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A
la misma hora en que Martín Rivas era llevado preso, el salón de
don Dámaso Encina resplandecía de luces que alumbraban a la diaria
concurrencia de tertulianos.
En
un sofá conversaba doña Engracia con una señora, hermana de don
Dámaso y madre de una niña que ocupaba otro sofá con Leonor y el
elegante Agustín.
En
un rincón de la pieza vecina rodeaban una mesa de malilla don Dámaso
y tres caballeros de aspecto respetable y encanecidos cabellos. Al
lado de la mesa se hallaba como observador el joven Mendoza, uno de
los adoradores de Leonor.
Doña
Engracia conversaba con su cuñada, doña Francisca Encina, sobre las
habilidades de Diamela y sus progresos en la lengua de Vaugelas, y de
Voltaire, mientras que un hijo de doña Francisca, perteneciente a la
categoría de los niños regalones, se divertía en tirar la cola y
las orejas de la favorita de su tía. La niña que conversaba con
Leonor formaba con ella un contraste notable por su fisonomía.
Al
ver su rubio cabello, su blanca tez y sus ojos azules, un extranjero
habría creído que no podía pertenecer a la misma raza que la joven
algo morena y de negros cabellos que se hallaba a su lado, y mucho
menos que entre Leonor y su prima, Matilde Elías, existiese tan
estrecho parentesco.
La
fisonomía de esta niña revelaba, además, cierta languidez
melancólica, que contrastaba con la orgullosa altivez de Leonor, y,
aunque la elegancia de su vestido no era menos que la del de ésta,
la belleza de Matilde se veía apagada a primera vista al lado de la
de su prima.
Las
dos niñas tenían sus manos afectuosamente entrelazadas cuando entró
al salón Clemente Valencia.
-¡Ah!,
ya viene este hombre con sus cadenas de reloj y sus brillantes que
huelen a capitalista de mal gusto dijo Leonor.
El
joven no se atrevió a quedarse al lado de las dos primas por el frío
saludo con que la hija de don Dámaso contestó al suyo, y fue a
sentarse al lado de las mamás.
-¿Sabes
que te corren casamiento con él? -dijo Matilde a su prima.
-¡Jesús!
contestó ésta-, ¿porque es rico? -Y porque creen que tú le amas.
-Ni a él ni a nadie -replicó Leonor, con acento desdeñoso.
-¿A
nadie? ¿Y a Mendoza? -preguntó Matilde.
-La
verdad, Matilde, ¿tú has estado enamorada alguna vez? -dijo Leonor,
mirando fijamente a su prima. Esta se ruborizó en extremo, y no
contestó.
bajo
este dictado a todo el que se atrevía a levantar la voz sin tener
casa ni hacienda ni capital a interés. Estas opiniones autoritarias,
que los dos amigos profesaban en virtud de su conveniencia, habían
acarreado algunos disgustos domésticos a don Fidel Elías.
Doña
Francisca Encina, su mujer, había leído algunos libros y pretendía
pensar por sí sola, violando así los principios sociales de su
marido, que miraba todo libro como inútil, cuando no como
pernicioso.
En
su cualidad de letrada, doña Francisca era liberal en política y
fomentaba esta tendencia de su hermano, a quien don Fidel y don Simón
no habían aún podido conquistar enteramente para el partido del
orden, que algunos han llamado con cierta gracia, en tiempos
posteriores, el partido de los energistas.
Sentados
a la mesa del té todos estos personajes, la conversación tomó
distinto giro en cada uno de los grupos que componían, según sus
gustos y edades. Doña Engracia citaba a su cuñada la escena de la
comida, para probar que Diamela entendía el francés, a lo cual
contestaba doña Francisca citando algunos autores que hablaban de la
habilidad de la raza canina.
Leonor
y su prima formaban otro grupo con los jóvenes, y don Dámaso
ocupaba la cabecera de la mesa con su amigo y su cuñado.
-Convéncete,
Dámaso -decíale don Fidel-, esta Sociedad de la Igualdad es una
pandilla de descamisados que quieren repartirse nuestras fortunas.
-Y, sobre todo decía don Simón, a quien el Gobierno nombraba
siempre para diversas comisiones-, los que hacen oposición es porque
quieren empleo.
-Pero
hombre -replicaba don Dámaso, ¿y las escuelas que funda esa
sociedad para educar al pueblo? -¡Qué pueblo, ni qué pueblo!
contestaba don Fidel-. Es el peor mal que pueden hacer, estar
enseñando a ser caballeros a esa pandilla de rotos.
-Si
yo fuese gobierno -dijo don Simón-, no los dejaba reunirse nunca.
¿Adónde
vamos a parar con que todos se metan en política? -¡Pero si son tan
ciudadanos como nosotros! -replicó don Dámaso.
-Sí,
pero ciudadanos sin un centavo, ciudadanos hambrientos -repuso don
Fidel.
-Y
entonces, ¿para qué estamos en República? dijo doña Francisca,
mezclándose en la conversación.
-Ojalá
no lo estuviéramos contestó su marido.
-¡Jesús!
exclamó escandalizada la señora.
-Mira,
hija, las mujeres no deben hablar de política dijo,
sentenciosamente, don Fidel. Esta máxima fue aprobada por el grave
don Simón, que hizo con la cabeza una señal afirmativa.
-A
las mujeres, las flores y la tualeta, querida tía -le dijo Agustín,
que oyó la máxima de don Fidel. -Este niño ha vuelto más tonto de
Europa -murmuró, picada, la literata.
-En
días pasados dijo don Simón a don Dámaso un ministro me hablaba de
usted, preguntándome si era opositor.
-¡Yo,
opositor! -exclamó don Dámaso, nunca lo he sido; yo soy
independiente.
-Era
para darle, según creo, una comisión. Don Dámaso se quedó
pensativo, arrepintiéndose de su respuesta.
-¿Y
qué comisión era? -preguntó.
-No
recuerdo ahora contestó don Simón-; usted sabe que el Gobierno
busca la gente de valer para ocuparla y... -Y tiene razón dijo don
Dámaso-; es el modo de establecer la autoridad.
-Mira,
Leonor; ya están conquistando a tu papá -dijo doña Francisca.
-No,
a mí no me conquistan, hija -replicó don Dámaso-; siempre he dicho
que los gobiernos deben emplear gente conocida.
-Yo
no pierdo la esperanza de verte de senador dijo don Fidel. -No aspiro
a eso -repuso don Dámaso-; pero si los pueblos me eligen... -Aquí
los que eligen son los gobiernos -observó doña Francisca.
-Y
así debe ser -replicó don Fidel-; de otro modo no se podría
gobernar. -Para gobernar así, mejor sería que nos dejasen en paz
dijo doña Francisca.
-Pero
mujer -replicó su marido-; ya te he dicho que ustedes no deben
ocuparse en política.
Don
Simón aprobó por segunda vez, y doña Francisca se volvió con
desesperación hacia su cuñada. Después del té, la tertulia volvió
al salón, donde siguieron la conversación política los papás, y
los jóvenes rodearon a Leonor, que se sentó al lado de una mesa.
Sobre ésta se veía un hermoso libro con tapas incrustadas de nácar.
-Mira,
Leonor -le dijo su hermano-, ya te han aportado tu álbum, que me
dijiste habías prestado.
-¿No
lo tenía usted? -preguntó Leonor, con indiferencia, a Emilio
Mendoza. -Lo he traído esta noche, señorita, como había prometido
a usted.
-¿Lo
llevó usted para ponerle versos? -preguntó Clemente Valencia a su
rival-; yo nunca he podido aguantar los versos -añadió el
capitalista, haciendo sonar la cadena de su reloj.
-Ni
moi tampoco -dijo Agustín. -A ver el álbum dijo doña Francisca,
abriendo el libro.
-Tía,
si son morsoes literarios exclamó Agustín-, mejor sería que
hiciesen un poco de música.
-Lea,
mamá dijo Matilde-; hay mayoría por lo que mi primo llama morsoes
literarios.
Doña
Francisca abrió en una página.
-Aquí
hay unos versos -dijo-, y son del señor Mendoza.
-¿Tú
haces versos, querido? -le dijo Agustín-, ¿,que estás enamorado?
Emilio se puso colorado y lanzó una mirada a Leonor, que pareció no
haberla visto.
-Es
una composición corta dijo doña Francisca, que ardía en deseos de
que la oyesen leer.
-Parta,
pues, tía -le dijo Agustín.
Doña
Francisca, con voz afectada y acento sentimental, leyó:
A
LOS OJOS DE...
Más
dulces habéis de ser
Si
me volvéis a mirar,
Porque
es malicia a mi ver;
Siendo
fuente de placer,
Causarme
tanto pesar.
De
seso me tiene ajeno
El
que en suerte tan cruel
Sea
ese mirar sereno
Sólo
para mi veneno,
Siendo
para todos miel.
Si
amando os puedo ofender,
Venganza
podéis tomar,
Pues
es fuerza os haga ver Que,
o
no os dejo de querer,
O
me acabáis de matar.
Si
es la venganza medida Por mi amor,
a
tal rigor El alma siento rendida;
Porque
es muy poco una vida
Para
vengar tanto amor.
EMILIO
MENDOZA
Al
concluir esta lectura, Emilio Mendoza dirigió una lánguida mirada a
Leonor, como diciéndole: "Usted es la diosa de mi inspiración".
-Y
¿en cuánto tiempo ha hecho usted estos versos? -le dijo doña
Francisca.
-Esta
mañana los he concluido contestó Mendoza, con afectada modestia,
cuidándose muy bien de decir que sólo había tenido el trabajo de
copiarlos de una composición del poeta español Campoamor, entonces
poco conocido en Chile.
-Aquí
hay algo en prosa dijo doña Francisca: "La humanidad camina
hacia el progreso, girando en un círculo que se llama amor y que
tiene por centro el ángel que apellidan mujer." -¡Qué lindo
pensamiento! -dijo con aire vaporoso doña Francisca.
-Sí,
para el que lo entienda -replicó Clemente Valencia. Continuó por
algún tiempo doña Francisca hojeando el libro en cuyas páginas,
llenas de frases vacías o de estrofas que concluían pidiendo un
poco de amor a la dueña del álbum, ella se detenía con entusiasmo.
-Si dejan a mi tía con el libro, es capaz de trasnochar -dijo
Agustín a su amigo Valencia.
Don
Fidel dio la señal de retirada, tomando su sombrero. -¿Sabes que
Dámaso me ha dado a entender que le gustaría que su hijo se
aficionase a Matilde? -dijo a dona Francisca, cuando estuvieron en la
calle-. Agustín es un magnífico partido. -Es un muchacho tan
insignificante contestó doña Francisca, recordando la poca afición
de su sobrino a la poesía.
-¿Cómo?
Insignificante, y su padre tiene cerca de un millón de pesos
-replicó con calor el marido. Doña Francisca no contestó a la
positivista opinión de su esposo.
-Un
casamiento entre Matilde y Agustín sería para nosotros una gran
felicidad -prosiguió don Fidel-.
Figúrate,
hija, que el año entrante termina el arriendo que tengo de "El
Roble", y que su dueño no quiere prorrogarme este arriendo.
-Hasta ahora, la tal hacienda de "El Roble" no te ha dado
mucho dijo doña Francisca. -Esta no es la cuestión
-replicó
don Fidel-; yo me pongo en el caso de que termine el arriendo.
Casando a Matilde con Agustín, además que aseguramos la suerte de
nuestra hija, Dámaso no me negará su fianza, como ya lo ha hecho,
para cualquier negocio.
-En
fin, tú sabrás lo que haces -contestó con enfado la señora,
indignada del prosaico cálculo de su marido. Lo restante del camino
lo hicieron en silencio hasta llegar a la casa que habitaban.
Volveremos nosotros a don Dámaso y a su familia, que quedaron solos
en el salón.
-Y
nuestro alojado, ¿qué se habrá hecho? -preguntó el caballero. Un
criado, a quien se llamó para hacer esta pregunta, contestó que no
había llegado aún.
-No
será mucho que se haya perdido dijo don Dámaso.
-¡En
Santiago! -exclamó Agustín con admiración-, en París sí que es
fácil egerarse. -He pensado dijo don Dámaso a su mujer- que Martín
puede servirme mucho, porque necesito una persona que lleve mis
libros.
-Parece
un buen jovencito y me gusta, porque no fuma -respondió doña
Engracia.
Martín,
en efecto, había dicho que no fumaba, cuando, después de comer, don
Dámaso le ofreció un cigarro en un rapto de republicanismo.
Mas,
al despedirse, sus amigos le dejaban medio curado ya de sus impulsos
igualitarios con la noticia de que un ministro se había ocupado de
él para encomendarle una comisión.
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