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Entregado
a profunda meditación se hallaba Martín Rivas, después de arreglar
su reducido equipaje en los altos que debía a la hospitalidad de don
Dámaso. Al encontrarse en la capital, de la que tanto había oído
hablar en Copiapó; al verse separado de su familia, que divisaba en
el luto y la pobreza; al pensar en la acaudalada familia en cuyo seno
se veía admitido tan repentinamente, disputábanse el paso sus ideas
en su imaginación y tan pronto se oprimía de dolor su pecho con el
recuerdo de las lágrimas de los que había dejado, como palpitaba a
la idea de presentarse ante gentes ricas y acostumbradas a las
grandezas del lujo, con su modesto traje y sus maneras encogidas por
el temor y la pobreza.
En
ese momento habían desaparecido para él hasta las esperanzas que
acompañan a las almas jóvenes en sus continuas peregrinaciones al
porvenir. Sabía, por el criado, que la casa era de las más lujosas
de Santiago; que en la familia había una niña y un joven, tipos de
gracia y de elegancia; y pensaba que él, pobre provinciano, tendría
que sentarse al lado de esas personas acostumbradas al refinamiento
de la riqueza.
Esta
perspectiva hería el nativo orgullo de su corazón y le hacía
perder de vista el juramento que hiciera al llegar a Santiago y las
promesas de la esperanza que su voluntad se proponía realizar. A las
cuatro y media de la tarde, un criado se presentó ante el joven y le
anunció que su patrón le esperaba en la cuadra.
Martín
se miró maquinalmente a un espejo que había sobre un lavatorio de
caoba, y se encontró pálido y feo; pero antes que su pueril
desaliento le abatiese el espíritu, su energía le despertó como
avergonzado y la voluntad le habló el lenguaje de la razón. Al
entrar en la pieza en que se hallaba la familia, la palidez que le
había entristecido un momento antes desapareció bajo el más vivo
encarnado. Don Dámaso le presentó a su mujer y a Leonor, que le
hiciera un ligero saludo.
En
ese momento entró Agustín, a quien su padre presentó también al
joven Rivas, que recibió del elegante una pequeña inclinación de
cabeza. Esta fría acogida bastó para desconcertar al provinciano,
que permanecía de pie, sin saber cómo colocar sus brazos ni
encontrar una actitud parecida a la de Agustín, que pasaba sus manos
entre su perfumada cabellera.
La
voz de don Dámaso, que le ofrecía un asiento, le sacó de la
tortura en que se hallaba, y mirando al suelo, tomó una silla
distante del grupo que formaban doña Engracia, Leonor y Agustín,
que se había puesto a hablar de su paseo a caballo y de las
excelentes cualidades del animal en que cabalgaba. Martín envidiaba
de todo corazón aquella insípida locuacidad mezclada con palabras
francesas y vulgares observaciones, dichas con ridícula afectación.
Admiraba además. al mismo tiempo,
la
riqueza de los muebles, desconocida para él hasta entonces; la
profusión de los dorados, la majestad de las cortinas que pendían
delante de las ventanas, y la variedad de objetos que cubrían las
mesas de arrimo. Su inexperiencia le hizo considerar cuanto veía
como los atributos de la grandeza y de la superioridad verdaderas, y
despertó en su naturaleza entusiasta esa aspiración hacia el lujo,
que parece sobre todo el patrimonio de la juventud.
Al
principio, Martín hizo aquellas observaciones levantando los ojos a
hurtadillas, pues, sin conciencia de la timidez que le dominaba,
cedía a su poder repentino, sin ocurrírsele combatirlo, como
acababa de hacer al bajar de su habitación. Don Dámaso, que era
hablador, le dirigió la palabra para informarse de las minas de
Copiapó.
Martín
vio, al contestar, dirigidos hacia él los ojos de la señora y sus
hijos. Y esta circunstancia, lejos de aumentar su turbación, pareció
infundirle una seguridad y aplomo repentinos, porque contestó con
acierto y voz entera, fijando con tranquilidad su vista en las
personas que le observaban como a un objeto curioso.
Mientras
hablaba, volvía también la serenidad a su espíritu, gracias a los
esfuerzos de su voluntad, naturalmente inclinada a luchar con las
dificultades. Y pudo, sólo entonces, observar a las personas que le
escuchaban. En el rincón más oscuro de la pieza divisó a doña
Engracia, que se colocaba siempre en el punto menos alumbrado para
evitar la sofocación. Esta señora tenía en sus faldas una perrita
blanca, de largo y rizado pelo, por el cual se veía que acababa de
pasar un peine, tal era lo vaporoso de sus rizos.
La
perrita levantaba la cabeza de cuando en cuando y fijaba sus
luminosos ojos en Martín con un ligero gruñido, al que contestaba
cada vez doña Engracia, diciéndole por lo bajo: -¡Diamela!
¡Diamela! Y acompañaba esta amonestación con ligeros golpes de
cariño parecidos a los que se dan a un niño regalón después que
ha hecho alguna gracia.
Pero
Martín se fijó un poco en la señora y en las señales de
descontento de Diamela, y dejó también de admirar las pretenciosas
maneras del elegante, para detener con avidez la vista sobre Leonor.
La belleza de esta niña produjo en su alma una admiración
indecible. Lo que experimenta un viajero contemplando la catarata del
Niágara o un artista delante del grandioso cuadro de Rafael "La
transfiguración" dará, bien explicado, una idea de las
sensaciones súbitas y extrañas que surgieron del alma de Martín en
presencia de la belleza sublime de Leonor.
Ella
vestía una bata blanca con el cinturón suelto como el de las
elegantes romanas, sobre un delantal bordado. En cuya parte baja,
llena de calados primorosos, se veía la franja de valenciennes de
una riquísima enagua. El corpiño, que hacía un pequeño ángulo de
escote, dejaba ver una garganta de puros contornos y hacía sospechar
la majestuosa perfección de su seno. Aquel traje, sencillo en
apariencia, y de gran valor en realidad, parecía realizar una cosa
imposible: la de aumentar la hermosura de Leonor, sobre la cual fijó
Martín con tan distraída obstinación la vista, que la niña volvió
hacia otro lado la suya, con una ligera señal de impaciencia.
Un
criado se presentó anunciando que la comida estaba en la mesa cuando
Agustín estaba haciendo una descripción del Boulevard de París a
su madre, al mismo tiempo que don Dámaso, que en aquel día se
inclinaba a la oposición, ponía en práctica sus principios
republicanos, tratando a Martín con familiaridad y atención.
Agustín
ofreció el brazo izquierdo a su madre, tratando de agarrar a Diamela
con la mano derecha. -¡Cuidado, cuidado, niño! exclamó la señora,
al ver la poca reverencia con que su primogénito trataba a su perra
favorita-; vas a lastimarla.
-No
lo crea, mamá contestó el elegante-. Cómo la había de hacer mal
cuando encuentro esta perrita charmante. Don Dámaso ofreció su
brazo a Leonor, y volviéndose hacia Martín: -Vamos a comer, amigo
-le dijo, siguiendo tras su esposa y su hijo.
Aquella
palabra "amigo", con que don Dámaso le convidaba,
manifestó a Martín la inmensa distancia que había entre él y la
familia de su huésped. Un nuevo desaliento se apoderó de su corazón
al dirigirse al comedor en tan humilde figura, cuando veía al
elegante Agustín asentar su charolada bota sobre la alfombra con tan
arrogante donaire, y la erguida frente de Leonor resplandecer con
todo el orgullo de su hermosura y de la riqueza.
Mientras
tomaban la sopa sólo se oyó la voz de Agustín: -En los Freres
provençaux comía diariamente una sopa de tortuga deliciosa decía,
limpiándose el bozo que sombreaba su labio superior-. ¡Oh, el pan
de París! -añadía, al romper uno de los llamados franceses entre
nosotros-, es un pan divino mirobolante.
-¿Y
en cuánto tiempo aprendiste el francés? -le preguntó doña
Engracia, dando una cucharada de sopa a Diamela y mirando con orgullo
a Martín, como para manifestarle la superioridad de su hijo. Mas,
sea que con este movimiento no pusiera bien la cuchara en el querido
hocico de Diamela, sea que la temperatura elevada de la sopa
ofendiese sus delicados labios, la perra lanzó un aullido que hizo
dar un salto sobre su silla a doña Engracia; y su movimiento fue tan
rápido, que echó a rodar por el mantel el plato que tenía por
delante y el líquido que contenía.
-¡No
ves, no ves!, ¿qué es lo que te digo? Eso sale por traer perros a
la mesa -exclamó don Dámaso. -Pobrecita de mi alma -decía, sin
escucharle, doña Engracia, dando fuertes apretones de ternura a
Diamela, que ésta aullaba desesperada. -Vamos, cállate polissonne
-dijo Agustín a la perra, que, viéndose un instante libre de los
abrazos de la señora, se calló repentinamente. Doña Engracia alzó
los ojos al cielo como admirando el poder del Creador y, bajándolos
sobre su marido, díjole con acento de ternura: -¡Mira, hijo, ya
entiende francés esta monada! -¡Oh!, el perro es un animal lleno de
inteligencia exclamó Agustín-; en París los llamaba en español y
me seguían cuando les mostraba un pedazo de pan.
Un
nuevo plato de sopa hizo cesar el descontento de Diamela y dejó
restablecerse el orden en la mesa.
-¿Y
qué dicen de política en el norte? -preguntó a Martín el dueño
de casa.
-Yo
he vivido lejos de las poblaciones, señor, con la enfermedad de mi
padre -contestó el joven-; de modo que ignoro el espíritu que allí
reinaba. -En París hay muchos colores políticos dijo Agustín-; los
orleanistas, los de la brancha de los Borbones y los republicanos.
-¿La
brancha? -preguntó don Dámaso. -Es decir, la rama de los Borbones
-repuso Agustín. -Pero en el norte todos son opositores dijo don
Dámaso, dirigiéndose otra vez a Martín. -Creo que es lo más
general -respondió éste.
-La
política gata los espíritus observó, sentenciosamente, el
primogénito de la familia. -¡Cómo es eso de gato! -preguntó su
padre, con admiración.
-Quiero
decir que vicia el espíritu contestó el joven. -Sin embargo -repuso
don Dámaso-, todo ciudadano debe ocuparse de la cosa pública, y los
derechos de los pueblos son sagrados.
Don
Dámaso, que, como dijimos, era opositor aquel día, dijo con gran
énfasis esta frase que acababa de leer en un diario liberal.
-Mamá,
¿qué confiture es ésa? -preguntó Agustín, señalando una
dulcera, para cortar la conversación de política, que le
fastidiaba.
-Y
los derechos del pueblo continuó diciendo don Dámaso, sin atender
el descontento de su hijo están consignados en el Evangelio.
-Son
albaricoques, hijo -decía al mismo tiempo doña Engracia,
contestando a la pregunta de Agustín.
-¡Cómo,
albaricoques! -exclamó don Dámaso creyendo que su mujer calificaba
con esa palabra los derechos de los pueblos.
-No,
hijo; digo que aquel es dulce de albaricoques contestó doña
Engracia.
-Confiture
d'habricots -dijo Agustín, con el énfasis de un predicador que cita
un texto latino. Durante este diálogo, Martín dirigía sus miradas
a Leonor, la que aparentaba la mayor indiferencia, sin tomar parte en
la conversación de la familia.
Terminada
la comida, todos salieron del comedor en el orden en que habían
entrado, y en el salón continuó cada cual con su tema favorito.
Agustín hablaba a su madre del café que tomaba en Tortoni después
de comer; don Dámaso citaba a Martín, dándolas por suyas, las
frases liberales que había aprendido por la mañana en los
periódicos, y Leonor hojeaba con distracción un libro de grabados
ingleses al lado de una mesa.
A
las siete pudo Martín libertarse de los discursos republicanos de su
anfitrión y retirarse del salón.
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