cristal o la lente a través de los cuales vemos
el mundo tanto como el mundo que vemos, y que ese cristal da forma a nuestra
interpretación del mundo.
Cuando Sandra y yo hablamos sobre los conceptos que estaba
enseñando en la IBM, y acerca de nuestra propia situación, empezamos a
comprender que lo que hacíamos para ayudar a nuestro hijo no estaba de acuerdo
con el modo en que realmente lo veíamos. Al examinar con toda honestidad
nuestros sentimientos más profundos, nos dimos cuenta de que nuestra percepción
era que el chico padecía una inadecuación básica; de algún modo, un «retraso».
Por más que hu biéramos trabajado nuestra actitud y conducta, nuestros
esfuerzos habrían sido ineficaces porque, a pesar de nuestras acciones y
palabras, lo que en realidad le estábamos comunicando era: «No eres capaz.
Alguien tiene que protegerte».
Empezamos a comprender que, si queríamos cambiar la
situación, debíamos cambiar nosotros mismos. Y que para poder cambiar nosotros
efectivamente, debíamos primero cambiar nuestras percepciones.
La personalidad y la
ética del carácter
Al mismo tiempo, además de mi investigación sobre la
percepción, me encontraba profundamente inmerso en un estudio sobre los libros
acerca del éxito publicados en los Estados Unidos desde 1776. Estaba leyendo u hojeando
literalmente millares de libros, artículos y ensayos, de campos tales como el
autoperfeccionamiento, la psicología popular y la autoayuda. Tenía en mis manos
la suma y sustancia de lo que un pueblo libre y democrático consideraba las
claves de una vida exitosa.
Mi estudio me llevó a rastrear doscientos años de escritos
sobre el éxito, y en su contenido advertí la aparición de una pauta
sorprendente. A causa de mi propio y profundo dolor, y de dolores análogos que
había visto en las vidas y relaciones de muchas personas con las que había
trabajado a lo largo de los años, empecé a sentir cada vez más que gran parte
de la literatura sobre el éxito de los últimos cincuenta años era superficial.
Estaba llena de obsesión por la imagen, las técnicas y los
arreglos transitorios de tipo social (parches y aspirinas sociales) para
solucionar problemas agudos (que a veces incluso parecían solucionar
temporalmente) pero dejaban intactos los problemas crónicos subyacentes, que
empeoraban y reaparecían una y otra vez.
En total contraste, casi todos los libros de más o menos los
primeros ciento cincuenta años se centraban en lo que podría denominarse la
«ética del carácter» como cimiento del éxito: en cosas tales como la
integridad, la humildad, la fidelidad, la mesura, el valor, la justicia, la
paciencia, el esfuerzo, la simplicidad, la modestia y la «regla de oro».
La autobiografía de Benjamín Franklin es representativa de
esa literatura. Se trata, básicamente, de la descripción de los esfuerzos de un
hombre tendentes a integrar profundamente en su naturaleza ciertos principios y
hábitos.
La ética del carácter enseñaba que existen principios básicos
para vivir con efectividad, y que las personas sólo pueden experimentar un
verdadero éxito y una felicidad duradera cuando aprenden esos principios y los integran
en su carácter básico.
Pero poco después de la Primera Guerra Mundial la concepción
básica del éxito pasó de la ética del carácter a lo que podría llamarse la
«ética de la personalidad». El éxito pasó a ser más una función de la personalidad,
de la imagen pública, de las actitudes y las conductas, habilidades y técnicas
que hacen funcionar los procesos de la interacción humana. La ética de la
personalidad, en lo esencial, tomó dos sendas: una, la de las técnicas de
relaciones públicas y humanas, y otra, la actitud mental positiva (AMP). Algo
de esta filosofía se expresaba en máximas inspiradoras y a veces válidas, como
por ejemplo «Tu actitud determina tu altitud», «La sonrisa hace más amigos que
el entrecejo fruncido» y «La mente humana puede lograr todo lo que concibe y cree».
Otras partes del enfoque basado en la personalidad eran
claramente manipuladoras, incluso falaces; animaban a usar ciertas técnicas
para conseguir gustar a las demás personas, o a fingir interés por los intereses
de los otros para obtener de ellos lo que uno quisiera, o a usar el «aspecto
poderoso», o a intimidar a la gente para desviarla de su camino en la vida.
Parte de esa literatura reconocía que el carácter es un elemento
del éxito, pero tendía a compartimentalizarlo, y no a atribuirle condiciones
fundacionales y catalizadoras. La referencia a la ética del carácter se hacía
en lo esencial de una manera superficial; la verdad residía en técnicas
transitorias de influencia, estrategias de poder, habilidad para la
comunicación y actitudes positivas.
Empecé a comprender que esta ética de la personalidad era la
fuente subconsciente de las soluciones que Sandra y yo estábamos tratando de
utilizar con nuestro hijo. Al pensar más profundamente sobre la diferencia entre
las éticas de la personalidad y del carácter, me di cuenta de que Sandra y yo
habíamos estado obteniendo beneficios sociales de la buena conducta de nuestros
hijos, y, según esto, uno de ellos simplemente no estaba a la altura de
nuestras expectativas.
Nuestra imagen de nosotros mismos y nuestro rol como padres buenos
y cariñosos eran incluso más profundos que nuestra imagen del niño, y tal vez
influían en ella. El modo en que veíamos y manejábamos el problema implicaba
mucho más que nuestra preocupación por el bienestar de nuestro hijo.
Cuando Sandra y yo hablamos, tomamos dolorosamente con
ciencia de la poderosa influencia que ejercían nuestro carácter, nuestros
motivos y nuestra percepción del niño. Sabíamos que la comparación social como motivación
no estaba de acuerdo con nuestros va lores más profundos y podía conducir a un
amor condicionado y finalmente reducir el sentido de los propios méritos de
nuestro hijo. De modo que decidimos centrar nuestros esfuerzos en nosotros
mismos, no en nuestras técnicas sino en nuestras motivaciones más profundas y
en nuestra percepción del niño. En lugar de tratar de cam biarlo a él,
procuramos apartarnos —tomar distancia respecto de él— y esforzarnos por
percibir su identidad, su individualidad, su condición independiente y su valor
personal.
Gracias a esta profundización en nuestros pensamientos y al
ejercicio de la fe y la plegaria, empezamos a ver a nuestro hijo en los
términos de su propia singularidad. Vimos dentro de él capas y más capas de
potencial que iban a dar sus frutos con su propio ritmo y velocidad. Decidimos
relajarnos y apartarnos de su camino, permitir que emergiera su propia
personalidad. Vimos que nuestro rol natural consistía en afirmarlo, disfrutarlo
y valorarlo. También elaboramos conscientemente nuestros motivos y cultivamos
las fuentes interiores de seguridad con el fin de que nuestros sentimientos
acerca del propio mérito no dependieran de la conducta «aceptable» de nuestros
hijos.
Cuando nos deshicimos de nuestra antigua percepción del niño
y desarrollamos motivos basados en valores, empezaron a surgir nuevos
sentimientos. Nos encontramos disfrutando de él, en lugar de compararlo o juzgarlo.
Dejamos de tratar de hacer con él un duplicado de nuestra propia imagen o de
medirlo en comparación con ciertas expectativas sociales. Dejamos de
manipularlo amable y positivamente para que se adecuara a un molde social
aceptable. Como lo considerábamos fundamentalmente apto y capaz de afrontar con
éxito la vida, dejamos de protegerlo cuando sus hermanos y otros pretendían
ridiculizarlo.
Había sido educado a la sombra de esa protección, de modo que
atravesó algunas etapas dolorosas, que él expresó a su manera y que nosotros
aceptamos, pero a las que no siempre respondimos. «No necesitamos protegerte
—era el mensaje tácito—. Básicamente, puedes valerte por ti mismo.»
A medida que pasaban semanas y meses, fue desarrollándose en
él una tranquila confianza; se estaba afirmando a sí mismo. Maduraba según su
propio ritmo y velocidad. Empezó a sobresalir rápida y bruscamente, en
comparación con criterios sociales —académicos, sociales y atléticos—, yendo
mucho más allá del llamado proceso natural de desarrollo. Con el paso de los
años, lo eligieron varias veces líder de grupos estudiantiles, se convirtió en
un verdadero atleta y traía a casa las notas más altas. Desarrolló una personalidad
atractiva y franca que ahora le permite relacionarse tranquilamente con todo
tipo de personas.
Sandra y yo creíamos que los logros «socialmente impresionantes»
de nuestro hijo era una expresión accesoria de los sentimientos que
experimentaba respecto de sí mismo más que una mera respuesta a las recompensas
sociales. Ésta fue una experiencia sorprendente para Sandra y para mí, muy
instructiva en el trato con nuestros otros hijos, y también en otros roles. Nos
hizo tomar conciencia, en un nivel muy personal, de la diferencia vital que
existe entre la ética de la personalidad y la ética del carácter. Los salmos
expresan a la perfección nuestra convicción: «Busca tu propio corazón con
diligencia pues de él fluyen las fuentes de la vida».
«Grandeza» primaria y
secundaria
Mi experiencia con mi hijo, mi estudio sobre la percepción y
la lectura de los libros acerca del éxito se fusionaron para dar lugar a una de
esas experiencias tipo «¡Eureka!», en las que de pronto se sitúan correctamente
todas las piezas del rompecabezas. Súbitamente advertí el poderoso efecto de la
ética de la personalidad, y comprendí con claridad esas discrepancias sutiles,
a menudo no identificadas conscientemente, entre lo que yo sabía que era cierto
(algunas cosas que me habían enseñado muchos años antes, de niño, y otras
profundamente arraigadas en mi propio sentido interior de los valores) y las filosofías
de arreglo transitorio que encontraba a mi alrededor día tras día. En un nivel
más profundo entendí por qué, mientras trabajaba durante años con personas de
todas las condiciones, había descubierto que las cosas que enseñaba y sabía que
eran efectivas a menudo diferían de esas voces populares.
No pretendo decir que los elementos de la ética de la
personalidad (desarrollo de la personalidad, habilidades para la comunicación,
estrategias de influencia \ pensamiento positivo) no sean beneficiosos y algunas
veces de hecho esenciales para el éxito. Sé que lo son. Pero se trata de rasgos
secundarios, no primarios. Tal vez, al utilizar nuestra capacidad humana para
construir sobre los cimientos que nos han legado las generaciones que nos
precedieron, inadvertidamente nos centremos tanto en nuestra propia
construcción que olvidemos los fundamentos que la sustentan, o bien, al
cosechar un campo donde hace tanto tiempo que no sembramos, tal vez perdamos de
vista la necesidad de sembrar.
Cuando trato de usar estrategias de influencia y tácticas
para conseguir que los otros hagan lo que yo quiero, que trabajen mejor, que se
sientan más motivados, que yo les agrade y se gusten entre ellos, nunca podré
tener éxito a largo plazo si mi carácter es fundamentalmente imperfecto, y está
marcado por la duplicidad y la falta de sinceridad. Mi duplicidad alimentará la
desconfianza, y todo lo que yo haga (incluso aplicando buenas técnicas de
«relaciones humanas») se percibirá como manipulador. No importa que la retórica
o las intenciones sean buenas; si no hay confianza o hay muy poca, faltarán
bases para el éxito permanente.
Solamente una bondad
básica puede dar vida a la técnica.
Centrar la atención en la técnica es como estudiar en el
último momento, sólo para el examen. Uno a veces acaba arreglándoselas, o
incluso puede obtener buenas notas, pero si queremos lograr realmente el
dominio de las materias o desarrollar una mente culta, lo que hay que hacer es
esforzarse honestamente día tras día.
¿Alguna vez ha considerado el lector lo ridículo que sería
tratar de improvisar en una explotación agrícola?
Por ejemplo, olvidarse de sembrar en primavera, haraganear
todo el verano y darse prisa en otoño para recoger la cosecha. El campo es un
sistema natural.
Uno hace el esfuerzo y el proceso sigue. Siempre se cosecha
lo que se siembra; no hay ningún atajo.
En última instancia, el principio es igualmente válido para
la conducta y las relaciones humanas. También se trata de sistemas naturales
basados en la ley de la cosecha. A corto plazo, en un sistema social artificial
como es la escuela, uno puede arreglárselas si aprende a manipular reglas creadas
por el hombre, a «jugar el juego». En la mayoría de las interacciones humanas
breves, se puede utilizar la ética de la personalidad para salir del paso y
producir impresiones favorables mediante el encanto y la habilidad, fingiendo
interesarse en los hobbies de las otras personas. Hay técnicas rápidas y
fáciles que pueden dar resultado en situaciones a corto plazo. Pero los rasgos
secundarios en sí mismos no tienen ningún valor permanente en relaciones a
largo plazo. Finalmente, si no hay una integridad profunda y una fuerza
fundamental del carácter, los desafíos de la vida sacan a la superficie los
verdaderos motivos, y el fracaso de las relaciones humanas reemplaza al éxito a
corto plazo.
Muchas personas con «grandeza» secundaria —es decir, con
reconocimiento social de sus talentos— carecen de «grandeza» primaria o de
bondad en su carácter. Un poco antes o un poco después, esto se advertirá en
todas sus relaciones prolongadas, sea con un socio en los negocios, con el
cónyuge, con un amigo o con un hijo adolescente que pasa por una crisis de
identidad. Es el carácter lo que se comunica con la mayor elocuencia. Como dijo
Emerson: «Me gritas tan fuerte en los oídos que no puedo oír lo que me dices».
Desde luego, hay situaciones en las que las personas tienen
fuerza de carácter pero les falta habilidad para la comunicación, y ello sin
duda afecta también la calidad de las relaciones. Pero los efectos siguen
siendo secundarios.
En último término, lo que somos puede transmitirse con una
elocuencia mucho mayor que cualquier cosa que digamos o hagamos.
Todos lo sabemos. Hay personas en las que tenemos una confianza
absoluta porque conocemos su carácter. Sean elocuentes o no, apliquen o no
técnicas de relaciones humanas, confiamos en ellas, y trabajamos productivamente
con ellas.
Según William George Jordán: «En las manos de todo individuo
está depositado un maravilloso poder para el bien o el mal, la silenciosa,
inconsciente, invisible influencia de su vida. Ésta es simplemente la emanación
constante de lo que el hombre es en realidad, no de lo que finge ser».
El poder de un
paradigma
Los «siete hábitos» de las personas altamente efectivas
materializan muchos de los principios fundamentales de la efectividad humana.
Esos hábitos son básicos y primarios. Representan la internalización de
principios correctos que cimientan la felicidad y el éxito duraderos.
Pero antes de que
podamos comprenderlos realmente, tenemos que entender nuestros propios «paradigmas»
y saber cómo realizar un «cambio de paradigma».
Tanto la ética del carácter como la ética de la personalidad
son ejemplos de paradigmas sociales. La palabra paradigma proviene del griego.
Fue originalmente un término científico, y en la actualidad se emplea por lo
general con el sentido de modelo, teoría, percepción, supuesto o marco de
referencia. En el sentido más general, es el modo en que «vemos» el mundo, no
en los términos de nuestro sentido de la vista, sino como percepción,
comprensión, interpretación.
Un modo simple de pensar los paradigmas, que se adecua a
nuestros fines, consiste en considerarlos mapas. Todos sabemos que «el mapa no
es el territorio». Un mapa es simplemente una explicación de ciertos aspectos
de un territorio. Un paradigma es exactamente eso. Es una teoría, una
explicación o un modelo de alguna otra cosa.
Supongamos que uno quiere llegar a un lugar específico del
cen tro de Chicago. Un plano de la ciudad puede ser de gran ayuda. Pero
supongamos también que se nos ha entregado un mapa equivocado. En virtud de un
error de imprenta, el plano que lleva la inscripción de «Chicago» es en
realidad un plano de Detroit.
¿Puede imaginar el lector
la frustración y la inefectividad con las que tropezará al tratar de llegar a
su destino?
Se puede entonces trabajar sobre la propia conducta: poner
más empeño, ser más diligente, duplicar la velocidad. Pero nuestros esfuerzos
sólo lograrán conducirnos más rápido al lugar erróneo.
Uno puede asimismo trabajar sobre su actitud: pensar más
positivamente acerca de lo que intenta. De este modo tampoco se llegaría al
lugar correcto, pero es posible que a uno no le importe. La actitud puede ser
tan positiva que uno se sienta feliz en cualquier parte.
Pero la cuestión es que nos hemos perdido. El problema
fundamental no tiene nada que ver con la actitud o la conducta. Está totalmente
relacionado con el hecho de que el nuestro es un plano equivocado.
Si tenemos el plano correcto de Chicago, entonces el empeño y
el esfuerzo que empleemos es importante, y cuando se encuentran obstáculos
frustrantes en el camino, entonces la actitud puede determinar una diferencia
real. Pero el primero y más importante requerimiento es la precisión del plano.
Todos tenemos muchos mapas en la cabeza, que pueden clasificarse
en dos categorías principales: mapas del modo en que son las cosas, o
realidades, y mapas del modo en que deberían ser, o valores. Con esos mapas
mentales interpretamos todo lo que experimentamos.
Pocas veces cuestionamos su exactitud; por lo general ni
siquiera tenemos conciencia de que existen. Simplemente damos por sentado que
el modo en que vemos las cosas corresponde a lo que realmente son o a lo que
deberían ser.
Estos supuestos dan origen a nuestras actitudes y a nuestra
conducta. El modo en que vemos las cosas es la fuente del modo en que pensamos
y del modo en que actuamos.
Antes de seguir adelante, invito al lector a una experiencia
intelectual y emocional. Observemos durante algunos segundos el dibujo:
Ahora
mire la figura:
y describa cuidadosamente lo que ve. ¿Ve una mujer? ¿Cuántos
años tiene? ¿Cómo es? ¿Qué lleva puesto? ¿En qué roles la ve?
Es probable que describa a la mujer del segundo dibujo como
una joven de unos veinticinco años, muy atractiva, vestida a la moda, con nariz
pequeña y aspecto formal. Si usted es un soltero, le gustaría invitarla a salir.
Si su negocio es la ropa femenina, tal vez la emplearía como modelo.
Pero, ¿y si yo le dijera que está equivocado? ¿Qué pensaría
si yo insistiera en que se trata de una mujer de 60 o 70 años, triste, con una
gran nariz, y que no es en absoluto una modelo? Es el tipo de persona a la que usted
probablemente ayudaría a cruzar la calle.
¿Quién tiene razón? Vuelva a mirar el dibujo. ¿Logra ver a la
anciana? En caso contrario, persista. ¿No identifica su gran nariz ganchuda?
¿Su chal?
Si usted y yo estuviéramos hablando frente a frente podríamos
discutir el dibujo. Usted me describiría lo que ve, y yo podría hablarle de lo
que veo por mi parte. Podríamos seguir comunicándonos hasta que usted me mostrara
claramente lo que ve y yo le mostrara lo que veo.
Como ése no es el caso, pase al dibujo:
y examine esa otra figura. Vuelva a la anterior. ¿Puede ver ahora
a la anciana? Es importante que lo haga antes de continuar leyendo.
Descubrí este ejercicio hace muchos años en la Harvard
Business School. El instructor lo usaba para demostrar con claridad y elocuen
cia que dos personas pueden mirar lo mismo, disentir, y sin embargo estar ambas
en lo cierto. No se trata de lógica, sino de psicología.
y
en la otra mitad la de la anciana del dibujo:
Entregó láminas de la joven a la mitad de la clase, y láminas
de la anciana a la otra mitad. Nos pidió que las miráramos, que nos
concentráramos en ellas durante unos diez segundos y que a continuación las
devolviéramos.
Entonces proyectó en una pantalla el dibujo de la página 36,
que combina las otras dos imágenes, y nos pidió que describiéramos lo que
veíamos.
Casi todos los que habían observado antes la figura de la
joven, también vieron a la joven en la pantalla. Y casi todos los que habían
tenido en sus manos la lámina de la anciana, también veían a la anciana en la
pantalla.
El profesor pidió entonces a uno de nosotros que le explicara
lo que veía a un estudiante de la otra mitad.
En su diálogo, se irritaron al tropezar con problemas de
comunicación.
— ¿Qué quieres decir con que es una anciana? ¡No puede tener
más de veinte o veintidós años!
— ¡Vamos! Debes de estar bromeando. ¡Tiene setenta años,
podría tener cerca de ochenta!
— ¿Qué te pasa? ¿Estás ciego? Es una mujer joven, y muy
guapa, me gustaría salir con ella. Es encantadora.
— ¿Encantadora? Es una vieja bruja.
Los argumentos iban y venían, con los dos interlocutores
seguros y firmes en sus posiciones. Todo esto ocurría a pesar de una muy
importante ventaja con la que contaban los estudiantes: la mayoría de ellos conocían
de antemano la posibilidad de que existiera otro punto de vista, algo que
muchos de nosotros nunca admitiríamos. Sin embargo, al principio, sólo unos
pocos tratamos realmente de ver la figura con otro marco de referencia
Después de un rato de discusión fútil, un alumno se acercó a
la pantalla y señaló una línea del dibujo. «Éste es el collar de la joven»,
dijo. Otro respondió: «No, ésa es la boca de la anciana». Poco a poco empezaron
a examinar con calma puntos específicos de diferencia, y finalmente un alumno,
y después otro, hicieron la experiencia de un reconocimiento súbito al
centrarse en las imágenes respectivas.
Mediante una continuada comunicación, tranquila, respetuosa y
específica, todos los que nos encontrábamos allí finalmente llegamos a comprender
el otro punto de vista. Pero cuando dejábamos de mirar y a continuación
volvíamos a hacerlo, la mayoría de nosotros veíamos de inmediato la imagen que
nos habían «obligado» a ver con la observación previa de diez segundos.
Con frecuencia he utilizado este experimento perceptivo en mi
trabajo con personas y organizaciones, porque procura muchas intuiciones
profundas sobre la efectividad personal e interpersonal.
En primer lugar, demuestra cuán poderoso es el efecto del
condiciona miento sobre nuestras percepciones, nuestros paradigmas. Si diez
segundos pueden tener semejante efecto en el modo en que vemos las cosas, ¿qué
cabe decir del condicionamiento de toda una vida? Las influencias que obran en
nuestras vidas (la familia, la escuela, la Iglesia, el ambiente de trabajo, los
amigos, los compañeros de trabajo y los paradigmas sociales corrientes, como
por ejemplo la ética de la personalidad) tienen un efecto silencioso e inconsciente
en nosotros, y contribuyen a dar forma a nuestro marco de referencia, a nuestros
paradigmas, a nuestros mapas.
El experimento demuestra también que tales paradigmas son la
fuente de nuestras actitudes y conductas.
Al margen de ellos no podemos actuar con integridad.
Sencillamente no podemos conservarnos íntegros si hablamos y andamos de cierto
modo mientras vemos de otro. Si el lector se encuentra entre el 90 por ciento que
ve a la joven en el dibujo compuesto cuando se lo condiciona para que así lo
haga, sin duda le resultará difícil pensar en ayudarla a cruzar la calle. Tanto
su actitud como su conducta con respecto a la figura tienen que ser congruentes
con el modo en que la ve.
Esto plantea uno de los defectos básicos de la ética de la
personalidad. Tratar de cambiar nuestras actitudes y conductas es prácticamente
inútil a largo plazo si no examinamos los paradigmas básicos de los que surgen
esas actitudes y conductas.
Este experimento perceptivo también demuestra cuán poderoso
es el efecto de nuestros paradigmas sobre la manera en que interactuamos con
otras personas. Cuando pensamos que vemos las cosas de manera clara y objetiva,
empezamos a comprender que otros las ven de diferente manera desde sus propios
puntos de vista, en apariencia igualmente clara y objetiva. «Uno se pone de pie
en el mismo lugar en el que estaba sentado.»
Todos tendemos a pensar que vemos las cosas como son, que
somos objetivos. Pero no es así. Vemos el mundo, no como es, sino como somos
nosotros o como se nos ha condicionado para que lo veamos.
Cuando abrimos la boca para describir lo que vemos, en
realidad nos describimos a nosotros mismos, a nuestras percepciones, a nuestros
paradigmas. Cuando otras personas disienten de nosotros, de inmediato pensamos que
algo extraño les ocurre. Pero, como demuestra nuestro experimento, personas
sinceras e inteligentes ven las cosas de modo distinto, pues cada una mira a
través del cristal de su experiencia.
Esto no significa que no existan hechos. En nuestro
experimento, dos individuos inicialmente influidos por distintas imágenes condicionadoras miraban juntos la tercera
figura. Miraban los mismos hechos (líneas negras y espacios blancos) y los
reconocían como hechos. Pero la interpretación que cada uno de ellos daba a
esos hechos representaba experiencias anteriores, y los hechos carecen de
significado al margen de su interpretación.
Cuanta más conciencia tengamos de nuestros paradigmas, mapas
o supuestos básicos, y de la medida en que nos ha influido nuestra experiencia,
en mayor grado podremos asumir la responsabilidad de tales paradigmas,
examinarlos, someterlos a la prueba de la realidad, escuchar a los otros y
estar abiertos a sus percepciones, con lo cual lograremos un cuadro más amplio
y una modalidad de visión mucho más objetiva.
El poder de un cambio
de paradigma
Quizá la conclusión más importante que puede obtenerse del
experimento perceptivo pertenece al área del cambio de paradigma, que podría
denominarse experiencia « ¡Eureka!», y se produce cuando alguien finalmente «ve»
de otro modo la imagen compuesta. Cuanto más apegada esté una persona a su
percepción inicial, más poderosa será la experiencia « ¡Eureka!». Es como si en
nuestro interior de pronto se encendiera una luz.
La expresión cambio de paradigma fue introducida por Thomas
Kuhn en un libro muy influyente, una piedra angular, titulado La estructura de
las revoluciones científicas. Kuhn demuestra que casi todos los descubrimientos significativos en el
campo del esfuerzo científico aparecen primero como rupturas con la tradición,
con los viejos modos de pensar, con los antiguos paradigmas.
Para Tolomeo, el gran astrónomo egipcio, la Tierra era el
centro del universo. Pero Copérnico creó un cambio de paradigma, suscitando
muchas resistencias y persecuciones al situar al Sol en el centro.
Súbitamente, todo fue objeto de una interpretación distinta.
El modelo newtoniano de la física es un paradigma de movimientos
regulares y todavía constituye la base de la ingeniería moderna. Pero es
parcial, incompleto. El mundo científico moderno se vio revolucionado por el paradigma
einsteiniano, el paradigma de la relatividad, cuyo valor predictivo y
explicativo es mucho mayor.
Hasta que se elaboró la teoría de los gérmenes, un alto
porcentaje de mujeres y niños morían durante el parto, y nadie entendía por
qué. En las escaramuzas de la guerra, eran más los hombres que morían de pequeñas
heridas y de enfermedades que de traumas importantes sufridos en el frente.
Pero en cuanto se desarrolló la teoría de los gérmenes, un paradigma totalmente
nuevo, un modo mejor y perfeccionado de comprender lo que sucedía, hizo posible
un perfeccionamiento médico extraordinario, significativo.
Los Estados Unidos de hoy en día son el fruto de un cambio de
paradigma. El concepto tradicional del gobierno había sido durante siglos el de
la monarquía, el del derecho divino de los reyes. Entonces se desarrolló un
nuevo paradigma: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Nació
una democracia constitucional, capaz de liberar en gran medida la energía y el
ingenio humanos, que originó un nivel de vida, de libertad, de influencia y
esperanza inigualado en la historia del mundo.
No todos los cambios de paradigma siguen una dirección
positiva. Como ya hemos señalado, el paso de la ética del carácter a la ética
de la personalidad nos ha alejado de las raíces mismas que nutren el verdadero éxito
y la verdadera felicidad.
Pero ya sea que el cambio de paradigma nos empuje en
direcciones positivas o negativas, o que se produzca de modo instantáneo o
gradual, determina que pasemos de una manera de ver el mundo a otra. Ese cambio
genera poderosas transformaciones. Nuestros paradigmas, correctos o incorrectos,
son las fuentes de nuestras actitudes y conductas, y en última instancia de
nuestras relaciones con los demás.
Recuerdo un «minicambio» de paradigma que experimenté un
domingo por la mañana en el metro de Nueva York. La gente estaba tranquilamente
sentada, leyendo el periódico, perdida en sus pensamientos o descansando con
los ojos cerrados. La escena era tranquila y pacífica.
Entonces, de pronto, entraron en el vagón un hombre y sus
hijos. Los niños eran tan alborotadores e ingobernables que de inmediato se
modificó todo el clima.
El hombre se sentó junto a mí y cerró los ojos, en apariencia
ignorando y abstrayéndose de la situación.
Los niños vociferaban de aquí para allá, arrojando objetos,
incluso arrebatando los periódicos de la gente. Era muy molesto. Pero el hombre
sentado junto a mí no hacía nada.
Resultaba difícil no sentirse irritado. Yo no podía creer que
fuera tan insensible como para permitir que los chicos corrieran salvajemente,
sin impedirlo ni asumir ninguna responsabilidad. Se veía que las otras personas
que estaban allí se sentían igualmente irritadas. De modo que, finalmente, con
lo que me parecía una paciencia y contención inusuales, me volví hacia él y le
dije: «Señor, sus hijos están molestando a muchas personas. ¿No puede
controlarlos un poco más?».
El hombre alzó los ojos como si sólo entonces hubiera tomado
conciencia de la situación, y dijo con suavidad: «Oh, tiene razón. Supongo que
yo tendría que hacer algo. Volvemos del hospital donde su madre ha muerto hace
más o menos una hora. No sé qué pensar, y supongo que tampoco ellos saben cómo
reaccionar».
¿Puede el lector imaginar lo que sentí en ese momento? Mi
paradigma cambió. De pronto vi las cosas de otro modo, y como las veía de otro
modo, pensé de otra manera, sentí de otra manera, me comporté de otra manera.
Mi irritación se desvaneció. Era innecesario que me preocupara por controlar mi
actitud o mi conducta; mi corazón se había visto invadido por el dolor de aquel
hombre. Libremente fluían sentimientos de simpatía y compasión. « ¿Su esposa
acaba de morir? Lo siento mucho... ¿Cómo ha sido? ¿Puedo hacer algo?» Todo cambió
en un instante.
Muchas personas experimentan un cambio de pensamiento análogo
y fundamental cuando afrontan una crisis que amenaza su vida y de pronto ven
sus prioridades bajo una luz diferente, o cuando asumen un nuevo rol, como el
de esposo o esposa, padre o abuelo, directivo o líder.
Podemos pasar semanas, meses, incluso años, trabajando con la
ética de la personalidad para cambiar nuestras actitudes y conductas, sin
siquiera empezar a aproximarnos al fenómeno del cambio que se produce espontáneamente
cuando vemos las cosas de modo diferente.
Resulta obvio que si lo que pretendemos es realizar en
nuestra vida cambios relativamente menores, puede que baste con que nos
concentremos en nuestras actitudes y conductas. Pero si aspiramos a un cambio significativo,
equilibrado, tenemos que trabajar sobre nuestros paradigmas básicos.
Según decía Thoreau, «Mil cortes en las hojas del árbol del
mal equivalen a uno solo en las raíces». Sólo podemos lograr una mejora
considerable en nuestras vidas cuando dejamos de cortar las hojas de la actitud
y la conducta y trabajamos sobre la raíz, sobre los paradigmas de los que
fluyen la actitud y la conducta.
Ver y ser
Desde luego, no todos los cambios de paradigma son
instantáneos. A diferencia de mi instantánea comprensión en el subte, la
experiencia de cambio de paradigma que Sandra y yo tuvimos con nuestro hijo fue
un proceso lento, difícil y pausado. Nuestro primer enfoque era el resultado de
años de condicionamiento y experiencia con la ética de la personalidad. Era la
consecuencia de nuestros paradigmas más profundos acerca de nuestro propio
éxito como padres y acerca de la medida del éxito con nuestros hijos. Y hasta
que no cambiamos esos paradigmas básicos, mientras no vimos las cosas de otro
modo, no pudimos generar una transformación importante en nosotros mismos y en
la situación.
Para ver de otro modo a nuestro hijo, Sandra y yo tuvimos que
ser diferentes. Creamos nuestro nuevo paradigma cuando invertimos en el
crecimiento y desarrollo de nuestro propio carácter.
Los paradigmas son inseparables del carácter. Ser es ver en
la dimensión humana. Y lo que vemos está altamente interrelacionado con lo que
somos. No podemos llegar muy lejos en la modificación de nuestro modo de ver
sin cambiar simultáneamente nuestro ser, y viceversa.
Incluso en mi experiencia con el cambio de paradigma
aparentemente instantáneo de aquel domingo en el metro, mi cambio de vi sión
fue el resultado de (y estaba limitado por) mi carácter básico.
Estoy seguro de que existen personas que (incluso
comprendiendo de súbito la verdadera situación) no habrían sentido nada más que
un cierto remordimiento o una vaga culpa mientras hubieran seguido sentadas en
un silencio embarazoso junto a aquel hombre confundido y apesadumbrado. Por
otra parte, estoy igualmente seguro de que hay personas que de entrada habrían
sido más sensibles, capaces de reconocer la existencia de un problema más
profundo, y de comprender y ayudar con más rapidez que yo.
Los paradigmas son poderosos porque crean los cristales o las
lentes a través de los cuales vemos el mundo. El poder de un cambio de
paradigma es el poder esencial de un cambio considerable, ya se trate de un proceso
instantáneo o lento y pausado.
El paradigma basado en
principios
La ética del carácter se basa en la idea fundamental de que
hay principios que gobiernan la efectividad humana, leyes naturales de la
dimensión humana que son tan reales, tan constantes y que indiscutiblemente están
tan «allí» como las leyes de la gravitación universal en la dimensión física.
Una idea de la realidad de estos principios y de sus efectos
puede captarse en otra experiencia de cambio de paradigma tal como la narra
Frank Koch en Proceedings, la revista del Instituto Naval.
Dos acorazados asignados a la escuadra de entrenamiento
habían estado de maniobras en el mar con tempestad durante varios días. Yo
servía en el buque insignia y estaba de guardia en el puente cuando caía la noche.
La visibilidad era pobre; había niebla, de modo que el capitán permanecía sobre
el puente supervisando todas las actividades.
Poco después de que oscureciera, el vigía que estaba en el
extremo del puente informó: «Luz a estribor».
« ¿Rumbo directo o se desvía hacia popa?», gritó el capitán.
El vigía respondió «Directo, capitán», lo que significaba que nuestro propio
curso nos estaba conduciendo a una colisión con aquel buque.
El capitán llamó al encargado de emitir señales. «Envía este
mensaje: Estamos a punto de chocar; aconsejamos cambiar 20 grados su rumbo.»
Llegó otra señal de respuesta: «Aconsejamos que ustedes
cambien 20 grados su rumbo».
El capitán dijo: «Contéstele: Soy capitán; cambie su rumbo 20
grados» «Soy marinero de segunda clase —nos respondieron—. Mejor cambie su
rumbo 20 grados.»
El capitán ya estaba hecho una furia. Espetó: «Conteste: Soy
un acorazado. Cambie su rumbo 20 grados».
La linterna del interlocutor envió su último mensaje: «Yo soy
un faro».
Cambiamos nuestro
rumbo.
El cambio de paradigma experimentado por el capitán —y por
nosotros mientras leíamos el relato— ilumina la situación de un modo totalmente
distinto. Podemos ver una realidad que aparecía reemplazada por una percepción
limitada; una realidad tan importante para nuestra vida cotidiana como lo era
para el capitán en la niebla.
Los principios son como faros. Son leyes naturales que no se
pueden quebrantar. Como observó Cecil B. de Mille acerca de los principios
contenidos en su monumental película Los diez mandamientos: «Nosotros no podemos
quebrantar la ley. Sólo podemos quebrantarnos a nosotros mismos y en contra de
la ley».
Si bien los individuos pueden considerar sus propias vidas e
interacciones como paradigmas o mapas emergentes de sus experiencias y
condicionamientos, esos mapas no son el territorio. Son una «realidad subjetiva»,
sólo un intento de describir el territorio.
La «realidad objetiva», o el territorio en sí, está compuesto
por principios -«faro» que gobiernan el desarrollo y la felicidad humanos:
leyes naturales entretejidas en la trama de todas la sociedades civilizadas a
lo largo de la historia, y que incluyen las raíces de toda familia e
institución que haya perdurado y prosperado. El grado de certeza con que
nuestros mapas mentales describen el territorio no altera su existencia.
La realidad de tales principios o leyes naturales se vuelve
obvia para todo el que examine y piense profundamente acerca de los ciclos de
la historia social. Esos principios emergen a la superficie una y otra vez, y
el grado en que los miembros de una sociedad los reconocen y viven en armonía
con ellos determina que avancen hacia la supervivencia y la estabilidad o hacia
la desintegración y la destrucción.
Ninguno de los principios enseñados en este libro corresponde
a una doctrina o religión en particular, incluida la mía. Estos principios son
parte de las principales religiones, así como también de las filosofías sociales
duraderas y de los sistemas éticos. Son evidentes por sí mismos y pueden ser
comprobados fácilmente por cualquier persona. Es como si tales principios
formaran parte de la condición, conciencia y moral humanas.
Parecen existir en todos los seres humanos,
independientemente del condicionamiento social y de la lealtad a ellos, incluso
aunque puedan verse sumergidos o adormecidos por tales condiciones y por la
deslealtad.
Por ejemplo, me estoy refiriendo al principio de la rectitud,
a partir del cual se desarrolla todo nuestro concepto de la equidad y la jus
ticia. Los niños pequeños parecen tener un sentido innato de la idea de
rectitud, que incluso sobrevive a experiencias condicionadoras opuestas. La
rectitud puede definirse y lograrse de maneras muy diferentes, pero la
conciencia que se tiene de ella es casi universal.
Entre otros ejemplos se
cuentan la integridad y la honestidad.
Éstas crean los cimientos de la confianza, que es esencial
para la cooperación y el desarrollo personal e interpersonal a largo plazo.
Otro principio es la dignidad humana. El concepto básico de
la Declaración de Independencia de los Estados Unidos evidencia este valor o
principio. «Sostenemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres
han sido creados iguales y dotados por el Creador de ciertos derechos
inalienables, contándose entre ellos los derechos a la vida, a la libertad y a
la búsqueda de la felicidad.»
Otro principio es el servicio o la idea de contribuir. Otro
es la calidad o excelencia.
Está también el principio del potencial, la idea de qu e
tenemos una capacidad embrionaria y de que podemos crecer y desarrollarnos,
liberando cada vez más potencial, desarrollando cada vez más talentos. Muy relacionado
con el potencial está el principio del crecimiento —el proceso de liberar
potencial y desarrollar talentos, con la necesidad correlativa de principios
tales como la paciencia, la educación y el estímulo.
Los principios no son prácticas. Una práctica es una
actividad o acción específica. Una práctica que da resultado en cierta
circunstancia no necesariamente lo dará en otra, como pueden atestiguarlo los
padres que han intentado educar a un segundo hijo exactamente como al primero.
Mientras que las prácticas son específicas de las
situaciones, los principios son verdades profundas, fundamentales, de
aplicación universal. Se aplican a los individuos, las familias, los
matrimonios, a las organizaciones privadas y públicas de todo tipo. Cuando esas
verdades se internalizan como hábitos, otorgan el poder de crear una amplia variedad de
prácticas para abordar diferentes situaciones.
Los principios no son valores. Una pandilla de ladrones puede
tener valores, pero violan los principios fundamentales de los que es tamos
hablando. Los principios son el territorio. Los valores son mapas. Cuando valoramos
los principios correctos, tenemos la verdad, un conocimiento de las cosas tal
como son.
Los principios son directrices para la conducta humana que
han demostrado tener un valor duradero, permanente. Son fundamentales. Son
esencialmente indiscutibles, porque son evidentes por sí mismos. Para captar
rápidamente su naturaleza evidente basta con considerar el absurdo de tratar de
vivir una vida efectiva basada en sus opuestos. Dudo de que alguien pueda
seriamente considerar que la mala fe, el engaño, la bajeza, la inutilidad, la
mediocridad o la degeneración sean una base sólida para la felicidad o el éxito
duraderos. Aunque se puede discutir el modo en que estos principios se definen,
manifiestan o logran, parece haber una conciencia innata de su existencia.
Cuanto más estrechamente nuestros mapas o paradigmas concuerden
con estos principios o leyes naturales, más exactos y funcionales serán. Los
mapas correctos influyen en gran medida en nuestra efectividad personal e
interpersonal, mucho más que cualquier cantidad de esfuerzo consumido en
cambiar nuestras actitudes y conductas.
Principios del
desarrollo y el cambio
El falso encanto de la ética de la personalidad, su atractivo
general, consiste en pretender alcanzar la calidad de vida de una forma rápida
y sencilla —efectividad personal y relaciones ricas y profundas con otras personas—
sin pasar por el proceso natural de trabajo y desarrollo que la hace posible.
Es un símbolo sin sustancia. Es el esquema de «Conviértase en
millonario en una semana», que promete «riqueza sin trabajo». Y podría incluso
tener éxito, pero seguiría siendo un esquema.
La ética de la personalidad es ilusoria y engañosa. Y tratar
de alcanzar resultados de calidad con sus técnicas y arreglos transitorios es
más o menos tan efectivo como tratar de llegar a algún lugar de Chicago usando
un plano de Detroit.
Ha dicho Erich Fromm, un agudo observador de las raíces y los
frutos de la ética de la personalidad:
Hoy en día nos encontramos con un individuo que se comporta
como un autómata, que no se conoce ni comprende a sí mismo, y que a la única
persona que conoce es la que se supone que es él, cuya verborrea sin sentido ha
reemplazado al lenguaje comunicativo, cuya sonrisa sintética ha reemplazado la
risa auténtica, y cuya sensación de oscura desesperación ha ocupado el lugar
del dolor auténtico. Dos cosas pueden decirse respecto de este individuo. Una
es que padece carencias de espontaneidad e individualidad que pueden
considerarse incurables. Al mismo tiempo, puede decirse de él que no es esencialmente
distinto del resto de nosotros que caminamos sobre la Tierra.
En toda la vida hay etapas secuenciales de crecimiento y
desarrollo.
El niño aprende a darse
la vuelta, a sentarse, a gatear, y después a caminar y correr. Todos los pasos
son importantes, y todos requieren su tiempo. No es posible saltarse ninguno.
Esto es cierto en todas las fases de la vida, en todas las
áreas del desarrollo, ya se trate de tocar el piano o de comunicarse
efectivamente con un compañero de trabajo. Esto vale para los individuos, los
matrimonios, las familias y las empresas.
Conocemos y aceptamos este hecho o principio del proceso en
el ámbito de las cosas físicas, pero entenderlo en áreas emocionales, en las
relaciones humanas e incluso en el campo del carácter personal, es menos común
y más difícil. Y aun cuando lo entendamos, aceptarlo y vivir en armonía con él
es todavía menos común y más difícil. En consecuencia, a veces buscamos un
atajo, esperamos poder saltearnos alguno de esos pasos vitales, para ahorrar
tiempo y es fuerzo y cosechar de todos modos el resultado deseado.
Pero, ¿qué sucede cuando intentamos saltarnos un proceso
natural en nuestro crecimiento y desarrollo? Si uno es sólo un jugador de tenis
mediocre pero decide mejorar su juego para causar una mejor impresión, ¿cuál será
el resultado? El pensamiento positivo por sí solo, ¿nos permitirá competir
efectivamente con un profesional?
¿Qué sucede si uno hace creer a los amigos que toca el piano
como un concertista, siendo que en realidad, y por el momento, toca como un
principiante?
Las respuestas son obvias. Simplemente es imposible violar,
ignorar o abreviar el proceso de desarrollo.
Ello es contrario a la naturaleza, y los presuntos atajos no
pueden conducir más que a la decepción y la frustración.
En una escala de diez puntos, si yo estoy en el nivel dos en
algún campo y deseo pasar al nivel cinco, primero tengo que alcanzar el nivel
tres. «Un viaje de mil kilómetros empieza con el primer paso», y sólo puede darse
un paso cada vez.
Para que uno pueda aprender o crecer tiene que permitir que
el maestro —haciendo preguntas, sacando a la luz nuestra ignorancia— se haga
una idea del nivel en que estamos.
No se puede fingir durante mucho tiempo; finalmente nos
descubrirán. La admisión de la ignorancia es a menudo el primer paso en nuestra
educación. Thoreau se preguntaba: « ¿Cómo podremos recordar nuestra ignorancia
—según exige nuestro crecimiento—, si continuamente usamos nuestros
conocimientos?».
Recuerdo una oportunidad en la que dos mujeres jóvenes, hijas
de un amigo mío, vinieron a verme llorosas y quejándose de la rudeza y falta de
comprensión que encontraban en su padre. Temían sincerarse con los padres por
miedo a las consecuencias. Y sin embargo necesitaban desesperadamente de su
amor, su comprensión y su guía.
Hablé con el padre y pude ver que desde el punto de vista
intelectual tenía conciencia de lo que pasaba.
Pero si bien reconocía su mal carácter, se negaba a asumir la
responsabilidad por ese problema y a aceptar honestamente el hecho de que su
nivel de desarrollo emocional era bajo. Dar el primer paso hacia el cambio era
más de lo que su orgullo podía soportar.
Para relacionarnos efectivamente con un cónyuge, con nuestros
hijos, amigos o compañeros de trabajo, debemos aprender a escuchar. Y esto
requiere fuerza emocional. El escuchar requiere tener cualidades del carácter
altamente desarrolladas tales como paciencia, estar abiertos y desear
comprender. Es mucho más fácil actuar desde un nivel emocional bajo y dar
consejos de alto nivel.
Nuestro nivel de desarrollo es perfectamente obvio en los
casos del tenis o del piano, en los que es imposible fingir. Pero no resulta
tan obvio en las áreas del carácter y del desarrollo emocional. Con un amigo o compañero
podemos alardear o adoptar ciertas poses. Podemos fingir. Y durante algún
tiempo tal vez tengamos éxito, por lo menos en público. Incluso podríamos
engañarnos a nosotros mismos. Pero creo que la mayoría de nosotros conocemos la
verdad acerca de lo que somos realmente por dentro, y creo que también la conocen
muchos de quienes viven y trabajan con nosotros.
En el mundo de las empresas he tenido frecuentes
oportunidades de ver las consecuencias de intentar abreviar este proceso
natural de crecimiento, cuando los ejecut ivos pretenden «comprar» una nueva
cultura productiva, calidad, moral y servicios al cliente, con discur sos
enérgicos, continuas sonrisas e intervenciones externas, o por medio de
fusiones, adquisiciones o tomas de posesión, pero ignoran el clima de baja
confianza producido por tales manipulaciones. Cuando estos métodos no les dan
resultado, buscan otras técnicas de la ética de la personalidad, ignorando y
violando constantemente los principios y procesos naturales en los que se basa
una cultura de alta confianza.
Recuerdo que yo mismo, como padre, violé este principio hace
muchos años. Un día volvía a casa para asistir a la fiesta de cum pleaños de mi
hijita de tres años, y la encontré en un rincón de una habitación, aferrada de
modo desafiante a todos sus regalos, dispues ta a no permitir que los otros
chicos jugaran con ellos. Lo primero que advertí fue que varios padres estaban
presenciando aquel despliegue de egoísmo. Me sentí doblemente turbado, porque
en aquella época yo estaba dando cursos universitarios de relaciones humanas. Y
yo conocía, o por lo menos intuía, las expectativas de aquellos padres.
La atmósfera de la habitación estaba realmente cargada; los
chicos se apiñaban alrededor de mi hija tendiendo las manos, pidiendo que se
les dejara jugar con los regalos que acababan de hacer, y mi hija se negaba con
toda firmeza. Me dije: «No hay duda de que ten go que enseñarle a mi hija a
compartir. El valor de compartir es una de las cosas más básicas en las que
creo».
De modo que para empezar efectué una simple petición. «Linda,
por favor, ¿no compartirías con tus amigos los juguetes que te han re galado?»
«No», respondió ella de modo tajante.
Mi segundo método consistió en utilizar un pequeño
razonamiento. «Linda, si aprendes a compartir tus juguetes con ellos en tu
casa, en las casas de ellos tus amigos compartirán sus juguetes contigo.»
Una vez más, la respuesta inmediata fue « ¡No!».
Me sentí un poco más avergonzado, pues resultaba evidente que
no podía ejercer ninguna influencia. El tercer método fue el soborno. Le dije
suavemente: «Linda, si los compartes, tendrás una sorpresa especial. Te daré
chicle».
« ¡No quiero chicle!», me espetó ella.
Me estaba exasperando.
Me estaba exasperando. Para mi cuarto intento, recurrí al
miedo y la amenaza. «Si no los compartes, ¡vas a tener problemas!» « ¡No me
importa!», gritó. «Éstas son cosas mías. ¡No las tengo que compartir!»
Finalmente apelé a la fuerza. Tomé algunos de los juguetes y
se los entregué a los otros chicos. «Tomad, chicos, y jugad», les dije.
Pero es posible que mi hija necesitara experimentar la
posesión de esas cosas antes de poder prestarlas.
(En realidad, si no empiezo por poseer algo, ¿puedo realmente
darlo?) Ella necesitaba que yo, como padre, tuviera un nivel más alto de
madurez emocional que le permitiera esa experiencia.
Pero en aquel momento me importaba la opinión que aquellos
padres tenían de mí, más que el crecimiento y desarrollo de mi hija y que
nuestra relación. Empecé por pensar que yo estaba en lo cierto; ella debía compartir
y se equivocaba al no hacerlo.
Tal vez le impuse una expectativa de nivel superior
simplemente porque en mi propia escala yo me encontraba en un nivel inferior.
Yo no podía o no estaba dispuesto a brindar paciencia o comprensión, de modo que
esperaba que ella diera cosas. Para compensar mi defi ciencia, extraje fuerza
de mi posición y autoridad, y la obligué a hacer lo que yo quería que hiciera.
Pero extraer fuerza genera debilidad. Debilita a quien toma
esa fuerza porque refuerza la dependencia respecto de factores externos para
conseguir que las cosas se hagan.
Genera debilidad en la persona obligada a prestar su
asentimiento, impidiendo el desarrollo del razonamiento independiente, el
crecimiento y la disciplina interna. Y, finalmente, genera debilidad en la
relación. El miedo reemplaza a la cooperación, y las dos personas participantes
en el intercambio se vuelven más arbitrarias y defensivas.
¿Y qué ocurre cuando cambia o desaparece la fuente de la fuerza,
ya consista en el mayor tamaño o la mayor fuerza física, en la posición
superior, en la autoridad, en credenciales, en símbolos de status, en el aspecto
personal o en logros pasados?
Si yo hubiera sido más maduro, habría confiado en mi fuerza
intrínseca —en mi comprensión de lo que es compartir y del crecimiento, y en mi
capacidad para amar y educar— y le habría permi tido a mi hija elegir con libertad
lo que quisiera: compartir o no compartir. Tal vez después de tratar de razonar
con ella podría haber desviado la atención de los chicos hacia un juego
interesante, eliminando así toda aquella presión emocional volcada sobre la
niña. He aprendido que, después de experimentar una sensación de posesión real,
los niños comparten con naturalidad, libertad y espontaneidad.
Según mi experiencia, hay momentos para enseñar y momentos
que no son para enseñar. Cuando las relaciones son tensas y el aire está
cargado emocionalmente, el intento de enseñar se percibe a menudo como una
forma de juicio y rechazo. Se influye mucho más tomando al niño a solas, con
tranquilidad, cuando la relación es buena, y discutiendo con él la enseñanza o
el valor. Quizá la madurez emocional hubiera logrado lo que en aquel momento
estaba más allá de mi nivel de paciencia y control interno.
Es posible que la sensación de poseer tenga que preceder a la
sensación auténtica de compartir. Muchas personas que dan mecánicamente, o que
se niegan a dar y compartir en sus matrimonios y familias, tal vez nunca hayan
experimentado lo que significa poseerse a sí mismos, tener un sentimiento de la
identidad y de la propia valía. En realidad, el crecimiento de nuestros niños
puede implicar que se les brinde la suficiente paciencia como para que les sea
posible experimentar una sensación de posesión, y también que seamos lo bastante
sabios como para enseñarles el valor de dar y además proporcionarles el
ejemplo.
El modo en que vemos el
problema es el problema
La gente suele sentirse intrigada cuando ve que suceden cosas
buenas en las vidas de los individuos, las familias y las empresas basadas en
principios sólidos. Admiran esa fuerza y madurez personales, esa unidad familiar
o ese equipo de trabajo, o esa cultura organizacional sinérgica que tan bien
sabe adaptarse.
Y la pregunta que se hace de inmediato es muy reveladora de
su paradigma básico. « ¿Cómo lo ha hecho?
Enséñeme la técnica.» Lo que en realidad se está diciendo es:
«Quiero un consejo o una solución rápida que alivien mi dolor en esta
situación».
La gente encuentra entonces personas que satisfacen su
demanda y le enseñan lo que quería aprender; durante algún tiempo, parece que
esas habilidades y técnicas dan resultado. Tal vez eliminen algunos de los problemas
agudos o de cosmética por medio de parches o aspirinas sociales.
Pero subsiste la condición crónica subyacente, y finalmente
aparecen nuevos síntomas agudos. Cuanto más recurre la gente a remiendos
rápidos, y más se centra en los problemas y el dolor agudos, en mayor medida
ese mismo enfoque profundiza la condición crónica subyacente.
El problema está en el modo en que vemos el problema.
Examinemos de nuevo algunos de los trastornos descritos en la
introducción de este capítulo, y el impacto del pensamiento basado en la ética
de la personalidad.
He asistido a un curso tras otro sobre dirección de empresas.
Espero mucho de mis empleados y me empeño en ser amistoso con ellos y en
tratarlos con corrección. Pero no siento que me sean leales en absoluto.
Creo que, si por un día me quedara enfermo en casa, pasarían
la mayor parte del tiempo charlando en los pasillos. ¿Por qué no consigo que
sean independientes y responsables, o encontrar empleados con esas características?
La ética de la personalidad me dice que puedo emprender algún
tipo de acción espectacular —sacudir la organización, cortar cabezas— que haga
que mis empleados mejoren el desempeño y aprecien lo que tienen.
O que puedo encontrar algún programa de entrenamiento
motivacional que consiga comprometerlos. Incluso que podría contratar nuevo
personal que trabajara mejor.
Pero, ¿no es posible que por debajo de esa conducta
aparentemente des leal, los empleados se estén preguntando si yo en realidad
actúo bien con ellos? ¿Deben creer que los estoy tratando como objetos mecánicos?
¿Hay algo de verdad en ello?
En realidad, en un plano profundo, ¿no es así como los veo?
¿Existe la posibilidad de que el modo en que considero a la gente que trabaja
para mí forme parte del problema?
Hay mucho que hacer y nunca tengo el tiempo suficiente. Me
siento presionado y acosado todo el día, todos los días, siete días por semana.
He asistido a seminarios de control del tiempo y he intentado una media docena
de diferentes sistemas de planificación. Me han ayudado algo, pero todavía no
siento estar llevando la vida feliz, productiva y tranquila que quiero vivir.
La ética de la personalidad me dice que fuera de allí tiene
que haber algo (algún nuevo seminario o planificador) que me ayude a controlar
todas esas presiones de una manera más efectiva.
¿Pero no existe la posibilidad de que la efectividad no sea
la res puesta? ¿El hecho de hacer más cosas en menos tiempo determinará una
diferencia, o sólo aumentará la rapidez con la que reacciono ante las personas
y circunstancias que parecen controlar la vida?
¿No puede ser que deba ver ciertas cosas de una manera más
profunda y fundamental, algún paradigma interior que afecta el modo en que veo
mi tiempo, mi vida y mi propia naturaleza?
Mi matrimonio se ha derrumbado. No nos peleamos ni nada por
el estilo; simplemente ya no nos amamos.
Hemos buscado asesoramiento psicológico, hemos intentado
algunas cosas, pero no podemos volver a revivir nuestros antiguos sentimientos.
La ética de la personalidad me dice que tiene que haber algún
nuevo libro o un seminario en el que la gente saque a la luz sus sentimientos,
algo que ayudará a mi esposa a entenderme mejor. O tal vez esto sea inútil, y sólo
una nueva relación me procurará el amor que necesito.
Pero, ¿es posible que mi esposa no sea el verdadero problema?
¿Puedo estar otorgando poder a las debilidades de mi esposa, y haciendo que mi
vida dependa de la manera en que me tratan?
¿Tengo algunos paradigmas básicos acerca de mi esposa, acerca
del matrimonio, de lo que es realmente el amor, que están alimentando el
problema?
¿Advierte el lector cuan poderosa es la influencia de los
paradigmas de la ética de la personalidad sobre el modo en que vemos y
resolvemos nuestros problemas?
Se den cuenta o no, muchas personas se están desilusionando
con las promesas vacías de la ética de la personalidad. Mientras viajaba por el
país y trabajaba con empresas, descubrí que los ejecutivos que piensan a largo
plazo están perdiendo interés en la psicología de «excitación pasajera» y los
oradores «motivacionales», que lo que realmente hacen es contar historias
entretenidas mezcladas con trivialidades.
La gente quiere sustancia, quiere evolución. Quiere algo más
que aspirinas y parches. Quiere resolver los problemas crónicos subyacentes y
centrarse en los principios que producen resultados a largo plazo.
Un nuevo nivel de pensamiento Albert Einstein observó que
«los problemas significativos que afrontamos no pueden solucionarse en el mismo
nivel de pensamiento en el que estábamos cuando los creamos».
Cuando miramos a nuestro alrededor y en nuestro propio
interior, y reconocemos los problemas creados mientras vivimos e interactuamos
con la ética de la personalidad, empezamos a comprender que son problemas profundos,
fundamentales, que no pueden resolverse en el nivel superficial en el que
fueron creados.
Necesitamos un nuevo nivel, un nivel de pensamiento más
profundo —un paradigma basado en los principios que describan con exactitud la
efectividad del ser humano y sus interacciones— para superar esas preocupaciones
profundas.
Sobre este nuevo nivel de pensamiento trata este libro.
Nuestro enfoque de la efectividad personal e interpersonal se centra en
principios y se basa en el carácter; es «de adentro hacia afuera».
«De adentro hacia afuera» significa empezar por la persona;
más fundamentalmente, empezar por la parte más interior de la persona: los paradigmas,
el carácter y los motivos.
También significa que si uno quiere tener un matrimonio
feliz, tiene que ser el tipo de persona que genera energía positiva y elude la
energía negativa en lugar de fortalecerla.
Si uno quiere tener un hijo adolescente más agradable y
cooperativo, debe ser un padre más comprensivo, empático, coherente, cariñoso.
Si uno quiere tener más libertad, más margen en el trabajo, debe ser un
empleado más responsable, más útil, más colaborador. Si uno quiere despertar
confianza, debe ser digno de confianza. Si uno aspira a la grandeza secundaria del
talento reconocido, debe centrarse primero en la grandeza primaria del
carácter.
El enfoque de adentro hacia afuera dice que las victorias
privadas preceden a las victorias públicas, que debemos hacernos promesas a
nosotros mismos, y mantenerlas ante nosotros, y sólo después hacer y mantener
promesas ante los otros. Dice también que es fútil poner la personalidad por
delante del carácter, tratar de mejorar las relaciones con los otros antes de
mejorarnos a nosotros mismos.
De adentro hacia afuera es un proceso, un continuo proceso de
renovación basado en las leyes naturales que gobiernan el crecimiento y el
progreso humanos. Es una espiral ascendente de crecimiento que conduce a formas
progresivamente superiores de independencia responsable e interdependencia
efectiva.
He tenido la oportunidad de trabajar con muchas personas:
personas maravillosas, personas de talento, personas que aspiraban intensamente
a la felicidad y el éxito, personas empeñadas en una búsqueda, personas que se
hieren unas a otras... He trabajado con ejecutivos, alumnos universitarios,
grupos religiosos y cívicos, familiares y matrimonios. Y en toda mi experiencia
nunca he encontrado soluciones duraderas a los problemas, felicidad y éxito
perdurables) que procedieran de afuera hacia adentro.
Según lo que he visto, el paradigma de afuera hacia adentro
ge nera personas infelices que se sienten sacrificadas e inmovilizadas,
concentradas en los defectos de otras personas y en las circunstancias a las
que atribuyen la responsabilidad por su situación de estancamiento. He visto
matrimonios desdichados en los que cada cónyuge quería que cambiara el otro, en
los que cada uno «confiesa» los «pecados» del otro, en los que cada uno quiere
«moldear» al otro. He visto disputas laborales en las que se consumían
cantidades enormes de tiempo y energía tratando de crear leyes que obligaran a
la gente a actuar como si realmente existiera un fundamento de confianza.
Miembros de nuestra familia han vivido en tres de los puntos
más «calientes» de la Tierra (Sudáfrica, Israel e Irlanda), y creo que la
fuente de los continuos problemas de esos lugares ha sido el paradigma social dominante:
de afuera hacia adentro. Cada uno de los grupos implicados está convencido de que
el problema está «allí afuera», y de que si «ellos» (es decir, todos los otros
implicados) «entraran en razón» o
«Desaparecieran de la vista», ese problema quedaría resuelto.
«De adentro hacia afuera» significa para la mayoría de las
personas un cambio dramático de paradigma, en gran medida a causa del poderoso
efecto del condicionamiento y del actual paradigma social de la ética de la
personalidad.
Pero mi propia experiencia (tanto la personal como la
resultante del trabajo con miles de otras personas) y el cuidadoso examen de
individuos y sociedades que han tenido éxito en la historia, me han convencido
de que muchos de los principios encarnados en los «siete hábitos» se encuentran
profundamente arraigados en nuestro interior, en nuestra conciencia moral y en
nuestro sentido común. Para reconocerlos y desarrollarlos con el fin de dar
respuesta a nuestras preocupaciones más profundas, tenemos que pensar de otro
modo, llevar nuestros paradigmas a un nivel nuevo, más profundo, «de adentro
hacia afuera».
Si procuramos sinceramente comprender e integrar estos
principios en nuestras vidas, estoy convencido de que descubriremos y
redescubriremos la verdad de esta observación de T. S. Eliot:
No debemos dejar de explorar, porque al final de nuestra
exploración llegaremos a nuestro punto departida y conoceremos el lugar por
primera vez.
Panorama general de los
siete hábitos
Somos lo que hacemos
día a día.
De modo que la
excelencia no es un acto, sino un hábito.
ARISTÓTELES
Básicamente, nuestro carácter está compuesto por nuestros
hábi tos. «Siembra un pensamiento, cosecha una acción; siembra una acción,
cosecha un hábito. Siembra un hábito, cosecha un carácter; siembra un carácter,
cosecha un destino», dice el proverbio.
Los hábitos son factores poderosos en nuestras vidas. Dado
que se trata de pautas consistentes, a menudo inconscientes, de modo constante
y cotidiano expresan nuestro carácter y generan nuestra efectividad... o
inefectividad.
Según dijo alguna vez el gran educador Horace Mann, «Los
hábitos son como hebras. Si día tras día las trenzamos en una cuerda, pronto
resultará irrompible». Personalmente, no estoy de acuerdo con la última parte de
esta sentencia. Sé que los hábitos no son irrompibles; es posible quebrarlos.
Pueden aprenderse y olvidarse.
Pero también sé que hacerlo no es fácil ni rápido. Supone un
proceso y un compromiso tremendo.
Quienes fuimos testigos del viaje lunar de la Apolo 11 nos
quedamos sorprendidos al ver a un hombre caminar sobre la Luna y volver a la
Tierra. Calificativos como «fantástico» e «increíble» resultaban inadecuados para
describir lo que estaba sucediendo en aquellos días memorables. Pero para
llegar allí, esos astronautas tuvieron literalmente que romper y desprenderse
de la tremenda atracción gravitatoria de la Tierra. En los primeros minutos del
despegue, en los primeros kilómetros del viaje, se gastó más energía que la
utilizada para atravesar medio millón de kilómetros durante los días
siguientes.
Los hábitos tienen también una enorme atracción gravitatoria,
más de lo que la mayoría de las personas comprenden o admiten. Para romper
tendencias habituales profundamente enraizadas tales orno la indecisión, la
impaciencia, la crítica o el egoísmo, que violan los principios básicos de la
efectividad humana, se necesita algo más que un poco de fuerza de voluntad y
algunos cambios menores en nuestras vidas. El «despegue» exige un esfuerzo
tremendo, pero en cuanto nos despegamos de la atracción gravitatoria, nuestra
libertad adquiere una dimensión totalmente nueva.
Lo mismo que cualquier fuerza natural, la atracción de la
gravedad puede operar con nosotros o contra nosotros. La atracción gravitatoria
de algunos de nuestros hábitos puede normalmente impedirnos que vayamos adonde
queremos ir. Pero también es la atracción gravitatoria la que mantiene unido el
mundo, a los planetas en sus órbitas y al universo en orden. Es una fuerza
poderosa, y si la empleamos con efectividad, podemos utilizar los hábitos para
generar la cohesión y el orden que necesitamos para lograr la efectividad en
nuestras vidas.
Los «hábitos» definidos
Para nuestros fines, definiremos el hábito como una
intersección de conocimiento, capacidad y deseo.
El conocimiento es el paradigma teórico, el qué hacer y el
por qué, la capacidad es el cómo hacer. Y el deseo es la motivación, el querer
hacer. Para convertir algo en un hábito de nuestra vida, necesitamos esos tres elementos.
Yo puedo ser inefectivo en mis interacciones con mis
compañeros de trabajo, con mi cónyuge o mis hijos, porque constantemente les
digo lo que pienso, pero nunca los escucho realmente. A menos que encuentre los
principios correctos de la interacción humana, tal vez ni siquiera sepa que
necesito escuchar.
Aunque sepa que para interactuar con efectividad con otros
tengo que escucharlos, tal vez me falte capacidad para hacerlo. Podría no saber
cómo se escucha real y profundamente a otro ser humano.
Pero saber que necesito escuchar y saber cómo escuchar no
basta- A menos que quiera escuchar, a menos que tenga ese deseo, no se
convertirá en un hábito de mi vida. Para crear un hábito hay que trabajar en esas
tres dimensiones.
Hábitos efectivos
Principios y pautas de
conducta internalizados.
El cambio de ser y ver es un proceso progresivo: el ser
cambia al ver, que a su vez cambia al ser, y así sucesivamente en una espiral
ascendente de crecimiento. Trabajando sobre el conocimiento, la capacidad y el deseo,
podemos irrumpir en nuevos niveles de efectividad personal e interpersonal
cuando rompemos con viejos paradigmas que pueden haber sido para nosotros una
fuente de pseudo seguridad durante años.
A veces el proceso es doloroso. Es un cambio que tiene que
estar motivado por un propósito superior, por la disposición a subordinar lo
que uno cree que quiere ahora a lo que querrá más adelante. Pero este proceso produce
felicidad, «el objeto y designio de nuestra existencia». La felicidad, por lo
menos en parte, puede definirse como el
fruto del deseo y la aptitud para sacrificar lo que queremos ahora por lo que
queremos finalmente.
El continuum de la
madurez
Los siete hábitos no son un conjunto de partes independientes
o fórmulas fragmentadas de «excitación pasajera». En armonía con las leves
naturales del crecimiento, proporcionan un enfoque gradual, secuencial y altamente
integrado del desarrollo de la efectividad personal e interpersonal. Nos mueven
progresivamente sobre un continuum de madurez, desde la dependencia hacia la
independencia y hasta la interdependencia.
Todos empezamos nuestra vida como niños totalmente dependientes
de otros. Somos dirigidos, educados y sustentados completamente por otros. Sin
sus cuidados sólo viviríamos unas horas, o a lo sumo unos pocos días.
Después, gradualmente, a lo largo de los meses y años siguientes,
nos volvemos cada vez más independientes —física, mental, emocional y
económicamente— hasta que por fin podemos, en lo esencial, hacernos cargo de
nuestra persona, de una manera autodirectiva y autosuficiente.
Cuando seguimos creciendo y madurando, tomamos cada vez más
conciencia de que toda la naturaleza es interdependiente, de que existe un
sistema ecológico que la gobierna a ella y también a la sociedad. Además, descubrimos
que los más altos logros de nuestra naturaleza tienen que ver con las
relaciones con los otros, que la vida humana también es interdependiente.
Nuestro crecimiento desde la infancia hasta la edad adulta se
realiza en consonancia con las leyes naturales. Y existen muchas dimensiones
del crecimiento. El hecho de que alcancemos nuestra total maduración física,
por ejemplo, no necesariamente nos asegura una simultánea madurez mental o
emocional.
Por otro lado, la dependencia física no significa que una
persona sea mental o emocionalmente inmadura.
En el continuum de la madurez, la dependencia es el paradigma
del tú: tú cuidas de mí; tú haces o no haces lo que debes hacer por mí; yo te
culpo a ti por los resultados.
La independencia es el paradigma del yo: yo puedo hacerlo, yo
soy responsable, yo me basto a mí mismo, yo puedo elegir.
La interdependencia es el paradigma del nosotros: nosotros
podemos hacerlo, nosotros podemos cooperar, nosotros podemos combinar nuestros
talentos y aptitudes para crear juntos algo más importante.
Las personas dependientes necesitan de los otros para conseguir
lo que quieren. Las personas independientes consiguen lo que quieren gracias a
su propio esfuerzo. Las personas interdependientes combinan sus esfuerzos con
los esfuerzos de otros para lograr un éxito mayor.
Si yo soy físicamente dependiente (paralítico, discapacitado
o limitado de algún modo físico) necesito que tú me ayudes. Si soy
emocionalmente dependiente, mi sentido del mérito y la seguridad provienen de
la opinión que tú tienes de mí. Si no te caigo bien puede resultar
catastrófico. Si soy intelectualmente dependiente, cuento contigo para que
pienses por mí y resuelvas los problemas de mi vida.
Si soy independiente, físicamente puedo desenvolverme por mis
propios medios. Mentalmente, puedo pensar mis propios pensamientos, pasar de un
nivel de abstracción a otro. Puedo pensar de modo creativo y analítico, y
organizar y expresar mis pensamientos de manera comprensible. Emocionalmente,
mi propio interior me proporciona las pautas. Soy dirigido desde adentro. Mi
sentido del mérito no está en función de que guste a otros o de que me traten
bien.
Es fácil ver que la independencia es mucho más madura que la
dependencia. La independencia es un logro principal, en y por sí misma. Pero la
independencia no es infalible.
Sin embargo, el paradigma social corriente entroniza la
independencia. Es la meta confesada de muchos individuos y movimientos
sociales. La mayoría del material acerca del autoperfeccionamiento pone la independencia
sobre un pedestal, como si la comunicación, el trabajo de equipo y la
cooperación fueran valores inferiores.
Pero gran parte del énfasis actual en la independencia es una
reacción contra la dependencia (que otros nos controlen, nos definan, nos usen
y nos manipulen).
El poco comprendido concepto de independencia tiene en muchos
casos un acusado sabor de dependencia, y así encontramos personas que, a menudo
por razones egoístas, abandonan sus matrimonios y sus hijos, olvidando todo
tipo de responsabilidad social, haciéndolo en nombre de la independencia.
El tipo de reacción que lleva a «romper las cadenas», «liberarse»,
«autoafirmarse» y «vivir la propia vida» revela a menudo dependencias más
fundamentales de las que no se puede escapar porque no son externas sino
internas: dependencias como la de permitir que los defectos de otras personas
arruinen nuestras vidas emocionales, o como la de sentirse víctima de personas
y hechos que están fuera de nuestro control.
Desde luego, puede que sea necesario que cambiemos nuestras
circunstancias. Pero el problema de la dependencia es una cuestión de madurez
personal que tiene poco que ver con las circunstancias. Incluso en mejores
circunstancias, a menudo persisten la inmadurez y la dependencia.
La independencia de carácter nos da fuerza para actuar, en
lugar de que se actúe sobre nosotros. Nos libera de depender de las
circunstancias y de otras personas, y es una meta liberadora que vale la pena.
Pero no es la meta final de una vida efectiva.
El pensamiento independiente por sí solo no se adecua a la
realidad interdependiente. Las personas independientes sin madurez para pensar
y actuar interdependientemente pueden ser buenos productores individuales, pero
no serán buenos líderes ni buenos miembros de un equipo. No operan a partir del
paradigma de la interdependencia necesario para tener éxito en el matrimonio,
la familia o la realidad empresarial.
La vida, por naturaleza, es interdependiente. Tratar de
lograr la máxima efectividad por la vía de la independencia es como tratar de
jugar al tenis con un palo de golf: la herramienta no se adecúa a la realidad.
El concepto de interdependencia es mucho más maduro, más
avanzado. Si soy físicamente interdependiente, soy capaz y dependo de mí mismo,
pero también comprendo que tú y yo trabajando juntos podemos lograr mucho más
de lo que puedo lograr yo solo, incluso en el mejor de los casos. Si soy emocionalmente
interdependiente, obtengo dentro de mí mismo una gran sensación de valía, pero
también reconozco mi necesidad de amor, de darlo y recibirlo. Si soy
intelectualmente interdependiente, comprendo que necesito mis propios pensamientos
con los mejores pensamientos de otras personas.
Como persona interdependiente, tengo la oportunidad de
compartirme profunda y significativamente con otros, y logro acceso a los
amplios recursos y potenciales de otros seres humanos.
La interdependencia es una elección que sólo está al alcance
de las personas independientes. Las personas dependientes no pueden optar por
ser interdependientes.
No tienen el carácter necesario para hacerlo, no son lo
bastante dueñas de sí mismas.
Por ello los hábitos 1, 2 y 3 examinados en los capítulos
siguientes tienen que ver con el autodominio.
Llevan a una persona de la dependencia a la independencia.
Son las «victorias privadas», la esencia del desarrollo del carácter. Las
victorias privadas preceden a las públicas. No se puede invertir ese proceso,
así como no se puede recoger una cosecha antes de la siembra. Es de adentro
hacia afuera.
Cuando uno se vuelve verdaderamente independiente, posee ya
una base para la interdependencia efectiva. Posee un carácter de base a partir
del cual se puede obrar con más efectividad sobre las «victorias públicas», más
orientadas hacia la personalidad, el trabajo de equipo, la cooperación y la
comunicación, de los hábitos 4, 5 y 6.
Esto no significa que haya que ser perfecto en cuanto a los
hábitos 1, 2 y 3 antes de trabajar con los hábitos 4, 5 y 6. Comprender la
secuencia ayuda a controlar el desarrollo con más efectividad, pero no le sugiero
al lector que se aísle durante varios años hasta desarrollar completamente los
hábitos 1, 2 y 3
Como parte de un mundo interdependiente, uno tiene que
relacionarse con ese mundo día tras día. Pero los problemas más apremiantes de
ese mundo pueden fácilmente oscurecer las causas de carácter crónico. La comprensión
del modo en que lo que uno es influye en toda interacción interdependiente
ayuda a centrar los esfuerzos de modo secuencial, en armonía con las leyes
naturales del desarrollo.
El hábito 7 es el hábito de la renovación: una renovación
regular, equilibrada, de las cuatro dimensiones básicas de la vida. Abarca y
encarna todos los otros hábitos. Es el hábito que crea la espiral de desarrollo
ascendente que nos conduce a nuevos niveles de comprensión y a vivir cada uno
de los hábitos en un plano cada vez más elevado.
El diagrama de la página siguiente es una representación
visual de la secuencia e interdependencia de los siete hábitos, y lo
utilizaremos a lo largo del libro al explorar la relación secuencial entre los
hábitos, y también su sinergia: cómo, relacionándose entre sí, se crean formas
nuevas de esos hábitos que acrecientan su valor.
Se destacará en el diagrama cada concepto o hábito a medida
que se introducen.
La efectividad definida
Los siete hábitos son hábitos de efectividad. Como se basan
en principios, brindan los máximos beneficios posibles a largo plazo. Se
convierten en las bases del carácter, creando un centro potenciador de mapas correctos,
a partir de los cuales la persona puede resolver problemas con efectividad,
maximizar sus oportunidades y aprender e integrar continuamente otros
principios en una espiral de desarrollo ascendente.
Son también hábitos de efectividad porque se basan en un
paradigma de la efectividad que está en armonía con una ley natural, con un
principio que he denominado «equilibrio P/CP», contra el que muchas personas
chocan. Este principio puede comprenderse fácil mente recordando la fábula de
Esopo acerca de la gallina de los huevos de oro.
Esopo cuenta que un pobre granjero descubrió un día que su
gallina había puesto un reluciente huevo de oro. Primero pensó que debía
tratarse de algún tipo de fraude. Pero cuando iba a deshacerse del huevo, lo pensó
por segunda vez, y se lo llevó para comprobar su valor.
¡El huevo era de oro puro! El granjero no podía creer en su
buena suerte. Más incrédulo aún se sintió al repetirse la experiencia. Día tras
día, se despertaba y corría hacia su gallina para encontrar otro huevo de oro.
Llegó a ser fabulosamente rico; todo parecía demasiado bonito
como para que fuera cierto.
El paradigma de los
siete hábitos
Pero, junto con su creciente riqueza llegaron la impaciencia
y la codicia. Incapaz de esperar día tras día los huevos de oro, el granje ro
decidió matar a la gallina para obtenerlos todos de una vez. Pero al abrir el
ave, la encontró vacía. Allí no había huevos de oro, y ya no habría modo de conseguir
ninguno más. El granjero había matado a la gallina que los producía.
Sugiero que en esa fábula hay una ley natural, un principio:
la definición básica de la efectividad. La mayoría de las personas ven la
efectividad desde el paradigma de los huevos de oro: cuanto más se produce, cuanto
más se hace, más efectivo se es. Pero, como muestra el relato, la verdadera
efectividad está en función de dos cosas: lo que se produce (los huevos de oro)
y los medios o bienes de producción y la capacidad para producir (la gallina).
Si uno adopta un modelo de vida centrado en los huevos de oro
y se olvida de la gallina, pronto se encontrará sin los medios que producen los
huevos. Por otra parte, si uno se limita a cuidar de la gallina sin recoger los
huevos de oro, pronto se encontrará sin dinero para alimentarse a sí mismo o
alimentar al ave.
La efectividad reside en el equilibrio, en lo que denomino el
equilibrio P/CP. «P» es la producción de los resultados deseados, los huevos de
oro. «CP» es la capacidad de producción, la aptitud o el medio que produce los
huevos de oro.
Tres tipos de bienes
Básicamente, hay tres tipos de bienes: los físicos, los
económicos y los humanos. Considerémoslos uno a uno.
Hace algunos años, compré un bien físico: una cortadora de
césped eléctrica. La usé repetidamente sin la menor preocupación por su
mantenimiento. La cortadora trabajó bien durante dos es taciones, pero después empezó
a fallar. Cuando traté de repararla, limpiándola, poniéndole aceite y
afilándola, descubrí que el motor había perdido más de la mitad de su fuerza
original. Era esencialmente inservible.
Si yo hubiera invertido en CP (en la preservación y el
mantenimiento del bien) todavía estaría disfrutando de su P (el césped
cortado). En cambio, tuve que gastar más tiempo y dinero comprando otra
cortadora que el que habría gastado de haber cuidado la primera. Simplemente no
me comporté de un modo efectivo.
En nuestra búsqueda de resultados o beneficios rápidos, a
menudo provocamos el deterioro de un bien físico apreciado (un coche, un
ordenador, una lavadora o un secador, o incluso nuestro cuerpo). Mantener el equilibrio
entre P y CP determina una diferencia enorme en el empleo efectivo de los
bienes físicos.
También influye poderosamente en el resultado del empleo de
los bienes económicos. ¿Con cuánta frecuencia las personas confunden capital
con interés? ¿Ha tomado el lector dinero de su capital Para elevar su nivel de
vida, para conseguir más huevos de oro? Un capital que mengua tiene una
capacidad decreciente para producir intereses o ingresos. Y un capital
menguante llega a ser tan pequeño que incluso deja de satisfacer las necesidades
básicas.
Nuestro bien económico más importante es nuestra capacidad
Para ganar dinero. Si no invertimos continuamente para mejorar nues tra CP,
limitamos severamente nuestras opciones. Quedamos bloqueados en la situación
presente, temerosos de la opinión que nuestra empresa o nuestro jefe tenga de
nosotros, económicamente dependientes y a la defensiva. Tampoco esto es
efectivo.
En el área humana, el equilibrio P/CP es igualmente
fundamental, pero incluso más importante, porque son las personas las que
controlan los bienes físicos y los económicos.
Cuando una pareja de casados está más preocupada por
conseguir huevos de oro (los beneficios) que por preservar la relación que los
hace posibles, suelen volverse insensibles y desconsiderados, descuidando las pequeñas
amabilidades y cortesías tan importantes para una relación profunda. Empiezan a
usar técnicas de control para manipularse mutuamente, para centrarse en sus
propias necesidades, para justificar sus respectivas posiciones y encontrar
pruebas de que el otro está equivocado. El amor, la plenitud, la delicadeza y la
espontaneidad comienzan a deteriorarse. Día tras día, la gallina se va
enfermando un poco más.
¿Y qué decir de las relaciones entre padres e hijos? El niño
pequeño es muy dependiente, muy vulnerable.
¡Resulta tan fácil des cuidar desde el principio la CP: la
educación, la comunicación, la es cucha! ¡Somos mayores, más inteligentes,
estamos en lo cierto ¿Por qué no decirle al pequeño lo que tiene que hacer? Si
es necesario, grítele, intimídelo, no se mueva de su posición.
También se le puede mimar, recoger los huevos de oro de la
eterna sonrisa, de satisfacer siempre al niño, de dejarle hacer lo que quiera.
Entonces crecerá sin normas ni expectativas internas, sin compromiso personal alguno
con la disciplina o la responsabilidad.
De una u otra manera —la autoritaria o la permisiva— actuamos
con la mentalidad de los huevos de oro.
Uno pretende imponer su punto de vista o agradar. Pero,
mientras tanto, ¿qué sucede con la gallina? ¿Qué sentido de la responsabilidad
tendrá el niño al cabo de unos años? ¿Qué autodisciplina, qué confianza en su capacidad
para elegir o alcanzar metas importantes? ¿Y qué decir de las relaciones entre
ambos? Cuando llegue a los años críticos de la adolescencia, a la crisis de
identidad, ¿sabrá acaso, por su experiencia anterior, que usted ha de escucharlo
sin juzgar, que se preocupa por él como persona? ¿Sabrá que puede confiar en usted,
sin excepciones ni reservas? ¿Será la relación lo suficientemente sólida como
para que usted llegue hasta él, se comunique con él, influya en él?
Supongamos que el lector quiere que su hija tenga una
habitación ordenada y limpia. Esto es P, producción, huevo de oro. Supongamos
que quiere que su hija la limpie. Esto es CP, capacidad de producción.
Su hija es la gallina; el bien que produce, el huevo de oro.
Si P y CP están en equilibrio, ella limpiará la habitación
alegremente, sin necesidad de que se insista en que lo haga, porque se ha
comprometido a hacerlo y sigue la disciplina de cumplir sus compromisos. Ella
es un bien valioso, una gallina que pone huevos de oro.
Pero si el paradigma del lector está centrado en la
producción, en conseguir una habitación ordenada y limpia, tal vez regañe a su
hija para que ella se ocupe de la tarea. Puede incluso amenazarla o gritarle
cada vez más y, por su deseo de conseguir el huevo de oro, minar la salud y el
bienestar de la gallina.
Permítame compartir con usted una interesante experiencia
acerca de la CP que tuve con una de mis hijas.
Estábamos planeando un paseo, que es algo de lo que disfruto
regularmente con cada uno de mis hijos, por separado. Planificar la salida nos
resulta tan satisfactorio como el paseo en sí.
De modo que le dije a mi hija: «Linda, ésta es tu noche. ¿Qué
quieres que hagamos?».
—Papá, lo que prefieras —me contestó.
—No, en serio —insistí—, ¿qué te gustaría hacer?
—Bueno —respondió finalmente—, lo que yo quiero hacer no es
algo que quieras hacer tú.
—En realidad, cariño —le dije con énfasis—, eres tú quien
elige; yo quiero lo que tú quieras.
—Yo quiero ir a ver La guerra de las galaxias. Pero sé que a
ti esa película no te gusta. Ya te dormiste otra vez mientras la veíamos. A ti
no te gustan esas películas de ciencia-ficción. No te preocupes, papá.
—No, cariño, si eso es lo que te gusta, me gusta también a
mí.
—Papá, no te preocupes. No es obligatorio que salgamos.
Hizo una pausa y después agregó:
—Pero, ¿sabes por qué no te gusta La guerra de las galaxias!
Porque no comprendes la filosofía y el entrenamiento de un caballero Jedi.
— ¿Qué?
—Las cosas que tú enseñas, papá, son las mismas que incluye
el entrenamiento de un caballero Jedi.
— ¡No me digas! ¡Vamos a ver La guerra de las galaxias!
Y eso hicimos. Se sentó junto a mí y me explicó el paradigma.
Fui su alumno, su discípulo. Resultó fascinante. Empecé a ver, a partir de un
nuevo paradigma, el modo en que la filosofía básica del entrenamiento de un
caballero Jedi se ponía de manifiesto en diferentes circunstancias.
Ésa fue una experiencia P no planificada, fruto fortuito de
una inversión en la CP. Estrechó nuestra relación y resultó muy satisfactoria en
sus frutos. Pero también disfrutamos de los huevos de oro mientras la gallina
(la calidad de la relación) se nutría significativamente.
CP organizacional
Uno de los aspectos extraordinariamente valiosos de todo
principio correcto reside en que es válido y aplicable en una amplia variedad
de circunstancias. A lo largo de este libro me gustaría compartir con el lector
algunos de los modos en que estos principios se aplican tanto a las organizaciones
(entre ellas las familias) como a los individuos.
Cuando la gente no respeta el equilibrio P/CP en su uso de
los bienes físicos en las organizaciones, reduce la efectividad organizacional
y suele dejar a otros una gallina moribunda.
Por ejemplo, una persona a cargo de un bien físico, digamos
una máquina, puede estar ansiosa por causar una buena impresión en sus
superiores. Tal vez la empresa pase por una etapa de rápido crecimiento y
lleguen pronto las promociones. Por lo tanto, este hombre está produciendo en
niveles óptimos: ningún tiempo muerto, nada de mantenimiento. La máquina
trabaja día y noche. La producción es extraordinaria, los costos bajan, las posibilidades
son infinitas. Al cabo de poco tiempo, el hombre obtiene su ascenso. ¡Huevos de
oro!
Pero suponga el lector que es su sucesor en el puesto. Hereda
entonces una gallina muy enferma, una máquina que ya está deteriora da y
empieza a fallar. Tiene que realizar una inversión considerable en mantenimiento.
Los costos se disparan; la utilidad cae en picado. ¿Y a quién se culpará por la
pérdida de los huevos de oro? A usted.
Su predecesor destruyó el bien, pero el sistema contable sólo
informaba sobre unidades producidas, costos y utilidades.
El equilibrio P/CP resulta particularmente importante cuando
se aplica a los bienes humanos de la organización: clientes y empleados.
Conozco un restaurante que servía una exquisita sopa de
almejas V habitualmente estaba lleno de clientes.
Después lo vendieron, y al nuevo propietario le interesaron
más los huevos de oro: decidió abaratar la sopa.
Durante más o menos un mes, con costos más bajos e ingresos
constantes, las ganancias crecieron rápidamente. Pero poco a poco los clientes
empezaron a desaparecer. Desapareció la confianza, y el negocio declinó casi
hasta extinguirse. El nuevo propietario trató desesperadamente de
revitalizarlo, pero había descuidado a los clientes, defraudado su confianza y
perdido el bien de su lealtad. Ya no había gallina alguna que pusiera huevos de
oro.
Hay organizaciones que hablan mucho sobre los
clientes y descuidan por completo a las personas que tratan con ellos: los
empleados. El principio CP dice que siempre hay que tratar a los empleados exactamente como
queremos que ellos traten a nuestros mejores clientes.
Se puede comprar el trabajo de una persona, pero no se puede
comprar su corazón. En el corazón están su lealtad y su entusiasmo. Tampoco se
puede comprar su cerebro. Allí están su creatividad, su ingenio, sus recursos
intelectuales.
Para actuar sobre la CP hay que tratar a los empleados como
voluntarios, tan voluntarios como los clientes, porque eso es lo que son.
Aportan voluntariamente sus mejores dotes: el corazón y la mente.
Cierta vez, en un grupo en el que yo me encontraba, alguien
preguntó: «¿Cómo se puede poner orden entre empleados perezosos e
incompetentes?». Un hombre respondió: « ¡Con granadas de mano!». Algunos otros
festejaron ese tipo de chiste retrógrado sobre la administración de empresas,
ese enfoque de la supervisión en términos de «Póngalos en orden o tírelos por
la borda».
Pero otra persona del grupo reflexionó: « ¿Quién recogerá los
restos?».
—No quedan restos.
—Bien, ¿por qué no hace lo mismo con sus clientes? —siguió
Preguntando el otro—. Basta con decirles:
«Escuchen: si no compran, váyanse de aquí».
—No se puede hacer eso con los clientes.
— ¿Y cómo se lo puede hacer a los empleados?
—Porque a ellos soy yo quien les da trabajo.
—Ya veo. ¿Y sus empleados le son fieles? ¿Trabajan duro?
¿Cuánto tiempo duran en el puesto?
— ¿Bromea? Hoy en día no se puede encontrar gente que valga
la pena. Los empleados cambian mucho de trabajo, hay mucho ausentismo,
multiempleo. La gente ya no se preocupa.
El interés puesto en los huevos de oro (esa actitud, ese
paradigma) es totalmente inadecuado para extraer las poderosas energías de la
mente y el corazón de otra persona. Un límite a corto plazo es importante, pero
no es lo fundamental.
La efectividad reside en el equilibrio. Centrarse
excesivamente en P da por res ultado una salud deteriorada, máquinas
desgastadas, cuentas bancarias en números rojos y relaciones rotas. Centrarse
demasiado en CP es como correr tres o cuatro horas al día, alardeando acerca de
los diez años de vida que eso va a traer a nuestras vidas, sin darnos cuenta de
que los estamos perdiendo en la propia carrera. Es también como no dejar nunca de
ir a la escuela, sin producir, viviendo de los huevos de oro de otra persona:
el síndrome del estudiante eterno.
Mantener el equilibrio P/CP, el equilibrio entre los huevos
de oro (la producción) y la salud y el bienestar de la gallina (capacidad de
producción), suele exigir un juicio delicado. Pero sostengo que es la esencia
de la efectividad. Equilibra el corto plazo con el largo plazo. Equilibra la
búsqueda del título y el precio de obtener una educación. Equilibra el deseo de
ver una habitación limpia y la construcción de una relación en la que el niño
se comprometa interiormente a limpiarla (con alegría y buena disposición, sin
supervisión externa).
Éste es un principio que podemos encontrar validado en
nuestra propia vida cuando vamos hasta el límite de nuestras fuerzas para
conseguir más huevos de oro, y enfermamos o quedamos exhaustos, incapaces ya de
producir nada; o cuando dormimos bien por la noche y nos despertamos dispuestos
a trabajar durante todo el día.
También podemos advertir su vigencia cuando presionamos a
alguien para imponerle nuestro punto de vista y de algún modo sentimos un vacío
en la relación, o cuando realmente invertimos tiempo en una relación y encontramos
que el deseo y la capacidad para el trabajo conjunto, para la comunicación, dan
un salto importante.
El equilibrio P/CP es la esencia misma de la efectividad.
Esto es válido para todos los aspectos de la vida.
Podemos trabajar con él o contra él, pero ahí está. Es un
faro. Es la definición y el paradigma de la efectividad sobre los cuales se
basan los siete hábitos expuestos en este libro.
Cómo usar este libro
Antes de que empecemos a trabajar con los siete hábitos de
las personas efectivas, me gustaría sugerir dos cambios de paradigma que
acrecentarán en gran medida el valor que se reciba de este material.
En primer lugar, recomendaría que no se «vea» este material
como un libro, en el sentido de que haya que leerlo una vez y guardarlo en la
biblioteca.
Se puede decidir leerlo completamente de una vez para tener
una idea del todo. Pero este texto está concebido como compañero en el proceso
continuo de cambio y crecimiento. Está organizado gradualmente y con
sugerencias prácticas, al final de todos los capítulos (cada uno de los cuales
se dedica a un hábito) con el fin de que el lector pueda ir concentrándose en
cada hábito a medida que esté listo para hacerlo.
Mientras avanza hacia niveles más profundos de comprensión y
realización, puede volver una y otra vez a los principios implícitos en cada
hábito, y trabajar para desarrollar su conocimiento, capacidad y deseo.
En segundo término, sugeriría que el lector cambiase de
paradigma de su propio compromiso con este material, pasando del rol de
discípulo al de maestro. Que asumiese un enfoque de adentro hacia afuera, y leyera
con la idea de compartir o discutir lo que aprenda con alguna otra persona en
el plazo de las cuarenta y ocho horas siguientes.
Si usted supiera, por ejemplo, que tendrá que enseñarle el
material sobre el equilibrio P/CP a alguien en el plazo de las próximas
cuarenta y ocho horas, ¿habría alguna diferencia en su experiencia de lectura?
Plantéeselo ahora, mientras lee la sección final de este
capítulo. Lea como si tuviera que explicárselo a su cónyuge, a su hijo, a un
compañero de trabajo, a un amigo, hoy o mañana, cuando todavía el contenido
está fresco en su mente, y tome nota de las diferencias en su proceso mental y
emocional.
Puedo asegurarle que si afronta de este modo los capítulos
siguientes, no sólo recordará mejor lo que lea, sino que su perspectiva se
habrá ampliado, su comprensión se habrá profundizado, y se habrá desarrollado
su motivación para aplicar el material.
Además, mientras comparte abierta y honestamente lo que está
aprendiendo, tal vez le sorprenda descubrir que tienden a desaparecer las
percepciones o impresiones negativas que los otros puedan tener de usted.
Aquellos a quienes usted enseñe lo verán como una persona que cambia y
evoluciona, y estarán más dispuestos a brindarle ayuda y apoyo mientras
trabajan, tal vez conjuntamente, para integrar los siete hábitos en sus vidas.
Lo que se puede esperar
En último término, como ha observado Marilyn Ferguson, «Nadie
puede convencer a otro de que cambie.
Cada uno de nosotros custodia una puerta del cambio que sólo
puede abrirse desde adentro. No podemos abrir la puerta de otro, ni con
argumentos ni con apelaciones emocionales».
Si usted decide abrir su «puerta del cambio» para comprender
y vivir realmente los principios encarnados
en los siete hábitos, no dudo en asegurarle que sucederán varias
cosas positivas.
Primero, su desarrollo será evolutivo, pero el efecto neto
será revolucionario. ¿No está usted de acuerdo
con que el principio del equilibrio P/CP por sí solo, si se
vive intensamente, puede transformar a la mayoría de
los individuos y las organizaciones?
El efecto neto de abrir «la puerta del cambio» a los primeros
tres hábitos (los hábitos de la victoria privada) aumenta considerablemente la
autoconfianza. Llegará a conocerse más profundamente y significativamente: a conocer
su naturaleza, sus valores más profundos y su singular capacidad de aportación.
Mientras viva sus valores, disfrutará del regocijo y la paz que habrán
infundido en usted su sentido de la identidad, su integridad, su autocontrol y
su capacidad autodirectiva. También se definirá desde adentro, y no a través de
las opiniones de la gente o de la comparación con otros. Lo «correcto» y lo
«incorrecto» tienen poco que ver con el hecho de ser juzgado.
Paradójicamente, descubrirá que cuanto menos se preocupe por
lo que otros piensan de usted, más le preocupará lo que los otros piensen de sí
mismos y de sus mundos, e incluso de sus relaciones con usted.
Dejará de basar su vida emocional en las debilidades de otras
personas. Además, le resultará más fácil y deseable cambiar, porque hay algo
(un núcleo profundo) que es esencialmente constante.
Cuando se abra a los tres hábitos siguientes (los hábitos de
la victoria pública), el lector descubrirá y liberará los deseos y los recursos
para reparar o reconstruir relaciones importantes que ahora están deterioradas o
incluso rotas. Las buenas relaciones mejorarán, se volverán más profundas, más
sólidas, más creativas y más intrépidas.
El séptimo hábito, si se internaliza profundamente, renovará
los seis primeros y dará al lector una verdadera independencia y capacidad para
la interdependencia efectiva. Por medio de él podemos cargar nuestras baterías.
Sea cual fuere su situación actual, le aseguro que usted no
es sus hábitos. Puede reemplazar las pautas antiguas de una conducta derrotista
por pautas nuevas, nuevos hábitos de efectividad, de felicidad y de relaciones
basadas en la confianza.
Le exhorto sinceramente a que abra la puerta del cambio y el
desarrollo mientras estudia estos hábitos.
Sea paciente con usted mismo. El propio desarrollo es grato;
es algo sagrado. No hay mejor inversión posible.
Obviamente, no es un proceso rápido. Pero le aseguro que
experimentará beneficios y obtendrá resultados inmediatos que le resultarán
alentadores. Según decía Thomas Paine: «Lo que conseguimos con demasiada facilidad
nunca es objeto de gran estimación. Sólo lo que nos cuesta obtener otorga valor
a las cosas. El cielo sabe poner un precio adecuado a sus bienes».
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