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Martín se sentó al lado de una mesa con el aire de un hombre cansado por una larga marcha. Las emociones de su llegada a Santiago, de la presentación en una familia rica, la impresión que le había causado la elegancia de Agustín Encina, y la belleza sorprendente de Leonor, todo, pasando confusamente en su espíritu, como las incoherentes visiones de un sueño, le habían rendido de cansancio.
Aquella desdeñosa hermosura, que no se dignaba tomar parte en las conversaciones de la familia, le humillaba con su elegancia y su riqueza. ¿Era tan vulgar su inteligencia como la de sus padres y la de su hermano, y ésta la causa de su silencio? Martín se hizo esta pregunta maquinalmente y como para combatir la angustia que oprimía su pecho al considerar la imposibilidad de llamar la atención de una criatura como Leonor.
Pensando en ella, entrevió por primera vez el amor, como se divisa a su edad: un paraíso de felicidad indefinida ardiente como la esperanza de la juventud, dorado como los sueños de la poesía, esta inseparable compañera del corazón que ama o desea amar. Un repentino recuerdo de su familia disipó por un instante sus tristes ideas y sacó a su corazón del círculo de fuego en que principiaba a internarse. Tomó su sombrero y bajó a la calle.
El deseo de conocer la población, el movimiento de ésta, le devolvió la tranquilidad. Además, deseaba comprar algunos libros, y preguntó por una librería al primero que encontró al paso. Dirigiéndose por las indicaciones que acababa de recibir, Martín llegó a la Plaza de Armas. En 1850, la pila de la plaza no estaba rodeada de un hermoso jardín como en el día, ni presentaba al transeúnte que se detenía a mirarla más asiento que su borde de losa, ocupado siempre en la noche por gente del pueblo. Entre éstos se veían corrillos de oficiales de zapatería que ofrecían un par de botines o de botas a todo el que por allí pasaba a esas horas.
Martín, llevado de la curiosidad de ver la pila, se dirigió de la esquina de la calle de Monjitas, en donde se había detenido a contemplar la plaza, por el medio de ella. Al llegar a la pila, y cuando fijaba la vista en las dos figuras de mármol que la coronan, un hombre se acercó a él, diciéndole: -Un par de botines de charol, patrón.
Estas palabras despertaron en su memoria el recuerdo del lustroso calzado de Agustín y sus recientes ideas que le habían hecho salir de la casa. Penso que con un par de botines de charol haría mejor figura en la elegante familia que le admitía en su seno; era joven y no se arredró con esta consideración ante la escasez de su bolsillo. Detúvose mirando al hombre que le acababa de dirigir la palabra, y éste que ya se retiraba, volvió al instante hacia él.
-A ver los botines dijo Martín.
-Aquí están, patroncito -contestó el hombre, mostrándole el calzado cuyos reflejos acabaron de acallar los escrúpulos del joven.
-Vea -añadió el vendedor, tendiendo un pañuelo al borde de la pila-, siéntese aquí y se los prueba.
Rivas se sentó lleno de confianza y se despojó de su tosco botín, tomando uno de los que el hombre le presentaba. Mas no fue pequeño su asombro cuando, al hacer esfuerzos para meter el pie, se vio rodeado de seis individuos, de los cuales cada uno le ofrecía un par de calzado, hablándole todos a un tiempo. Martín, más confuso que el capitán de la ronda cuando se ve rodeado de los que encuentra en casa de don Bartolo, en "El Barbero de Sevilla", oía las distintas voces y forcejeaba en vano para entrar el botín.
-Vea, patrón, éstos le están mejor -le decía uno. -Póngase éstos, señor; vea qué trabajo; de lo fino no más -añadía otro, colocándole un par de botines bajo las narices.
-Aquí tiene unos pa toa la vía -le murmuraba un tercero al oído. Y los demás hacían el elogio de su mercancía en parecidos términos, confundiendo al pobre mozo con tan extraña manera de vender. El primer par fue desechado por estrecho, el segundo por ancho, y por muy caro el tercero.
Entretanto, el número de zapateros había aumentado considerablemente en derredor del joven que, cansado de la porfiada insistencia de tanto vendedor reunido, se puso su viejo botín y se incorporó diciendo que compara en otra ocasión.
En el instante vio tornarse en áspero lenguaje la oficiosidad con que un minuto hacía le acosaban y oyó al primero de los vendedores decirle: -Si no tiene ganas de comprar, ¿pa qué está embromando? Y a otro añadir, como por vía de apéndice a lo de éste: -Pal caso, que tal vez ni tiene plata.
Y luego un tercero replicar: -¡Y como que tiene traza de futre pobre, hombre! Martín, recién llegado a la capital, ignoraba la insolencia de sus compatriotas obreros de esta ciudad, y sintió el despecho apoderarse de su paciencia.
-Yo a nadie he insultado dijo, dirigiéndose al grupo-, y no permitiré que me insulten tampoco.
-¿Y por qué lo insultan, porque le dicen pobre? Noshotros somos pobres también -contesto una voz.
-¡Entonhes le iremos ques rico, pue! -dijo otro, acercándose al joven.
-Y si es tan rico, ¿por qué no compró, pues? -añadió el primero que había hablado, acercándosele aún más que el anterior.
Rivas acabó con esto de perder la paciencia, y empujó con tal fuerza al hombre, que éste fue a caer al pie de sus compañeros.
-¿Y dejái que te pegue un futre? -le dijo uno. -Levántate hom, no seái falso dijo otro.
El zapatero se levantó, en efecto, y arremetió al joven con furia. Una riña de pugilato se trabó entonces entre ambos, con gran alegría de los otros, que aplaudían y animaban, elogiando con imparcialidad los golpes que cada cual asestaba con felicidad a su adversario.
-Cáscale fuerte en las narices decía uno.
-Sácale chocolate al futre -agregaba otro.
-Pégale fuerte y feo exclamaba el tercero. De súbito se oyó una voz que hizo dispersarse el grupo como por encanto, y dejar solos a los combatientes.
-Allí viene el pelto dijeron, corriendo dos o tres.
Y fueron seguidos por los otros, al mismo tiempo que un policial tomó a Martín de un brazo y al zapatero de otro, diciéndoles: -Los dos van pa entro cortitos.
Rivas volvió del aturdimiento que aquella riña le había causado cuando sintió esta voz y vio el uniforme del que le detenía.
-Yo no he tenido la culpa de este pleito dijo, suélteme usted.
-Pa entro, pa entro, ande no más contestó el policial. Y principió a llamar con el pito. En vano quiso Martín explicarle el origen de lo acaecido, el policial nada oía, y siguió llamando con su pito hasta que se presentó un cabo seguido de otro soldado. Con éstos, su elocuencia fracasó del mismo modo.
El cabo oyó impasible la relación que se le hacía, y sólo contestó con la frase sacramental del cuerpo de seguridad urbana: -Páselos pa entro. Ante tan uniforme modo de discutir, Rivas conoció que era mejor resignarse, y se dejó conducir con su adversario hasta el cuartel de policía.
Al llegar, esperó Martín que el oficial de guardia, ante quien fue presentado, hiciera más racional justicia a su causa, pero éste oyó su relación y dio la orden de hacerle entrar hasta la llegada del mayor.
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