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Al
concluir esta lectura, Emilio Mendoza dirigió una lánguida mirada a
Leonor, como diciéndole: "Usted es la diosa de mi inspiración".
-Y
¿en cuánto tiempo ha hecho usted estos versos? -le dijo doña
Francisca.
-Esta
mañana los he concluido contestó Mendoza, con afectada modestia,
cuidándose muy bien de decir que sólo había tenido el trabajo de
copiarlos de una composición del poeta español Campoamor, entonces
poco conocido en Chile.
-Aquí
hay algo en prosa dijo doña Francisca: "La humanidad camina
hacia el progreso, girando en un círculo que se llama amor y que
tiene por centro el ángel que apellidan mujer." -¡Qué lindo
pensamiento! -dijo con aire vaporoso doña Francisca.
-Sí,
para el que lo entienda -replicó Clemente Valencia.
Continuó
por algún tiempo doña Francisca hojeando el libro en cuyas páginas,
llenas de frases vacías o de estrofas que concluían pidiendo un
poco de amor a la dueña del álbum, ella se detenía con entusiasmo.
-Si
dejan a mi tía con el libro, es capaz de trasnochar -dijo Agustín a
su amigo Valencia. Don Fidel dio la señal de retirada, tomando su
sombrero.
-¿Sabes
que Dámaso me ha dado a entender que le gustaría que su hijo se
aficionase a Matilde? -dijo a dona Francisca, cuando estuvieron en la
calle-.
Agustín
es un magnífico partido.
-Es
un muchacho tan insignificante contestó doña Francisca, recordando
la poca afición de su sobrino a la poesía.
-¿Cómo?
Insignificante, y su padre tiene cerca de un millón de pesos
-replicó con calor el marido. Doña Francisca no contestó a la
positivista opinión de su esposo.
-Un
casamiento entre Matilde y Agustín sería para nosotros una gran
felicidad -prosiguió don Fidel-.
Figúrate,
hija, que el año entrante termina el arriendo que tengo de "El
Roble", y que su dueño no quiere prorrogarme este arriendo.
-Hasta ahora, la tal hacienda de "El Roble" no te ha dado
mucho dijo doña Francisca.
-Esta
no es la cuestión -replicó don Fidel-; yo me pongo en el caso de
que termine el arriendo. Casando a Matilde con Agustín, además que
aseguramos la suerte de nuestra hija, Dámaso no me negará su
fianza, como ya lo ha hecho, para cualquier negocio.
-En
fin, tú sabrás lo que haces -contestó con enfado la señora,
indignada del prosaico cálculo de su marido. Lo restante del camino
lo hicieron en silencio hasta llegar a la casa que habitaban.
Volveremos nosotros a don Dámaso y a su familia, que quedaron solos
en el salón.
-Y
nuestro alojado, ¿qué se habrá hecho? -preguntó el caballero. Un
criado, a quien se llamó para hacer esta pregunta, contestó que no
había llegado aún.
-No
será mucho que se haya perdido dijo don Dámaso.
-¡En
Santiago! -exclamó Agustín con admiración-, en París sí que es
fácil egerarse. -He pensado dijo don Dámaso a su mujer- que Martín
puede servirme mucho, porque necesito una persona que lleve mis
libros.
-Parece
un buen jovencito y me gusta, porque no fuma -respondió doña
Engracia.
Martín,
en efecto, había dicho que no fumaba, cuando, después de comer, don
Dámaso le ofreció un cigarro en un rapto de republicanismo.
Mas,
al despedirse, sus amigos le dejaban medio curado ya de sus impulsos
igualitarios con la noticia de que un ministro se había ocupado de
él para encomendarle una comisión.
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