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La
casa en donde hemos visto presentarse a Martín Rivas estaba habitada
por una familia compuesta de don Dámaso Encina, su mujer, una hija
de diecinueve años, un hijo de veintitrés y tres hijos menores, que
por entonces recibían su educación en el colegio de los padres
franceses.
Don
Dámaso se había casado a los veinticuatro años con doña Engracia
Núñez, más bien por especulación que por amor. Doña Engracia, en
ese tiempo, carecía de belleza, pero poseía una herencia de treinta
mil pesos, que inflamó la pasión del joven Encina hasta el punto de
hacerle solicitar su mano.
Don
Dámaso era dependiente de una casa de comercio en Valparaíso y no
tenía más bienes de fortuna que su escaso sueldo.
Al
día siguiente de su matrimonio podía girar con treinta mil pesos.
Su ambición desde este momento no tuvo límites. Enviado por asuntos
de la casa en que servía, don Dámaso llegó a Copiapó un mes
después de casarse.
Su
buena suerte quiso que, al cobrar un documento de muy poco valor que
su patrón le había endosado, Encina se encontrase con un hombre de
bien que le dijo lo siguiente:
-Usted
puede ejecutarme: no tengo con qué pagar. Mas, si en lugar de
cobrarme quiere usted arriesgar algunos medios, le firmaré a usted
un documento por valor doble que el de esa letra y cederé a usted la
mitad de una mina que poseo y que estoy seguro hará un gran alcance
en un mes de trabajo.
Don
Dámaso era hombre de reposo y se volvió a su casa sin haber dado
ninguna respuesta en pro ni en contra. Consultóse con varias
personas, y todas ellas le dijeron que don José Rivas, su deudor,
era un loco que había perdido toda su fortuna persiguiendo una veta
imaginaria.
Encina
pesó los informes y las palabras de Rivas, cuya buena fe había
dejado en su ánimo una impresión favorable.
-Veremos
la mina -le dijo al día siguiente.
Pusiéronse
en marcha y llegaron al lugar a donde se dirigían conversando de
minas.
Don
Dámaso Encina veía flotar ante sus ojos, durante aquella
conversación, las vetas, los mantos, los farellones, los panizos,
como otros tantos depósitos de inagotable riqueza, sin comprender la
diferencia que existe en el significado de aquellas voces.
Don
José Rivas tenía toda la elocuencia del minero a quien acompaña la
fe después de haber perdido su caudal, y a su voz veía Encina
brillar la plata hasta en las piedras del camino. Mas, a pesar de
esta preocupación, tuvo don Dámaso suficiente tiempo de arreglar en
su imaginación la propuesta que debía hacer a Rivas en caso de que
la mina le agradase. Después de examinarla, y dejándose llevar de
su inspiración,
Encina
comenzó su ataque: -Yo no entiendo nada de esto dijo-; pero no me
desagradan las minas en general.
Cédame
usted doce barras y obtengo de mi patrón nuevos plazos para su deuda
y quita de algunos intereses. Trabajaremos la mina a medias y haremos
un contratito en el cual usted se obligue a pagarme el uno y medio
por los capitales que yo invierta en la explotación y a preferirme
por el tanto cuando usted quiera vender su parte o algunas barras.
Don José se hallaba amenazado de ir a la cárcel, dejando en el más
completo abandono a su mujer y a su hijo Martín, de un año de edad.
Antes
de aceptar aquella propuesta, hizo, sin embargo, algunas objeciones
inútiles, porque Encina se mantuvo en los términos de su
proposición y fue preciso firmar el contrato bajo las bases que éste
había propuesto. Desde entonces don Dámaso se estableció en
Copiapó como agente de la casa de comercio de Valparaíso, en la que
había servido y administró por su cuenta algunos otros negocios que
aumentaron su capital.
Durante
un año la mina costeó sus gastos y don Dámaso compró poco a poco
a Rivas toda su parte, quedando éste en calidad de administrador.
Seis meses después de comprada la última barra. sobrevino un gran
alcance, y pocos años más tarde don Dámaso Encina compraba un
valioso fundo de campo cerca de Santiago y la casa en que le hemos
visto recibir al hijo del hombre a quien debía su riqueza.
Gracias
a ésta, la familia de don Dámaso era considerada como una de las
más aristocráticas de Santiago. Entre nosotros el dinero ha hecho
desaparecer más preocupaciones de familia que en las viejas
sociedades europeas. En éstas hay lo que llaman aristocracia de
dinero, que jamás alcanza con su poder y su fausto a hacer olvidar
enteramente la oscuridad de la cuna: al paso que en Chile vemos que
todo va cediendo su puesto a la riqueza, la que ha hecho palidecer
con su brillo el orgulloso desdén con que antes eran tratados los
advenedizos sociales.
Dudamos
mucho de que éste sea un paso dado hacia la democracia, porque los
que cifran su vanidad en los favores ciegos de la fortuna afectan
ordinariamente una insolencia, con la que creen ocultar su nulidad,
que les hace mirar con menosprecio a los que no pueden, como ellos,
comprar la consideración con el lujo o con la fama de sus caudales.
La familia de don Dámaso Encina era noble en Santiago por derecho
pecuniario y, como tal, gozaba de los miramientos sociales por la
causa que acabarnos de apuntar.
Se
distinguía por el gusto hacia el lujo, que por entonces principiaba
a apoderarse de nuestra sociedad, y aumentaba su prestigio con la
solidez del crédito de don Dámaso, que tenía por principal negocio
el de la usura en grande escala, tan común entre los capitalistas
chilenos. Magnífico cuadro formaba aquel lujo a la belleza de
Leonor, la hija predilecta de don Dámaso y de doña Engracia.
Cualquiera
que hubiese visto a aquella niña de diecinueve años en una pobre
habitación habría acusado de caprichosa a la suerte por no haber
dado a tanta hermosura un marco correspondiente.
Así
es que al verla reclinada sobre un magnífico sofá forrado en
brocatel celeste, al mirar reproducida su imagen en un lindo espejo
al estilo de la Edad Media, y al observar su pie, de una pequeñez
admirable, rozarse descuidado sobre una alfombra finísima, el mismo
observador habría admirado la prodigidad de la naturaleza en tan
feliz acuerdo con los favores del destino.
Leonor
resplandecía rodeada de ese lujo como un brillante entre el oro y
pedrenas de un rico aderezo. El color un poco moreno de su cutis y la
fuerza de expresión de sus grandes ojos verdes, guarnecidos de
largas pestañas; los labios húmedos y rosados, la frente pequeña,
limitada por abundantes y bien plantados cabellos negros; las
arqueadas cejas, y los dientes, para los cuales parecía hecha a
propósito la comparación tan usada con las perlas; todas sus
facciones, en fin, con el óvalo delicado del rostro, formaban en su
conjunto una belleza ideal, de las que hacen bullir la imaginación
de los jóvenes y revivir el cuadro de pasadas dichas en la de los
viejos.
Don
Dámaso y doña Engracia tenían por Leonor la predilección de casi
todos los padres por el más hermoso de sus hijos. Y ella, mimada
desde temprano, se había acostumbrado a mirar sus perfecciones como
un arma de absoluto dominio entre los que la rodeaban, llevando su
orgullo hasta oponer sus caprichos al carácter y autoridad de su
madre.
Doña
Engracia, en efecto, nacida voluntariosa y dominante, enorgullecida
en su matrimonio por los treinta mil pesos, origen de la riqueza de
que ahora disfrutaba la familia, se había visto poco a poco caer
bajo el ascendiente de su hija, hasta el punto de mirar con
indiferencia al resto de su familia y no salvar incólume, de aquella
silenciosa y prolongada lucha doméstica, más que su amor a los
perritos falderos y su aversión hacia todo abrigo, hija de su
temperamento sanguíneo.
En
la época en que principia esta historia, la familia Encina acababa
de celebrar con un magnífico baile la llegada de Europa del joven
Agustín, que había traído del Viejo Mundo gran acopio de ropa y
alhajas, en cambio de los conocimientos que no se había cuidado de
adquirir en su viaje.
Su
pelo rizado, la gracia de su persona y su perfecta elegancia hacían
olvidar lo vacío de su cabeza y los treinta mil pesos invertidos en
hacer pasear la persona del joven Agustín por los enlosados de las
principales ciudades europeas. Además de este joven y de Leonor, don
Dámaso tenía otros hijos, de cuya descripción nos abstendremos por
su poca importancia en esta historia. La llegada de Agustín y
algunos buenos negocios habían predispuesto el ánimo de don Dámaso
hacia la benevolencia con que le hemos visto acoger a Martín Rivas y
hospedarle en su casa.
Estas
circunstancias le habían hecho también olvidar su constante
preocupación de la higiene, con la que pretendía conservar su salud
y entregarse con entera libertad de espíritu a las ideas de política
que, bajo la forma de un vehemente deseo de ocupar un lugar en el
Senado, inflamaban al patriotismo de este capitalista.
Por
esta razón había pedido los periódicos después de la benévola
acogida que acababa de hacer al joven provinciano.
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