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Martín
Rivas había abandonado la casa de sus padres en momentos de dolor y
de luto para él y su familia. Con la muerte de su padre no le
quedaban en la tierra más personas queridas que doña Catalina
Salazar, su madre, y Matilde, su única hermana.
El
y estas dos mujeres había velado durante quince días a la cabecera
de don José, moribundo. En aquellos supremos instantes, en que el
dolor parece estrechar los lazos que unen a las personas de una misma
familia, los tres habían tenido igual valor y sostenídose
mutuamente por una energía fingida, con la que cada cual disfrazaba
su angustia a los otros dos.
Un
día don José conoció que su fin se acercaba y llamó a su mujer y
a sus dos hijos.
-Este
es mi testamento -les dijo, mostrándoles el que había hecho
extender el día anterior-, y aquí hay una carta que Martín llevará
en persona a don Dámaso Encina, que vive en Santiago.
Luego,
tomando una mano a su hijo:
-De
ti va a depender en adelante -le dijo la suerte de tu madre y de tu
hermana: ve a Santiago y estudia con empeño. Dios premiará tu
constancia y tu trabajo. Ocho días después de la muerte de don
José, la separación de Martín renovó el dolor de la familia, en
la que el llanto resignado había sucedido a la desesperación.
Martín
tomó pasaje en la cubierta del vapor y llegó a Valparaíso, animado
del deseo del estudio. Nada de lo que vio en aquel puerto ni en la
capital llamó su atención. Sólo pensaba en su madre y en su
hermana, y le parecía oír en el aire las últimas y sencillas
palabras de su padre.
De
altivo carácter y concentrada imaginación, Martín había vivido,
hasta entonces, aislado por su pobreza y separado de su familia, en
casa de un viejo tío que residía en Coquimbo, donde el joven había
hecho sus estudios mediante la protección de aquel pariente.
Los
únicos días de felicidad eran los que las vacaciones le permitían
pasar al lado de su familia. En ese aislamiento, todos sus afectos se
habían concentrado en ésta, y al llegar a Santiago juró regresar
de abogado a Copiapó y cambiar la suerte de los que cifraban en él
sus esperanzas.
-Dios
premiará mi constancia y mi trabajo decía, repitiéndose las
palabras llenas de fe con que su padre se había despedido. Con tales
ideas arreglaba Martín su modesto equipaje en las piezas de los
altos de la hermosa casa de don Dámaso Encina.
A
las cuatro de la tarde de ese mismo día, el primogénito de don
Dámaso golpeaba a una puerta de las piezas de Leonor. El joven iba
vestido con una levita azul abrochada sobre un pantalón claro que
caía sobre un par de botas de charol, en cuyos tacones se veían dos
espuelitas doradas.
En
su mano izquierda tenía una huasca con puño de marfil y en la
derecha, un enorme cigarro habano, consumido a medias. Golpeó, como
dijimos, a la puerta, y oyó la voz de su hermana que preguntaba:
-¿Quién es? -¿Puedo entrar? -preguntó Agustín, entreabriendo la
puerta. No esperó la contestación y entró en la pieza con aire de
elegancia suma.
Leonor
se peinaba delante de un espejo, y volvió su rostro con una sonrisa
hacia su hermano.
-¡Ah!
-exclamo- ¡ya vienes con tu cigarro! -No me obligues a botarlo,
hermanita dijo el elegante-, es un imperial de a doscientos pesos el
mil.
-Podías
haberlo concluido antes de venir a verme.
-Así
lo quise hacer, y me fui a conversar con mamá; pero ésta me
despidió, so pretexto de que el humo la sofocaba.
-¿Has
andado a caballo? -preguntó Leonor.
-Sí,
y en pago de tu complacencia para dejarme mi cigarro, te contaré
algo que te agradará.
-¿Qué
cosa? -Anduve con Clemente Valencia.
-¿Y
qué más? -Me habló de ti con entusiasmo.
Leonor
hizo con los labios una ligera señal de desprecio.
-Vamos
-exclamó Agustín-, no seas hipócrita.
Clemente
no te desagrada. -Como muchos otros.
-Tal
vez; pero hay pocos como él. -¿Por qué? -Porque tiene trescientos
mil pesos.
-Sí;
pero no es buen mozo.
-Nadie
es feo con capital, hermanita.
Leonor
se sonrió; mas, habría sido imposible decir si fue de la máxima de
su hermano o de satisfacción por el arte con que había arreglado
una parte de sus cabellos.
-En
estos tiempos, hijita -continuó el elegante, reclinándose en una
poltrona-, la plata es la mejor recomendación.
-O
la belleza -replicó Leonor. -Es decir, que te gusta más Emilio
Mendoza porque es buen mozo: fi, ma belle! -Yo no digo tal cosa.
-Vamos,
ábreme tu corazón; ya sabes que te adoro.
-Te
lo abriría en vano: no amo a nadie.
-Estás
intratable. Hablaremos de otra cosa.
¿Sabes
que tenemos un alojado? -Así he sabido: un jovencito de Copiapó:
¿qué tal es?
-Pobrísimo
-dijo Agustín, con un gesto de desprecio. -Quiero decir de figura.
-No
le he visto; será algún provinciano rubicundo y tostado por el sol.
En
ese momento Leonor había concluido de peinarse y se volvió hacia su
hermano.
-Estás
charmante -le dijo Agustín, que, aunque no había aprendido muy bien
el francés en su viaje a Europa, usaba una profusión de galicismos
y palabras sueltas de aquel idioma para hacer creer que lo conocía
perfectamente.
-Pero
tengo que vestirme -replicó Leonor.
-Es
decir, que me despides: bueno, me voy.
Un
baiser, ma chérie -añadió, acercándose a la niña y besándola en
la frente.
Luego,
al tiempo de tomar la puerta, volvióse de nuevo hacia Leonor-: De
modo que desprecias a ese pobre Clemente.
-¿Y
qué hacerle? contestó con fingida tristeza la niña.
-Mira,
trescientos mil pesos, no te olvides.
Podrías
irte a París y volver aquí a ser la reina de la moda. Yo te doy ma
parole d'honneur que harías de Clemente cire et pabile dijo,
queriendo afrancesar una expresión vulgar con que pintamos al
individuo obediente, sobre todo en amores.
Leonor,
que conocía el francés mejor que su hermano, se rió a carcajadas
de la fatuidad con que Agustín había dicho su disparate al cerrar
la puerta. y se entregó de nuevo a su tocador.
Los
dos jóvenes que Agustín había nombrado se distinguían entre los
más asiduos pretendientes de la hija de don Dámaso Encina; pero la
voz de la chismografía social no designaba hasta entonces cuál de
los dos se hubiera conquistado la preferencia de Leonor.
Como
hemos visto. Los títulos con que cada uno de ellos se presentaba en
la arena de la galantería eran diversos. Clemente Valencia era un
joven de veintiocho años, de figura ordinaria, a pesar del lujo que
ostentaba en su traje, gracias a los trescientos mil pesos que tanto
recomendaba Agustín a su hermana.
Por
aquel tiempo, es decir, en 1850, los solteros elegantes no habían
adoptado aún la moda de presentarse en la Alameda en coupés o
caleches como acontece en el día. Contentábanse, los que aspiraban
al título de leones, con un cabriolé más o menos elegante, que
hacían tirar por postillones a la Daumont en los días del Dieciocho
y grandes festivales.
Clemente
Valencia había encargado uno a Europa, que le servía de pedestal
para mostrar al vulgo su grandeza pecuniaria, que llamaba la atención
de las niñas y despertaba la crítica de los viejos, los que miran
con desprecio todo gasto superfluo, desde algún sofá predilecto,
donde forman sus diarios corrillos en el paseo de las Delicias.
Mas
Clemente se cuidaba muy poco de aquella crítica y lograba su objeto
de llamar la atención de las mujeres, que, al contrario de aquellos
respetables varones, rara vez consideran como inútiles los gastos de
ostentación. Así es que el joven capitalista era recibido en todas
partes con el acatamiento que se debe al dinero, el ídolo del día.
Las
madres le ofrecían la mejor poltrona en sus salones; las hijas le
mostraban gustosas el hermoso esmalte de sus dientes y tenían para
él ciertas miradas lánguidas, patrimonio de los elegidos; al paso
que los padres le consultaban con deferencia sus negocios y tomaban
su voto en consideración, como el de un hombre que en caso necesario
puede prestar su fianza para una especulación importante.
Emilio
Mendoza, el segundo galán nombrado por Agustín Encina en la
conversación que precede, brillaba por la belleza que faltaba a
Clemente y carecía de lo que a éste servía de pasaporte en los más
aristocráticos salones de la capital.
Era
buen mozo y pobre. Empero, esta pobreza no le impedía presentarse
con elegancia entre los leones, bien que sus recursos no le permitían
el uso del cabriolé en que su rival paseaba en la Alameda su
satisfecho individuo.
Emilio
pertenecía a una de esas familias que han descubierto en la política
una lucrativa especulación y, plegándose desde temprano a los
gobiernos, había gozado siempre de buenos sueldos en varios empleos
públicos. En aquella época ocupaba un puesto con tres mil pesos de
sueldo, mediante lo cual podía ostentar, en su camisa, joyas y
bordados de valor que apenas eclipsaba su poderoso adversario.
Ambos,
además de su amor por la hija de don Dámaso, eran impulsados por la
misma ambición. Clemente Valencia quería aumentar su caudal con la
herencia probable de Leonor y Emilio Mendoza sabía que, casándose
con ella, además de la herencia que vendría más tarde, la
protección de don Dámaso le sería de inmensa utilidad en su
carrera política. Entre estos dos jóvenes había, por consiguiente,
dos puntos importantes de rivalidad: conquistar el corazón de la
niña y ganarse las simpatías del padre.
Lo
primero y lo segundo eran dos graves escollos que presentaban seria
resistencia por la índole de Leonor y el carácter de don Dámaso.
Este fluctuaba entre el ministerio y la oposición a merced de los
consejos de los amigos y de los editoriales de la prensa de ambos
partidos; y Leonor, según la opinión general, tenía tan alta idea
de su belleza, que no encontraba ningún hombre digno de su corazón
ni de su mano.
Mientras
que don Dámaso, preocupado del deseo de ser senador, se inclinaba
del lado en que creía ver el triunfo, su hija daba y quitaba a cada
uno de ellos las esperanzas con que en la noche anterior se habían
mecido al dormirse. Así es que Clemente Valencia, opositor por
relaciones de familia más bien que por convicciones, de las cuales
carecía, encontraba a don Dámaso enteramente convertido a las ideas
conservadoras, al día siguiente de haberse despedido de acuerdo con
él sobre las faltas del Gobierno y la necesidad de atacarlo.
Así
también hallaba la sonrisa en los labios de Leonor, cuando se
acercaba a ella, casi persuadido de que Emilio Mendoza había
triunfado en su corazón. Igual cosa acontecía a su rival, que
trabajaba para hacer divisar a don Dámaso el sillón de senador
únicamente en la ciega adhesión a la autoridad, y sufría los
desdenes de la hija cuando ya se creía seguro de su amor.
Tales
eran los encontrados intereses que se disputaban la victoria en casa
de don Dámaso Encina.
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