domingo, 22 de febrero de 2015

MARTÍN RIVAS - Alberto Blest Gana - Cap 6

6

A la misma hora en que Martín Rivas era llevado preso, el salón de don Dámaso Encina resplandecía de luces que alumbraban a la diaria concurrencia de tertulianos.
En un sofá conversaba doña Engracia con una señora, hermana de don Dámaso y madre de una niña que ocupaba otro sofá con Leonor y el elegante Agustín.
En un rincón de la pieza vecina rodeaban una mesa de malilla don Dámaso y tres caballeros de aspecto respetable y encanecidos cabellos. Al lado de la mesa se hallaba como observador el joven Mendoza, uno de los adoradores de Leonor.
Doña Engracia conversaba con su cuñada, doña Francisca Encina, sobre las habilidades de Diamela y sus progresos en la lengua de Vaugelas, y de Voltaire, mientras que un hijo de doña Francisca, perteneciente a la categoría de los niños regalones, se divertía en tirar la cola y las orejas de la favorita de su tía. La niña que conversaba con Leonor formaba con ella un contraste notable por su fisonomía.
Al ver su rubio cabello, su blanca tez y sus ojos azules, un extranjero habría creído que no podía pertenecer a la misma raza que la joven algo morena y de negros cabellos que se hallaba a su lado, y mucho menos que entre Leonor y su prima, Matilde Elías, existiese tan estrecho parentesco.
La fisonomía de esta niña revelaba, además, cierta languidez melancólica, que contrastaba con la orgullosa altivez de Leonor, y, aunque la elegancia de su vestido no era menos que la del de ésta, la belleza de Matilde se veía apagada a primera vista al lado de la de su prima.
Las dos niñas tenían sus manos afectuosamente entrelazadas cuando entró al salón Clemente Valencia.
-¡Ah!, ya viene este hombre con sus cadenas de reloj y sus brillantes que huelen a capitalista de mal gusto dijo Leonor.
El joven no se atrevió a quedarse al lado de las dos primas por el frío saludo con que la hija de don Dámaso contestó al suyo, y fue a sentarse al lado de las mamás.
-¿Sabes que te corren casamiento con él? -dijo Matilde a su prima.
-¡Jesús! contestó ésta-, ¿porque es rico? -Y porque creen que tú le amas. -Ni a él ni a nadie -replicó Leonor, con acento desdeñoso.
-¿A nadie? ¿Y a Mendoza? -preguntó Matilde.
-La verdad, Matilde, ¿tú has estado enamorada alguna vez? -dijo Leonor, mirando fijamente a su prima. Esta se ruborizó en extremo, y no contestó.
bajo este dictado a todo el que se atrevía a levantar la voz sin tener casa ni hacienda ni capital a interés. Estas opiniones autoritarias, que los dos amigos profesaban en virtud de su conveniencia, habían acarreado algunos disgustos domésticos a don Fidel Elías.
Doña Francisca Encina, su mujer, había leído algunos libros y pretendía pensar por sí sola, violando así los principios sociales de su marido, que miraba todo libro como inútil, cuando no como pernicioso.
En su cualidad de letrada, doña Francisca era liberal en política y fomentaba esta tendencia de su hermano, a quien don Fidel y don Simón no habían aún podido conquistar enteramente para el partido del orden, que algunos han llamado con cierta gracia, en tiempos posteriores, el partido de los energistas.
Sentados a la mesa del té todos estos personajes, la conversación tomó distinto giro en cada uno de los grupos que componían, según sus gustos y edades. Doña Engracia citaba a su cuñada la escena de la comida, para probar que Diamela entendía el francés, a lo cual contestaba doña Francisca citando algunos autores que hablaban de la habilidad de la raza canina.
Leonor y su prima formaban otro grupo con los jóvenes, y don Dámaso ocupaba la cabecera de la mesa con su amigo y su cuñado.
-Convéncete, Dámaso -decíale don Fidel-, esta Sociedad de la Igualdad es una pandilla de descamisados que quieren repartirse nuestras fortunas. -Y, sobre todo decía don Simón, a quien el Gobierno nombraba siempre para diversas comisiones-, los que hacen oposición es porque quieren empleo.
-Pero hombre -replicaba don Dámaso, ¿y las escuelas que funda esa sociedad para educar al pueblo? -¡Qué pueblo, ni qué pueblo! contestaba don Fidel-. Es el peor mal que pueden hacer, estar enseñando a ser caballeros a esa pandilla de rotos.
-Si yo fuese gobierno -dijo don Simón-, no los dejaba reunirse nunca.
¿Adónde vamos a parar con que todos se metan en política? -¡Pero si son tan ciudadanos como nosotros! -replicó don Dámaso.
-Sí, pero ciudadanos sin un centavo, ciudadanos hambrientos -repuso don Fidel.
-Y entonces, ¿para qué estamos en República? dijo doña Francisca, mezclándose en la conversación.
-Ojalá no lo estuviéramos contestó su marido.
-¡Jesús! exclamó escandalizada la señora.
-Mira, hija, las mujeres no deben hablar de política dijo, sentenciosamente, don Fidel. Esta máxima fue aprobada por el grave don Simón, que hizo con la cabeza una señal afirmativa.
-A las mujeres, las flores y la tualeta, querida tía -le dijo Agustín, que oyó la máxima de don Fidel. -Este niño ha vuelto más tonto de Europa -murmuró, picada, la literata.
-En días pasados dijo don Simón a don Dámaso un ministro me hablaba de usted, preguntándome si era opositor.
-¡Yo, opositor! -exclamó don Dámaso, nunca lo he sido; yo soy independiente.
-Era para darle, según creo, una comisión. Don Dámaso se quedó pensativo, arrepintiéndose de su respuesta.
-¿Y qué comisión era? -preguntó.
-No recuerdo ahora contestó don Simón-; usted sabe que el Gobierno busca la gente de valer para ocuparla y... -Y tiene razón dijo don Dámaso-; es el modo de establecer la autoridad.
-Mira, Leonor; ya están conquistando a tu papá -dijo doña Francisca.
-No, a mí no me conquistan, hija -replicó don Dámaso-; siempre he dicho que los gobiernos deben emplear gente conocida.
-Yo no pierdo la esperanza de verte de senador dijo don Fidel. -No aspiro a eso -repuso don Dámaso-; pero si los pueblos me eligen... -Aquí los que eligen son los gobiernos -observó doña Francisca.
-Y así debe ser -replicó don Fidel-; de otro modo no se podría gobernar. -Para gobernar así, mejor sería que nos dejasen en paz dijo doña Francisca.
-Pero mujer -replicó su marido-; ya te he dicho que ustedes no deben ocuparse en política.
Don Simón aprobó por segunda vez, y doña Francisca se volvió con desesperación hacia su cuñada. Después del té, la tertulia volvió al salón, donde siguieron la conversación política los papás, y los jóvenes rodearon a Leonor, que se sentó al lado de una mesa. Sobre ésta se veía un hermoso libro con tapas incrustadas de nácar.
-Mira, Leonor -le dijo su hermano-, ya te han aportado tu álbum, que me dijiste habías prestado.
-¿No lo tenía usted? -preguntó Leonor, con indiferencia, a Emilio Mendoza. -Lo he traído esta noche, señorita, como había prometido a usted.
-¿Lo llevó usted para ponerle versos? -preguntó Clemente Valencia a su rival-; yo nunca he podido aguantar los versos -añadió el capitalista, haciendo sonar la cadena de su reloj.
-Ni moi tampoco -dijo Agustín. -A ver el álbum dijo doña Francisca, abriendo el libro.
-Tía, si son morsoes literarios exclamó Agustín-, mejor sería que hiciesen un poco de música.
-Lea, mamá dijo Matilde-; hay mayoría por lo que mi primo llama morsoes literarios.
Doña Francisca abrió en una página.
-Aquí hay unos versos -dijo-, y son del señor Mendoza.
-¿Tú haces versos, querido? -le dijo Agustín-, ¿,que estás enamorado? Emilio se puso colorado y lanzó una mirada a Leonor, que pareció no haberla visto.
-Es una composición corta dijo doña Francisca, que ardía en deseos de que la oyesen leer.
-Parta, pues, tía -le dijo Agustín.
Doña Francisca, con voz afectada y acento sentimental, leyó:


A LOS OJOS DE...
Más dulces habéis de ser
Si me volvéis a mirar,
Porque es malicia a mi ver;
Siendo fuente de placer,
Causarme tanto pesar.
De seso me tiene ajeno
El que en suerte tan cruel
Sea ese mirar sereno
Sólo para mi veneno,
Siendo para todos miel.
Si amando os puedo ofender,
Venganza podéis tomar,
Pues es fuerza os haga ver Que,
o no os dejo de querer,
O me acabáis de matar.
Si es la venganza medida Por mi amor,
a tal rigor El alma siento rendida;
Porque es muy poco una vida
Para vengar tanto amor.


EMILIO MENDOZA


Al concluir esta lectura, Emilio Mendoza dirigió una lánguida mirada a Leonor, como diciéndole: "Usted es la diosa de mi inspiración".
-Y ¿en cuánto tiempo ha hecho usted estos versos? -le dijo doña Francisca.
-Esta mañana los he concluido contestó Mendoza, con afectada modestia, cuidándose muy bien de decir que sólo había tenido el trabajo de copiarlos de una composición del poeta español Campoamor, entonces poco conocido en Chile.
-Aquí hay algo en prosa dijo doña Francisca: "La humanidad camina hacia el progreso, girando en un círculo que se llama amor y que tiene por centro el ángel que apellidan mujer." -¡Qué lindo pensamiento! -dijo con aire vaporoso doña Francisca.
-Sí, para el que lo entienda -replicó Clemente Valencia. Continuó por algún tiempo doña Francisca hojeando el libro en cuyas páginas, llenas de frases vacías o de estrofas que concluían pidiendo un poco de amor a la dueña del álbum, ella se detenía con entusiasmo. -Si dejan a mi tía con el libro, es capaz de trasnochar -dijo Agustín a su amigo Valencia.
Don Fidel dio la señal de retirada, tomando su sombrero. -¿Sabes que Dámaso me ha dado a entender que le gustaría que su hijo se aficionase a Matilde? -dijo a dona Francisca, cuando estuvieron en la calle-. Agustín es un magnífico partido. -Es un muchacho tan insignificante contestó doña Francisca, recordando la poca afición de su sobrino a la poesía.
-¿Cómo? Insignificante, y su padre tiene cerca de un millón de pesos -replicó con calor el marido. Doña Francisca no contestó a la positivista opinión de su esposo.
-Un casamiento entre Matilde y Agustín sería para nosotros una gran felicidad -prosiguió don Fidel-.
Figúrate, hija, que el año entrante termina el arriendo que tengo de "El Roble", y que su dueño no quiere prorrogarme este arriendo. -Hasta ahora, la tal hacienda de "El Roble" no te ha dado mucho dijo doña Francisca. -Esta no es la cuestión
-replicó don Fidel-; yo me pongo en el caso de que termine el arriendo. Casando a Matilde con Agustín, además que aseguramos la suerte de nuestra hija, Dámaso no me negará su fianza, como ya lo ha hecho, para cualquier negocio.
-En fin, tú sabrás lo que haces -contestó con enfado la señora, indignada del prosaico cálculo de su marido. Lo restante del camino lo hicieron en silencio hasta llegar a la casa que habitaban. Volveremos nosotros a don Dámaso y a su familia, que quedaron solos en el salón.
-Y nuestro alojado, ¿qué se habrá hecho? -preguntó el caballero. Un criado, a quien se llamó para hacer esta pregunta, contestó que no había llegado aún.
-No será mucho que se haya perdido dijo don Dámaso.
-¡En Santiago! -exclamó Agustín con admiración-, en París sí que es fácil egerarse. -He pensado dijo don Dámaso a su mujer- que Martín puede servirme mucho, porque necesito una persona que lleve mis libros.
-Parece un buen jovencito y me gusta, porque no fuma -respondió doña Engracia.
Martín, en efecto, había dicho que no fumaba, cuando, después de comer, don Dámaso le ofreció un cigarro en un rapto de republicanismo.
Mas, al despedirse, sus amigos le dejaban medio curado ya de sus impulsos igualitarios con la noticia de que un ministro se había ocupado de él para encomendarle una comisión.
"Después de todo -pensaba al acostarse don Dámaso-, ¡estos liberales son tan exagerados!" 


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