Al
Señor Don Manuel Antonio Matta
Mi
querido Manuel: Por más de un titulo te corresponde la dedicatoria
de esta novela: ella ha visto la luz pública en las columnas de un
periódico fundado por tus esfuerzas y dirigido por tu decisión y
constancia a la propagación y defensa de los principios liberales;
su protagonista ofrece el tipo, digno de imitarse, de los que
consagran un culto inalterable a las nobles virtudes del corazón, y,
finalmente, mi amistad quiere aprovechar esta ocasión de darte un
testimonio de que al cariño nacido en la infancia se une ahora el
profundo aprecio que inspiran la hidalguía y el patriotismo puestos
al servicio de una buena causa con entero desinterés.
Recibe,
pues, esta dedicatoria como una prenda de Id amistad sincera y del
aprecio distinguido que te profesa tu afectísimo
ALBERTO
BLEST GANA
1
A
principios del mes de julio de 1850 atravesaba la puerta de calle de
una hermosa casa de Santiago un joven de veintidós a veintitrés
años. Su traje y sus maneras estaban muy distantes de asemejarse a
las maneras y al traje de nuestros elegantes de la capital.
Todo
en aquel joven revelaba al provinciano que viene por primera vez a
Santiago. Sus pantalones negros, embotinados por medio de anchas
trabillas de becerro, a la usanza de los años de 1842 y 43; su
levita de mangas cortas y angostas; su chaleco de raso negro con
largos picos abiertos, formando un ángulo agudo, cuya bisectriz era
la línea que marca la tapa del pantalón; su sombrero de extraña
forma y sus botines abrochados sobre los tobillos por medio de
cordones negros componían un traje que recordaba antiguas modas, que
sólo los provincianos hacen ver de tiempo en tiempo, por las calles
de la capital.
El
modo como aquel joven se acercó a un criado que se balanceaba,
mirándole, apoyado en el umbral de una puerta que daba al primer
patio, manifestaba también la timidez del que penetra en un lugar
desconocido y recela de la acogida que le espera.
Cuando
el provinciano se halló bastante cerca del criado, que continuaba
observándole, se detuvo e hizo un saludo, al que el otro contestó
con aire protector, inspirado tal vez por la triste catadura del
joven.
-¿Será
ésta la casa del señor don Dámaso Encina?
-preguntó
éste con voz en la que parecía reprimirse apenas el disgusto que
aquel saludo insolente pareció causarle.
-Aquí
es -contestó el criado.
-¿Podría
usted decirle que un caballero desea hablar con él?
A
la palabra caballero, el criado pareció rechazar una sonrisa burlona
que se dibujaba en sus labios.
-¿Y
cómo se llama usted? -preguntó con voz seca.
-Martín
Rivas -contestó el provinciano, tratando de dominar su impaciencia,
que no dejó por esto de reflejarse en sus ojos.
-Espérese,
pues -díjole el criado; y entró con paso lento a las habitaciones
del interior.
Daban
en ese instante las doce del día. Nosotros aprovechamos la ausencia
del criado para dar a conocer más ampliamente al que acababa de
decir llamarse Martín Rivas.
Era
un joven de regular estatura y bien proporcionadas formas. Sus ojos
negros, sin ser grandes, llamaban la atención por el aire de
melancolía que comunicaban a su rostro. Eran dos ojos de mirar
apagado y pensativo, sombreados por grandes ojeras que guardaban
armonía con la palidez de las mejillas.
Un
pequeño bigote negro, que cubría el labio superior y la línea un
poco saliente del inferior, le daba el aspecto de la resolución,
aspecto que contribuía a aumentar lo erguido de la cabeza, cubierta
por una abundante cabellera color castaño, a juzgar por lo que se
dejaba ver bajo el ala del sombrero.
El
conjunto de su persona tenía cierto aire de distinción que
contrastaba con la pobreza del traje y hacía ver que aquel joven,
estando vestido con elegancia, podía pasar por un buen mozo a los
ojos de los que no hacen consistir únicamente la belleza física en
lo rosado de la tez y regularidad perfecta de las facciones.
Martín
se había quedado en el mismo lugar en que se detuvo para hablar con
el criado, y dejó pasar dos minutos sin moverse, contemplando las
paredes del patio pintadas al óleo y las ventanas que ostentaban sus
molduras doradas a través de las vidrieras.
Mas
luego, pareció impacientarse con la tardanza del que esperaba, y sus
ojos vagaron de un lugar a otro sin fijarse en nada. Por fin, se
abrió una puerta y apareció el mismo criado con quien Martín
acababa de hablar.
-Que
pase para adentro -dijo al joven.
Martín
siguió al criado hasta una puerta, en la que éste se detuvo.
-Aquí
está el patrón -dijo, señalándole la puerta.
El
joven pasó el umbral y se encontró con un hombre que, por su
aspecto, parecía hallarse, según la significativa expresión
francesa, entre dos edades.
Es
decir, que rayaba en la vejez sin haber entrado aún en ella. Su
traje negro, su cuello bien almidonado, el lustre de sus botas de
becerro, indicaban al hombre metódico, que somete su persona, como
su vida, a reglas invariables.
Su
semblante nada revelaba: no había en él ninguno de esos rasgos
característicos, tan prominentes en ciertas fisonomías, por los
cuales un observador adivina en gran parte el carácter de algunos
individuos. Perfectamente afeitado y peinado, el rostro y el pelo de
aquel hombre manifestaban que el aseo era una de sus reglas de
conducta.
Al
ver a Martín, se quitó una gorra con que se hallaba cubierto y se
adelantó con una de esas miradas que equivalen a una pregunta.
El
joven la interpretó así, e hizo un ligero saludo, diciendo:
-¿El
señor don Dámaso Encina?
-Yo,
señor, un servidor de usted -contestó el preguntado.
Martín
sacó del bolsillo de la levita una carta que puso en manos de don
Dámaso, con estas palabras:
-Tenga
usted la bondad de leer esta carta.
-Ah,
es usted Martín exclamó el señor Encina, al leer la firma, después
de haber roto el sello, sin apresurarse-.
Y
su padre de usted, ¿cómo está? -Ha muerto contestó Martín, con
tristeza.
-¡Muerto!
-repitió,
con asombro, el caballero.
Luego,
como preocupado de una idea repentina, añadió:
-Siéntese,
Martín; dispénseme que no le haya ofrecido asiento; ¿y esta
carta?...
-Tenga
usted la bondad de leerla contestó Martín.
Don
Dámaso se acercó a una mesa de escritorio, puso sobre ella la
carta, tomó unos anteojos que limpió cuidadosamente con su pañuelo
y colocó sobre sus narices. Al sentarse dirigió la vista sobre el
joven.
-No
puedo leer sin anteojos
-le
dijo a manera de satisfacción por el tiempo que había empleado en
prepararse.
Luego
principió la lectura de la carta, que decía lo siguiente: Mi
estimado y respetado señor: Me siento gravemente enfermo y deseo,
antes que Dios me llame a su divino tribunal, recomendarle a mi hijo,
que en breve será el único apoyo de mi desgraciada familia.
Tengo
muy cortos recursos, y he hecho mis últimas disposiciones para que
después de mi muerte puedan mi mujer y mis hijos aprovecharlas lo
mejor posible. Con los intereses de mi pequeño caudal tendrá mi
familia que subsistir pobremente para poder dar a Martín lo
necesario hasta que concluya en Santiago sus estudios de abogado.
Según
mis cálculos, sólo 3 podrá recibir veinte pesos al mes, y como le
sería imposible con tan módica suma satisfacer sus estrictas
necesidades, me he acordado de usted y atrevido a pedirle el servicio
de que le hospede en su casa hasta que pueda por sí solo ganar su
subsistencia.
Este
muchacho es mi única esperanza, y si usted le hace la gracia que
para él humildemente solicito, tendrá usted las bendiciones de su
santa madre en la tierra y las mías en el cielo, si Dios me concede
su eterna gloria después de mi muerte.
Mande
a su seguro servidor, que sus plantas besa. JOSE RIVAS Don Dámaso se
quitó los anteojos con el mismo cuidado que había empleado para
ponérselos y los colocó en el mismo lugar que antes ocupaban.
-¿Usted
sabe lo que su padre me pide en esta carta? -preguntó, levantándose
de su asiento.
-Sí,
señor contestó Martín.
-¿Y
cómo se ha venido usted de Copiapó?
-Sobre
la cubierta del vapor -contestó el joven, como con orgullo.
-Amigo
-dijo el señor Encina-, su padre era un buen hombre y le debo
algunos servicios que me alegraré de pagarle en su hijo. Tengo en
los altos dos piezas desocupadas y están a la disposición de usted.
¿Trae
usted equipaje?
-Sí,
señor.
-¿Dónde
está?
-En
la posada de Santo Domingo.
-El
criado irá a traerlo; usted le dará las señas.
Martín
se levantó de su asiento y don Dámaso llamó al criado.
-Anda
con este caballero y traerás lo que él te dé -le dijo.
-Señor
-dijo
Martín-, no hallo cómo dar a usted las gracias por su bondad.
-Bueno,
Martín, bueno -contestó don Dámaso; está usted en su casa. Traiga
usted su equipaje y arréglese allá arriba. Yo como a las cinco:
véngase un poquito antes para presentarle a la señora.
Martín
dijo algunas palabras de agradecimiento y se retiró.
-Juana,
Juana -gritó don Dámaso, tratando de hacer pasar su voz a una pieza
vecina-; que me traigan los periódicos.
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