En el cuadro primero, en los bosques de la ribera del Rin, las doncellas del Rin se lamentan por la pérdida del oro. Las hijas del Rin recuerdan el oro que custodiaban en otro tiempo, ahora están tristes y oscuras, serían felices si alguien pudiera devolverles el oro, que les fue robado un día. El sonido lejano de un cuerno les anuncia que se aproxima un cazador. Ellas se alejan y en la orilla boscosa aparece Sigfrido, separado de su partida de caza, que se perdió persiguiendo a un oso.
Las doncellas del Rin le piden con vehemencia que devuelva el
anillo en el río y así podrá evitar su maldición, pero él ignora sus vaticinios
de desdicha. Sigfrido rehúsa desprenderse de la joya que conquistó al dragón
Fafner y su negativa provoca burlas y censuras en las ninfas, que se hunden
otra vez en la corriente. Para atraerlas nuevamente Sigfrido dice estar
dispuesto a darles el anillo, pero ellas lo rechazan diciendo que el anillo
está maldito y que le procurará una terrible desgracia. Solo las aguas del Rin
podrán purificar el oro y librar al mundo de la maldición. Sigfrido desprecia
el peligro, no tiene nada que temer.
Ya Fafner le anunció el anatema y si por las delicias del
amor cedería el anillo, jamás lo entregaría por miedo. Si tuviera que vivir
esclavizado por el temor, arrojaría su vida como un puñado de tierra al viento.
Además, si las Nornas, según le anuncian las doncellas del Rin, tejieron su
muerte en el hilo de la vida, su espada Nuevo Nothung, que partió una lanza
sagrada, cortará también el hilo de la fatalidad. Con gusto cedería este anillo
que le da el dominio del mundo, a las delicias del amor, pero nunca ante
amenazas de la muerte. Las doncellas del Rin se alejan nadando y predicen que
Sigfrido morirá y que su sucesora, una dama, les dará un trato más justo.
Los cazadores, que buscaban a Sigfrido por el bosque, le
llaman a gritos y Hagen hace resonar su cuerno, al que Sigfrido responde con su
toque de caza. Sigfrido se reúne de nuevo con los cazadores, incluyendo a
Gunther y Hagen. Los cazadores se disponen a descansar en aquel fresco paraje,
mientras Sigfrido, riendo, les cuenta que las doncellas del Rin, hijas del Rin,
ondinas, ninfas del río, acaban de predecirle su inmediata muerte, pero él,
para distraer a sus compañeros, les propone referirles sus proezas juveniles.
Mientras descansan, narra las aventuras de su juventud.
Cuenta cómo fue criado por el nibelungo Mime, y cómo él mismo se forjó su
fuerte espada, Nueva Nothung, con la cual mató al monstruo, y cómo unas gotas
que absorbió de la sangre del dragón obraron la maravilla de hacerle comprender
el lenguaje de las aves del bosque. Hagen le da a beber una poción que hace
desaparecer los efectos del brebaje que le dio Gutrune y le hace volver la
memoria. En ese momento suena el leitmotiv del amor de Brunilda, mientras la
bebida devuelve a Sigfrido el recuerdo de Brunilda, borrado por el anterior
filtro mágico. Cuenta cómo el pájaro del bosque le reveló la existencia de una
hermosa mujer que se hallaba en una montaña rodeada de fuego, cómo corrió hasta
ella, despertó a Brunilda y la hizo suya. Este fue el premio a su valor.
De pronto, dos cuervos salen de un arbusto, describen un
círculo sobre Sigfrido y vuelan después hacia el Rin. Son los cuervos de Wotan.
Hagen pregunta a Sigfrido si comprende también el graznido de aquellas aves y,
al volverse Sigfrido a contemplarlos, Hagen aprovecha para clavar su lanza en
la espalda de Sigfrido, diciéndole que le están pidiendo venganza.
Sigfrido levanta su escudo para defenderse, pero no lo logra
y cae pesadamente al suelo, mientras que se escucha, muy fuerte y estridente,
su vigoroso leitmotiv, seguido de unos acordes terribles y violentos como la
fuerza del héroe que se desploma. Los otros cazadores quedan horrorizados
mientras Hagen, con calma se aleja dentro del bosque. Gunther, acercándose, se
agacha, profundamente dolorido, al lado de Sigfrido. Los hombres rodean
compasivamente al moribundo.
Desfalleciendo, en sus últimas palabras recuerda a su amada
Brunilda. Se escucha el leitmotiv del despertar de Brunilda mientras Sigfrido
canta a la novia divina. Sigfrido muere recreándose en sus recuerdos de
Brunilda. La música es siniestra y lúgubre. Le pide a Brunilda que despierte y
abra sus ojos.
Gunther escucha con asombro y angustia crecientes y empieza a
comprender la pérfida maquinación del malvado Hagen. Sigfrido fallece mientras
cae la noche, pues cada vez que desaparece Sigfrido desaparece la luz del sol.
A una indicación de Gunther sus guerreros levantan el cuerpo de Sigfrido y lo
llevan afuera, lentamente, en solemne cortejo por las rocosas alturas. El
cadáver es transportado en un solemne cortejo fúnebre. En ese momento se
escucha la música popularmente conocida como la «Marcha fúnebre de Sigfrido».
Desde el Rin se levanta una niebla que llena poco a poco todo
el escenario, por lo que la comitiva fúnebre se va volviendo gradualmente
invisible hasta desaparecer. Se escuchan al mismo tiempo todos los leitmotiven
que durante cuatro jornadas se relacionaron con la vida de Sigfrido. Cuando
expira, reina un imponente silencio y aumenta un leve redoble de timbales,
pianísimo, y los lúgubres sones de las trompas y tubas elevan en la orquesta el
triste leitmotiv de los amores contrariados de los padres de Sigfrido, los
mellizos welsungos. Sigfrido perece como víctima del odio y con su sacrificio
precipita el final del mundo mítico.
Este es el segundo interludio sinfónico que une al primer
cuadro con el segundo cuadro del tercer acto, mientras los vasallos de Gunther
conducen el cadáver del héroe hacia el palacio de los guibichungos.
En el cuadro segundo estamos de nuevo en el palacio de los
guibichungos, Gutrune espera el regreso de Sigfrido. Entra Hagen encabezando la
procesión fúnebre. Gutrune reacciona con una profunda desesperación al ver a su
prometido muerto. Hagen anuncia que el héroe ha sido víctima de un jabalí.
Gutrune, desesperada, se precipita sobre los restos mortales de su esposo.
Gunther intenta consolarla, pero ella le acusa de haber dado muerte a Sigfrido.
Gunther condena el asesinato de Sigfrido a manos de Hagen, y este replica que
Sigfrido había faltado a su palabra, y reclama el anillo que Sigfrido lleva en
la mano como derecho de conquista. Cuando Gunther lo rechaza, Hagen lo ataca y
asesina. Gutrune grita con horror al caer Gunther. Todos permanecen paralizados
por el terror. Hagen va a tomar el anillo del cadáver de Sigfrido, pero la mano
de Sigfrido se levanta amenazadora. Todos retroceden despavoridos, al tiempo
que de la orquesta surge el leitmotiv de la espada victoriosa de Sigfrido.
En ese momento aparece Brunilda, lenta y majestuosamente,
aludiendo a su pasado de valquiria. La muerte de Sigfrido le ha devuelto la
videncia que había perdido con el amor. Ahora comprende claramente lo sucedido.
La traición fue efecto de la pérfida magia. Gutrune, fuera de sí, le echa en
cara a Brunilda haber exaltado a los guerreros para que mataran a su esposo. Le
dice que la envidia la corroe, que ella les trajo esta tragedia, le acusa de
haber vuelto a los hombres contra él y lamenta que haya venido a su palacio.
Brunilda le dice severamente que se calle, que ella no fue más que su amante,
su concubina, que solo la valquiria fue su legítima esposa. Gutrune,
sollozando, maldice a Hagen. Llena de pesadumbre se deja caer sobre el cuerpo
de Gunther. Permanecerá inmóvil hasta el final.
Hagen está de pie en el lateral opuesto, apoyado desafiante
en su lanza y escudo, sumido en sombríos pensamientos. Brunilda, sola en el
centro, después de haber estado largo rato contemplando a Sigfrido, se da
vuelta con solemnidad hacia los súbditos de Gunther. Brunilda da órdenes para
que se eleve una pira funeraria junto al río, adornada por las mujeres con
lienzos, ramajes y flores. En ese momento se escucha en palpitantes acordes el
leitmotiv del poder de los dioses, que es una transformación del leitmotiv de
la lanza de Wotan, pero esta vez la escala menor ascendente se separa de su
inversión, la escala menor descendente.
Brunilda se despide tiernamente de los restos mortales de
Sigfrido, expresando cuán grande ha sido su amor y su sufrimiento. Al mismo
tiempo reconoce en su padre, Wotan, al único culpable de la catástrofe. Todo es
responsabilidad de la maldición que Alberich echó sobre Wotan cuando el rey de
los dioses le robó su anillo de oro. Brunilda proclama que la estirpe divina va
a perecer, y dirige a Wotan su último saludo, responsabilizando a su padre de
todo lo sucedido.
Brunilda cumple la voluntad de Wotan, no aquella voluntad
primera de la conquista heroica del universo, sino su voluntad de aniquilar
toda voluntad. Al traicionarla Sigfrido, ella recuperó el poder de sabiduría
que había perdido al convertirse en una mujer enamorada. Brunilda toma el
anillo y se dirige a las hijas del Rin, diciéndoles que lo tomen de entre las
cenizas, que el fuego purificará al anillo de su maldición mientras que las
doncellas del Rin en el agua lo disolverán y, con cuidado, protegerán ese oro
brillante que tan vilmente les fuera robado.
Ella desea extinguirse en el fuego con el anillo puesto como
alianza de bodas. La valquiria envía a los cuervos de Wotan con su dueño, en
vuelo de mortal retorno al Walhalla para que le lleven las «noticias tanto
tiempo esperadas». Les ordena que pasen junto a su roca. En la orquesta crepita
y surge con inusitada brillantez el leitmotiv del fuego, que se presenta con sonoridades
cada vez más intensas. Les dice a los cuervos que anuncien a Wotan todo lo que
han visto y que le digan a Loge que abandone la montaña de Brunilda y vaya al
castillo de los dioses a quemarlo todo. Invoca a Loge, el dios del fuego, para
que las llamas, que han de consumir el cuerpo de Sigfrido y el de ella misma,
asciendan al Walhalla.
El mundo va a redimirse por el amor, única fuente de
felicidad. Por la grandeza de ese amor ella se sacrificará junto al héroe
querido. No se halla la felicidad en las riquezas ni en el oro, ni en la
magnificencia ni en el poderío, ni en los lazos con que nos atan a traidores
pactos. La dicha está en la alegría y en el llanto solo nos proporciona el
amor.
Se prepara el imponente final, popularmente conocido como
«Inmolación de Brunilda». Ella misma prende fuego a la pira. Ahora la pira arde
en llamas. Se escucha el leitmotiv de Loge. El poder ha sido disuelto para
mayor gloria del amor. Brunilda monta su caballo Grane y cabalga en el fuego.
Lo que sigue es quizás una de las escenas más difíciles de
realizar para un director de escena en toda la historia de la ópera: el fuego
se eleva mientras el Rin se desborda de su cauce, llevando las doncellas del
Rin sobre las ondas. Hagen desaparece entre las aguas. Las doncellas del Rin
huyen nadando, llevando el anillo en triunfo. El palacio de los guibichungos
colapsa. A medida que las llamas crecen en intensidad, el Walhalla empieza a
verse en el cielo. El oro mágico libera al mundo del anatema, poniendo fin al
reino de los dioses y de la fantasía. Tanto el señor del mundo como las demás
deidades refugiados en las desoladas alturas del palacio, esperan ahora el
implacable final. Todo el Walhalla es una gigantesca antorcha.
En escena vemos a Wotan, en lo alto, mudo. A lo lejos parece
incendiarse el cielo. Brillantes llamas parecen alcanzar el palacio de los
dioses, en el que pueden verse estos, que desaparecen poco a poco de la vista.
Arde el Walhalla y perecen los dioses.
Se cumple la profecía de Erda, la sabia madre de la tierra,
quien predijera a Wotan las fatídicas consecuencias de la posesión del anillo
maldito. Si Alberich renegó del amor en aras del poder, al inicio del ciclo,
Brunilda completa el círculo en su final anunciando que el poder ha sido
disuelto para mayor gloria del amor. Cuando Sigfrido, Brunilda, Hagen y todos
los demás han desaparecido, el héroe supremo de la tragedia, Wotan, aparece de
nuevo, inmóvil, sentado en el elevado sitial, sonriendo eternamente, una vez
más, por última vez, mientras el incendio se extiende y los dioses, el Walhalla
y el mismo Wotan, con todos sus sueños y sus pensamientos, son consumidos por
las llamas del fresno del mundo.
Se escucha el leitmotiv de la redención por el amor, que
cantó por primera vez Siglinde al conocer que llevaba en su seno la semilla de
Siegmund. Luego, el río Rin, sosegado, torna a su cauce. Dioses y héroes
perecen ante el inexorable poder del anatema que culminará con el
aniquilamiento total. Los dioses han corrompido el mundo desde el principio y
perecen por su propia voluntad de poder.
El remate sinfónico es una vasta recapitulación en la cual se
reúnen todos los leimotiven relevantes, las cadencias, las tonalidades y los
fragmentos de formas y hasta detalles de orquestación que regresan para resumir
esta gran parábola de la existencia humana que es El anillo del nibelungo. Cae
el telón.
El ocaso de los dioses - Acto III (Inmolación de Brunilda)
EDICIÓN: Erika Rojas Portilla
... VOLVER: El ocaso de los dioses
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